La revolución Argelina  

Posted by Fernando in

Eduardo Jozami

© 1972

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

La dominación francesa. 2

La política de la colonización. 3

La evolución del movimiento nacionalista. 5

El surgimiento del Frente de Liberación Nacional 7

La guerra de la liberación. 8

La organización del Frente. 10

La reacción de Francia. 11

Las negociaciones de paz y reconocimiento de la independencia. 13

Las tareas del nuevo poder y el programa del FLN. 15

El gobierno de Ben Bella. 16

NOTAS. 22

La izquierda francesa. 22

Al término de la segunda guerra mundial comienza la desintegración de los dominios coloniales europeos. En los últimos veinte años la gran mayoría de los países africanos accederá a la independencia aunque en la generalidad de los casos ésta no implicará el logro de una verdadera autodeterminación sino la implantación de nuevas formas de dominio neocolonial. Los 90.000 muertos de Madagascar en 1947, las 200.000 víctimas de la represión en Kenia en 1952 son sólo algunas pruebas de la resistencia que opusieron las naciones europeas al proceso de liberación de las colonias. Pero en pocos casos como el de Argelia fue tan obstinada la negativa a reconocer la caducidad del hecho colonial. Fueron necesarios para ello más de siete años de lucha contra las mejores divisiones del ejército francés equipado por sus aliados de la NATO, dejando en el camino cientos de miles de muertos y un país entero devastado. Pero fue también esta intransigencia francesa la que permitió que la lucha de liberación movilizara a todo el pueblo y que sus objetivos no se agotaran en la conquista de la independencia sino que se orientaran hacia una transformación revolucionaria de la sociedad.

La dominación francesa

Por su proximidad al territorio metropolitano y su estratégica posición en el Mediterráneo, la conquista de Argelia era un primer paso necesario para la extensión del dominio de Francia sobre el continente africano.

Ya Napoleón I había mostrado su interés en la región y aunque no pudo realizar su proyecto, los planes entonces esbozados se aplicarán en julio de 1830, cuando, bajo el reinado de Carlos X, el cuerpo expedicionario francés desembarca en la península de Sidi Ferruch. Desde el siglo XVI cuando se establece el dominio turco, la monarquía francesa había considerado a Argelia como parte de su zona de influencia y casi permanentemente desde entonces dispuso de importantes privilegios comerciales y militares. Pero el desarrollo de la piratería no tardó en crear conflictos con Francia como con las otras potencias europeas. En los siglos XVI y XVII los corsarios argelinos asolaban el mediterráneo, haciendo además de Argel el centro de una importante actividad comercial y marítima. Los conflictos suscitados motivaron más de una acción de represalia; en 1628, 48 argelinos, entre ellos un embajador, son masacrados en Marsella; en 1664, los franceses desembarcan en territorio argelino y en 1682 y 1683 el puerto de Argel será violentamente bombardeado. Sin embargo, en la mayoría de los casos imperaron relaciones diplomáticas normales. Francia dispuso de enclaves militares y del derecho exclusivo a la pesca del coral en las costas argelinas, pagó como la mayoría de los países europeos un tributo al bey de Argel para protegerse de la actividad corsaria, y las relaciones llegaron a ser tan cordiales que en 1793 el bey Hussein acudió con envíos de dinero y víveres para aliviar las penurias que entonces soportaba el Estado Francés. Las guerras napoleónicas implicaron un debilitamiento de la presencia europea y después del restablecimiento de la paz en 1815, las naciones coaligadas en la Santa Alianza deberán enfrentar la actitud del bey que reforzó sus instalaciones militares y trató de impedir el restablecimiento de los antiguos privilegios de que aquéllas gozaban.

Presurosos por adelantarse a Inglaterra que también planeaba la ocupación de la región nordafricana, los franceses crearon un incidente diplomático que permitió “justificar” la invasión. El cónsul general francés recibió instrucciones para provocar de cualquier modo una ruptura y la ocasión se presentó cuando ante los reclamos del bey por la falta de pago de los créditos argelinos, aquél respondió que Carlos X tenía ocupaciones más importantes que responder a un bey de Argel. El golpe de abanico que habría recibido el representante francés ha sido relatado puntualmente por todos los historiadores colonialistas que niegan que existiera en principio ninguna intención de conquista, sino sólo el propósito de reparar la ofensa inferida al honor francés y el deseo de protagonizar una aventura que permitiera acrecentar el prestigio de la corona. Es cierto que la monarquía de la Restauración —poco después reemplazada por la revolución de 1830— necesitaba recurrir a cualquier medio para levantar su alicaído prestigio, pero si resulta difícil aceptar que hayan sido cuestiones de honor las determinantes de la invasión francesa; más dudoso es aún que esas mismas razones sean las que movieron a la Banca Rotschild a correr con todos los gastos de la expedición. Los ocupantes debieron librar cientos de enfrentamientos contra fuerzas dispersas que resistían en las distintas regiones, especialmente en las zonas montañosas de Kabilia. Sólo en 1832, cuando entra en acción el sultán Abdel Kader en la región occidental del Oranesado, los franceses se enfrentarán con un poder relativamente centralizado con el que podrán discutir el control de toda Argelia. Tratando de suprimir las diferencias tribales y de modificar las condiciones de explotación de las masas campesinas, Abdel Kader intentó echar las bases de una nación moderna, constituyendo un gobierno central que sacudiera los cimientos del poder de los feudales. Pero, la disposición de éstos a colaborar con el invasor y los prejuicios localistas de quienes, como Ahmed rey de Constantina, enfrentaban resueltamente al ocupante extranjero pero se negaban a toda acción común contra él, facilitarán la victoria francesa que pese a ello demandará 17 años. El mariscal Bugeaud, primero de los gobernadores franceses, responde a quienes no comprenden las dificultades que su ejército afronta:

“Se equivocan quienes piensan que sólo combatimos con un jefe de irregulares que lleva con él setecientos u ochocientos hombres de caballería… es con la nación árabe entera con la que hoy nos enfrentamos”.[1]

La derrota de Abdel Kader no terminó con la lucha antifrancesa. Luego fue necesario emprender la conquista de Kabilia, en donde los levantamientos se prolongaron por veinte años. El último de los movimientos importantes, el que lidera en 1871 Mohamed El Mokrani, muestra el carácter esencial que desde entonces tendrá la resistencia antifrancesa; sus protagonistas serán las masas campesinas que se habían visto privadas de sus mejores tierras y atacadas en los fundamentos de su existencia comunitaria.

Los ejércitos coloniales han protagonizado en todas partes hazañas similares. No nos detendremos en el detalle de los actos de genocidio practicados por los invasores de Argelia. Carlos Aguirre[2] reproduce algunos relatos en los que los mariscales de Francia cuentan con fruición el degollamiento de hombres y mujeres argelinas, el incendio y la devastación de las poblaciones. Como si se tratase de un torneo deportivo, los generales franceses competían entre sí. “El mariscal Randon a quien los laureles de Saint Arnaud impiden dormir, sube al asalto de la Kabilia para entrenar a sus 25.000 hombres y reanudar los incendios de sus predecesores”. Y los laureles de Saint Arnaud parecen bien ganados a juzgar por lo que el mismo cuenta en sus cartas:

“La zona de Beni Monasser es soberbia, una de las mejores que he visto en Africa. Las aldeas y casas están muy cerca. Hemos quemado todo, destruido todo. Oh, la guerra, la guerra, cuantas mujeres y niños del Atlas murieron de hambre y de frío”.

