Las guerrillas  

Posted by Fernando in

G. Acuña

© 1971

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

La política y la guerra. 2

La lucha de clases y la acción política. 2

La política revolucionaria y la violencia. 3

La guerra popular y la política de masas 4

La guerra de guerrillas. 5

Características generales 5

La guerra de guerrillas revolucionaria. 6

La guerrilla como método y la guerrilla como organización. 8

Algunas realidades 9

China. 9

Vietnam. 10

Argelia. 11

Cuba. 12

La guerrilla en América Latina. 13

La guerrilla rural 13

La guerrilla urbana. 15

Bibliografía. 16

La concepción del Che. 17

La teoría Regis Debray. 18

La prensa y todos los medios oficiales de difusión, pintan a los movimientos guerrilleros como a grupos de “bandoleros” que han encontrado en esa forma de existencia su “modus vivendi”. Desde que la guerrilla ha pasado a constituirse en un medio de acción ejercido por numerosos sectores revolucionarios de distintos lugares del continente, ésta es la interpretación y la propaganda ejercida sobre ella. Es que dicho método se ha propagado en todo el mundo y sobre todo en los pueblos sojuzgados, como acción armada contra el imperialismo y los sectores dominantes de las colonias y es por ello que el sistema capitalista necesita propagandizarla como “delincuencia” a fin de separarla así de su raíz esencialmente sociopolítica. Esta calificación de delincuentes no es nueva: lo han empleado siempre los grupos dominantes, cuando son afectados en sus intereses (recuérdese, por ejemplo, las guerrillas que acompañaron la gesta independentista de San Martín y Bolívar así fueron calificadas por los españoles).

Pero es evidente que dicho fenómeno va más allá de la voluntad de los “hombres de bien” y de los individuos aislados. La guerrilla es un fenómeno social y político, íntimamente ligado a todo el acontecer histórico. En nuestra época aparece como expresión armada de diversos sectores; desde movimientos de liberación nacional hasta como acción de clase. Se ha convertido en un fenómeno universal e histórico en la medida que su propia aplicación lleva implícita una concepción y una lucha política en la búsqueda de la transformación económica y social. Conviene aclarar que si bien la guerrilla tiende a ser una forma de lucha usada predominantemente por las clases populares (desprovistas de fuerza militar comparable a la de las clases dominantes) también ha sido practicada por los grupos privilegiados: la resistencia monárquica francesa frente al poder revolucionario y el carlismo español en Navarra son sólo algunos ejemplos. Es imposible separar a la guerrilla —como expresión armada de la política— y a los movimientos guerrilleros —como expresiones organizativas de una concepción de la toma del poder— de la lucha de clases. La guerrilla, desde el mismo momento que pasa a constituirse en una de las formas de acción armada, forma parte de la lucha de clases. Por ello es necesario considerarla desde esta óptica dando así no sólo sus diferencias y características de concepción en la forma en que se presenta en la realidad concreta, sino también para poder ubicarla como fenómeno dentro de la instancia política y social a fin de descubrir su función concreta en relación a la política y a la guerra.

La política y la guerra

Hacia los años 1830 el general Karl von Clausewitz escribía acerca de la guerra definiéndola como un acto de fuerza para obligar al cumplimiento de la voluntad de un sector por otro. Es así que comprendía que toda acción armada en general y en particular emprendía un accionar para modificar la realidad. De tal manera la guerra se manifiesta no como un acto aislado que tiene una manera de aparecer momentánea sino que se convierte en el resultado de las relaciones políticas. La guerra comienza a interpretarse ligándola a “lo político”. Las conclusiones de Clausewitz relacionan permanentemente el objeto de la guerra al objeto político que lleva implícito. Y escribe “Por tanto, el fin político como motivo originario de la guerra nos dará la norma así para el objeto que pretende alcanzarse por medio del acto guerrero, como para los esfuerzos que deben realizarse”.

En el desarrollo de la historia de la humanidad no sólo podemos corroborar la esencia misma de toda acción armada como acto fundamentalmente político, sino que la guerra aparece siempre como un verdadero instrumento político: “una continuación de las relaciones políticas y una gestión de las mismas con otros medios”. Podríamos agregar que la guerra es el instrumento político de máxima expresión de la lucha, es el medio que alcanza el máximo grado de expresión política.

A pesar del carácter diferenciado en que se manifiestan una cierta cantidad de acciones de guerra, y por más que en muchas circunstancias aparezca disipado y oscurecido el objeto político implícito, todas estas acciones deben ser comprendidas igualmente desde el campo de la investigación sociopolítica. De la misma interpretación del carácter de las distintas guerras podemos desprender, también, los momentos en que pasa a ser dominante, en un estado generalizado de guerra declarada, la acción bélica en sí. Esto quiere decir que las relaciones político-sociales, cualquiera sea su naturaleza, determinan el accionar armado a emplear y el papel que este mismo accionar, juega en el conjunto de la lucha. O sea, el objetivo político de toda guerra puede aparecer con clara preponderancia o ésta tiende a diluirse en el acto de guerra en sí mismo. En casos de guerra generalizada, es común encontrarse con los análisis de las batallas y sus resultados, porque generalmente de sus mismos resultados depende la decisiva victoria política. Lo importante a tener en cuenta es que la acción armada, siempre necesariamente implica una victoria o una derrota —según los casos— política. El sistema tiende a oscurecer en sus mismas relaciones sociales y, a través de su propaganda sistemática, no sólo el origen de la guerra sino también el carácter diferenciado de las mismas. O sea que a “nuestra vista” siempre aparece oscurecido tanto el origen socioeconómico como la política particular de cada guerra.

Dado el grado de desarrollo alcanzado hoy por las relaciones sociales en el plano internacional, es casi imposible separar los intereses políticos de los propios intereses de la guerra. Así se hace dificultoso seguir mistificando el origen del accionar armado, como separarlo de su carácter nacional y social, es decir de sus intereses concretos.

La lucha de clases y la acción política

Partiendo de la relación necesaria entre la existencia de clases sociales y los acontecimientos históricos, podemos sintetizar que la historia es el producto de la lucha entre las clases. La sociedad no sólo se divide en clases sociales sino que éstas tienen intereses antagónicos, y es, justamente —según se trate de dominantes o dominados— el querer poner en práctica dichos intereses, lo que lleva al resultado de que esta práctica tome el carácter de una lucha. En esto se basó la conocida frase del marxismo de que la lucha de clases es el motor de la historia. Todas las luchas históricas, cualquiera sea su carácter y en cualquier terreno que se desarrollen —político, ideológico, filosófico, religioso, económico—, son la expresión de la lucha entre clases sociales, para consolidar, para modificar las relaciones de poder o para derrocar un sistema; pero siempre la última y definitoria explicación parte necesariamente de las relaciones de clases y del poder de clases. La toma de conciencia de estos intereses subyacentes en toda formación social y por ende en la práctica de sus clases, determinan el accionar específico de una clase; por ello la lucha misma en determinados períodos o momentos, se manifiesta formalmente y en otros alcanza el máximo grado de su expresión social: la revolución. De esta manera, y centrando nuestro análisis en “lo político”, concluimos que el accionar en este campo como la lucha relacionada con todos sus niveles de manifestación y continuación, es el enfrentamiento que se produce entre las clases en su lucha por el poder político.

Según Lenin “… toda lucha de clases es una lucha política, pero la lucha de clases cobra pleno desarrollo y es «nacional» únicamente cuando no sólo abarca la política, sino que toma de ella lo más esencial: la organización del poder del Estado”.

Consecuentemente, es el sistema en su conjunto y son sus clases, las que dan nacimiento a la comprensión última del fenómeno político. Y es la táctica y estrategia por el desarrollo de esas mismas luchas, la que permitió y permite definir al Estado como nudo fundamental del poder político y como centro donde confluyen el conjunto de las contradicciones del sistema.

La política revolucionaria y la violencia

El Estado, entonces, pasa a convertirse en el centro del poder cuando las contradicciones de clases se tornan irreconciliables, y su existencia, al mismo tiempo, demuestra el carácter de dichas contradicciones. Al convertirse en órgano de dominación de una clase por otra, produce su aparición más allá de esas mismas luchas, porque su misma existencia y la propia práctica racional de la misma, legaliza y afianza su poder de dominación, amortiguando los choques producidos por la lucha.

Desde la óptica revolucionaria se determina que la liberación de una clase oprimida, no sólo se produce con la violencia, sino que ésta deberá estar dirigida en pos de la destrucción del aparato de dominación estatal, ya que la fuerza dominante del poder del Estado la constituyen el ejército y la policía, como instrumentos fundamentales de su fuerza. La violencia revolucionaria aparece como un resultado histórico objetivo y como imprescindible para el cambio. La violencia representa —según quien sea su ejecutor— un papel revolucionario, ya que —de acuerdo a una expresión de Marx— “es la partera de toda vieja sociedad que lleva en sus entrañas otra nueva; es el instrumento con la ayuda del cual el movimiento social se abre camino y rompe las formas políticas muertas y fosilizadas”.

Todas las experiencias de lucha a lo largo de la historia, y sobre todo en la historia del capitalismo, han demostrado el uso de la violencia como necesario instrumento de cambio y de poder.

La violencia y la lucha armada como expresión de ésta, pasa entonces a asumir un rol y a constituirse en herramienta de la lucha política por la toma del poder y por la revolución socialista.

Para disolver al Estado de la burguesía, siempre según la interpretación marxista, no hay otra salida que la lucha y en toda sociedad de clases, las clases que detentan el poder están armadas, sea ésta una sociedad de clases basada en la esclavitud, la servidumbre o en el trabajo asalariado y sea cual fuese el papel que asuman en las relaciones político-económicas las fuerzas que controlan dichas armas. Que el rol particular de esas fuerzas implique el control político o la no-politización, que estén ligadas en la misma apariencia con el poder económico o no, su esencial y último rol es y será mantener y/o afianzar el poder social en su conjunto, porque en última instancia representan al conjunto de intereses —aunque en muchos momentos contradictorios— de todos y cada uno de los sectores de clases que detentan todo el poder social. Por ello la política revolucionaria ve como imprescindible, no sólo armar a la clase que lucha por la revolución, sino conseguirlo desarmando —en todos los niveles— al conjunto de la burguesía. Para Lenin, esto se constituye en la única táctica posible y valedera para el proletariado, táctica que se desprende de todo el desarrollo objetivo del militarismo capitalista.

“Sólo después de haber desarmado a la burguesía, podrá el proletariado, sin traicionar su misión histórica universal, convertir en chatarra toda clase de armas en general, y así lo hará indudablemente el proletariado, pero sólo entonces; de ningún modo antes”.

Históricamente, el origen de toda violencia aparece cuando se afianza el Estado, ya que en el régimen primitivo comunal no hubo clases ni Estado y tampoco existió ninguna forma de violencia orgánica. Sólo con la aparición del régimen de propiedad privada sobre los medios de producción surgen las clases sociales que se encarnan en su expresión más viviente: El Estado y la consiguiente formación de ejércitos regulares. Así la guerra se vuelve una de las funciones del Estado ya sea para controlar su dominación en el propio territorio, ya sea para ampliar su dominación enfrentándose con otros estados. La hostilidad de clases dentro de las mismas fronteras implica, por lo tanto, la hostilidad de Nación a Nación. Las distintas experiencias revolucionarias desde la Comuna de París —como forma de insurrección popular y control obrero— hasta la revolución cubana —como guerra de guerrillas y toma del poder— pasando por las revoluciones de 1905, de 1917 en Rusia, la revolución China, la revolución argelina, la guerra popular en Vietnam y otras tantas insurrecciones parciales e intentos de lucha guerrillera, demuestran que la violencia se constituye en una forma de la lucha política y en la forma decisiva para la toma del poder. La política revolucionaria, por lo tanto, admite todas las formas de la lucha de clases, pero sostiene que a medida que la lucha se profundiza, también se agudizan y tienden a ser más drásticas las formas de la lucha política. Las luchas se elevan a niveles superiores, hasta que estos niveles pasan a constituirse en los instrumentos adecuados para la realización de los intereses de clases.

Es por esto que en la historia de las revoluciones, los niveles de violencia se van transformando y se elevan de formas espontáneas a formas a que dichos instrumentos pueden llegar: organizadas, para realizarse en la máxima meta, la toma del poder político. Las formas de violencia varían en relación al carácter que toma la revolución, a la época de su realización y al conjunto de circunstancias sociales. En la actualidad, y dado el grado de desarrollo alcanzado por las relaciones sociales ínterimperialistas y del imperialismo con el “resto del mundo”, se ha difundido un modelo de violencia organizada a la que frecuentemente llegan los pueblos en su lucha por la liberación: la guerra popular. La estrategia de guerra popular —sea civil o de clases, sea antiimperialista, o la combinación de ambas— se constituye entonces, en el máximo escalón alcanzado por un pueblo en armas, y es el ejército del pueblo la forma organizativa de la lucha armada que expresa esa estrategia.

La guerra popular y la política de masas

Examinando todo lo expuesto, podremos caracterizar a la guerra popular, sea como proyecto o como experiencia concreta, y tomándola en sus múltiples relaciones, como desarrollando un signo progresista en la historia de la lucha de los pueblos. Este signo de “subversión”, es el necesario e imprescindible paso que dan las masas, ya sea para romper la consolidación del poder de los grandes centros dominantes, en el mantenimiento de las colonias y de su dominación mundial, ya sea pasa romper la consolidación del poder de una clase en el mantenimiento de la explotación de una mayoría por una minoría. En suma, la guerra revolucionaria se convierte siempre en una empresa del pueblo.

La guerra popular puede tomar una forma nacional, una forma nítidamente social o la combinación de ambas formas, según el carácter del sector que las dirige y los objetivos más inmediatos que persigue.

Los vietnamitas definen su guerra dándole un triple carácter: radical, popular e integral. Radical porque al mismo tiempo que se desarrolla una guerra antiimperialista, ésta es dirigida con un contenido de clase proletaria, ideológicamente marxista-leninista. Popular, porque para lograr estos objetivos es premisa movilizar, organizar y armar a todo el pueblo. E integral, porque busca aniquilar al enemigo en todos los planos de la lucha, no sólo en lo político-militar, sino también en lo económico-ideológico. Las etapas de la guerra en Vietnam se entrelazan en un objetivo único y fundamental: la construcción del socialismo. Por ello la guerra está dirigida en términos absolutos por el partido, que hace conjugar el interés clasista con el interés nacional.

La guerra popular en China en cambio tuvo otras características. El problema central que afrontó el PCCh consistió en unir en una primera fase a todos los núcleos y clases dispuestos a tomar cartas de resistencia contra el Japón, pero trató de no dejar en manos de sectores imperialistas la dirección de este proceso. Digamos que aseguró de antemano, el proyecto socialista a pesar de transitar una primera etapa de alianzas de clases. Trató así de afianzar el ejército popular convirtiéndolo en un verdadero ejército de masas, a fin de garantizar la dirección: de las masas en la lucha posterior contra el Kuomintang, respaldado por los norteamericanos. Así en una primer etapa, si bien se entrelazan los objetivos nacionales y de clases, ésta culmina con la Guerra de Resistencia contra el Japón, es decir, su eje está dado por los objetivos nacionales. Este programa nacional implicaba, en lo exterior, el derrocamiento del imperialismo a fin de alcanzar la liberación nacional y, en lo interior, un programa democrático que consistió en el derrocamiento de las fuerzas más reaccionarias, la revolución agraria para abolir las formas feudales de explotación en el campo y el derrocamiento del gobierno militarista. En términos absolutos, toda victoria armada, obtenida por las fuerzas populares y progresistas de un país, ha sido posible por objetivos políticos acordes con su realidad histórico-social y por el papel fundamental que las masas imprimieron al proceso. Así toda insurrección victoriosa, se apoya fundamentalmente en el impulso revolucionario de las masas; “sin un profundo movimiento político de las masas revolucionarias” … dice Giap “no se podría lograr una insurrección victoriosa”. Por ello, el trabajo primordial es el trabajo de propaganda entre las masas para conseguir la organización de éstas. Partiendo de las organizaciones de masas, en toda su variedad de formas, se pueden constituir los grupos armados, que deberán tener como basamento estructural-político a aquéllas; sólo así se podrán concretar los niveles superiores de violencia.

Estos son los principios dejados por las distintas experiencias, donde existió siempre y en todos los casos, una interrelación permanente entre el trabajo armado y no armado, según las etapas de la lucha: el grado alcanzado por la violencia fue la expresión integral del grado alcanzado por la conciencia política de las masas. Por ello, la guerra popular, no sólo no está

en contradicción con estas premisas de insurrección armada de masas, sino que, por el contrario, es la expresión cabal del desarrollo político, prolongado y organizativo, donde una insurrección va tomando cuerpo. Este cuerpo está dado por la dirección del proceso de lucha, expresado en muchos casos a través de un partido revolucionario y por el organismo de masas fundamental, donde la violencia alcanza su máxima expresión organizativa: el ejército popular.