Escapando a esta euforia, uno de los miembros de una comisión investigadora francesa decía en su informe de 1853: “Nosotros desbordamos en barbarie a los bárbaros que veníamos a civilizar”.

La política de la colonización

La constitución de un núcleo importante de población europea fue uno de los primeros objetivos fijados por el Gobierno Francés.

El poblamiento era entonces el método habitual de colonización y muchos miles de europeos habían emigrado a América y Australia. Los franceses no habían participado demasiado en este movimiento migratorio, pero ya en momentos de la invasión de Argelia comenzaban a sentirse en la metrópoli problemas de desocupación y conflictos con los campesinos pobres. Además, la hostilidad manifiesta de la población argelina hacía necesario fortalecer el dominio francés, apoyándolo no sólo en la fuerza militar sino también en un amplio sector de colonos europeos.

Pero, Argelia no era una “tierra vacante” como afirmaban los invasores, y el poblamiento francés sólo podía cumplirse desalojando a los nativos de las tierras aprovechables que se encontraban entonces totalmente ocupadas y cultivadas. Distintas variantes se propusieron para ello. Montagnac, un coronel que olvidó que los franceses no sólo necesitarían tierra sino también mano de obra para explotar, propuso la deportación masiva a Oceanía de la que sólo se exceptuarían los menores de quince años, que serían exterminados.

El informante del presupuesto para Argelia de 1838, señalaba con mayor moderación: “Hay que resignarse, sino a exterminarlos, a empujar muy lejos a los indígenas”. Será el ya citado Bugeaud quien fijará la orientación que habrá de seguirse. Rechazando la exterminación masiva y la idea de empujar a todos los árabes hasta el desierto, sostenía que debía de entrelazarse lo más posible a los árabes con los colonos, para de este modo “destruir en ellos la fuerza de conjunto y la nacionalidad”.[3] La religión musulmana constituía uno de los principales elementos de cohesión de la comunidad argelina y por ello, allí atacaron las primeras medidas del colonizador. Se confiscaron los bienes de las hermandades y se controló toda la actividad religiosa, y por una disposición del Senado Francés de 1865 se ofreció a los argelinos la posibilidad de abandonar el “estatuto coránico” y acceder a la ciudadanía francesa por demanda individual. No fue importante el éxito en este sentido ya que sólo 2.500 personas reclamaron tal honor hasta 1934.

Pero, el aspecto central en el que la colonización afectó las raíces mismas de la organización social preexistente fue en la política sobre el régimen de la tierra. A partir de la ocupación turca se había desarrollado la apropiación privada y un régimen feudal de explotación, pero para la mayoría de la población la forma dominante era la propiedad colectiva del suelo y los rebaños, la llamada “propiedad arch”, cuyos orígenes se remontan a los primeros núcleos de la comunidad bereber. Un doble propósito guiaba a los franceses: adueñarse de las mejores parcelas y destruir las formas tradicionales que aseguraban la cohesión de la población sojuzgada. Luego de confiscarse los dominios del bey y de las comunidades musulmanas se dispuso el traspaso al patrimonio francés de todas las tierras cuyos propietarios no presentaran papeles que acreditaran la titularidad. Tales papeles no existían y si algún argelino pudo presentar un comprobante es difícil que reuniera los requisitos exigidos por el Código Civil Francés. En otros casos, se recurrió a la ocupación lisa y llana de las tierras alegando razones militares y sólo se detuvo en parte la práctica de las expropiaciones ante las resistencias masivas de la población que amenazaba con desatar una verdadera insurrección rural, según reconocen los principales cronistas de la colonización. Las disposiciones tendientes a fraccionar la propiedad tribal crearon un mercado que permitió la proliferación de especuladores y usureros y, por otra parte, el Estado Francés dispuso generosamente entre los grandes colonos y los consorcios capitalistas metropolitanos de las tierras confiscadas. Como resultado, en momentos del levantamiento de 1954 las tres cuartas partes de las tierras irrigadas están en poder de colonos europeos.

La población europea, compuesta no sólo por franceses sino también por gran número de italianos, malteses, israelitas y españoles creció aceleradamente hasta llegar a las 600.000 personas a principios de siglo. Posteriormente el incremento fue más lento, pues las oportunidades ya no eran brillantes para quienes emigraban; la colonización adquiría un marcado carácter capitalista en provecho de los grandes propietarios que tendían a limitar cada vez más la incorporación de los pequeños colonos. De cualquier modo, la minoría europea ascendía aproximadamente a un millón de personas en 1954. Más curiosa fue la evolución de la población argelina que ascendía a cuatro millones de personas según los cálculos franceses contemporáneos a la conquista. En 1872, año siguiente de la derrota de la Insurrección Kabilia, se contabilizan sólo 2.100.000. Puede dudarse de la exactitud de ambas cifras, pero teniendo en cuenta el elevado indice de nacimientos podemos imaginar el número de víctimas que fue necesario para reducir la población aproximadamente a la mitad. A principios de siglo se recuperarán las cifras anteriores; 4.446.000 en 1906, llegarán a 8.784.000 en 1955 y a 9.380.000 en 1960.

El objetivo de asimilar a los argelinos, convirtiéndolos en “franceses por la religión, la lengua y la cultura”, implicaba atender principalmente al desarrollo de la educación. Sin embargo, en 1954 el 43% de los niños en edad escolar provenientes de familias europeas recibían instrucción primaria mientras lo mismo sólo ocurría con un 18% de los argelinos. Las proporciones eran aún más desiguales en los niveles más altos de enseñanza y así mientras uno de cada 175 europeos recibía educación superior, por cada 16.000 argelinos sólo uno concurría a las universidades. Tal vez donde más claramente se aprecie la deformación a que la colonización sometió a la sociedad argelina es en las transformaciones operadas en la economía rural. El éxodo campesino redujo en un 50% las existencias de ganado y los colonos dieron prioridad al desarrollo de una agricultura orientada hacia el mercado francés. Cuando la filoxera arrasó con los viñedos franceces, se desarrollaron los cultivos en toda Africa del Norte. Los argelinos no consumen vino por razones religiosas, pero aún hoy la vid sigue siendo el principal de los productos del campo. Los olivares y frutales, así como otros cultivos de exportación, también se producían en las mejores tierras de propiedad de los colonos, mientras la población nativa se dedicaba a los cereales y otros productos para su propio consumo. Casi las tres cuartas partes de la población habitaba en zonas rurales, un tercio de ellos eran desocupados o sólo trabajaban 50 días en el año y muchas familias sólo subsistían por los envíos de los obreros argelinos que trabajan en Francia. Privadas de sus mejores tierras, reducidas a la desocupación y la miseria, atacado su patrimonio religioso y cultural, despojados además de todo derecho político, no es extraño comprender porqué las masas de Argelia participarán activamente en la guerra de liberación.

La evolución del movimiento nacionalista

La ocupación de Kabilia y la derrota de la insurrección de 1871 cierran el período de la resistencia armada a la invasión. El enfrentamiento contra el ocupante continuará expresándose en las protestas contra la expropiación de tierras y contra todas las manifestaciones de discriminación política y social. Las masas rurales eran siempre las más decididas en su rechazo a la colonización, pero el centro de la acción política se desplazará desde entonces a los sectores de la burguesía urbana. El movimiento de los “jóvenes argelinos” no reclamará la independencia sino las reformas que permitan a los sectores más acomodados de la población árabe ocupar un lugar en la sociedad colonial. Entre otros puntos, reivindican la igualdad de derechos con los colonos, la supresión del estatuto discriminatorio del indigenado, la difusión de la instrucción y una mayor representación en las funciones públicas. El movimiento, que se nutría especialmente del proceso de modernización que contemporáneamente se desarrolla en todo el mundo islámico, es acogido en Francia con cierto paternalismo. Pero, fueron los colonos europeos —beneficiarios directos de la política de discriminación— quienes adoptaron una actitud intransigente de rechazo a las mínimas reformas reclamadas. La organización de “la Estrella Nordafricana” (ENA), creada en París en 1924, entronca más claramente con el moderno nacionalismo argelino puesto que la reivindicación independentista aparece planteada con mayor consecuencia. Surgido entre la colonia argelina residente en Francia, sus objetivos incluirán especialmente la lucha contra la discriminación que los trabajadores marroquíes, argelinos y tunecinos sufrían en territorio metropolitano. Su primer dirigente fue un comunista, Hadj Abdel Kader, y el ENA mantuvo estrechas relaciones con el P.C. francés hasta que el gobierno del Frente Popular de 1936 mostró su tubio reformismo frente al problema colonial, defraudando las esperanzas que los obreros argelinos de Francia habían depositado en él.

El grupo de “los jóvenes argelinos” y “la Estrella Nordafricana” señalan las dos vertientes por las que se desarrollaría el movimiento nacionalista. Los sectores obreros y la pequeña burguesía urbana, así como las masas rurales, serán rápidamente atraídos por la agitación anticolonialista que despliega el ENA, sobre todo desde que asume su dirección Messali Hadj, el líder más importante del nacionalismo hasta el surgimiento del FLN. Por su parte, entre los estratos privilegiados continuará desarrollándose una orientación reformista que no cuestionará las bases de la dominación colonial.

“Hacer evolucionar las condiciones políticas de Argelia en el ámbito de las leyes francesas”, es el objetivo proclamado por la “Federación de los Elegidos”, creada entre 1927, entre cuyos integrantes ya figura Ferhat Abbas, futuro presidente del gobierno de la revolución argelina en 1960 y principal de los dirigentes del nacionalismo moderado. Los “elegidos” reclamaban una reforma del estatuto colonial basada en reivindicaciones similares a las que en su momento plantearon los “jóvenes argelinos”. Expresión de la burguesía culta de la región oriental de Constantina, la “Asociación de los Ulemas”’ (1931) tenía en principio sólo objetivos religiosos y culturales, pero la exaltación de la religión musulmana y de las tradiciones argelinas adquirieron un sentido cada vez más marcado de enfrentamiento al poder francés. “El Islam es mi fe, el Arabe mi lengua y Argelia mi patria”[4] era la divisa que expresaba sus objetivos y que implicaba el cuestionamiento abierto de la concepción asimilacionista que negaba la personalidad nacional del pueblo colonizado. Los ulemas se inclinarán progresivamente hacia la acción política y dentro de la corriente que aspiraba a una reforma del estatuto colonial. Pero, estas tendencias reformistas no encontrarán posibilidades de desarrollo frente a la cerrada intransigencia de los colonizadores. En 1937, el gobierno del Frente Popular sostiene que es imposible conceder los derechos políticos a toda la población árabe y el llamado Estatuto Blum-Violette sólo otorga estos derechos a unos cuantos miles de argelinos, “titulares de un certificado de estudios o de una condecoración”. Los “elegidos” valoran la reforma como un avance, Messali la denuncia como una trampa tendiente a garantizar la dominación colonial. La reacción de los colonos impedirá que se concreten esas mínimas reformas y ello contribuirá a desalentar a los grupos que cifraban esperanzas en la evolución de las relaciones con el gobierno francés.

La segunda guerra mundial también contribuyó a reavivar las reivindicaciones nacionalistas. Los principios liberales contenidos en la Carta del Atlántico y en las proclamas de De Gaulle encontrarán eco en Argelia y muchos de los futuros dirigentes revolucionarios revistarán en los ejércitos aliados. Las expectativas que entonces se generaron motivan la aparición del Manifiesto Argelino, redactado por 28 intelectuales inspirados por Abbas, que recogía reivindicaciones importantes tales como la supresión del régimen feudal de apropiación de la tierra, la igualdad de todos los habitantes sin distinción de raza o religión, la enseñanza del árabe como lengua obligatoria y el reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Aún no se reclamaba la independencia, sino que se encaraba la perspectiva de una asociación libre con el Estado Francés. El primer aniversario de la derrota del nazismo, en mayo de 1945, fue la ocasión escogida por todos los sectores políticos argelinos para movilizarse tras las consignas nacionalistas. Entre los miles de manifestantes que salieron a la calle en las principales ciudades, la bandera nacional de Argelia se mezclaba con carteles que saludaban la victoria aliada. En Setif, Constantina, cuando un oficial de policía mató a un argelino, la reacción masiva desató una ola de violencia antifrancesa que causó la muerte de varios colonos y la destrucción de muchas propiedades. La represión que ordenaron las autoridades francesas no estaba tanto dirigida a mantener el orden, puesto que la rebelión espontánea iba apagándose con la misma rapidez con que había nacido, sino a afirmar el cuestionado principio de autoridad. Más de cuarenta aldeas fueron bombardeadas por fuerzas militares, los barrios árabes de las grandes ciudades incendiados y saqueados, centenares de argelinos fusilados sin proceso o ultimados sumariamente en donde se los encontrara. 1.500 muertos reconoció el ejército francés inmediatamente después de la masacre; 15.000 señala el informe posterior de la comisión militar investigadora que nunca será publicado; 45.000 víctimas calcularon los patriotas argelinos.

La matanza de Constantina fue la más rotunda de las pruebas que mostraron la imposibilidad de toda evolución pacífica hacia la autonomía en el marco del status colonial. Desde el régimen absolutista de la Restauración hasta el gobierno de la Francia Liberada, todos habían recurrido a la represión y manifestado un similar desprecio por los reclamos de la población argelina. Entre la intransigencia racista de los colonos europeos y el paternalismo hipócrita de los reformistas franceses, las diferencias se borraban rápidamente cuando se cuestionaba la misma legitimidad de la dominación colonial. En todo el mundo se celebraba entonces la derrota del nazismo y fueron pocos los que conocieron el genocidio de Constantina. Tampoco hicieron mucho por difundirlo los comunistas franceses, cuyo secretario general Maaurice Thorez ocupaba en mayo de 1945 el cargo de vicepresidente del Consejo de Ministros de la IV República Francesa.

En 1947 se sanciona un nuevo Estatuto que recoge y profundiza las disposiciones de la Reforma Blum-Violette, ampliando la representación de los argelinos en los órganos legislativos y consultivos, pero manteniendo las facultades esenciales del poder en manos del gobernador francés. La medida es la última de las tentativas del gobierno francés por evitar la lucha frontal con el movimiento nacionalista y aún es considerada como positiva por los ulemas, el grupo de Abbas y el Partido Comunista Argelino —creado en 1936 y estrechamente ligado al P.C. de Francia—. Pero el fraude y la represión escandalosos que acompañarán a las elecciones que entonces se realizan, terminarán de mostrar que la política de las reformas graduales no podía lograr ningún cambio significativo de la sociedad colonial.