Así la movilización de todo el pueblo cobra especial importancia y sobre todo, cuando la guerra pasa de una etapa de guerra de guerrillas a guerra de movimiento. Los vietnamitas dicen

que para realizar el combate de todo el pueblo hay que estimular al espíritu popular, no sólo para que se equipen por sí mismos sino también, para que creen sus propias armas. Por ello. toda tarea militar debe apoyarse en la actividad de las masas, enfrentarse a lo moderno con lo rudimentario, y quitarle las armas al enemigo para combatir. El lema de ellos es construir lo político y lo ideológico para el pueblo, elevando la conciencia popular de la lucha, y utilizando la violencia de masas para avanzar hacia la destrucción del aparato enemigo y la toma del poder para el pueblo, conjugando la lucha política y la militar; realizando el combate y a la vez la construcción. En consecuencia, la premisa teórica de toda guerra popular es el trabajo político entre las masas, en todas sus formas; armadas y no armadas. Asuma la forma organizativa prioritaria de ejército, en cuanto a dirección del proceso, o la forma de partido como dirección del ejército; ambas instancias en sus diferentes niveles político-ideológico, tendrán que desarrollar un trabajo de concientización, de propaganda y de movilización en todos y cada uno de los niveles masivos, así como en los frentes respectivos, a fin de que la guerra en todas sus conformaciones se desarrolle como la expresión integral de un pueblo en armas.

La guerra de guerrillas.

Características generales

“En la guerra de guerrillas utilice la táctica de aparentar un avance desde el este y atacar desde el oeste; evite los puntos fuertes y ataque los débiles; retírese; lance golpes relámpago, buscando deserciones relámpago. Cuando las guerrillas se empeñan contra tropas más fuertes, se retiran si éstas avanzan; las hostigan si se detienen; las atacan cuando se descuidan y las persiguen cuando se retiran”. (Mao Tse-tung).

Es la vieja historia del mosquito y el león, el viejo problema de enfrentar lo débil a lo fuerte. La guerrilla, como método militar, transforma en fuerza la debilidad que le da origen, a partir de encontrar la forma de lucha que neutraliza la superioridad del adversario y la convierte en desventaja, mientras sus propias limitaciones cumplen el proceso inverso, tornándose en ventajas.

Fuerzas numerosas y perfectamente pertrechadas, organizadas en ejércitos regulares, pueden acabar en contados minutos con pequeños grupos mal armados. Pero para hacerlo será previamente necesario que los encuentren. Grupos pequeños no podrán derrotar un ejército, pero podrán hostigarlo constantemente y obtener pequeñas victorias atacando sus patrullas, penetrando en su retaguardia, ya que un ejército regular no puede ocultarse, ni moverse con la facilidad y la rapidez de un grupo de diez o veinte combatientes.

En la guerra de guerrillas el elemento básico es el hombre y su conocimiento del terreno; y su estrategia fundamental, la movilidad constante y secreta.

Dado que no puede aniquilar en bloque al enemigo, el combate guerrillero busca desgastarlo, agotarlo, dispersarlo, minar sus fuerzas y su moral. Sus concepciones tácticas son flexibles y surgen de la situación del enemigo en cada momento, de su propia capacidad ofensiva, de la relación entre ambas potencias y de las condiciones del terreno. Esto determina que sólo ataque cuando está segura de vencer y que no se rija por otra pauta que la de preservar sus propias fuerzas, manteniendo siempre la sorpresa y la iniciativa sobre el adversario, al que golpea cuando y donde menos lo espera. Golpea y huye; distrae, embosca y huye. En la guerra guerrillera, la huida es un instrumento ofensivo, mediante el cual se conduce a trampas, se aparta de otras zonas y se exigen mayores esfuerzos al enemigo. La debilidad inicial que este tipo de guerra procura revertir comprende no sólo la inferioridad numérica, sino también la de parque y armamento. Las unidades guerrilleras hacen del enemigo su principal proveedor logístico, en armas y munición, y del medio social en que actúa y al cual se hallan estrechamente ligadas, obtienen nuevos combatientes, información sobre el enemigo, alimentos y distintos tipos de apoyo.

Esta ligazón con el entorno social es característica fundamental de la guerra de guerrillas. Aun cuando las guerrillas sean utilizadas como método por ejércitos regulares que, en una determinada etapa, ven la conveniencia de abandonar las formas de lucha convencionales, la misma dispersión y movilidad del método guerrillero inutilizarían en gran medida sus líneas propias de abastecimiento y sus servicios de apoyo e información, que deberían rearmar a partir de su entronque en el medio social que los rodea.

Es decir, que el método de guerra guerrillera depende, para subsistir y desarrollarse, del apoyo que le brinde la población entre la cual se mueven y actúan sus unidades, apoyo que sólo puede lograrse en forma constante, cuando existe comunidad de intereses entre esa población y los objetivos de la guerra que se libra. Es así que el carácter popular de una guerra de guerrillas es condición necesaria para su sobrevivencia.

La guerra de guerrillas revolucionaria

En las Guerras Revolucionarias, el método guerrillero asume roles de alta significación política y militar, y su aplicación supera los marcos de la táctica o de una estrategia exclusivamente militar, para jugar un papel estratégico integral, debido a su capacidad de incorporar masivamente al pueblo, o a la mayor parte de él, a la lucha por la conquista del poder político. Si bien presentará particularidades específicas según se trate de una Guerra Civil Revolucionaria o de una Guerra Nacional Antiimperialista, existe una amplia gama de características comunes, de las que nos ocuparemos en primer término.

Como una forma de la Guerra Revolucionaria, la guerra de guerrillas combina su accionar con el de la guerra regular. Por sí mismas, las unidades que desarrollan el método guerrillero, no pueden acceder al aniquilamiento global de las fuerzas enemigas. Será preciso que dos ejércitos se enfrenten en las formas convencionales de posición y movimiento, para que existan un vencedor y un vencido, estratégicamente considerados. Las unidades guerrilleras obtienen pequeñas victorias, pequeños éxitos militares, la suma de los cuales no configura ni una gran victoria, ni la victoria final. Si bien esto es cierto, es peligroso detener en este punto el análisis porque podríamos extraer como conclusión que, dado el avance de la tecnología destructiva y frente al potencial mecánico y humano de los ejércitos modernos, la guerra de guerrillas es un ingenuo recurso, carente de perspectivas y posibilidades.

Que las unidades guerrilleras no sean capaces de decidir, per se, el destino de la lucha, no impide que, como “innumerables mosquitos, picando a un gigante en sus flancos y retaguardia, consigan finalmente agotarlo” (Mao). El remate decisivo no podrá lograrse con picaduras, pero éstas habrán minado en tal forma la capacidad ofensiva y defensiva del gigante, que un golpe de mediana potencia lo echará por tierra. Es que, militarmente, la guerra de guerrillas es continua y constantemente ofensiva y, no presentando frente al enemigo, lo anuda en la contradicción de concentrarse o dispersarse, reduciéndolo así a la pasividad, es decir, a mantenerse a la defensiva.

Cuando un ejército convencional se concentra favorece el desarrollo de los combates guerrilleros, que disponen de amplias líneas laterales y posteriores donde clavar sus dardos. Si se dispersa, sus partes, reducidas en su potencial, pueden ser aniquiladas por tropas regulares o mantenidas aisladas por concentración de grupos guerrilleros en sus alrededores. Baste recordar que en la lucha del pueblo vietnamita contra Francia, la guerra guerrillera fijó, aislándolos, 112 batallones franceses, que ya no pudieron volver a concentrarse para reconstituir las treinta divisiones que originalmente establecían el amplio predominio militar francés.

Asimismo, la guerra de guerrillas tiene su propio desarrollo y cuando alcanza altos niveles puede llegar a asumir características de guerra convencional, si tal pasaje surge como necesario para el desarrollo de la lucha general. De ahí que el método de guerrillas, incluso militarmente, tenga importancia y sea mucho más que una simple técnica auxiliar de las operaciones de la guerra ortodoxa. Y se comprende más claramente, si unimos sus aspectos militares y políticos en el campo de las masas populares, unión y relación que son premisa, requisito definitorio de todo proceso revolucionario auténtico.

Los ejércitos regulares revolucionarios, por su propia estructura organizativa y sus funciones específicas, se encuentran en cierta forma separados, privados de un íntimo contacto con las masas, a las que ciertamente los unen la lucha por los mismos intereses. Y aunque los ejércitos revolucionarios ponen especial énfasis en sus tareas políticas entre la población; aunque el establecimiento del orden revolucionario en las zonas liberadas sea la tarea propagandística más eficaz, los ejércitos regulares no pueden llegar a todo el territorio, ni penetrar y permanecer en cada región con la profundidad y el tiempo que el trabajo político de cada región requiera. Porque para poder desplegar el combate ininterrumpido que lleve a la victoria, el pueblo debe ser el terreno político e ideológico donde se asiente con firmeza la Revolución y lograrlo implica trabajo político, una tarea paciente y sistemática que encuentra en las unidades guerrilleras un óptimo instrumento.

El pueblo vietnamita, que tiene una larga, dolorosa y profunda experiencia en guerra guerrillera, considera que el más alto nivel en este tipo de lucha sólo puede alcanzarse si:

a) se convierte el corazón de las masas en la base guerrillera.

b) si la guerra guerrillera cumple su papel de escuela, donde se educa todo el pueblo y hace de cada ciudadano un combatiente.

El primer principio aparece en los escritos chinos sobre el tema, en la imagen del pez en el agua, pez-guerrilla y agua-masas populares, cuya perfecta complementación permite al pez moverse y crecer en un medio que no le es y al que no es entraño. Es para ello necesario que los objetivos políticos de la guerra de guerrillas coincidan con las aspiraciones de las masas populares, para que puedan ganarse primero su simpatía y luego su cooperación, su ayuda y su participación, sin las cuales la guerra guerrillera no puede sostenerse, ni prosperar. Si tenemos en cuenta que la guerra de guerrillas revolucionaria tiene, por lo general, carácter prolongado, resulta más evidente aún la necesidad enunciada.

En un proceso revolucionario, la guerra de guerrillas, actuando en el seno del pueblo, debe posibilitar el desarrollo de las fuerzas populares, de lo poco a lo mucho, de lo débil a lo fuerte y, conjuntamente, educar al pueblo para que combata con firmeza, a partir de conocer las causas de sus miserias y penalidades. Con lo cual, el desarrollo político de las masas es el resultado de su propia lucha y de la de su vanguardia, por el mejoramiento de sus condiciones de vida y de su condición humana. Es decir que el segundo principio vietnamita establece el carácter eminentemente político del método guerrillero, el papel protagónico de las masas populares en una lucha revolucionaria, la relación entre esas masas y su vanguardia y viceversa.

En tanto que una guerra de guerrillas revolucionaria progrese, irá extendiendo su radio de acción y multiplicando sus unidades, en la medida que concreta una de sus funciones: armar a todo el pueblo, ir transformando, paso a paso, todo un país en un campo de batalla.

Llegada a este punto, la guerra guerrillera podrá desaparecer, transformándose en guerra convencional, o seguir combinándose con esta última, en forma cada vez más elevada y compleja. Esto dependerá de múltiples factores reales y concretos y no existe fórmula abstracta que, a priori, pueda resolver cuál será su destino. Existen sí muchas experiencias realizadas y a algunas de ellas haremos referencia. China, Vietnam, Cuba y Argelia son, posiblemente, los nombres que de preferencia aparecen cuando pensamos en guerra de guerrillas revolucionaria. Sin ser los únicos, son cuatro ejemplos extraordinarios y riquísimos, con especificidades propias, cuyo estudio en profundidad supera las posibilidades de un artículo y de una investigación individual. Por lo tanto, sólo tomaremos los aspectos salientes de cada uno de ellos, apuntando fundamentalmente a destacar las similitudes y las diferencias comparativamente existentes, en los planos político y militar de sus respectivas guerras guerrilleras.

La guerrilla como método y la guerrilla como organización

Una primera distinción nos permite diferenciar dos concepciones acerca de la guerra de guerrillas en los países mencionados:

a) la que concibe la guerra guerrillera principalmente como un método de la guerra popular, supeditando su utilización a las necesidades concretas de un determinado proceso revolucionario, y

b) aquella que, a partir de una determinada realidad, encara la guerrilla como la forma organizativa básica y políticamente prioritaria de las fuerzas populares revolucionarias.

Según la primera, la guerra de guerrillas es la forma de lucha que, en toda su implicancia política y militar, un partido revolucionario o la vanguardia revolucionaria organizada considera como el método y el nivel organizativo más acertados y adecuados para un determinado momento o etapa, frente a determinadas condiciones propias y del enemigo. En la segunda, la guerrilla, el grupo guerrillero es en sí mismo el núcleo básico organizativo de esa vanguardia, embrión de ejército, esencial método de lucha y principal sector político del Frente Revolucionario.

Mientras en la primera la guerra de guerrillas forma parte de la guerra popular, es una modalidad temporal o no de la misma, que puede dominar o no toda una etapa estratégica, en la segunda, la constitución del primer grupo guerrillero marca el cardinal crecimiento político-organizativo de la compleja red revolucionaria, de la cual la guerrilla no es un nudo más, sino su cimiento vital.

Esto no significa que la guerrilla como método, carezca de sus propias leyes y posibilidades de crecimiento y desarrollo, ni que la guerrilla como organización, no se combine con otras formas de lucha y evolucione ella misma.

Ambas siguen un proceso propio que a su vez está inscripto dentro del proceso revolucionario global, por el que son condicionadas y cuyas condiciones contribuyen a crear.

La diferencia entre ambas concepciones estriba en el punto de partida, en el rol, el papel integral que la guerrilla cumple en cada proceso revolucionario, rol que en modo alguno es arbitrario sino que surge de las características particulares de cada proceso.

Papel y rol que aparecen muy claros después, pero descubrirlos antes requiere un concienzudo estudio y no poca sagacidad política. Pero vayamos a los procesos concretos, donde seguramente podremos ver y entender mejor todo lo anterior.

Algunas realidades

China

Cuando en 1927 fracasa la alianza del P. Comunista con los ejércitos nacionalistas burgueses del Kuomintang bajo el mando de Chiang Kai-shek, la policía de Chiang procede a ejecutar en Shangai y otras ciudades a los dirigentes obreros radicalizados y a purgar de comunistas las filas nacionalistas. Quienes pueden escapar a las persecuciones comienzan a reunirse en la montañosa frontera Fukien-Kiangsi. Ha caído el gobierno izquierdista de Wuhan, el Partido Comunista Chino sufrió grandes pérdidas y el Kuomintang domina temporalmente la situación política interna. A medida que los grupos de militantes y el resto de las divisiones comunistas del Kuomintang van llegando a la base de la montaña, comienza a organizarse el Ejército Rojo.

La realidad china presenta estas características: es un inmenso país donde la predominante economía feudal coexiste con una débil economía capitalista.

La naciente burguesía china tiene su ejército, el Kuomintang, y los señores feudales disponen cada uno de sus propias tropas provinciales, unidos ahora para enfrentar en conjunto la amenaza comunista. China soporta asimismo la explotación, en su condición de semicolonia, de varios países imperialistas: Francia, Inglaterra y Alemania han convertido a China en una colonia internacional.

De 1924 a 1927, el país ha vivido una revolución que dejó las bases necesarias para la creación del Ejército Rojo, ya que si bien en Shangai el Kuomintang aplastó la revolución proletaria que se gestaba en los centros urbanos industrializados, el Partido seguía existiendo, contaba con sus propias fuerzas armadas —aunque muy débiles— y, fundamentalmente, con la experiencia de lucha hecha por las masas urbanas y campesinas durante la guerra civil. De esta realidad el Partido Comunista Chino va extrayendo como conclusión que debe encarar una revolución fundamentalmente agraria y antifeudal, haciendo frente a un enemigo fuerte y disponiendo de un Ejército Revolucionario débil.

Comienza entonces la segunda guerra civil que se extenderá hasta 1936 y durante la cual el Ejército Rojo combatió constantemente e, ininterrumpidamente, se aplicó la táctica de guerra de guerrillas.

¿Qué papel jugó aquí la guerrilla? Fue el método de lucha que permitió a las escasas fuerzas revolucionarias iniciales desarrollarse combatiendo hasta convertirse en ejércitos regulares. Estos ejércitos libraron entonces guerra convencional de movimiento contra las fuerzas enemigas, que seguían siendo superiores, y a medida que combatían combinaban su accionar con el de los nuevos regímenes guerrilleros que se iban creando en zonas cada vez más amplias, a partir de las masas campesinas entre las cuales el partido y los destacamentos guerrilleros iniciales desarrollaban su tarea política.