La corriente radical del nacionalismo expresada por el ENA y por los sucesivos movimientos orientados por Messali, aumentaba su influencia entre las masas y quedaba demostrado que el logro de la independencia era el único camino por el que podrían alcanzarse las reivindicaciones reclamadas por la población argelina. Sin embargo, pasarán aún varios años hasta que el movimiento nacionalista defina más claramente su programa, depure sus filas y encuentre las formas de organización que en noviembre de 1954 permitirán el inicio de la lucha armada.

El surgimiento del Frente de Liberación Nacional

El rechazo del proyecto Blum-Violette y la persistente agitación anticolonialista provocarán la disolución del ENA por el gobierno del Frente Popular. Messali Hadj creará entonces un nuevo movimiento, el Partido Popular Argelino, que adoptará una postura más radical que el ENA y obtendrá un apoyo importante en las clases populares del campo y la ciudad. Su gran aporte histórico consiste en haberse diferenciado claramente de todas las tendencias reformistas, desde los ulemas hasta el P.C. argelino, señalando la necesidad de la ruptura de la relación colonial. Constituido, al igual que su antecesor, por una mayoría de militantes obreros, el P. P. A. desplegará una incesante agitación anticolonialista e impulsará la movilización de masas. Sin embargo, la falta de una clara perspectiva ideológica, el personalismo y la concepción paternalista de Messali comenzarán ya a manifestarse como una traba para la profundización de la estrategia política y la organización del movimiento nacionalista. En las grandes manifestaciones urbanas posteriores a la segunda guerra mundial, surgirá el Movimiento por el Triunfo de las Libertades Democráticas (MTLD), continuador del PPA reducido a la clandestinidad. En sus filas, integradas ya mayoritariamente por la pequeña burguesía urbana, militarán muchos de los jóvenes que luego formarán el FLN. La victoria en las elecciones municipales de 1946 mostró que el MTLD representaba ya a la mayoría de la población argelina, claramente orientada hacia posiciones independentistas. Pero si el MTLD rechazaba las posiciones reformistas no hacía nada por avanzar en el camino de la preparación de la acción armada. En 1945 había surgido en su seno la Organización Secreta (OS), encargada de preparar los núcleos clandestinos de acción directa que debían extenderse por toda Argelia. Por otra parte, el exilio había debilitado la influencia de Messali y éste sólo atinaba a recurrir a la demagogia nacionalista, mientras trataba de mantener a cualquier precio su liderazgo personal. La disolución de la OS en 1949 pondrá en evidencia la contradicción entre los nuevos cuadros partidarios de iniciar la lucha armada y la dirección del Movimiento. En 1953, un Congreso del MTLD excluye a los principales dirigentes messalistas de la dirección del Comité Central. El líder, detenido en Francia, no acepta las decisiones y ello llevará a la ruptura en dos fracciones: centralistas y messalistas. Los viejos militantes del PPA clandestino, los cuadros de la OS y la mayoría de los militantes de base partidarios de la iniciación inmediata de la acción directa, no se alinean con ninguno de los dos sectores en pugna. Luego de una infructuosa gestión para evitar la dispersión del partido, surgirá el Comité Revolucionario de Unidad de Acción (CRUA), que plantea que sólo a través del desarrollo de la lucha será posible superar la crisis en el seno del movimiento nacionalista. Cuando este grupo desató la insurrección en noviembre de 1954, constituyendo el FLN, no contaba aún con un aparato político que le permitiera nuclear a las grandes masas argelinas, pero quedó demostrado que expresaba sus aspiraciones por el aporte masivo que desde el principio éstas prestaron a la guerra de liberación.

Messali denuncia la insurrección y en 1955 crea un nuevo grupo, el Movimiento Nacionalista Argelino (MNA), que adoptará una posición cada vez más colaboracionista con las autoridades francesas. El viejo líder mostraba su incapacidad para superar la mera agitación anticolonialista y terminaba defeccionando de la lucha por la liberación nacional. La debilidad ideológica, la demagogia, el paternalismo y la corrupción que había ganado a las esferas dirigentes del messalismo eran un lastre demasiado pesado que el movimiento nacionalista tuvo que echar por la borda para afirmar su orientación revolucionaria y emprender el camino de la guerra anticolonial.

La guerra de la liberación

El inicio de la lucha sorprendió a las autoridades francesas que consideraban debilitado al movimiento nacionalista a partir de la crisis del MTLD. El 1 de noviembre de 1954 se producen unos cuarenta ataques y atentados contra destacamentos policiales, oficinas públicas, convoyes militares y depósitos de armas, con un saldo de siete muertos e importantes pérdidas materiales; posteriormente los combatientes se internaron en las regiones montañosas de los Aurés, para seguir actuando como guerrilla rural. La repercusión política de las acciones será muy grande tanto en Francia como en Argelia. El ejército francés, que con escasa originalidad atribuyó la rebelión a la presencia de elementos extranjeros, dirigió de inmediato la represión contra los campesinos. Numerosas aldeas fueron arrasadas y reagrupados los pobladores para evitar su contacto con los militantes nacionalistas.

Junto con la iniciación de las acciones se hace conocer una proclama suscrita por el Frente de Liberación Nacional, nombre adoptado por los rebeldes para reflejar claramente su intención de nuclear a “todos los patriotas argelinos de todas las categorías sociales y de todos los partidos…”

Las diferencias y contradicciones existentes entre todos los sectores “sinceramente argelinos” debían subordinarse al logro del fin supremo, la conquista de la independencia. Esta permitiría la reimplantación del “Estado Argelino, soberano, democrático y social, en el marco de los principios islámicos”, que asegurase “el respeto a todas las libertades fundamentales, sin distinción de raza o religión”. “El aniquilamiento de todos los residuos de corrupción y reformismo”, debía llevar a superar la crisis del movimiento nacionalista y permitiría “unir a todas las energías sanas del pueblo argelino en la lucha para la destrucción del sistema colonial”[5]. Estas predicciones no resultaron infundadas. Los grupos que hasta el 1 de noviembre se oponían a adoptar el camino violento, terminarán incorporándose a la rebelión en los dos primeros años. Messali perderá su influencia en sus dos bastiones fundamentales, la colonia argelina de Francia y los núcleos obreros de la ciudad de Argel y el liderazgo del FIN se extenderá por todo el país. La incorporación de la mayoría de los dirigentes provenientes de los ulemas o del grupo de Ferhat Abbas al movimiento, impedirá la concreción de la maniobra francesa tendiente a crear una fracción moderada como interlocutor para la negociación , aunque contribuirá a incrementar la heterogeneidad política y las contradicciones en el seno del Frente de Liberación. El apoyo masivo de la población, especialmente en las zonas rurales más atrasadas del Aurés, Kabilia y Constantina, garantizó el rápido desarrollo de la acción armada. En un principio ésta consistía en pequeñas acciones de guerrilla destinadas a mantener la presencia de la rebelión, mientras se desarrollaba una estructura político-militar. Los combatientes efectivos del Ejército de Liberación Nacional (organismo militar del Frente) no eran más de 500 en 1954, a los que se sumaban algunos miles de auxiliares encargados de tareas de información, abastecimiento y apoyo político y algunos voluntarios que cumplían acciones de terrorismo y represalia en centros urbanos. En pocos meses las acciones se extenderán a todo el país y dos años después de iniciada la lucha los efectivos nacionalistas se calculaban en más de 100.000 hombres. La acción entre el campesinado tendía fundamentalmente a la movilización política de la población y fue allí donde el FLN tuvo su apoyo esencial, en la medida en que la reivindicación independentista se ligaba con el problema de la tierra que desde hacía un siglo enfrentaba a las masas rurales con la opresión colonial.

La lucha en las ciudades tenía por objeto mostrar la inseguridad del poder francés, golpear a la minoría europea y provocar la repercusión internacional. La internacionalización del conflicto era uno de los objetivos básicos planteados en la proclama inicial y aunque ésta alertaba acerca del carácter prolongado de la guerra, es evidente que los dirigentes argelinos tenían expectativas de obligar a Francia a una rápida solución. A este fin responde la acción diplomática que será considerada como una de las tareas centrales desde un primer momento. Chaliand[6] señala que en un principio el FLN subestimó la importancia que Francia otorgaba a su presencia en Argelia y que esta confianza en una rápida victoria explica la constitución en 1955-57 de grandes batallones que sufrieron serias pérdidas en los enfrentamientos con el ejército francés, hasta que se comprendió la necesidad de volver a la táctica guerrillera. Esa misma confianza en una solución rápida, llevó a promover grandes movilizaciones de masas en las ciudades y acciones de represalia y terrorismo urbano de la envergadura de la Batalla de Argel, que permitieron extender la influencia del FLN y otorgar una mayor repercusión internacional a la lucha, pero que provocaron el desmantelamiento de la organización urbana, por la feroz represión desatada por las tropas francesas. Desde entonces éstas institucionalizaron la práctica de la tortura como medio de interrogatorio.

La organización del Frente

La lucha contra el personalismo había sido uno de los elementos aglutinantes entre los cuadros nacionalistas que contribuyeron a organizar la insurrección y ello explica el énfasis que desde un comienzo pusieron en afirmar el carácter colectivo de la dirección. El Comité Revolucionario de Unidad de Acción (antecedente del FLN) estaba constituido por nueve miembros que a través de los años serán conocidos como los “jefes históricos” de la revolución. Tres de ellos (Ben Bella, Ait Ahmed y Mohamed Khider) se establecieron en El Cairo para asegurar el apoyo de los países árabes y los pertrechos en dineros y armas. Los otros seis (Larbi Ben Midi, Mohamed Boudiaf, Ben Boulaid, Didouche, Rabat Bitat y Belkacem Krim) desarrollaron la organización del interior. El territorio argelino se dividió en seis regiones llamadas “willayas”, cada una de las cuales tenía un comando político-militar, que fue ganando en autonomía a lo largo de la guerra, ante las crecientes dificultades de comunicación.

El FLN impulsó también la creación de “organismos auténticamente argelinos” que nuclearon a los distintos sectores sociales. Los obreros hasta entonces integrados en una filial de la CGT francesa, crearán la Unión General de Trabajadores Argelinos. Igualmente se organizarán la UGEMA, Unión General de Estudiantes Argelinos y la UGCA, Unión General de los Comerciantes Argelinos. Especial importancia en el transcurso de la guerra tendrá la organización de la Federación del FLN de Francia, que desarrollará tareas de recolección de fondos, propaganda y represalias contra policías torturadores y que llegó a nuclear a casi la totalidad de la colonia argelina. En 1956, el primer congreso del Frente sesiona en el Valle de la Soumman, profundiza las definiciones políticas del movimiento y establece criterios de organización política y militar. El manifiesto entonces aprobado contiene una severa crítica al Partido Comunista Argelino que en noviembre de 1954 había condenado el terrorismo y ordenado que no tomaran las armas a sus militantes de la región de los Aurés. Se acusa al P.C.A. de aceptar ciegamente los dictados del P.C. francés, de haber guardado silencio cuando éste votó en la Asamblea Francesa los poderes especiales para la guerra de Argelia y se sostiene que su política está basada en la errónea creencia de que es imposible la liberación nacional de Argelia antes del triunfo de la revolución proletaria en Francia. Polemizando siempre con los comunistas, el manifiesto afirma el carácter revolucionario del campesinado, señalando que “su predominio en las filas del Ejército de Liberación Nacional ha marcado profundamente el carácter popular de la resistencia argelina”. La verdadera reforma agraria —agrega más adelante—, solución patriótica de la miseria en el campo, es inseparable de la total destrucción del régimen colonial”. “El FLN debe emplearse a fondo en esta política justa, legítima y social”. En cuanto a la clase obrera, el manifiesto saluda la constitución de la UGTA señalando que a diferencia de lo que ocurría con las filiales de las organizaciones sindícales francesas, la nueva entidad está integrada, “no por una aristocracia obrera (funcionarios y ferroviarios), sino por los estratos más numerosos y explotados: obreros portuarios, mineros y trabajadores agrícolas”[7]. La plataforma de la Soumman está aún lejos de las definiciones socialistas que el FLN proclamará hacia el final de la guerra, pero expresa la profundización de los objetivos revolucionarios y el carácter cada vez más popular que la lucha va adquiriendo con la participación creciente de los sectores más afectados por la explotación colonial.

El Congreso estableció dos criterios básicos en materia de organización, la primacía de lo político sobre lo militar y de los combatientes del interior sobre los dirigentes que se desempeñaban en el exterior. Pero fueron muchas las razones que afectarían la aplicación de estos principios. En 1956, las autoridades francesas obligaron a desembarcar en Argel a un avión que conducía a cuatro de los “jefes históricos” (Boudiaf, Ben Bella, Bitat y Ait Ahmed) y al intelectual revolucionario Mostefa Lacheraf, desde El Cairo hasta Marruecos. Permanecerán detenidos en Francia hasta el fin de la guerra y ello no sólo privará al FLN de algunos de sus más capaces dirigentes, sino que será también fuente de rivalidades en la dirección revolucionaria que estallarán al triunfo de la Revolución. Por otra parte, la represión desatada en la Batalla de Argel, en la que había muerto en la tortura Larbi Ben Midi, obligará a trasladar al exterior a la mayor parte de la dirección. Las barreras erigidas por el ejército francés para impedir la comunicación con Túnez y Marruecos, llevará a crear un importante ejército regular al mando del coronel Boumedienne que realizará tareas de infiltración, pero permanecerá ajeno a los frentes principales de lucha y perderá contacto con las direcciones de willaya que sobrellevan el peso principal de la guerra. Por último, cuando luego del ascenso de De Gaulle comienza a haber mayores posibilidades de negociación, se creará un gobierno residente en el extranjero que hará de las negociaciones diplomáticas su tarea fundamental.

Todos estos elementos llevarán a producir una mayor disociación entre los cuadros dirigentes y el conjunto de los militantes. Distinta era la situación en los primeros años de la guerra, cuando —como señala Chaliand[8]— la mayoría de los cuadros de condición humilde, pese a su bajo nivel político, expresaban claramente las aspiraciones de las masas con las que mantenían estrecha relación. A las dificultades de comunicación entre los distintos frentes, se sumarán luego las contradicciones entre políticos y militares, miembros del ejército regular y combatientes de las willayas y militantes del interior y del exterior. Estas no pueden explicarse fácilmente por razones políticas, en la medida en que no se marcan líneas precisas dentro del frente durante los años de guerra. Pero, la heterogeneidad política se muestra en toda su dimensión cuando en 1958, aparece como presidente del Gobierno Provisional de la República Argelina, integrado por los principales líderes revolucionarios, el viejo moderado Ferhat Abbas.