El mismo método es empleado durante la tercera guerra civil —de 1937 a 1945—, la del Frente Unido Antijaponés. El Frente es lanzado por el Partido Comunista Chino cuando la burguesía del Kuomintang, aplastada por el imperialismo japonés que no buscaba establecer su control sobre China integrando a la burguesía nativa en su sistema de dominio a través del desarrollo dependiente de la industria china, imposibilitada de aliarse al invasor se vuelve hacia sus antiguos aliados. Pero la relación de fuerzas ha variado y es el Ejército Rojo quien desarrolla y encabeza la lucha antijaponesa, con claridad política y militar. Así el Partido Comunista Chino hegemoniza el frente y amplía las bases sociales de lucha arrastrando tras su política proletaria a los sectores pequeño-burgueses rurales y urbanos y neutralizando a amplios sectores de la burguesía y del latifundismo.

En estas circunstancias, la guerra guerrillera es secundaria en relación a las operaciones de los ejércitos regulares nacionales y revolucionarios, pero su importancia estratégica se mantiene porque no sólo coordina su accionar con los anteriores, sino que lo coordina de un modo especial, actuando en las líneas exteriores del vasto sector del territorio chino que ocupan y controlan las fuerzas japonesas. El establecimiento en la retaguardia enemiga de zonas de base guerrillera —es decir zonas donde el combate guerrillero aniquiló o derrotó a las fuerzas enemigas, donde fue destruido el gobierno títere del lugar y reemplazado por un poder político antijaponés, sostenido por organizaciones populares antijaponesas que comprenden fuerzas armadas y movilización popular organizada—, era requisito imprescindible para asegurar la permanencia y desarrollo de la guerra guerrillera de hostilización y desgaste durante un largo período. Cada base que se establecía era un pequeño triunfo sobre el enemigo, una elevación político-organizativa del pueblo del lugar y una posibilidad de aumentar el terreno donde el enemigo no podía penetrar, a través de la consolidación y extensión de la misma zona de base.

Así la guerra de guerrillas contribuía estratégicamente a la victoria, se integraba en la guerra popular, sin ser ni la única ni la forma de lucha primordial entre las diversas que se empleaban.

Y por lo mismo, el órgano central de decisión estratégica político-militar no estaba ubicado en el comando guerrillero sino en el Comité Ejecutivo, del Partido Revolucionario en armas.

Vietnam

Un pequeño país, poco poblado, colonial y semifeudal, de atrasada economía agrícola. Un Partido Comunista que se crea en un momento de ascenso del movimiento revolucionario vietnamita y comienza su tarea en las masas, encabezándolas en su lucha política.

Poco después, en 1930, el movimiento revolucionario es duramente reprimido y los cuadros del partido que logran escapar se reúnen en otra región montañosa y fronteriza: el Viet Bac.

Dos son los enemigos a enfrentar en esos momentos: el imperialismo francés y el régimen feudal vietnamita, con su monarquía milenaria y sus terratenientes latifundistas. Pero el movimiento político del pueblo aún es débil y del Viet Bac parten las directivas y los cuadros que recorren clandestinamente el país, reconstituyendo las bases revolucionarias e impulsando las organizaciones de masa. Es éste el primer paso ya que, según define el general Giap,

“sólo partiendo de sólidas organizaciones políticas era posible edificar sólidas organizaciones paramilitares y marchar hacia la creación de pequeños grupos guerrilleros estrechamente ligados a las masas revolucionarias y capaces por ello de operar y desarrollarse”.

Siguiendo este precepto, los grupos guerrilleros que subsiguientemente comienzan a instalarse en las zonas montañosas, se apoyan en las distintas formas organizativas populares crecidas en la región, a las que a su vez impulsan a nivel nacional conforme al planteo emanado del partido que rige el inicio de sus operaciones: “hacer la propaganda armada; dar más atención a la acción política que a la acción militar y a la propaganda que al combate”. La prioridad de la lucha antiimperialista no se define con nitidez hasta que se produce la invasión japonesa. Se crea entonces el Viet Minh —Liga de la Independencia de Vietnam—, amplia estructura orgánica que permite nuclear a todos aquellos que se oponen a la dominación colonial. Se incrementan las organizaciones populares, se multiplican los destacamentos guerrilleros y comienza a conformarse el Ejército Revolucionario, que dada su inferioridad aplica fundamentalmente el método guerrillero y de guerra de movimiento, en pequeña escala. Derrotados los franceses por los ejércitos japoneses, la conferencia militar de Bac Bo decide, en abril de 1945, fusionar los distintos grupos y fuerzas revolucionarias en una organización única, el Ejército de liberación de Vietnam. La derrota de los japoneses en China es la coyuntura política apropiada para preparar la insurrección general que termine con el dominio nipón. El estallido insurreccional se extiende a lo largo de agosto y el 2 de setiembre de 1945 surge la República Democrática de Vietnam, presidida por Ho Chi Min. Veinte días más tarde, Francia reinicia las hostilidades, inaugurando los nueve heroicos años de la Segunda Resistencia Vietnamita. Sólo había una manera de enfrentar a los franceses con posibilidades de éxito y era encarar una guerra de resistencia prolongada popular y total, que pusiera a todo el pueblo en armas. Línea estratégica que comportaba una línea operacional: “guerra de guerrillas que se va transformando gradualmente en guerra regular, pasando gradualmente de la guerrilla a la guerra de movimiento, combinada parcialmente con la guerra de posiciones”. Es así que la guerra guerrillera, único método de lucha posible, dominó toda la primera etapa estratégica. Al comenzar el pasaje a las formas convencionales de combate, la guerrilla, lejos de desaparecer, siguió incrementándose en número de destacamentos y zonas de influencia, ubicada en la retaguardia enemiga que logró convertir en la primera línea de ataque de las fuerzas revolucionarias. En las zonas de base guerrillera, trampolín para las ofensivas del ejército revolucionario, y en las zonas liberadas, los cuerpos guerrilleros

“realizaban con efectividad la resistencia y la lucha contra los espías; servían de firme apoyo al poder y al partido en su región y, al mismo tiempo, eran elementos de choque en la producción, el aprovisionamiento y los transportes”.

Derrotados los franceses, Vietnam conoció un breve período de paz al que puso fin la agresión norteamericana.

El método guerrillero volvió a ser aplicado, amplificado, porque la guerra del pueblo, su preparación y organización, no se había detenido. En el lapso pacífico fueron constituidas las fuerzas de reserva, con base en las formaciones guerrilleras de autodefensa cuya misión era suministrar hombres al ejército activo, mantener la seguridad, proteger la producción, ayudar al frente e integrar la guerrilla en caso de guerra. Por eso, al decir del general Giap, “el norte de nuestro país”, donde día a día se avanza en el camino de construcción del socialismo, “se ha convertido en una inmensa retaguardia para nuestro ejército. Esta es la base revolucionaria de todo el país”.

Argelia

Colonia francesa, como en su momento Vietnam, Argelia soporta no obstante otra modalidad de colonialismo. Ya no se trata del dominio y explotación imperialista de un país sobre otro, sino de la negación del otro como tal, como diferenciado, y su intento de sustitución, en todos los órdenes, por el colonizador. Argelia francesa quiere decir así, no Argelia, no cultura, lengua, tradición, territorio, religión, pueblo argelinos. Lo argelino no existe y Francia tratará de que así sea.

Los argelinos, despojados de sus tierras, empujados al desierto, masacrados en Setif, en Guelma, inician el 1° de noviembre de 1954 su guerra de reconquista. La proclama del Frente de Liberación Argelino señala el carácter de la guerra, de independencia nacional, y va dirigido “a todos los patriotas argelinos, de todas las categorías sociales, de todos los partidos y movimientos sinceramente argelinos”. El FLN será la cabeza policlasista que dirigirá la guerra de guerrillas que libre el ALN —Ejército de Liberación Nacional— y todas las formas de lucha y organización del pueblo argelino. ¿Pero por qué guerra de guerrillas? Consciente del poderío francés, el FLN no se propone aniquilar al enemigo en una prolongada confrontación, sino acelerar el proceso de concientización y organización popular a fin de lograr la movilización nacional y el consenso internacional que derroten políticamente a Francia, a la que forzará a negociar desde las posiciones de fuerza conquistadas por el ejercicio de la lucha armada.

Las guerrillas crecen lentamente al principio y la población campesina comienza a integrarse en ellas cuando guerrilla y tierra se unen. La lucha por la posesión de la tierra será aquí también la bandera fundamental para nuclear a las masas campesinas.

En las ciudades se combate utilizando el terrorismo, las grandes huelgas, las manifestaciones masivas, el sabotaje. Son contadísimas las ocasiones en que se libra combate regular; todas las maniobras responden a la técnica guerrillera, tanto en lo concerniente al ALN interior, es decir las fuerzas guerrilleras que operan en cada una de las willayas del país, como del ALN de frontera, que desde los territorios vecinos emplea sus hombres en tareas de diversificación, obligando a las tropas francesas a dividirse y cuidar constantemente el cerco electrificado tendido en el límite con Túnez y Marruecos. Múltiples problemas deberá enfrentar el pueblo argelino en los siete años de guerra. Y los problemas internos del FLN no serán los menos importantes, ni terminarán con la obtención de la independencia. Su heterogeneidad, punto de partida de sus impresiciones políticas, motivarán frecuentes reacomodamientos internos, acompañando y acompañados de nuevas etapas político-militares. Sin embargo, una constante recorre todos esos años: la presencia y participación masiva del pueblo argelino en el proceso de liberación. El es el artífice de la victoria. El es quien hace naufragar las tácticas de contraguerrilla que los generales franceses derrotados en Vietnam, prueban en Argelia. En medio de los rastrillajes, raspajes, tortura institucionalizada, bombardeos con napalm, campos de concentración, saqueo de aldeas, masacres de “todo lo que respira” que exhibe la civilización capitalista francesa, la barbarie argelina edifica una organización clandestina político-administrativa que rige la vida civil argelina. El responsable político de la organización en cada aldea, en cada barrio, en cada zona, es elegido democráticamente en asambleas populares clandestinas y el doble poder así constituido es el puente de unión, concreto e íntimo, del FLN y del ALN, con el pueblo todo. A diferencia de China y Vietnam, no existió en Argelia un Partido Revolucionario que hegemonizara el Frente de Liberación y debió ser ese mismo frente quien asumiera, con las limitaciones consecuentes, el rol de dirección política. La guerra de guerrillas por lo tanto, si bien fue un método, generó al mismo tiempo centros de poder político en cada comando de willaya y en el comando general del ALN exterior, quienes disputaron en el seno del Frente o en enfrentamiento directo, por imponer líneas y tendencias propias, más o menos revolucionarias.

Cuba

En un capítulo anterior de esta serie de Transformaciones se dice: “el ejército rebelde”, forma desarrollada de los grupos guerrilleros que comenzaron a operar en Sierra Maestra en 1956,

“cumplió el papel de dirección de todo el proceso, siendo a la vez, el aglutinador y el nudo central de todo el movimiento de masas, mientras las condiciones de Cuba posibilitaron que se concretara un frente amplio de clases nucleado alrededor del Movimiento 26 de Julio. La gran lucidez de Fidel radicó en haber comprendido este proceso, garantizando a través del movimiento el desarrollo de todas las formas de lucha política y de todos los frentes posibles contra la dictadura y asegurando la centralización de los mismos en una estructura orgánica: la dirección del ejército rebelde”.

Por coincidir con lo que se expuso, no abundaremos en el detalle de las características particulares de proceso cubano. Sí diremos que en el mismo, la guerrilla fue la forma organizativa básica y el núcleo direccional de la Guerra Popular Revolucionaria, no porque arbitrariamente quisiera serlo sino porque las condiciones políticas de Cuba así lo permitían, encontrándose por consiguiente en ellas y en la capacidad con que fueron interpretadas y modificadas, las causas de una victoria tan rápida y original cuyos efectos se extenderían a toda América Latina.

La guerrilla en América Latina

Es importante destacar el fenómeno de la guerrilla en América, tanto desde el punto de vista del fenómeno social y político, como desde las alternativas estratégico-organizativas que postulan las distintas experiencias realizadas.

La violencia revolucionaria expresada a través de los distintos movimientos guerrilleros, surge en América Latina fundamentalmente a partir de los años 60 y es producto de dos determinantes básicos: la crisis de dependencia y la falta de salida por parte del sistema a partir de sus capas burguesas, cuyo “populismo” de la etapa anterior desembocó en crisis y en una transitoria decadencia, y en la experiencia de la Revolución Cubana que “prendió” en sectores de vanguardia que descubrieron en el modelo cubano, la posibilidad y la viabilidad de aceleración del proceso revolucionario en los distintos países. Podemos decir así que los distintos intentos insurreccionales expresan un momento de ascenso del movimiento popular en general y la incapacidad de los sectores dominantes para canalizar las expectativas de las clases populares. Por otro lado es importante destacar que la estructura socio-económica de América Latina no se asemeja, en términos objetivos, a la de otros países coloniales o semicoloniales, ya que el imperialismo a partir de su ofensiva reiniciada en la década del 40, constituye un factor interno de dominación y no un factor que desde el exterior —a modo de invasor— domina a una colonia, como puede ser el caso de Vietnam. El imperialismo es una instancia interna en la estructura de la casi totalidad del continente, que se convierte en parte constitutiva del mismo. Integración que toma real cuerpo en la década del 50, para afianzarse totalmente en la del 60, a través del auge de las empresas multinacionales. Por lo mismo se vuelve imposible para las burguesías nacionales de los distintos países mostrar una alternativa de independencia desde su propio campo.

En este marco es importante destacar el rol de los sectores militares, que van modificando su función institucional, para convertirse en acompañantes de una política monopólica. Es así que las clases dominante tienden en lo económico, a contener la crisis por medio de la estabilidad monetaria y en lo político, a ser representadas por “la casta militar” y a reprimir duramente los intentos populares de movilización.

La guerrilla rural

Ese es el contexto en que se inscriben los movimientos guerrilleros rurales, cuya fuerza radicó en la superación de ciertos esquemas anteriores expresados, por un lado, desde las ideologías populistas que ya no tenían campo propicio frente a la imposibilidad de un desarrollo autónomo y por el otro, desde los distintos Partidos Comunistas que con el viejo lema de la transición pacífica avalaban, o no, cualquier alternativa de poder, pero sin postular nunca una salida desde la lucha de clases misma. Cada uno de los alzamientos tuvo sus características particulares: las guerrillas colombianas lograrían conformar casi una docena de “repúblicas campesinas”, de existencia fluida pero real; las FALN venezolanas establecieron firmes baluartes guerrilleros en por lo menos cinco estados y libraron esporádicas escaramuzas armadas en los otros quince, prestando atención al trabajo político en las ciudades, que orientaron primordialmente a obtener apoyo a las guerrillas rurales; el Frente Guerrillero “Alejandro de León”, comandado por Yon Sosa en Guatemala, emplearía tácticas que se acercaban a la autodefensa armada, buscando crear zonas liberadas donde surgiera un nuevo poder y con el propósito de educar políticamente al campesinado para que se incorporara a la guerrilla y fuera la base del nuevo ejército popular.

Sin embargo, hay coincidencia general sobre esto, que ninguna de ellas logró generalizar el proceso en armas por la toma del poder político. Las derrotas fueron un hecho. Hecho que debe comprenderse en su motivación multifacética y no sólo atribuyéndolo a una línea política equivocada o deficiente, o al fenómeno de radicalización de sectores “pequeño-burgueses”, como suelen evaluarlo algunos grupos que objetivamente estuvieron aislados de este proceso.

Por eso, más allá de la derrota y de sus duros resultados inmediatos, ésta deberá medirse realizando un exhaustivo análisis de la práctica concreta efectuada y de la situación concreta en que dicha práctica tomó cuerpo.

Por todo esto, la guerrilla rural en América Latina es, ante todo, historia viva y como tal no tiene su origen en el voluntarismo de algunas cabezas pensantes, sino en una realidad social que va más allá de las concepciones equivocadas. Más que el relato pormenorizado de cómo nacieron, crecieron y declinaron; de quiénes las integraron y comandaron; de cuántos combates libraron, interesa destacar el fenómeno global donde las guerrillas rurales latinoamericanas están comprendidas, sin olvidar que en lo global se encuentran sólo las grandes líneas, que se completan y adquieren real significación al concretarse en cada país, conforme a las especificidades socio-políticas de sus respectivas realidades internas.

En la historia, así como aprenden a realizar sus objetivos los movimientos revolucionarios, también aprenden a resguardar su poder las clases dominantes. Después de Cuba fue imposible y lo será, volver a encontrar las múltiples relaciones que facilitaron el desarrollo revolucionario cubano.

Así los cambios no visibles en la realidad y las medidas adoptadas por los sectores dominantes, influyeron en el condicionamiento de los errores de estimación de esa misma realidad y en los errores tácticos y estratégicos, cometidos por las distintas guerrillas del continente. Asimismo, la generalización del campesinado como fuerza motriz de las masas revolucionarias, perdía la perspectiva de la función anticapitalista que debe liderar el proletariado (en aquellos lugares donde las condiciones objetivas exigían una integración de las luchas campesinas con las luchas obreras), tanto en lo ideológico —donde falta un fuerte proletariado—, como en lo político —allí donde las masas son fundamentalmente proletarias—. Es una conclusión bastante generalizada que la integración del campo a la economía urbana capitalista, la subordinación de la agricultura al mercado capitalista, implican que las luchas campesinas se combinen con la lucha anticapitalista.

Las siete mil familias campesinas que, aproximadamente, conformaban la población de las “repúblicas campesinas” de Colombia poco pesaban a escala nacional cuando el jefe guerrillero más conocido del país, Marulanda, declaraba que su programa de lucha “se resume en la consigna de unir a todas las fuerzas democráticas y progresistas para la lucha por el derrocamiento del gobierno actual y la instauración de un gobierno revolucionario, antifeudal y antiimperialista”. Esos objetivos, aislados del movimiento obrero y de la economía capitalista del país, convertían el movimiento campesino en un problema local, parcializado en la cuestión de la tierra.

Así, y dado que el principal centro de operaciones de la guerrilla era el campo, se pusieron en práctica, por parte del sistema, concesiones efectivas hacia los campesinos que, en términos objetivos, limitaron las posibilidades de movilización de las masas campesinas por parte de los núcleos armados, a través de un trabajo político-militar, en las distintas zonas de levantamiento. Un caso que lo ilustra fueron las reformas agrarias emprendidas por el régimen de Betancourt en Venezuela o de Barrientos en Bolivia, que redujeron la influencia de la lucha basada en la posesión de la tierra. Si bien muchos núcleos armados partieron de un proyecto de Guerra Popular y de un trabajo político entre las masas, en los hechos quedaron aislados del movimiento de masas. A pesar de no partir de la inmediatez militar y que previeran la necesidad de la combinación de distintas formas de lucha y de creación de un partido de vanguardia, como es el caso de Luis de la Puente Uceda en Perú, se sumaron derrotas —el EGP y Taco Ralo en la Argentina, el ELN en Perú, la derrota política en Venezuela, la ofensiva contra la guerrilla colombiana, las FAR guatemaltecas—, culminando este período con la masacre de la guerrilla boliviana en 1967 y la muerte del Ché Guevara.

Contribuyeron también a esto las medidas adoptadas a escala continental, donde las fuerzas represivas se abocaron a descabezar las guerrillas, en lo organizativo, y a aislarlas de la masa, en lo político. Las campañas de contrainsurgencia fueron creadas como parte del frente hemisférico de guerra fría, con escuelas especializadas en Panamá y otros países, con los comandos “Boinas Verdes” que el imperialismo envió a las zonas críticas y la creación de organismos de coordinación de las FF. AA. latinamericanas, como el CONDECA (Consejo de Defensa Centro-Americano). Estos cambios de condiciones y las sucesivas derrotas fueron dando cabida a nuevas tesis sobre guerrilla y la posibilidad de su desarrollo en el ámbito urbano. Sus más lúcidos intérpretes fueron los Tupamaros, iniciadores de este proceso; que también hizo pie en el Brasil y, fundamentalmente, en la Argentina.

La guerrilla urbana

Los Tupamaros constituyen, por su nacimiento y posterior desarrollo, un proceso ante todo original, si bien insertado en el marco de lo señalado anteriormente, diferenciado en sus postulaciones y en el proceso político que transitan. Su génesis se ubica en el movimiento de los cañeros y su raíz política en el Partido Socialista, uno de cuyos dirigentes principales, Raúl Sendic, es el cuadro político más importante y arraigado del movimiento cañero. Así el núcleo fundamental del Movimiento de Liberación Nacional —cuando todavía no tenía nombre— aparece como el brazo armado del Partido Socialista. El nombre de Tupamaros, se conocería recién en el año 1965, en un atentado a los depósitos Bayer, cuando ya constituían una organización independiente. El proceso de desarrollo de los Tupamaros es muy complejo y por lo tanto riquísimo, aunque es difícil estimar evaluativamente los golpes asestados por FF. AA. Uruguayas.

El MLN aparece como organización político-militar que ofrece una alternativa armada, frente al vacío estratégico de poder dejado por el conjunto de las organizaciones políticas uruguayas. Su nombre mismo, proveniente de las guerrillas de Artigas, va a configurar un intento de afianzamiento en la realidad histórica del pueblo uruguayo.

El pequeño país, antes denominado la “Suiza de América”, sería convulsionado por el primer accionar armado organizado, cuyo rol se inscribiría en las luchas generales de masas que se venían librando, contribuyendo de esta forma a despejar las contradicciones inmersas en el sistema mismo. De este modo la crisis económica arraigada en 1954, se transformaría además en una crisis política alrededor de 1969. En consecuencia, y con su mismo accionar, los Tupamaros son los primeros que rebaten el determinismo rural de la teoría del foco, afirmando que la lucha armada es un problema de concepción y no un problema geográfico, rescatando así, una serie de antecedentes históricos de guerrilla urbana, tales como la resistencia europea frente a la ocupación nazi, la lucha en la ciudad de los argelinos y la rebelión de los judíos contra los ingleses, relacionando esta metodología con la realidad uruguaya. Sus puntos de partida para desarrollar esta tesis son: el foco puede producirse, desarrollarse y sobrevivir en la ciudad —y siguiendo al Che— sostienen que la acción revolucionaria en sí, que el hecho mismo de armarse y pertrecharse, va generando conciencia, organización y condiciones revolucionarias. En síntesis, retoman una idea de Guevara, que afirma que las acciones revolucionarias son en suma las que crean las mismas situaciones revolucionarias. Aquí aparecerían los principios de la Guerrilla Rural, políticamente encarnados en el contexto urbano. Aunque centran su accionar en su núcleo clandestino armado y pese a desarrollar el accionar armado como método casi único de lucha política, este mismo accionar siempre tuvo en el MLN, una dirección claramente política. Tal vez confirmando su postura de que la lucha armada apresura y precipita el movimiento de masas. Su proyecto organizativo de estructura clandestina no está basado en el arraigo en el seno de las masas, semejante a la organización leninista, sino que en lo central aparece una referencia permanente a la idea “organización armada-aparato” y no a la organización política que emplea un accionar armado. Sin embargo en el reportaje de las “30 preguntas” afirman que “hay que llevar a un gremio a luchas más radicales y a etapas definitorias de la lucha de clases”.

Todas estas definiciones hay que entenderlas en el marco de una búsqueda del camino revolucionario uruguayo y latinoamericano. De allí las posiciones de los Tupamaros, acerca de la falsa contradicción entre el Partido y el Foco, que afirma que uno y otro son cosas distintas: el primero una organización política y el segundo un método de lucha. Así se consideran, en cierta etapa, una organización preparatoria del partido, que dio nacimiento al foco y que crece con su mismo accionar. Dicen que es una falsa concepción oponer partido a foco ya que se confunden los métodos con los distintos modelos organizativos. En los hechos, no han podido superar con igual lucidez ese falso dilema, que a pesar de su falsedad sigue existiendo como tal en la medida que en ningún país de América, se ha podido construir aún aquella instancia organizativa, que pudiera aplicar de conjunto todos y cada uno de los métodos de la lucha. De cualquier manera, es innegable que la todavía corta existencia del MLN señala una poderosa originalidad no sólo respecto a la guerrilla foquista rural sino también en relación a la vinculación entre política y acción armada. En este mismo contexto, se pueden situar los grupos armados de la Argentina. El ejemplo de los Tupamaros influyó en sectores volcados hacia la alternativa rural, como también la lucha de las masas en la Argentina, sobre todo a partir del Cordobazo en 1969, dio pie a la aparición de distintas organizaciones armadas. Cada una de éstas proviene de distintas vertientes, tanto en lo político como en lo ideológico: el peronismo, el marxismo, el cristianismo y el nacionalismo.

Pero por más que podamos hablar del espectro de las organizaciones armadas en la Argentina, lo importante es analizar en qué proceso está la lucha armada, independientemente de las contradicciones políticas e ideológicas que tengan las organizaciones, de sus limitaciones en el mismo accionar, y del esquema político-organizativo que en la teoría mencionen, sea inspirado en el esquema vietnamita, en el cubano, etc. La lucha armada organizada en la Argentina aparece en un momento de auge de las luchas del movimiento de masas, y en ese sentido se insertan en el contexto de las luchas de clase. Los planteos fundamentales de las organizaciones, fueron emprendidos, al igual que en el caso de los Tupamaros, a partir del accionar mismo, donde se tiende a centrar el proceso; la demostración del camino de la toma del poder por la vía armada. En general todos estos grupos se inscribieron en una estrategia de Guerra Popular Prolongada.

Independientemente de las diferencias organizativas y metodológicas de las distintas organizaciones armadas, éstas no han logrado, en su corta existencia, tener real peso en el seno de las masas. Esto puede no deberse a problemas de concepción de dichas organizaciones, ya que ninguna tesis se ha demostrado totalmente viable en la Argentina. Esto último señala la debilidad de todas las estrategias, armadas y no armadas, del campo revolucionario. Es necesario recordar también que la acción represiva de la policía y de las FF. AA. se centra muy especialmente en las organizaciones armadas y esto, que no ha ocurrido por una simple casualidad, da una pista de la importancia y el efecto de las acciones en la lucha política argentina.

En este sentido, observando toda la experiencia latinoamericana acumulada en los últimos años, es difícil negar que la acción de los grupos armados ha marcado la acción política, de izquierdas y derechas, con huellas que difícilmente puedan ser ocultadas.

Bibliografía

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Revista Monthly Review, números 45, 54 y otros, Buenos Aires.

La concepción del Che

La experiencia cubana fue analizada y sintetizada por Ernesto Guevara en su trabajo “La guerra de guerrillas” que tuvo vasta repercusión e influyó grandemente en la praxis de los revolucionarios latinoamericanos.

En ella el Che considera que tres son los aportes fundamentales de la Revolución Cubana, a saber:

1) “las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército;

2) no siempre hay que esperar que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas;

3) en la América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo.”

Extraídos de la experiencia concreta de Cuba, los dos primeros puntos refutan las posiciones de quienes desde hace varias decenas de años hablan de revolución sin plantearse las formas prácticas de plasmación del proceso, excusándose en la invencibilidad de los ejércitos burgueses o en la “falta de condiciones”, limitando así su accionar a los marcos de legalidad establecidos por el sistema vigente. En cuanto al tercero, el Che considera que, “sin despreciar las luchas de las masas obreras organizadas”, las ciudades son reductos del enemigo donde es prácticamente imposible accionar en forma armada, lucha que sí puede encararse en el campo, en zonas inaccesibles a las fuerzas de represión.

En la tesis de Guevara la guerrilla aparece como el canal de expresión fundamental de las masas explotadas y carece de sentido contraponer guerrilla y política de masas, porque la guerrilla, es, en sí misma, “una lucha de masas, una lucha de pueblo”.

Asegura sí, que la instauración de un foco guerrillero puede provocar o desencadenar la aparición de las condiciones aún inexistentes para la toma del poder y la revolución subsiguiente, pero no puede crear todas las condiciones, dado que la instalación del foco guerrillero requiere, para concretarse exitosamente, un cierto número de condiciones políticas previamente existentes. Ese foco inicial será la vanguardia combatiente, pero su fuerza estará siempre, según el Che, en la masa de la población. O sea que la guerrilla no sólo es la primera fase de la lucha en una Guerra Popular Revolucionaria, sino que es también el núcleo fundamental de su desarrollo; es decir, una forma de lucha y la organización prioritaria para desarrollar y transformar esa forma de lucha en una Guerra Popular, conservando en ella misma la conducción político-militar estratégica del conjunto del proceso. Proceso que no circunscribe al mero crecimiento del núcleo guerrillero, ya que Guevara considera que el trabajo político debe ser intensivo antes de la instalación del foco y durante su crecimiento, abarcando todos los niveles de la lucha popular.

El basamento del Che fue, fundamentalmente, el propio desarrollo de la Revolución Cubana y la caracterización socio-económica que hace de latinoamérica, donde considera que la primordial fuerza política reside en las masas campesinas. Es así que para él, la lucha por la posesión de la tierra, primera reivindicación campesina, se convertiría en la bandera fundamental para nuclear a esas masas en tomo al foco guerrillero, que no podía ser sino rural, porque ese era el ámbito del sector social dominante en el panorama latinoamericano.

La teoría Regis Debray

A partir del Che, Regís Debray, en su obra “¿Revolución en la Revolución?”, intentaría conceptualizar la experiencia cubana, desarrollando más ampliamente la teoría del foco y concretando en algunos criterios estratégico-tácticos bastante precisos, las enseñanzas que el movimiento revolucionario debía extraer de la guerra de guerrillas en Cuba. Presentó estos criterios como generalidades aplicables a todos y cada uno de los países latinoamericanos —salvo Uruguay y Chile—, a partir de considerar que:

a) América está madura para la Revolución;

b) el sistema existente se mantiene sólo por las fuerzas armadas de las oligarquías en el poder, apoyadas por el imperialismo norteamericano;

c) el establecimiento y desarrollo ininterrumpido de un foco guerrillero resuelve el problema de derrotar esas fuerzas armadas y al mismo tiempo preparar a las masas para que jueguen su parte en la toma del poder y en la construcción de la nueva sociedad socialista.

La elección de la vía revolucionaria, la guerrilla rural, se apoya en la caracterización socio-económica que Debray establece para América: predominancia de economías agrarias de “régimen feudal”. Pero este análisis no concuerda con la realidad, porque si bien en muchos países el peso fundamental productivo descansa en las unidades agrarias y por lo tanto el sustento social básico es la masa campesina, éstas producen para el mercado capitalista y en consecuencia no son “feudales”, sino que su dominio pertenece al sistema capitalista de producción. Con lo cual Debray no interpreta “la dominancia de un modo de producción sobre los otros”, ni el desarrollo desigual y combinado que hace que existan diversas estructuras productivas con distintos grados de desarrollo, en distintos lugares de un mismo país. Es decir que no comprende el fenómeno que se da de colonización interna y de subimperialismo. De esta manera, llega a contraponer la ciudad y el campo, cuando ni en la misma realidad histórica y social se contraponen de hecho. Además Debray olvida la existencia de países como la Argentina, que tiene una clase obrera y un proletariado rural y de servicios, mucho más importante, cuantitativa y cualitativamente, que su masa campesina.

Camilo Torres  

Posted by Fernando in

Manuel Ossa

© 1971

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

De la sociología a la guerrilla.

Sociología de un tema candente: la violencia colombiana.

El conflicto con las clases dirigentes

La denuncia de la clase dirigente como “grupo de presión”

De la denuncia al enfrentamiento.

El conflicto con la Iglesia.

Cristianismo y revolución.

El Frente Unido del Pueblo.

Camilo Torres parte a la guerrilla.

NOTAS Y BIBLIOGRAFIA.

Ciencias sociales, política y cristianismo.

Las ciencias sociales entre la demagogia y la cobardía.

Camilo Torres, un sociólogo comprometido.

Antes de ensayar una interpretación de la trayectoria de Camilo Torres, es necesario describir, aunque sea brevemente, la situación económico-social del país. Como la mayor parte de las áreas latinoamericanas, en la época de Torres Colombia yace en el estancamiento del subdesarrollo: baja productividad del trabajo, débil crecimiento económico, lentísima modernización, escasa posibilidad de ahorrar para reinvertir en medios de producción, dependencia estructural del capitalismo extranjero, que posee la mayor parte de sus productos de exportación: el café, las bananas, el petróleo.[1]

Colombia es un país preferentemente agrícola, donde el café y las bananas representan el 65% de sus entradas de exportación.

Los demás productos agrícolas —maíz, arroz, papas, mandioca, carnes— son consumidos en el mercado interno. La agricultura que realmente participa en la economía nacional es la de los latifundios, con el 65% de las tierras cultivables. Una buena parte de éstos son propiedad de sociedades anónimas, de las cuales las más poderosas pertenecen a capitales extranjeros. Los latifundios son las únicas explotaciones que tienen la tecnología suficiente para obtener productos de buena calidad y para aprovechar satisfactoriamente la tierra. Pero el 96,4% de los propietarios, es decir, los 1.166.850 dueños de propiedades familiares de menos de 100 hectáreas o de minifundios de menos de 10 hectáreas, se hallan en buena parte al margen de la producción y de la economía nacionales: los minifundios producen apenas para la subsistencia de quienes los trabajan, y las propiedades familiares contribuyen escasamente al mercado interno con productos de baja calidad. De esta forma el mercado agrícola de exportación está controlado por el 3,6% de los propietarios y sus precios se fijan desde el exterior. El resto de la agricultura no ha sido objeto de suficiente planificación económica y técnica, lo que acentúa la tendencia a la monoproducción. Este es el cuadro con el que se enfrenta Camilo Torres cuando colabora en el Instituto para la Reforma Agraria, INCORA. Colombia es uno de los mayores productores de petróleo de América Latina, después de Venezuela, México y Argentina. El petróleo representaba en 1965 el 17,9% de la exportación. Sin embargo, no llega a refinarse en el país ni la mitad del petróleo producido, pues las compañías extranjeras, propietarias de la casi totalidad de las explotaciones, prefieren hacerlo en los Estados Unidos, pagando entonces menos impuestos en Colombia. Los demás productos mineros —carbón, oro, plata— son también explotados por compañías extranjeras. La industria colombiana es débil. Es tal vez uno de los países menos industrializados de América Latina. A pesar del peso que tiene el petróleo en la exportación, el conjunto de la minería e industria representa solo un 22,1% del producto bruto. La política de sustitución de importaciones lanzó a Colombia por los años treinta a la creación de una industria ligera de producción de bienes de consumo: textiles, alimentos, productos farmacéuticos, materiales de construcción. Pero esta política no ha logrado romper con la dependencia estructural del subdesarrollo. Por una parte, la producción de estos bienes no llega a abastecer el mercado interno; por otra, el equipamiento industrial tiene que ser financiado con créditos extranjeros a largo plazo. Como resultado, la balanza de exportación-importación se halla siempre en un equilibrio inestable, dependiendo de las variaciones del mercado mundial para los precios del café, las bananas y el petróleo. El déficit interno de la economía colombiana tiende a hacerse cada vez más negativo entre 1958 y 1966[2].