Sin embargo, estas contradicciones en el seno de la dirección y el debilitamiento progresivo del FLN como estructura política nacional, no debilitarán la confianza de las masas en la dirección ni su activa participación en la lucha. El objetivo de la independencia estaba claro para todos y la represión brutal del ejército francés no hacía sino refirmar cotidianamente su necesidad.

La reacción de Francia

En noviembre de 1954, Pierre Mendes France presidía en París un gabinete integrado por radicales y socialistas. Era el mismo gobierno que había firmado los acuerdos de Ginebra, aceptando la derrota de Indochina y ello hizo pensar a muchos que adoptaría una actitud conciliadora frente a la rebelión. Pero rápidamente, los liberales franceses mostraron que no habían aprendido la lección. Once días después del levantamiento, el primer ministro declaraba ante la Asamblea Nacional:

“Los departamentos de Argelia forman parte de la república, son franceses desde hace mucho tiempo. Su población dotada de ciudadanía francesa y representada en el Parlamento ha dado demasiadas prueba de su compenetración con Francia, para que ésta pueda permitir que su unidad se vea comprometida”.[9] Para el ejército francés, la de Argelia fue desde un principio la guerra que no podía perderse. Había que reparar la humillación sufrida en Vietnam y defender a cualquier precio el último bastión Importante del imperio colonial. El contingente inicial de 54.000 hombres se elevó hasta llegar a los 500.000, fue empleado el más moderno material bélico con que estaban equipadas las fuerzas de la NATO, las aldeas y barrios árabes fueron devastados y se ejercitó la tortura contra todo sospechoso, en un vano esfuerzo por derrotar la rebelión. Por su parte, los colonos europeos fueron desde el comienzo quienes adoptaron la posición más irreductible, concientes de que el triunfo revolucionario implicaba el fin del status privilegiado de que gozaban, basado en la marginación política y social de los argelinos. Cuando Guy Mollet, jefe del gobierno francés, se atrevió a sugerir la posibilidad de negociar con los rebeldes, los colonos lo recibieron a tomatazos en Argel, en febrero de 1956 y bastó esta acogida para que el dirigente socialista refirmara en términos solemnes la prioridad de la derrota de la insurrección. Hostilizados por los ultras de Argel que rechazaban toda solución negociada, los políticos de la IV República habían dejado pasar el momento de las concesiones al movimiento nacionalista. Ante el progreso de la lucha, hasta los sectores más moderados no aceptaban otra solución más que la independencia.

La intervención de los colonos en la represión fue muy activa, sobre todo a partir de la creación en 1956 de los cuerpos de voluntarios, lo que sirvió para legalizar los ataques y vejaciones contra la población argelina. La “caza al árabe”, los asesinatos y linchamientos fueron prácticas habituales en los años de guerra y alcanzarán su punto más alto cuando los colonos y los generales franceses den rienda suelta a su racismo con la organización de la OAS. La imposibilidad de controlar la rebelión y la repercusión internacional que ésta alcanzaba, provocaron la caída sucesiva de los gabinetes franceses. El racismo, la utilización de la tortura y las prácticas autoritarias y facistas, que había desarrollado la guerra colonial, se habían introducido en la vida política francesa. Se acrecentaba la militarización del poder y los militares aceptaban cada vez menos las directivas del gobierno civil. Los políticos reformistas, pese a la buena voluntad demostrada para reprimir, eran sospechosos de conciliar con los insurrectos y no eran por lo tanto los mejores dirigentes para conducir la guerra. Con el apoyo de los colonos europeos y del gobernador residente Soustelle, las fuerzas francesas de Argelia se rebelan y se constituye el Comité de Salud Pública, orientado por los grandes colonos europeos, que desconoce al gobierno de París. Preside el Comité el general Massu, el jefe de los paracaidistas que recogía así el “prestigio” adquirido durante la batalla de Argel, cuando ordenara la aplicación masiva de la tortura y los asesinatos indiscriminados contra miles de habitantes del barrio árabe de la ciudad. El putsch facista del 13 de mayo, provocó la caída de la IV República y trajo nuevamente al poder al general de Gaulle, que desde hacía varios años estaba alejado de la escena política francesa. Suficientemente lúcido como para comprender que no podía reimplantarse la situación previa al levantamiento, De Gaulle no tardó en dar la espalda a los ultras que lo llevaron al gobierno. De inmediato, formuló la promesa de mejorar la situación económica y social de la población argelina y de la concesión de derechos políticos, como medio de promover una negociación con sectores moderados que permitiera mantener la soberanía francesa. Pero, para asegurar estas negociaciones, lo mejor era intensificar la represión contra el movimiento revolucionario para obligarlo a capitular. A este objetivo respondía el Plan Challe (nombre del comandante en jefe de las tropas francesas). Este fue el período más duro para los patriotas argelinos. Se crearon grandes campos de concentración para alejar a la población de la influencia del FLN, los sospechosos —entre una cuarta y quinta parte de todos los argelinos— fueron reagrupados, se instalaron barreras electrificadas a todo lo largo de las fronteras para impedir los contactos con Marruecos y Túnez y se realizó un rastrillaje sistemático de todo el territorio. Estas medidas permitieron asestar fuertes golpes al Ejército de Liberación Nacional, pero lejos estuvieron los franceses de controlar la rebelión que renacía en una y otra parte sobre la base de la creciente adhesión de las masas argelinas. En 1957, la liquidación de la estructura urbana de Argel había obligado a concentrar en el campo las acciones principales; más tarde en 1960, cuando las fuerzas rurales se encuentran debilitadas, la población de las ciudades tomará el relevo desplazándose nuevamente el centro de la lucha. A fines de 1960, cuando de Gaulle visita Argelia, durante varios días en las calles de las principales ciudades se realizarán manifestaciones multitudinarias de apoyo al FLN. Desde entonces, el mundo supo que la revolución argelina conservaba toda su fuerza y el presidente francés comprendió que ya no había solución negociada que no pasara por la independencia. En favor de ésta se pronunció en febrero de 1961 por abrumadora mayoría el electorado francés y si las negociaciones aún duraron un año fue por los esfuerzos gaullistas por conservar “la presencia francesa”, es decir por someter al nuevo Estado argelino a una relación neocolonial.

Las negociaciones de paz y reconocimiento de la independencia

En 1956, los franceses descubrieron importantes yacimientos de petróleo en el Sahara argelino y desde entonces se agregó una nueva razón de la mayor importancia para tratar de mantener el dominio de Argelia. Cuando resultó evidente que no había solución posible sin el reconocimiento de la independencia, los negociadores gaullistas reclamaron que del futuro Estado argelino se excluyera la región del Sahara y que ésta siguiera bajo el control de Francia. Rápidamente los intereses petroleros acuñaron el mito del “sahara francés”, aunque no había ninguna razón para sostener que esa inmensa región, la menos poblada por europeos, era más francesa que el resto de Argelia. Pero la integridad territorial era una de las reivindicaciones básicas del FLN y las negociaciones se interrumpieron hasta que los franceses debieron ceder. Para concertar la paz, De Gaulle debió enfrentar el alzamiento de gran parte del ejército francés, activamente apoyado por los colonos europeos. Luego del fracaso del golpe militar de abril de 1961, destinado a impedir la “capitulación ante el enemigo”, estos grupos formaron la OAS y desarrollaron una sistemática acción de destrucción y terrorismo para provocar la reacción del FLN e impedir la firma definitiva de la paz. La contradicción de intereses entre los colonialistas de ambos lados del mediterráneo se hizo entonces evidente. Para los colonos, la concesión de la independencia implicaba el fin de su situación privilegiada, de un siglo de explotación de las mayorías argelinas. Por el contrario, para el gobierno francés y los grandes monopolios metropolitanos la guerra resultaba ya demasiado gravosa y sus consecuencias se hacían sentir no sólo en la vida política francesa sino también en la relación con las ex colonias de ultramar. La política neocolonialista que De Gaulle impulsaba en toda Africa se resentía por la reacción internacional contra la guerra argelina. Por otra parte, Francia no entendía renunciar a sus intereses en Argelia y los acuerdos de paz debían imponer una estrecha “cooperación” en el campo económico y el cultural.