A la situación económica recién esbozada corresponde una estructura social que carga la pobreza del país sobre los hombros de la gran mayoría: los minifundistas y asalariados del campo (45% de la población), los marginales de las ciudades, los pequeños artesanos y los obreros industriales; casi el 80% de la población total. El nivel de vida de los campesinos es apenas de subsistencia, su estructura familiar es patriarcal y la religión, católica para la gran mayoría, tiene los rasgos de un culto agrícola tradicional y estático. La población campesina emigra a las ciudades donde no encuentra una verdadera ocupación, sea por falta de capacidad empleadora de la industria, sea por falta de calificación profesional. Allí se hacinan en ranchos, no tienen ninguna seguridad en un trabajo que no es sino una disfrazada ocupación (lustrabotas, pequeños comerciantes ambulantes, trabajadores ocasionales en permanente búsqueda de empleo). Así se engrosa el sector terciaro (servicios) que, al ocupar el 38 de la población activa, no guarda proporción con el sector secundario (industrial). Estos marginales sufren agudamente de la anomia cultural en que los proyecta su desarraigo de la sociedad tradicional campesina. Es en estos dos grupos —campesinos y marginales— donde se radica el analfabetismo que alcanza en Colombia a un 40% de la población. Camilo Torres se ocupó de estos grupos con sus trabajos de promoción de comunidades, tanto en la ciudad como en el campo, con su colaboración personal en la alfabetización y con un proyecto de investigaciones sobre la asimilación de la familia inmigrante a la ciudad (1962).

En cuanto a los obreros industriales son los privilegiados dentro de la clase de bajos ingresos, aunque carecen de seguridad social frente a la invalidez y a la desocupación; pero, por su pertenencia a los sindicatos, se hallan hasta cierto punto integrados en el sistema del que reciben a cambio de su trabajo ciertos beneficios. Las “doscientas familias” de la clase alta y el 12-14% de la clase media —“burguesía nacional”— son, pues, los que se reparten las utilidades remanentes en el país de la industria, de las exportaciones agrícolas y del comercio. Son ellos también los que han dirigido la cosa pública en Colombia y con la excepción de líderes como Jorge Eliécer Gaitán y Camilo Torres, no han producido —ni pueden producir, a juicio de este último— ningún cambio radical en las estructuras, pues, como grupo, no pueden sino actuar conforme a sus intereses. Lo más que pueden proyectar son ciertas “reformas” sociales y políticas que, en suma, le son útiles al sistema del que sacan provecho.

De la sociología a la guerrilla

Entre el estudiante de sociología lovaniense, enfundado en su sotana sacerdotal, y el guerrillero con su fusil n banderola, brazalete del ELN y barba hirsuta hay, a primera vista, una distancia abismal. Hay también distancia entre las pacatas “hipótesis” que elabora el estudiante de sociología al tratar de explicarse las causas del bajo nivel de vida de la clase obrera en Bogotá en su memoria de licenciatura de 1958 y la encendida proclama al pueblo colombiano lanzada desde el monte en 1966, un mes antes de su muerte.

De una a otra situación, sin embargo, es posible percibir un proceso continuo de desenvolvimiento a través de los escritos de Torres. Su opción política y guerrillera no fue una decisión compulsiva; procede de la confrontación de sus hipótesis científicas con la realidad social y política colombiana y de su propio enfrentamiento con quienes prefieren no ver lo que él trata de mostrarles. En sus primeros escritos va dando un paso tras otro, con el cuidado y el rigor que aprendiera de la disciplina científica en la que estaba formado; se contenta entonces con decir lo que observa, dentro del encuadre de una sociología funcionalista. Pero lo que él observa, no es del agrado de los grupos dirigentes. Desde temprano (1961), se dice de él que “su vocación socialista pasa ya de la raya” o se le exige que, además de observar, se pronuncie y emita juicios de valor. En efecto, se lo quiere acorralar en el callejón sin salida de ciertos principios morales y religiosos que, comprendidos y expresados tradicionalmente a través de la ideología de la clase dominante, no permitirían al clérigo sociólogo buscar los significados ocultos, pero reales, de fenómenos candentes —como la violencia—, sino sólo desarrollar una ciencia anodina, inofensiva, y carente de amenazas para el sistema socio-político en vigencia. Pero Camilo Torres no se deja encajonar. La misma resistencia de la clase dirigente entra como elemento de su análisis, llevándolo a emplear un lenguaje cada vez más claro y una acción más resuelta. En sus oponentes descubre el obstáculo estructural de las reformas sociales. De ahí que, progresivamente, de la reflexión y observación científica, pase a la crítica de los grupos oligárquicos y a la ruptura con ellos, para culminar en una acción que define una nueva pertenencia: acción política orientada primero a la movilización general del potencial revolucionario del pueblo y luego, quizás en un deseo de ser consecuente y ante el fracaso de la primera acometida, al apoyo a las guerrillas. Vemos en este proceso a un científico social que no se quedó en lo alto de sus lucubraciones teóricas ni se aferró al prestigio de su cátedra, sino que buscó en la praxis la consecuencia y la verificación, a la vez social y personal, de su observación y teoría. Renunció así a la situación de privilegio que le otorgara la cultura y logró la rara síntesis entre el hombre de las ideas —comprometido tantas veces en la complejidad de análisis sin fin— y el de la acción, urgido por la necesidad de poner término a los análisis. Si Camilo Torres no logró superar en el plano teórico la estrechez de enfoque de una sociología funcionalista, indicó al menos el criterio para el enjuiciamiento de todo un lenguaje de ciencias sociales en un país subdesarrollado. Unas ciencias sociales que no pretendan transformar la situación que describen y que no se dejen transformar en sus encuadres prefijados desde los países desarrollados, estarán inevitablemente al servicio de un sistema monolítico y voraz y serán digeridos por este sistema. Camilo Torres buscó traducir los resultados científicos al lenguaje popular y al hacerlo se vio implicado como conductor de la acción política. No podía ser de otra manera. Porque el pueblo colombiano, la mayoría oprimida, “ha renunciado al lenguaje y ya no entiende sino el de los hechos”.[3] Traducir los resultados de una ciencia al lenguaje popular es exponerlos a una verificación práctica, y la ciencia social llega a ser verdaderamente ciencia cuando se expone a esta verificación decisiva. Por eso se ha podido escribir de Camilo Torres:

“su mayor aporte a la revolución es el enriquecimiento metodológico que dio a la teoría revolucionaria de América Latina, en el sentido de encontrar los pasos reales para acercarse a las masas populares en una inconfundible posición táctica de realizaciones concretas y nivelizadas. Por eso fue sobre todo un teórico en el verdadero sentido del contexto revolucionario”.[4]

Es posible y necesario enjuiciar críticamente la acción política de Torres. Pero lo criticable no es aquello de lo que lo acusaron los grupos dirigentes, escandalizados de ver que un sacerdote asumiera el liderazgo de un cambio de estructuras y entrara finalmente en la lucha armada. Estas críticas se asientan en la defensa de intereses de grupos, púdicamente encubiertos bajo la apelación a principios abstractos y; en último término, producidos por los mismos intereses que se trata de defender. ¿Por qué, si no, se manejó el argumento del apoliticismo sacerdotal sólo en el momento en que la intervención de un sacerdote en política contrariaba los intereses de una clase? Un enjuiciamiento crítico de la acción política de Torres deberá, pues, situarse más bien en el nivel de la estrategia y de la táctica, preguntándose qué errores teóricos y prácticos hicieron abortar su proyecto revolucionario.

Sociología de un tema candente: la violencia colombiana

En 1963, Camilo cumple con su programa de no disfrazar la cobardía con la objetividad científica y de abordar temas “candentes”. Lo realiza en su estudio sobre La violencia y los cambios socio-culturales en las áreas rurales colombianas.[5] La conclusión de este estudio no podía sino suscitar la ira de toda la oligarquía —y eso significa la negación del “nihil obstat” eclesiástico—: “La violencia ha constituido para Colombia el cambio socio-cultural más importante en las áreas campesinas desde la conquista efectuada por los españoles”. Es de notar, sin embargo, que al referirse a este tema, Camilo utiliza todavía ciertas atenuaciones verbales de las que se despojará más adelante. Dice, por ejemplo, como para equilibrar la rudeza de la antes citada afirmación, que “la violencia ha operado todos los cambios por canales patológicos y sin ninguna armonía respecto del proceso de desarrollo del país”. Este tipo de atenuaciones va a desaparecer en escritos posteriores más radicalizados. Así, en su artículo de 1964, Crítica y autocrítica[6], cuando vuelve a insistir en que “todos los interesados en buscar las causas del comportamiento humano deben mirar el conflicto como un objeto de estudio más que como una manifestación de moralidad o inmoralidad”, se abstendrá de hacer suya la valoración de “patológica” asignada a la violencia:

“Cuando los canales institucionales de expresión están obstruidos y el inconformismo no puede expresarse a pesar de que aumente en su intensidad, esta necesidad de expresión tomará cauces no previstos dentro de las estructuras vigentes. Estos canales son los que suelen llamarse antisociales y patológicos.”

Y unas líneas más adelante mostrará todavía más a las claras la distancia que toma con respecto a este calificativo de asocial y patológico, corrigiendo así el uso que él mismo hiciera de él un año antes en el artículo que vamos comentando: “Un conflicto que necesariamente es calificado como antisocial por el grupo que controla los canales institucionales.” Y, aludiendo a la acogida recibida por el libro La violencia en Colombia[7], en cuyo segundo volumen debería haber aparecido su propio estudio, agrega:

“La falta de autocrítica estabiliza en el error al que cae en él. Por desgracia, ésta ha sido una de las características de la clase dominante en los últimos tiempos; se presenta el fenómeno de la violencia y, antes de estudiarlo, se busca la represión como método exclusivo para tratar el mal. Cuando después de trece años de sufrir este flagelo alguien se atreve a hacer un estudio sobre él y a publicarlo, dicho estudio no produce ninguna clase de reflexión, se utiliza como instrumento de un grupo partidista, o se considera un insulto a otro grupo.”

Volvamos al estudio de Torres sobre la violencia, que es clave para entender su pensamiento y evolución ulterior.

No se trata en este estudio de una violencia propiamente revolucionaria, sino de aquella que se producía en el campo colombiano por la lucha tradicional de dos partidos —el liberal y el conservador— lucha manejada desde arriba por la oligarquía, mediante la repartija de los empleos públicos, principal fuente de trabajo en un país poco industrializado como Colombia: lucha que, al dividir a los colombianos verticalmente, impidiendo el surgimiento de una verdadera fuerza popular, no servía sino a la mantención del sistema político y a la salvaguardia de los intereses económicos de la misma oligarquía. Sin embargo, la violencia generada por esta lucha política iba a tener, como lo muestra Camilo, un efecto inesperado: el de un cambio social en las masas campesinas que fueron despertadas de su letargo rural a una conciencia nueva de sus necesidades, de su estructura y de su poder, capaz, en el caso de ser debidamente canalizado, de romper con la división vertical de la sociedad colombiana y de convertirse en fuente potencial de una tremenda energía revolucionaria.

Lo que ha hecho la violencia, sin que sus autores lo pretendieran por cierto, es modificar profundamente las características de la sociedad rural colombiana. Lo notable del caso es que esta modificación de características no se ha producido, como fue y es lo normal en otras sociedades, por la vía de la industrialización y consiguiente urbanización: ni siquiera ha ido acompañado por ellas. En otras palabras: el campesino colombiano y la sociedad a la que él pertenece han adquirido muchas de las características del hombre de ciudad y de la sociedad moderna sin que se hayan producido los cambios socio-económicos concomitantes a la modernidad de las urbes. Algunos ejemplos entre los estudiados por Camilo. La sociedad rural se caracteriza por un tipo de trabajo para el que no se requiere prácticamente ninguna especialización ni capacidad creativa particular. De ahí que las relaciones entre los campesinos no tengan como razón de ser las funciones de los individuos, sino el simple estar juntos en un grupo regido por normas tradicionales. La tradición y el sentimiento son las fuerzas que los cohesionan en sus relaciones humanas Con la aparición de la violencia,

“las interacciones sociales comienzan a basarse más en las funciones de las personas que en la persona misma. La solidaridad de grupo comienza a (estar)… más basada en la complementariedad de los roles diversos que en la homogeneidad de éstos. Las relaciones sociales comienzan a basarse más en la razón que en la tradición y el sentimiento”,

precisamente porque la violencia ofrece un nuevo tipo de actividad más diferenciada y especializada. El aislamiento social de los campesinos con respecto a una comunidad nacional más vasta es otra de las características modificadas por la violencia. Al establecerse relaciones humanas mucho más amplias, rompiéndose así dicho aislamiento, el vecindario local ha ido perdiendo su importancia como grupo de control cerrado con relación a los individuos, y éstos han adquirido conciencia de una solidaridad nueva que ya no se limita a los vecinos. Se ha producido así un nuevo tipo de cohesión en el campesinado y una solidaridad de grupo que lo constituye en “un grupo de presión en la base de la pirámide social”. “Grupo de presión que, mediante una organización, puede llegar a ser importante en las transformaciones de las estructuras sociales, políticas y económicas de Colombia.” Esta conciencia de clase que adquiere el campesinado, y de clase capaz de ejercer una presión, se acrecienta aun más con la comprobación de que, al menos en lo que respecta al poder militar, se están equiparando con la gente de la ciudad, pues han logrado mantener en jaque al ejército institucional mediante su organización militar clandestina. La violencia ha despertado también nuevas expectativas y abierto nuevas posibilidades de ascenso social. Expectativas, por ejemplo, en cuanto a los canales culturales, la educación, hasta ahora cerrados para los campesinos. Posibilidades nuevas en relación con los canales económicos del ascenso social, en cuanto la violencia les ha hecho descubrir otros métodos, como la expropiación y la ocupación de tierras, para adquirir los bienes de consumo y de producción. De esa manera semejante, si hasta el momento el canal político del ascenso social quedaba reservado a quienes mostraban un alto grado de conformismo frente al sistema establecido de los partidos, actualmente “el gamonalismo tradicional comienza a perder influencia en favor de un liderazgo guerrillero mucho menos conformista”, de tal manera que “el requisito para el ascenso futuro (por la vía política) no podrá ser más el conformismo político”.

La violencia ha desencadenado, pues, un proceso social completamente “imprevisto por las clases dirigentes”. Era un arma fabricada para otros usos pero se ha vuelto como un boomerang en contra de sus propios creadores.

En efecto, los partidos políticos en Colombia eran un instrumento gracias al cual la clase dirigente podía controlar las elecciones y mantener en sus manos la suma del poder económico, social y político.

En cambio, para la gran mayoría de los colombianos, para la “clase dirigida”, la pertenencia a un partido político constituía un factor de seguridad grupal, en cuanto esperaba de él ventajas económicas ciertas, en particular, la de participar en el “botín burocrático”:

“Muchos de nuestros ciudadanos viven de un empleo público, pero muchos más dependen de los empleos públicos, aunque no los ejerzan, por la expectativa que tienen de ejercerlos. Por lo tanto, son muchos los colombianos que dependen directa o indirectamente del partido político.”

De esta situación se derivan algunas de las características de los partidos colombianos que analiza Torres: son partidos que dividen a la sociedad verticalmente agrupando en ellos a todas las clases sociales; son partidos de los que se esperan ventajas individuales y se impone, por tanto, un alto grado de conformismo tanto en sus adherentes como en sus líderes; son partidos que funcionan sobre la base de la tradición y del sentimiento de seguridad y no sobre la base racional de una intención de cambio estructural; por último, dado que se pertenece a ellos por razones sentimentales, por una parte, y por la expectativa de ventajas económicas, por otra, se encuentra en su base una fuerte dosis de agresividad para con el partido contrario: puesto que la destrucción del oponente aparece como la condición de la seguridad interna del grupo partidario al que se pertenece; de ahí que la lucha partidista sea sectaria.

Por otro lado, gracias al sistema de partidos policlasistas, la clase dirigente minoritaria logra eliminar a la única oposición que podría quitarle el poder: la de la gran mayoría organizada precisamente en un partido o movimiento de clase. Y aquí radica la falacia del sistema: en hacerle creer a la mayoría que sus ventajas (expectativas de ascenso económico-social individual) coinciden con los provechos de la clase dirigente (mantención del poder en sus manos). De tal manera que “el sectarismo político” llega a ser “el instrumento de doble filo que refuerza el conformismo de la clase dirigida y le garantiza la estabilidad de las estructuras a la clase dirigente”. Por esto, “la violencia” —al menos en un primer estadio— “favorece fundamentalmente a toda clase dirigente de cualquier partido que ésta sea”. Pero en el estadio en que Torres la observa como sociólogo, la violencia ha operado un cambio social, sin correspondencia con los cambios de estructuras económicas y políticas hasta el momento ausentes, capaz de ser canalizado por otras vías a través de la toma de conciencia y de la organización horizontal de las mayorías. Así la violencia llegaría a develar su significado, oculto hasta ese momento. Mas aún, ella se canalizaría como fuerza y poder capaz de producir un cambio de las estructuras socio-económicas. ¿Cuál sería frente a este nuevo poder la actitud de la clase dirigente? El estudio de Camilo Torres termina con un interrogante que es al mismo tiempo una advertencia a la clase dirigente para que “ésta sea capaz de valorar a tiempo el peligro de una transformación que la destruya completamente”. Nos hemos detenido en la exposición de este estudio porque sus observaciones e ideas son como la semilla de la intuición política de Camilo Torres. De ahí arranca su visión de las oligarquías que detentan el poder; de aquí también su valoración (tal vez sobrevaloración) del potencial revolucionario del pueblo en ese momento histórico de Colombia; de aquí la idea que lo lanzara algunos años después a proclamar su Plataforma del Frente Unido del Pueblo, para avivar la conciencia que él ya creía despierta del potencial revolucionario de la mayoría; de aquí su propósito, insuficientemente realizado, de organizar al pueblo en un gran movimiento que lo llevara a adueñarse del poder. Pero antes de que esta semilla germinara, tenía que producirse el conflicto del mismo Camilo con las clases dirigentes.

El conflicto con las clases dirigentes

Este comienza en el año 1962. En ese año, entre los meses de marzo y mayo, se produce el primer conflicto, que no trasciende al gran público, con los directivos de la Acción Cultural Popular. Se recordará que esta obra había sido objeto de un estudio y evaluación sociológica por parte de Camilo Torres. Nacida por la iniciativa del párroco de la localidad de Sutatenza (6.898 habitantes, 150 km2) con la instalación en 1948 de un pequeño equipo transmisor con finalidad educativa, esta obra llega a tener en 1960 proyecciones nacionales y está apoyada por el Gobierno, el Episcopado y fundaciones internacionales. Además de las Escuelas Radiofónicas, de la organización de seminarios de estudio y de la fundación de diversos institutos educacionales, edita un semanario de 10.000 ejemplares: El Campesino. En su estudio de 1960-61, Torres había alabado diversos aspectos de la obra, pero había indicado la necesidad de mayor planificación, asistencia técnica y evaluación continua de los resultados, junto con una “atención preponderante a la reforma absoluta de estructuras” a fin de superar la etapa “predominantemente educacionalista” y cambiar no sólo la cultura del campesino sino también su nivel de vida. A estas indicaciones, se suman las críticas ya mencionadas al semanario El Campesino.

En carta del 23 de abril de 1962, después de detallárselas muy concreta y honestamente a monseñor Salcedo, Camilo concluye:

“No obstante los desagrados que me ha ocasionado el resultado de mi confianza y mi franqueza hacia Su Señoría, continuaré haciendo las críticas que yo crea constructivas, tanto en público como en privado, respecto de El Campesino o de cualquier otro hecho o institución que considere puede comprometer la reputación de alguna causa justa.”

A esta carta, monseñor Salcedo responde muy brevemente amenazándolo de presentar “una acusación formal ante las autoridades eclesiásticas” por estar Camilo “ocasionándole a esta Institución muy graves perjuicios”; dado que la mayor parte de quienes lo rodean “son enemigos del clero y de las obras de la Iglesia”, las críticas de Camilo les brinda a ellos “una magnífica oportunidad en sus malas intenciones”. Los hechos que motivaron el segundo conflicto de ese año culminaron con la renuncia de Camilo Torres a todos sus cargos en la Universidad Nacional. Para no quedarnos en la anécdota ya conocida y para calibrar la importancia que tuvo para Camilo esta crisis, vale la pena destacar algunas de las ideas que él hace públicas en esta ocasión. La crisis universitaria es el objeto de dos entrevistas que concede a diarios de la capital. A estas entrevistas se agrega la declaración de la Facultad de Sociología, redactada por Torres en ocasión del conflicto estudiantil. En estos documentos Torres expone su pensamiento sobre la Universidad: el interés de los estudiantes por la política y la discusión académica en torno a ella no deben ser reprimidos sino respaldados e ilustrados por la Universidad y su cuerpo de profesores. Distinto juicio le merecen las actividades políticas proselitistas y aquellas que imponen dogmas en el campo socioeconómico, pues éstas restringen la objetividad científica. Lo malo es que en la Universidad no se dan las condiciones para un diálogo entre los estudiantes y los profesores. Mientras los primeros se muestran llenos de iniciativas y discuten los problemas universitarios y nacionales, los otros, carentes de interés, de estímulo económico y muchas veces de suficiente preparación académica debido a la falta de criterios objetivos de selección y de concursos nacionales abiertos, asumen la actitud de espectadores distantes. La dirección de la Universidad no se preocupa de los problemas reales de los estudiantes y de sus necesidades académicas, sino qué toma medidas punitivas —por lo demás sin suficiente investigación— en contra de los efectos de una agitación estudiantil cuyas causas desconoce. A esto se agrega el burocratismo y la mala organización de la administración universitaria y el juego de camarillas y lazos afectivos que debilita cualquier intento de planeamiento o proceso de toma de decisiones. Estas ideas no fueron del agrado de las autoridades universitarias. El cardenal arzobispo de Bogotá, por su parte, pensó que Camilo Torres, como sacerdote, estaba comprometiendo el prestigio de la Iglesia, y le pidió que renunciara a sus cargos universitarios. La declaración publicada por Camilo con ocasión de su renuncia a la Universidad deja transparentar una profunda emoción personal, a la cual sin embargo se sobrepone con espíritu conciliador y pacificador. No quiere que su renuncia ni sus actuaciones y declaraciones anteriores proyecten el descrédito sobre la persona de su obispo, ni provoquen banderías en la Universidad. Por eso explica que, en su doble papel de sacerdote y profesional, él no es completamente autónomo. Como profesional, puede tomar decisiones y hacer declaraciones con responsabilidad propia; pero, cuando estas decisiones y declaraciones repercuten en la opinión que el público se puede llegar a formar de la Iglesia, cuyo representante es como sacerdote, entonces le compete a su superior jerárquico, su obispo, juzgar sus acciones. En el caso presente, el obispo no le ha pedido que piense distinto, sino que renuncie a cargos donde su actuación y compromisos no corresponden a la idea que el mismo obispo tiene. Camilo acata y pide que su renuncia no sirva a la división sino a la unidad. Pero bajo este acatamiento, sin duda sincero, debió quedar como brasa de rescoldo una tensión no resuelta entre su manera de ver y su responsabilidad como sociólogo, por un lado, y su posición de representante de una Iglesia cuyos puntos de vista tácticos o políticos no compartía. Esta tensión habría de agudizarse más adelante hasta volverse insostenible.

La denuncia de la clase dirigente como “grupo de presión”

Otro filón que permite seguir la pista a las causas del conflicto de Camilo con la clase dirigente es el de sus declaraciones y opiniones con respecto a los grupos de presión. Aparece primero la noción de grupo de interés en una entrevista de 1962 sobre la Reforma Agraria, y en una ponencia presentada en el mismo año en el Seminario de los equipos universitarios de Colombia sobre Urbanización y reforma urbana. Hablando en la primera de la necesidad de expropiar las tierras productivas, dice: “…el conjunto de los terratenientes obrando como grupo social tendrá que obrar en función de intereses comunes y es precisamente contra esos intereses comunes que irá la repartición de las tierras productivas.” Sin embargo, toma aquí mismo la precaución de decir: “Cuando me he referido a la clase terrateniente no lo he querido hacer, en ninguna forma, con un criterio marxista o de lucha de clases. He querido solamente expresar la realidad sociológica.” Recuérdese la controversia que sobre este punto tendrá Camilo con uno de los miembros de la junta directiva de INCORA, en 1964, a raíz de la cual comenzarán las presiones para alejarlo de dicha junta.

En la ponencia sobre Urbanización y reforma urbana, no tiene ya empacho en prevenir acerca de la existencia de “grupos de presión que van a obstaculizar todo esto”, e indica la urgencia de “crear otros grupos de presión que sean favorables a una reforma que tenga como fines el bienestar social”. Los primeros, los obstaculizadores, son los grupos de aquellos que especulan con las tierras en torno a las ciudades, dejándolas “engordar”, dado que esto “es más productivo por la ley de la oferta y la demanda”. Y la medida que propone a este respecto es la de “expropiar aun sin indemnización por criterio de equidad”: medida para la que faltan los medios coercitivos en el actual sistema y que, por tanto, debería ser apoyada por otros grupos de presión que ejerzan su fuerza en el sentido opuesto.

Pero la denuncia más clara de los grupos de presión aparece en 1964, en su intervención en una mesa redonda en la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de Los Andes. Allí se aparta de la noción sociológica clásica de grupos de presión que defienden sus opositores, según la cual estos grupos contribuyen a la democracia por su influencia moderadora sobre el poder político. A Torres no le parece que la sociología clásica elaborada en países desarrollados, proporcione una noción útil a este respecto para un país subdesarrollado. Pues la noción de “grupos de presión” es correlativa de la de “democracia” en los tratados sociológicos. Y esta última, como ya lo había demostrado el año anterior, es bastante equívoca: según se trate de un país capitalista o de un país socialista, “democracia” significará realidades distintas; en el primer caso, basta que haya elecciones para que un país se llame democrático; en el segundo, el criterio de las elecciones no cuenta, pero se acentúa la necesidad del cambio de la propiedad de los medios de producción, pues ésta es la fuente real del poder. Y en esta misma conferencia, criticando tanto a la democracia formal del capitalismo, como al principio leninista de la revolución hecha por la élite (lo que da lugar a la clase de los burócratas y políticos), propone como meta la popularización de los bienes económicos y del poder político, y como medio, el que la mayoría se constituya en grupo de presión.

Dado, pues, que en un país subdesarrollado no hay auténtica democracia, lo que concretamente hay que denunciar en Colombia es a una “pequeña minoría” que

“constituye el único grupo de presión verdadero, ya que de él dependen las decisiones realmente importantes para mantener las estructuras vigentes. Este «grupo de presión» minoritario, por medio del poder económico y la existencia del conformismo, controla a los demás poderes: el poder cultural, el político formal, el burocrático, el militar y el eclesiástico.”

En cuanto a las clases populares mayoritarias, ellas “no constituyen «grupos de presión» por no poseer una organización de envergadura nacional, ni un minimum de objetivos políticos comunes”. La conclusión muestra a las claras que el sociólogo Torres, de observador de la realidad, ha pasado a ser un político en su opción fundamental: “Si las mayorías no logran tener estos requisitos, Colombia no llegará a ser una verdadera democracia.”

De la denuncia al enfrentamiento

Camilo Torres sigue todavía hablando con la “clase dirigente” para tratar de convencerla. La ruptura todavía no se opera. Pero ya la reacción de esta clase frente a sus declaraciones y a las de un alto personero del Gobierno[8] hace estallar a Camilo Torres en un encolerizado artículo intitulado La desintegración social en Colombia. Se están gestando dos subculturas[9]. En él fustiga “el despliegue verbal de nuestros dirigentes y de nuestros periódicos” (alude a la campaña desatada contra Ruiz Novoa por la gran prensa) que “ha constituido un verdadero espectáculo de incontinencia, de falta de realismo, de ignorancia y, por tanto, de irresponsabilidad”. Antes había hablado de la falta de formación en ciencias positivas de la clase dirigente colombiana. Pero esta vez muestra, a vuelo de pájaro, cómo no se trata solamente de falta de formación —que también lo es— sino de pertenencia a una subcultura cuyos términos y valores son distintos de los de la clase popular. El resultado es que ya la incomunicación entre ambas subculturas está consumada: “La clase popular colombiana ha ido renunciando al lenguaje y ya no entiende sino el de los hechos.” Al final del artículo se dibuja como línea de solución que los “líderes populares” se pongan de acuerdo en un “frente unido” en el que, dejando de lado “la palabrería de izquierda”, se hable el lenguaje de los hechos, únicos “capaces de aunar esa clase baja para constituirla en un grupo de presión mayoritario”. Sin embargo, todavía en este artículo permanece la idea de que un día será nuevamente posible el diálogo entre ambas clases y de que son las minorías las que en última instancia deberán resolver los problemas: “…estableciendo así un lenguaje común, base insustituible para poder solucionar los problemas de las mayorías, por esas minorías que hoy tienen la responsabilidad del poder”. Como se ve, los términos y las razones de la ruptura están ya puestos, pero la ruptura misma no termina de realizarse. Las reacciones a este artículo fueron airadas. Esa ambigüedad quedará levantada en la ponencia de 1964 al II Congreso de Pro Mundi Vita, en Lovaina, intitulada La revolución: imperativo cristiano. Preguntándose acerca de la posibilidad que tiene la clase dirigente de tomar medidas eficaces tendientes al desarrollo, anota:

“Las decisiones para hacer inversiones que sirven a las mayorías difícilmente pueden ser adoptadas por la minorías a no ser que también se beneficien por las mismas decisiones. Es cierto que pueden encontrarse actitudes altruistas en algunos miembros del grupo minoritario. Pero es difícil que las motivaciones individuales produzcan actitudes del grupo como tal.”

El problema que se plantea entonces, según Torres, es el de saber a qué tipo de cambios ha de orientarse la presión social, económica y política, y qué tipo de presión hay que ejercer sobre las minorías dirigentes para que se produzcan estos cambios.

Hasta el momento, las mayorías han presionado sólo para obtener cambios accidentales (como por ejemplo, el establecimiento de una legislación laboral) que, en el fondo, dejan el problema tal como estaba, con la apariencia de haber aportado soluciones. Otras presiones se han ejercido para obtener “cambios reformistas”, es decir “soluciones de transacción” “que contemplen los intereses comunes a la clase alta y a la clase popular”. La opinión de Camilo sobre esta orientación de las presiones y sobre los cambios reformistas es benigna, en este momento: “en ocasiones, dice, preparan a la sociedad para un cambio fundamental”. Por último, está la “presión para obtener un cambio revolucionario”. Esta “es la que se encamina al cambio de las estructuras… de la propiedad, del ingreso de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización política administrativa”. Después de afirmar que la clase dirigente se adapta, como un camaleón, al tipo e intensidad de la presión que se ejerce sobre ella, Torres concluye que “la revolución pacífica está directamente determinada por la previsión que tienen las clases dirigentes”. De todos modos, “las estructuras no cambiarán sin una presión de la mayoría, presión que será pacífica o violenta, de acuerdo con la actitud que asuma la clase dirigente minoritaria”. Revolución pacífica o revolución violenta son, pues, las dos alternativas para lograr “una planificación económica tecnificada en favor de las mayorías”. La primera parece ser la propuesta por los cristianos; la segunda, por los marxistas. ¿Cuál de las dos tendencias —cristiana o marxista— tiene más posibilidades históricas de realizar dicha planificación y la revolución que a ella conduce? Camilo Torres, como sociólogo, analiza las ventajas y desventajas de ambas. Le parece que los cristianos, en el caso de asumir el liderazgo, podrían tender a un “humanismo más integral” y que escogerían medios “menos traumáticos, especialmente en relación con ciertos valores espirituales”; pero estas ventajas quedarían contrapesadas por el perjuicio que acarreará su posible “falta de tecnificación y por el monolitismo doctrinal” que impediría “el concurso de muchos líderes de alta calificación científica”. En cuanto a los marxistas, y quedándose en el análisis del “mecanismo puramente económico, administrativo y técnico”, con prescindencia de la filosofía subyacente, le parece que éstos son “más adaptados a la realidad, y sobre todo, a las expectaciones de las mayorías indigentes”, contando además con una “tradición en la lucha por el cambio de estructuras y por la planificación técnica”; se correría el riesgo, en cambio, de “perseguir fines truncos y recortados por estar limitados a las concepciones materialistas” y de que muchos de los medios utilizados “coarten algunos derechos humanos”.