En marzo de 1962, fueron suscritos finalmente los acuerdos de Evian por los que se establecía el alto el fuego y se reconocía la independencia e integridad territorial de Argelia. A partir de entonces recrudecerá la acción de la OAS. Más de 20.090 muertos entre los habitantes árabes de Oran y Argel, fue el saldo de los 100 días —entre el alto el fuego y la definitiva votación de la independencia— en los que los colonos europeos se despidieron de Argelia. Las condiciones más importantes impuestas por los franceses en los acuerdos de paz eran las que tendían a proteger a la minoría europea, reconociéndoles un status político especial y el respeto de sus propiedades. Pero la fuga masiva de los colonos inmediatamente después de la independencia, tornó inaplicable estas cláusulas. Por otra parte, se otorgaba a Francia el derecho de disponer de bases militares en territorio argelino y se creaba un órgano paritario integrado por representantes de ambos países para la explotación del petróleo del Sahara.

En vísperas de la independencia, en su Congreso de Trípoli en junio de 1962, el FLN señalaba que los acuerdos implicaban el mantenimiento de vínculos de dependencia en los sectores económico y cultural. Destacaba el conflicto que a partir de la guerra de Argelia se producía en el seno del imperialismo francés, entre

“los sostenedores de la colonización agraria según los viejos esquemas del conservadorismo colonial y sus aliados militares y facistas y los paladines del gran capital industrial que tratan de llegar a un compromiso con el nacionalismo argelino”.

De allí se deducía que, si bien la primer tarea era terminar con los ultras de la OAS, “el peligro más grave lo constituían los planes neocolonialistas que se presentaban bajo las seductoras apariencias del liberalismo y de la cooperación económica financiera”. Pese a estos señalamientos, la gran mayoría de la dirección nacionalista aceptará los acuerdos, considerándolos “una victoria política irreversible que pone término al régimen colonial”. Casi diez años demandaría luego al nuevo Estado argelino lograr el control de sus fuentes energéticas y terminar con los condicionamientos de los acuerdos de paz. Casi ocho años de lucha armada habían dejado su marca profunda en la conciencia del pueblo argelino.

“Esta masa de famélicos y analfabetos —escribe Fanon—, estos hombres y mujeres sumergidos durante años en la oscuridad más espantosa, hicieron frente a los aviones y a los tanques, al napalm y a las servicios psicológicos. Este pueblo se mantuvo pese a los débiles, los vacilantes y los aprendices de dictador, porque su lucha le ha abierto dominios cuya existencia ni siquiera sospechaba”[10].

En el transcurso de la guerra, las masas argelinas redescubrieron su unidad nacional, terminaron con mucho de los mitos e instituciones retrógradas de origen feudal y fueron dando a la rebelión un nuevo contenido que trascendía de la independencia, para reclamar una transformación radical de la estructura económico-social en la que se asentaba el dominio colonial.

En aquellos países en que la independencia pudo lograrse gracias a una menor intransigencia de la metrópoli, la implantación del neocolonialismo será más sencilla. Se apoyará en la negociación con las nuevas élites nativas que se hacen cargo del aparato estatal, mientras que la mayoría de la población permanece marginada de la vida política. Cuando, como ocurrió en Argelia, la guerra ha obligado a movilizar todas las energías de la población y a apoyarse en los sectores más humildes y explotados, el cuadro resultante será distinto. Pese al atraso secular y al bajo nivel político y cultural, la necesidad de los cambios revolucionarios es rápidamente comprendida por el pueblo que, mientras participa en el combate, construye las instituciones y las formas de organización que servirán de base al nuevo Estado nacional.

Las tareas del nuevo poder y el programa del FLN

Muy complejas eran las tareas que se imponían a la dirección nacionalista luego de la independencia. “Se ha reconquistado la soberanía, pero queda todo por hacer para dar un significado a la Liberación Nacional”, decía el ya mencionado Programa de Trípoli que constituye un lúcido análisis de las carencias con las que el FLN enfrentaba la nueva situación. El lanzamiento de la rebelión había representado el surgimiento de una vanguardia que rompía con las concepciones y métodos de los viejos partidos nacionalistas, que debía acompañarse de “un vigoroso esfuerzo de diferenciación ideológica”. Este no se ha realizado, “puesto que el FLN nunca se ha preocupado por ir, en forma positiva, más allá del único objetivo inscrito en el programa tradicional del nacionalismo, la independencia”. La subsistencia de prácticas autoritarias y paternalistas, agregaba, “muestra que el frente enemigo encarnizado del feudalismo no ha hecho nada por quedar inmune a él en ciertos niveles de su misma organización. Además, el espíritu pequeño burgués predominante y la indigencia ideológica de muchos de los cuadros, se profundizaron por la separación que se creo entre dirección y masas populares; fundamentalmente a partir del traslado al exterior de los principales organismos dirigentes. Por otra parte, luego de señalar que la confusión de roles entre el Gobierno Provisional y el FLN había reducido a éste a “un aparato de gestión administrativa”, concluía: “la experiencia de siete años y medio de guerra demuestran que sin una ideología elaborada en contacto con la realidad nacional y con las masas populares, no puede haber partido revolucionario. La sola razón de ser de un partido es su ideología, cuando ésta desaparece, deja de existir también el partido”[11]. El júbilo con el que todos los pueblos recibieron el triunfo de la Revolución Argelina y la justificada exaltación de su epopeya, hicieron olvidar en los análisis de los primeros años de independencia, los señalamientos del Programa de Trípoli. Recordarlos hoy en toda su importancia no implica desmerecer la lucha de liberación, ni ignorar la consecuencia, el patriotismo y la abnegación evidenciados por sus principales dirigentes. Simplemente adoptar un punto de partida que nos permita explicar más claramente las dificultades que la dirección revolucionara encontrará al hacerse cargo del poder. El documento de Trípoli señala el objetivo de la revolución democrática-popular cuyas principales medidas debían ser la reforma agraria, la nacionalización del crédito y el comercio exterior, la planificación de la actividad económica por el Estado con la participación democrática de los trabajadores y la adopción de urgentes medidas para enfrentar el analfabetismo, la desocupación, los problemas sanitarios y la falta de viviendas. Podemos tener una idea de la magnitud de la tarea, considerando que en momentos de la independencia dos millones de personas abandonaban los campos de concentración, decenas de aldeas habían sido arrasadas, sumaban decenas de miles los niños huérfanos y la mayor parte de la población no tenía trabajo.

El gobierno de Ben Bella

Luego de los acuerdos de Evian, los cinco dirigentes presos en Francia habían sido liberados y se habían reincorporado a los organismos de dirección del FLN. Estos enfrentaban una seria crisis en momentos de la reunión de Trípoli y el mismo Congreso que votó el Programa quedó sin número cuando se quiso integrar el nuevo Buró Político.