Cuando trata de la “actitud del cristiano” en estas materias y ante las alternativas anotadas, Camilo se pone en el caso de que la revolución sea encabezada por los marxistas, y advierte que en este caso el cristianismo no debería abstenerse de prestar su colaboración. Decirlo en este lugar es manifestar al menos una previsión, si no una tendencia. Se ve, pues, que al menos en el plano teórico, la radicalización política de Camilo está ya consumada.

Por esta misma época, como ya lo dijimos, se ha reunido con un grupo de dirigentes políticos para escribir una obra en colaboración sobre “un mínimo de puntos comunes de acción para cambiar las estructuras socio-económicas del país”. Al mismo tiempo, comienza a entrar en contacto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Por otra parte, su trabajo en el Instituto de Administración Social comienza a serle obstaculizado.

El conflicto con la Iglesia

Por familia, Camilo Torres Restrepo pertenecía a la clase dirigente. Por una opción personal, de carácter a la vez religioso y de servicio, se encontró implicado en una segunda pertenencia que redoblaba la anterior: la de la estructura eclesiástica que, a juicio del mismo, era un grupo calificado dentro de la clase dirigente.[10] Hasta su muerte, Camilo quiso ser sacerdote; más aún, él no vio su sacerdocio sino como una manera de servir a la mayoría oprimida. Pero esta manera suya de ver, por muy compartida que pudiera estar por otros compañeros en el sacerdocio, vino a estrellarse de hecho contra la estructura de la Iglesia oficial, representada por la jerarquía eclesiástica. Hubo un momento en que, para poder vivir su opción fundamental de servicio, no pudo menos que romper con este segundo grupo de pertenencia, así como había roto con el primero.

Ya hemos visto su reacción cuando el cardenal arzobispo de Bogotá le pidiera su renuncia a la Universidad. En febrero de 1965, él obispo coadjutor, cediendo sin duda a presiones, le pide que renuncie al decanato del Instituto de Administración Social, donde era profesor desde 1962, y se dedique como sociólogo a la planificación del trabajo pastoral de la arquidiócesis. Se lo invitaba, pues, a poner su sociología al servicio de la estructura institucional de la Iglesia. A quien haya seguido el itinerario de Camilo Torres hasta el momento y su progresiva radicalización política, no puede extrañarle que haya pedido un plazo para reflexionar. En el mes de abril responde a su obispo en una carta que vale la pena analizar más de cerca. Allí le explica su reacción ante la propuesta que él le hiciera: “Sentí una profunda repugnancia de trabajar con la estructura clerical de nuestra Iglesia.” Analizando los motivos de esta repugnancia, se ve que el conflicto personal de Camilo con la estructura oficial de la Iglesia radica en la observación crítica de esta misma estructura que había logrado llevar a cabo como sociólogo. En efecto, gracias a que la mayor parte de su actividad se ha realizado “un poco al margen de la estructura clerical”, ha logrado adquirir una “visión más objetiva de la estructura a la cual pertenezco”. En estas condiciones ingresar en el trabajo de la Curia, le parece “separarse del mundo de los pobres para incluir[se] en un grupo cerrado de una organización perteneciente a los poderosos de este mundo”. Más aún, Camilo pone expresamente en duda que la autoridad episcopal admita los planteamientos teóricos que a él le parecen Indispensables para conducir a bien la investigación a la que se lo invita. En efecto, estos planteamientos teóricos apuntan a un verdadero desmantelamiento de toda una acción eclesiástica dirigida sobre todo a promover el culto exterior y que instrumentaliza las presiones sociales y se apoya en el poder político y económico. Lo que afirma Camilo es “la prioridad del amor sobre todo”.

Para él “hay muchos que aman a los demás, con amor de entrega, que niegan su condición de católicos, o, por lo menos, su adhesión a la Iglesia —entendiendo por Iglesia la estructura clerical de ésta— ”. Quiere decir que la Iglesia debería cambiar radicalmente su “status” y su manera de proceder, de modo tal que se valorizara más el amor de los no católicos que el cumplimiento del culto exterior. Pero Camilo piensa que, bajo otros nombres, lo que se pretende llevar a cabo en Colombia no es más que una “pastoral de conservación”. De ahí que se niegue a colaborar, pues, dice él, “lo haría por obediencia, pero contra todas mis convicciones personales”. Entretanto, Camilo Torres había redactado su Plataforma para un movimiento de Unidad Popular y la había dado a conocer el 12 de marzo, adelantándose a los colaboradores de la obra proyectada, en la que esta plataforma debería haberse insertado como capítulo final. Al ser conocida, despertó un enorme interés y su autor comenzó a ser solicitado para comentarla en diversos discursos y conferencias. Camilo se ve así envuelto en una acción política de envergadura. Dejemos que el mismo Camilo cuente lo que sucedió entonces; lo dijo en una entrevista al periodista Otto Boye:

“En ese momento, los estudiantes de la Universidad Nacional me ofrecieron un homenaje, en el cual yo hablé, volví a plantear la plataforma y también señalé los objetivos revolucionarios que deberían tener los estudiantes. A los ocho días de esto, como primera noticia, vi en la prensa una publicación de su eminencia el cardenal, mi superior jerárquico, en la cual decía que algunos puntos de la plataforma eran inconciliables con la doctrina de la Iglesia. Como yo ya había hablado públicamente de la plataforma, me extrañó mucho que el primer contacto que tomaran conmigo se hiciera por la prensa. Fui inmediatamente a la Curia. Allí pedí explicaciones de por qué no se me había llamado personalmente. Me dijeron que yo podía escribir dos cartas: una, pidiendo el permiso para ir a la Universidad de Lovaina, y otra, aclarando los puntos sobre la plataforma. Yo escribí las dos cartas, pero, a pesar de que me prometieron una pronta respuesta, no llegó. En vista de ello, y después de un tiempo prudencial, las publiqué en la prensa porque yo consideraba que éste no era solamente un problema mío, sino de muchas personas que veían que en materia de reformas socio-económicas podía haber puntos inconciliables con la doctrina de la Iglesia. La no precisión al respecto, equivalía a condenar no solamente la plataforma, sino cualquier movimiento o cualquier orientación progresista de los católicos en Colombia.”

El cardenal contestó a Camilo Torres por la prensa, sin precisar qué puntos eran contrarios a la doctrina de la Iglesia en la Plataforma. Diez días después, el 18 de junio, el cardenal declara que “las actividades del padre Camilo Torres son incompatibles con su carácter sacerdotal y con el mismo hábito eclesiástico que viste” y pone en guardia a los católicos contra la tentación de seguir “las erróneas y perniciosas doctrinas que el padre Torres propone en sus programas”.

Se le plantea entonces a Camilo un drama de conciencia. Por un lado, estaba persuadido de que debía seguir en su trabajo político. Por otro lado, se cernía sobre él la amenaza de una censura eclesiástica por dedicarse a esas actividades siendo sacerdote. Entonces decide renunciar al ejercicio de su ministerio sacerdotal. El 24 de junio redacta su petición de “reducción al estado laical”, que le es concedida al día siguiente por el cardenal. Ni en la carta dirigida a su obispo ni en la declaración a la prensa publicada conjuntamente se advierte amargura. “En la estructura actual de la Iglesia”, escribe en esta última,

“se me ha hecho imposible continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto externo. Sin embargo, el sacerdocio cristiano no consiste únicamente en la celebración de los ritos externos”.

Es el imperativo del amor cristiano el que lo ha llevado al sacerdocio. Pero el amor cristiano ha de ser eficaz. Como sociólogo se ha dado cuenta de que la única manera de hacer eficaz este amor es mediante la revolución. Como nadie ha levantado la bandera de la revolución de manera capaz de producir un gran movimiento de masas, continúa, “he resuelto entregarme yo, realizando así parte de mi labor de llevar a los hombres por el amor mutuo al amor de Dios”. Pero esta entrega a la causa revolucionaria “es una labor que actualmente riñe con la disciplina de la Iglesia actual”. De ahí que, paradojalmente, deseando ser fiel a esta disciplina por una parte, y a su conciencia por otra, pide que lo liberen de sus obligaciones clericales “para poder servir al pueblo en el terreno temporal”.

Cristianismo y revolución

El conflicto con la autoridad eclesiástica no fue para Camilo Torres un conflicto con su fe cristiana. Al contrario, el cristianismo fue para él la fuente inspiradora y el hilo conductor de su pensamiento y de su acción. Su visión del cristianismo es simple, como lo son todas las grandes ideas motrices. No supo articularla en una concepción teológica original pero sí en un proyecto de vida audaz y consecuente, no reflexionó sobre la teología sino que realizó actos sobre los que la teología debería reflexionar. Para él, el cristianismo consiste fundamentalmente en el imperativo de amar al prójimo, pero de amarlo eficazmente. Todo aquello que contribuya a darle eficacia a este amor es cristianismo y debe ser asumido por los cristianos; y es cristiano aunque se encuentre fuera de las fronteras visibles de la Iglesia institucional. Su vocación y profesión de sociólogo no es, desde este punto de vista, una fuente inspiradora colateral. La sociología le ofrece, como ciencia positiva que es, los mejores instrumentos para mirar objetivamente la realidad. Ella le hace descubrir las contradicciones en que vive la sociedad latinoamericana y colombiana. Ella lo conduce a la conclusión de que la única manera de salir del impase es la revolución. En otras palabras, ella lo ilumina sobre las condiciones de la eficacia del amor que el cristianismo le inspira. De ahí que la trilogía: sociólogo, cristiano, sacerdote, no sea para él una partición tricotómica de su pensamiento y de su acción, sino tres aspectos de una misma realidad, la de su vida y compromiso. Desde este punto de vista, él ve su decisión de dejar de ejercer el sacerdocio ministerial como una recuperación del sentido más auténtico del mismo sacerdocio. Así escribe:

“Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los cristianos”… “La comunidad cristiana no puede ofrecer en forma auténtica el sacrificio si antes no ha realizado, en forma efectiva, el precepto del amor al prójimo”… “Sacrifico uno de los derechos que amo más profundamente: poder celebrar el culto externo de la Iglesia como sacerdote para crear las condiciones que hacen más auténtico ese culto”[11]

Pero una cosa es encontrar en el cristianismo la fuente inspiradora para lanzarse a la revolución, y otra encarar la revolución desde una perspectiva cristiana. Aquí, en cuanto a esta segunda cuestión, surgen una serie de preguntas: ¿tiene el cristianismo un aporte propio para la revolución? En el caso de que la revolución no sea conducida por los cristianos, ¿cuál es la postura de estos últimos frente a medios y fines posiblemente reñidos con ciertos principios cristianos, como la supresión de la propiedad privada de los medios de producción y la violencia? Camilo Torres no dedicó muchas páginas de sus escritos a analizar estos problemas desde el punto de vista teórico. Cuando todavía era estudiante, pensaba que el cristianismo tenía aportes propios. Así, en un artículo intitulado El cristianismo es un humanismo integral, publicado en 1959, escribe que los cristianos “tienen la gran ventaja, sobre el marxismo, de no estar ligados a ningún sistema económico concreto”; de allí que crea que los “economistas católicos” son capaces de dar “respuestas verdaderas” a pesar del cambio de las circunstancias en que se basaban los análisis económicos de épocas anteriores. En cuanto a la propiedad, en 1960 sus ideas son todavía bastante abstractas: defiende una posición que, según él, no es ni marxista ni utópica, sino cristiana, la del “hombre integral, espíritu y materia, factor humano y factor económico social”, de la que se derivaría una concepción que acepta a la vez la influencia de la propiedad sobre el hombre y la del hombre sobre su relación de propiedad. Pero estas ideas no reaparecen en la época en que su compromiso se vuelve más concreto. Quizás ya no le interese cuestionar el “aporte propio” del cristianismo a la revolución, pues ve que toda ella es un “imperativo cristiano” y que la meta de “lograr una planificación técnica en favor de las mayorías” requiere la unificación de todos, por encima de sus credos e ideologías particulares. Ya en esta época piensa que la revolución no va a ser conducida por los cristianos mismos sino por otros grupos, como los marxistas, que se han mostrado, en cuanto grupos, como guías mejor equipados. De ahí que aparezca la problemática de los fines y medios marxistas de la revolución. Torres piensa, concretamente, que la nacionalización de los medios de producción con el fin de controlar las ganancias e inversiones no es intrínsecamente mala; más aún, la colaboración de los cristianos para obtenerla puede volverse moralmente obligatoria. Queda el problema de los otros fines y medios. Aun allí, el rechazo y la abstención no pueden proponerse a priori, piensa él, como actitudes cristianas. Pues “la revolución es una empresa tan compleja que sería artificioso encasillarla dentro de un sistema de causalidad y finalidad tan heterogéneamente malo”. Por lo demás, los cristianos que colaboran en un proceso revolucionario podrán quizás aportar modificaciones descartando “medios y fines malos”. La historia de algunos países socialistas muestran que se pueden desvincular entre sí los medios y finalidades económicos de los principios filosóficos subyacentes al marxismo.

En cuanto a la violencia, en los reportajes que concedió en 1965, se manifiesta en teoría contrario a la violencia: “Siempre he creído que hay que evitar la violencia y que tenemos que buscar los medios pacíficos”. Pero su pensamiento concreto le hace agregar: “Estoy también convencido de que la decisión sobre si los cambios serán por vía pacífica o no, le corresponde mucho más a la clase dirigente que es la que tiene los instrumentos de la represión”. Y en otro reportaje da un paso más: “Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta”.

El Frente Unido del Pueblo

El 12 de marzo comenzó a ser conocida la Plataforma para un movimiento de Unidad Popular. El 22 de mayo la leyó Camilo en la manifestación que le ofrecieron los estudiantes con ocasión de su proyectado y no realizado viaje a Europa. Por esos meses, y sobre todo desde junio hasta octubre, se dedica a propagarla, con una actividad agotadora, por todas las ciudades del país. La Plataforma comienza con una declaración de motivos: se trata de crear un aparato político para las masas que rechazan los partidos políticos y el sistema vigente. Este se hace necesario para que las mayorías se adueñen del poder, actualmente detentado por una minoría que nunca tomará las decisiones de cambios estructurales que afecten a sus intereses.

Luego sigue una breve explicación de diez objetivos: reforma agraria, reforma urbana, planificación, política tributaria, nacionalizaciones, relaciones internacionales, seguridad social y salud pública, política familiar, fuerzas armadas, derechos de la mujer.

Lo que se propone Camilo Torres al propagar esta plataforma en sus conferencias y discursos y, desde el 26 de agosto, con el periódico semanal Frente Unido es unificar a la clase popular y a sus líderes en una conciencia de su opresión y alrededor de algunos objetivos políticos comunes. El segundo paso sería el de la organización popular en comandos. La meta final es la toma del poder. Estos tres objetivos escalonados son repetidos incansablemente en sus discursos y en los diversos “Mensajes” que dirigió en su periódico: a los cristianos, a los comunistas. a los militares, a los no alineados, a los sindicalistas, a los campesinos, a las mujeres, a los estudiantes. Su lenguaje lo hace incisivo, sus descripciones de la situación y de los manejos oligárquicos son dibujos con tintas contrastadas, sus llamamientos a la abstención electoral y al sabotaje de otras instituciones de la democracia formal colombiana son directos.

Por ejemplo, en su Mensaje a los cristianos escribe: “Cuando hay una autoridad en contra del pueblo, esa autoridad no es legítima y se llama tiranía. Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía. El gobierno actual es tiránico porque no lo respalda sino el 20% de los electores y porque sus decisiones salen de las minorías privilegiadas”… “Después de la revolución, los cristianos tendremos la conciencia de que establecimos un sistema que está orientado sobre el amor del prójimo. La lucha es larga, comencemos ya…” En su Mensaje a los campesinos: “Las ganancias que aprovecha el gobierno se emplean en lo que éste llama «funcionamiento», es decir… para comprar armas viejas para matar a los campesinos que han dado el dinero para comprarlas”; y, refiriéndose a los sucesos de Marquetalia, Guayabero y El Pato: “El ejército empieza con la acción cívico‑militar y acaba con los bombardeos, empieza sacando muelas y acaba metiendo bala”. En todos estos Mensajes, como en los editoriales de Frente Unido, en la Plataforma y en sus discursos, insiste en su llamamiento a la unidad de todos, los no conformistas y los no alineados, los miembros de todos los partidos u organizaciones políticas. Insiste también en la organización de comandos en todos los niveles, para tomar conciencia, formarse, formar dirigentes y realizar actos de lucha. A su paso por las ciudades del país, dedica parte de su tiempo a esta organización y a detectar a los posibles enlaces con las fuerzas armadas guerrilleras. El término de esta “lucha larga” será una sociedad socialista:

“Esta plataforma tiende al establecimiento de un Estado socialista, con la condición de que el «socialismo» lo entendamos en un sentido únicamente técnico y positivo, sin ninguna mezcla con elementos ideológicos. Se trata de un socialismo práctico y no teórico”.

Esta acción política de Camilo Torres debe ser enjuiciada críticamente. Lo haremos siguiendo a los sociólogos Elena Hochman y Heinz Rudolf Sonntag, profesores en la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Central de Caracas. En primer lugar, el Frente Unido al que llamaba Camilo era demasiado vasto como para convertirse en una fuerza política verdaderamente unificada. El mismo Torres se da cuenta de ello cuando anota en su editorial del 14 de octubre que “los grupos electores se alejan de la plataforma con cualquier excusa”; que “muchos «revolucionarios» no quieren ir hasta las últimas consecuencias” y que la solidaridad práctica de todos los elementos ideológicos a la que él está llamando “aleja a muchos revolucionarios timoratos que insisten más en la ideología que en la revolución”. En efecto, la vastedad, la vaguedad y la mezcla de metas reformistas con otras verdaderamente revolucionarias en la Plataforma hacen que en el Frente Unido se den cita intereses demasiado contrapuestos para poder realizar juntos una larga marcha revolucionaria. A esto se agrega que muchos de los “no alineados” están unidos, como lo advierte él mismo, “por la persona de Camilo Torres”. Aun sin pretenderlo, aun queriendo evitarlo, Torres ha dado en la tecla del caudillismo que es una de las expresiones de la pasividad y conformismo del pueblo colombiano, permanentemente en el seguimiento de sus “gamonales”.

Por otra parte, Camilo Torres sobrevaloró sin duda el potencial revolucionario del pueblo y tuvo en menos el peso y la fuerza de los mecanismos represivos del sistema y, sobre todo, la tremenda gravitación de la metrópoli norteamericana, interesada en mantener a los países subdesarrollados en una dependencia estructural. Todo esto contribuyó a que, en la práctica, la organización del Frente Unido se llevara a cabo con mucho mayor lentitud que la prevista por su impulsor y con menos vigor que el manifestado por el entusiasmo popular para vitorear a su líder.

Camilo Torres parte a la guerrilla

El 18 de octubre de 1965, Camilo Torres se va al monte. Ya desde fines del año anterior se había puesto en contacto con elementos de la lucha clandestina, y en julio pasaba algunos días con los guerrilleros del ELN. Durante todo este tiempo ha concebido su lucha pública como una etapa previa a la definitiva lucha clandestina. El 22 de julio escribe a Fabio Vázquez que todos los planteamientos que él hace en sus conferencias y su “agitación” a través del país “no los haría si no fuera por saber lo que ustedes tienen y están haciendo”. Y agrega: “Lo que yo conocí en la montaña ha sido siempre un estímulo, un ejemplo y un apoyo seguro en toda esta campaña de agitación”.

Sin duda esta vinculación fue uno de los elementos que gravitaron en su decisión de ingresar en la lucha guerrillera. Influyeron también en ella, probablemente, tanto el fracaso relativo de la organización del Frente Unido, como de las trabas que advertía en los mismos jefes políticos de las izquierdas, esos “miembros de la «intelectualidad revolucionaria»” que “se devanan los sesos buscando «la fórmula exacta» de la revolución colombiana, entre los anaqueles de sus bibliotecas”. Por otra parte, los partidos políticos tradicionales y el gobierno con las fuerzas armadas veían en la acción política de Torres una amenaza seria y estaban urdiendo ya la red policial y judicial que le impidiera continuar en ella. Por su lado, Torres prevé la posibilidad de un asesinato político en su contra y no quiere que su muerte carezca de significación revolucionaria. Un último elemento que determinó su decisión fue quizá la intuición, sólo apuntada en sus escritos pero no suficientemente desarrollada, de que el sistema político vigente sólo iba a ceder cuando todas sus fuerzas estuvieran minadas y desbaratadas. Hochman y Sonntag piensan que le faltó a Camilo una visión política más vasta y capaz de ver la lucha armada sólo como uno de los eslabones de un proceso político tendiente a la toma del poder. De las cartas de Camilo a Fabio Vázquez y de varios de sus Mensajes se ve que él tuvo esta visión política. Lo que le faltó tal vez fue más bien la paciencia y el talento del organizador para realizar, en un movimiento de vastas proporciones, lo que había intuido. Es cierto que las circunstancias represivas en torno a su persona lo habían casi acorralado en un callejón sin otra salida que la de la guerrilla. Pero estas mismas circunstancias habrían podido ser previstas y conjuradas en un proyecto de más largo aliento. Aunque en el nivel de la estrategia y de la táctica haya que pronunciar quizás un juicio político más bien negativo con respecto a la acción de Camilo Torres, la evaluación de su significado para la revolución latinoamericana no puede terminar allí. Camilo ha llegado a ser un símbolo por su entereza, su valentía, la consecuencia con que él mismo se comprometió hasta el fin en la lucha emprendida. Lo ha llegado a ser también por su confianza total en las masas populares; y, aunque haya sobrevalorado el potencial revolucionario de estas últimas, subrayó como pocos su papel indispensable y de primera línea en cualquier revolución social. Por todo esto se lo ve como uno de esos mártires que quizá sean indispensables en toda causa grande.

NOTAS Y BIBLIOGRAFIA

1 Los datos están tomados de E. Hochman y R. Sonntag, Christentum und politische Praxis: Camilo Torres, cuyas fuentes son principalmente las estadísticas del BID y de la CEPAL de 1966 y 1967.

2 Entre 1958 y 1962 fue de un término medio de 54,9 millones de dólares: llegó a 137,1 en 1953; a 131,4 en 1964; bajó luego a 12,9 en 1965, pero alcanzó los 224,0 millones de dólares en 1966. Cf. Hochman-Sonntag (HS), p. 37.

3 Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

4 Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, La violencia en Colombia, 2 vols. Bogotá, 1963-1964.

5 Se trata del ministro de Guerra, Alberto Ruiz Novoa, que declara en mayo de 1964: “Es urgente modificar las estructuras de nuestra sociedad, el gobierno está frenado por los sectores y por las personas influyentes”. Unos meses después, en enero de 1965, Ruiz Novoa tiene que presentar su renuncia.

6 En su ponencia al II Congreso Internacional de Pro Mundi Vita en Lovaina, 1964, Camilo hace ver la adscripción actual de la Iglesia a las clases dirigentes: “A través del poder económico, del poder cultural, político y militar, la clase dirigente controla los demás poderes. En aquellos países en donde la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando además la Iglesia posee gran poder económico y poder sobre los medios educacionales, la Iglesia participa del poder de la minoría dirigente” (CR, p. 326).

Germán Guzmán Campos, El Padre Camilo Torres, Siglo Veintiuno Editores, México, 1968.

Hildegard Lünig, Camilo Torres. Preister, Guerrillero, Furche Verlag, Hamburg, 1969.

Camilo Torres, el cura que murió en las guerrillas, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1968.

Camilo. Obras del cura revolucionario, Ediciones Cristianismo y Revolución, Buenos Aires, 1968.

Ciencias sociales, política y cristianismo

Desde sus primeros artículos o entrevistas publicadas, se advierte muy clara la idea de que cualquier acción política ha de basarse en una sólida observación y enjuiciamiento de la realidad con métodos científicos.

Así lo escribe en junio de 1956, en su Proyecto del Equipo Colombiano de investigación socio-económica que organiza casi desde su llegada a Europa:

1º La crisis más importante en nuestro país es la crisis del elemento humano.

2º La forma más efectiva de solucionar esta crisis es la unión de la juventud alrededor de bases fundamentales: la ciencia, en sus incidencias sociales, y el desinterés en el servicio de la sociedad.

3º Las etapas para la adquisición y realización de los dos elementos anteriores (ciencia y desinterés) serán las siguientes:

a. Formación científica y ética.

b. Investigación sobre las realidades del país.

c. Solución de los problemas investigados.

d. Aplicación de las soluciones”.[12]

A los ojos de Torres, ya desde esa época, la unión de todos los que pretenden transformar la situación económica, social y política de Colombia solo podrá realizarse en torno a la ciencia:

“Todos estamos hartos de discusiones bizantinas sobre teorías, que nos distancian más y más. En cambio, hay un campo en que todas las ideologías se pueden unir: el campo del desinterés y la investigación científica de la realidad […]. Rechazamos todos los dogmas económicos, sociológicos, médicos, psicológicos, etc. En los estudios positivos hay que atenerse a la ciencia. Los individuos deben tener una ideología que no intervendrá en la investigación. Lo importante es que no tengan prejuicios dogmáticos en materias experimentales”.[13]

La necesidad de una investigación científica seria, es vista, pues, por Torres como una necesidad política: la de la unión de todas las tendencias e ideologías para producir un cambio.

Esta idea de la unión, expresada por primera vez cuando se funda el ECISE (Equipo Colombiano de Investigación Socio-económica), lo acompañará siempre y será uno de los pilares de la acción política a la que se lanzará diez años más tarde: la formación del Frente Unido del Pueblo.

Pero la investigación científica es también requerida, a los ojos de Torres, por el mismo cristianismo. Así lo escribe desde Europa en un informe que envía al primer Seminario de Capellanes Universitarios reunido en Bogotá en 1956. Su punto de vista de entonces puede resumirse así: el “máximo mandamiento” en el cristianismo es la “caridad de Dios y del prójimo”. La caridad, para ser tal, ha de ser un servicio eficaz. La ciencia y la técnica son un medio de ponerse al servicio de los problemas sociales. Las ciencias que estudian estos problemas —ciencias sociales— son ciencias positivas, basadas en la investigación de la realidad. En esto difieren de la filosofía social, que puede o pudo —en cierta tradición europea— desligarse de los problemas concretos para buscar los principios que han de regir normativamente a toda la sociedad.[14]

Las ciencias sociales entre la demagogia y la cobardía

Este tema de la sociología como ciencia basada en la observación de la realidad irá adquiriendo con los años un filo polémico. Así, en 1961, cuando habla en Buenos Aires del Problema de la estructuración de una auténtica sociología latinoamericana, vuelve a acentuar la necesidad de “emplear una pedagogía realista e intransigente en la línea de la prioridad de la observación inmediata sobre el empleo de una terminología hueca y sin sentido”. En esta época —ha vuelto de Europa hace dos años y todavía no se ha producido ninguna ruptura seria con las clases dominantes—, ve aparecer dos peligros que amenazarían la estructuración de una sociología auténtica: el primero consiste en refugiarse en una aparente objetividad científica, incapaz de meterse en los problemas candentes de la sociedad: “cobardía disfrazada de objetividad”; el segundo, en cubrir con palabras aparentemente científicas unas tomas de posición puramente políticas y demagógicas, cayendo en la tentación de la popularidad y descuidando los análisis largos, técnicos, objetivos, únicos eficaces: “demagogia disfrazada de valor científico”. Las estocadas se dirigen, pues, a derecha e izquierda. Al correr de los años (o de los meses) sabrá reconocer mejor su blanco y podrá dirigirse más certeramente a él. No se referirá tanto a la “demagogia” de los políticos de izquierda.

Se irá dando cuenta de que los verdaderos enemigos de la objetividad se hallan más bien del lado de los que, apoyados en una tradición literaria, jurista y filosófica colombiana, insisten en los principios abstractos de una filosofía social normativista en vez de querer ver, con instrumentos técnicos adecuados, la realidad del país. Así, en un escrito de 1964 llamado La ciencia y el diálogo, emite un alegato por la observación empírica y positiva. Ella sigue siendo a sus ojos, lo mismo que en el período lovaniense, la única capaz de establecer las bases de un posible diálogo, puesto que “la política y la filosofía dividen hoy al mundo con fuerzas antagónicas y radicalizadas”. Este alegato está claramente dirigido contra toda una tradición cultural colombiana de corte filosófico y moralista (como lo anotábamos recién), cuya tendencia es siempre la de exigir que cualquiera que observe la realidad y diga simplemente lo que ve se pronuncie además con juicios de valor acerca de lo que ha observado: “que no se contente con analizar y con exponer. Que diga si es bueno o malo, que diga si está de acuerdo con las verdades metafísicas o no”. Pero va más adelante en su alegato que se vuelve así denuncia: esta tradición filosófica y moralista, opuesta a las ciencias positivas, es ideológica porque responde a un encuadre mental producido por la clase privilegiada con el fin (oculto a sus propios ojos) de defender sus privilegios:

“Solamente los enemigos del diálogo sincero pueden oponerse a estas disciplinas científicas positivas. Enemigos del diálogo por ignorancia, por salvar privilegios, por evitar que salgan de su control los que tratan de cultivar una ciencia que no depende de las categorías tradicionales, aunque tampoco esté contra ellas”.

Camilo Torres, un sociólogo comprometido

Del período 1958-1963 sólo se conocen tres trabajos suyos y un proyecto de investigación. El primero es su tesis de licenciatura, de la que fueron publicados la tercera parte del primer capítulo: Bogotá, ciudad pre-industrial, y el cuarto capítulo: El nivel de vida de Bogotá. Ensayo de metodología estadística. Este último fue leído en el IV Congreso de Sociología Latinoamericana reunido en Caracas en abril de 1931. El segundo se intitula Las escuelas radiofónicas de Sutatenza-Colombia, publicado en 1961, con la colaboración de Berta Corredor R. El tercero es un trabajo presentado en el Primer Congreso Nacional de Sociología, que tuvo lugar en marzo de 1963; se llama La violencia y los cambios socio-culturales en las áreas rurales colombianas. El proyecto de investigación versa sobre la Asimilación de la familia inmigrante a la ciudad y constituirá un anteproyecto a la vez para su propia tesis doctoral y para el Instituto de Administración Social del que era decano. Entre los capítulos de su memoria de licenciatura y su estudio sobre la violencia se advierte un cambio notable. Por de pronto, el primero suscitó sólo algunos comentarios corteses en la asamblea ante la que fuera presentado; el último, en cambio, no recibió la autorización eclesiástica requerida para su publicación. Entre ambos habían transcurrido cuatro años en los que Camilo ya se había comprometido a fondo en varias áreas de trabajo: en la acción comunal, en la reforma agraria, en la universidad, en la pastoral eclesiástica colombiana. Y en varias de estas áreas había comenzado a encontrar resistencias: el cardenal de Bogotá le había pedido que renunciara a sus cargos en la Universidad Nacional, y sus críticas a la Acción Cultural Popular, dirigida por el fundador de Radio Sutatenza, le habían acarreado la amenaza de una acusación formal ante las autoridades eclesiásticas. Pero hablaremos más adelante de estos conflictos. Volvamos a sus trabajos de investigación sociológica. El estudio sobre El nivel de vida en Bogotá es una muestra evidente de la preocupación del autor por la clase obrera, pues todo él es una comparación entre los índices del nivel de esta clase con los de la clase media. Pero, cuando llega el momento de avanzar una hipótesis de explicación sobre las “condiciones especialmente malas de la clase obrera en Bogotá”, ninguna de las tres causas mencionadas hace referencia a factores de estructura social y política. Sólo se alude a

1) la “falta de rentabilidad financiera de las industrias de Bogotá, cuyos desequilibrios se cubren apelando a los salarios”;

2) la “inmigración demasiado abundante de la mano de obra no calificada”, y

3) el “crecimiento demasiado rápido de la población, lo que impide un ajuste de salarios”.

Llama la atención la sobriedad “científica” de estas hipótesis que solo se refieren a factores económicos y demográficos. Uno podría preguntarse si la sociología no corre el riesgo de ser aquí una ciencia al servicio del sistema, aunque haya que decir en descargo de su autor que no se trata sino de uno de los capítulos de su memoria y que no se le puede pedir a este informe una hipótesis global puesto que el subtítulo de la conclusión había precisado el carácter sectorial y limitado del estudio: “Condiciones especialmente malas en Bogotá”.


[1] Los datos están tomados de E. Hochman y R. Sonntag, Christentum und politische Praxis: Camilo Torres, cuyas fuentes son principalmente las estadísticas del BID y de la CEPAL de 1966 y 1967.

[2] Entre 1958 y 1962 fue de un término medio de 54,9 millones de dólares: llegó a 137,1 en 1953; a 131,4 en 1964; bajó luego a 12,9 en 1965, pero alcanzó los 224,0 millones de dólares en 1966. Cf. Hochman-Sonntag (HS), p. 37.

[3] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[4] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[5] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[6] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[7] Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, La violencia en Colombia, 2 vols. Bogotá, 1963-1964.

[8] Se trata del ministro de Guerra, Alberto Ruiz Novoa, que declara en mayo de 1964: "Es urgente modificar las estructuras de nuestra sociedad, el gobierno está frenado por los sectores y por las personas influyentes". Unos meses después, en enero de 1965, Ruiz Novoa tiene que presentar su renuncia.

[9] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[10] En su ponencia al II Congreso Internacional de Pro Mundi Vita en Lovaina, 1964, Camilo hace ver la adscripción actual de la Iglesia a las clases dirigentes: "A través del poder económico, del poder cultural, político y militar, la clase dirigente controla los demás poderes. En aquellos países en donde la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando además la Iglesia posee gran poder económico y poder sobre los medios educacionales, la Iglesia participa del poder de la minoría dirigente" (CR, p. 326).

[11] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[12] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[13] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[14] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.