Dos sectores aparecen enfrentados; por una parte el Gobierno Provisional —encabezado por Ben Khedda que había sustituido a Ferhat Alabas— junto con los dirigentes de las principales willayas y Boudiaf y Ait Ahmed, dos de los liberados por Francia; el otro grupo será liderado por Ben Bella, con el respaldo de algunas willayas y fundamentalmente del ejército de fronteras del coronel Boumedienne. Este sector será quien controlará el poder —luego de atravesarse una seria crisis en los dos primeros meses de vida independiente— apoyándose en la habilidad política de Ben Bella, a quien la prensa internacional había convertido en el dirigente más notorio de la revolución, y en la fuerza del ejército de Boumedienne. Es difícil encontrar explicaciones políticas claras para este enfrentamiento en la medida en que la composición de ambos grupos es altamente heterogénea, a los dos alcanzan las críticas de no haber respetado las disposiciones orgánicas del FLN. Lo importante es recordar que el triunfo del equipo Ben Bella-Boumedienne se logró sobre la base de la liquidación de muchas de las estructuras que el Frente había creado en el curso de la guerra y que ello convirtió al ejército de fronteras en el único organismo estructurado para hacerse cargo del poder. El mismo Ben Bella sería víctima tres años más tarde de este incremento de la influencia del ejército, transformado en el verdadero sustento del nuevo gobierno. Las masas argelinas se manifestaron activamente en contra de la lucha entre los dirigentes del FLN y cuando las fuerzas de Boumedienne se abrieron paso hasta Argel, librando combate contra las direcciones de willaya que se les oponían, sólo la enérgica decisión de la población civil impidió que continuaran los combates que dejaron un saldo de mil víctimas. Cuando las tropas ocupan la capital y se impone el control del Buró Político orientado por Ben Bella, se realizan las elecciones que reflejarán la escisión producida en el movimiento revolucionario. De las listas electorales presentadas por el FLN, serán excluidos los dirigentes de la Unión de Trabajadores —de clara orientación socialista— que se habían pronunciado contra la lucha fratricida; los responsables de la Federación del Frente de Liberación en Francia, Boudiaf y muchos de los principales dirigentes de willaya que habían participado activamente en la guerra de liberación. El 29 de setiembre de 1962, Ben Bella será elegido primer ministro y más tarde presidente de Argelia. El éxodo de los colonos había dejado abandonadas las mejores tierras de cultivo y muchas empresas comerciales e industriales, cuya producción era esencial para la economía argelina. La entrega de estos bienes “vacantes” a los trabajadores bajo el régimen de la autogestión, fue la más importante de las reformas adoptadas por el nuevo gobierno. Los decretos de marzo de 1963 pusieron en manos de los trabajadores agrícolas más 1.500.000 hectáreas, creando el llamado sector socialista de la economía. Las tierras serían administradas por

“consejos de gestión elegidos por los trabajadores y por un director designado por el Estado. Los beneficios de la explotación se distribuirían entre los trabajadores, luego de cubrirse los gastos e inversiones y los distintos impuestos.”

El sistema de la autogestión alcanzó también a las empresas industriales y comerciales, pero aunque algunas eran individualmente importantes, el sector industrial de autogestión es delimitado. Sólo 450 establecimientos con un total de 10.000 obreros estaban sometidos al régimen de los decretos de marzo, mientras que la autogestión agrícola beneficiaba a más de 200.000 trabajadores. El sistema de la autogestión se apoyaba en la experiencia yugoeslava y ello dio origen en Argelia y fuera de ella a grandes controversias. Sus sostenedores alegaban que permitía la participación directa de los trabajadores en la gestión económica. Los críticos alegaban que esta participación no debía llevar a la distribución de los beneficios entre los productores de cada predio o empresa, pues de ese modo se debilitaba la propiedad social de la economía y se creaban sectores privilegiados sobre la base de las diferencias de productividad entre las explotaciones. Estas reservas parecen haberse confirmado en buena parte en la experiencia argelina, donde la autogestión debió enfrentar además serias dificultades. El débil desarrollo de las fuerzas productivas, la hostilidad de muchos funcionarios al crecimiento del sector socialista y la falta de una organización política de las masas que permitiera convertir en realidad su participación en los organismos creados por los decretos de marzo. Diez años después de implantado el régimen, aún son muchos los trabajadores que desconocen los principios básicos de la autogestión y no pueden participar en la administración de las empresas. Pero, más allá de todas sus limitaciones el nuevo sistema que reconocía la ocupación de tierras que espontáneamente habían realizado los campesinos y obreros agrícolas definía una orientación positiva. Su suerte dependía, por una parte de la firmeza con que se encarara el fortalecimiento del sector socialista frente a los sectores de economía privada y de la organización del FLN como partido que permitiera orientar y canalizar la participación de las masas a todos los niveles.

La burguesía nacional argelina era económicamente débil, puesto que los colonos europeos habían monopolizado las principales actividades; sin embargo en momentos de la independencia había 25.000 propietarios de tierras de más de 50 hectáreas y sumaban 50.000 los comerciantes y pequeños industriales. Era importante el peso en el aparato estatal de los grupos de la pequeña burguesía urbana, comerciantes pequeños y artesanos fundamentalmente, que no favorecían el crecimiento del sector socialista; y, fundamentalmente, los sectores más importantes de la industria seguían en manos del capital extranjero, favorecido por las garantías que le otorgaban los acuerdos de cooperación.

Las dificultades para la afirmación de la orientación hacia el socialismo también provenían de la falta de cuadros técnica y políticamente idóneos. En 1964, el 20% de los funcionarios estatales eran franceses que se desempeñaban según los tratados de cooperación; el 30% argelinos salidos de las escuelas coloniales de formación y sólo el 50% restante eran cuadros del FLN, la mayoría ocupando funciones subalternas. Frente a este cuadro, no se comprende el optimismo del entonces ministro de Economía, Boumaza, cuando al informar el presupuesto para 1964 decía: “el importante sector nacionalizado del que hoy disponemos asegura el triunfo de la Argelia socialista”.[12] Las críticas que entonces se hicieron por las garantías que aún se otorgaban a la propiedad privada y a las inversiones extranjeras, fueron contestadas señalando el carácter necesariamente gradual y pausado que debería seguir el proceso de ampliación del sector socialista.

La realización de los congresos de los trabajadores de la autogestión agrícola e industrial, en 1963 y 1964, y la convocatoria del Congreso del Partido fueron avances en el camino de la organización de las masas tras el programa de orientación socialista y marcaron también la tendencia de Ben Bella por darse una base de poder que le permitiera independizarse de los cuadros del Ejército Nacional Popular que controlaban la mitad de los ministerios y seguían constituyendo el apoyo básico del gobierno. El Congreso del FLN sancionó la llamada Carta de Argel que desarrolla las conclusiones del programa de Trípoli define más claramente las tareas del período de transición. En su intervención ante el Congreso, Ben Bella definía los tres principios básicos del “socialismo argelino”, “justo reparto de las riquezas, reparto igual de la cultura, el poder a los productores”.

En el plano internacional, se definió una orientación antiimperialista de apoyo a los movimientos de liberación nacional. Sus frecuentes llamamientos en favor de la resistencia palestina y de lucha contra el colonialismo portugués, le granjearon a Ben Bella una fuerte popularidad entre los pueblos del tercer mundo y los sectores progresistas de la opinión internacional. No fue casual que su derrocamiento en junio de 1965, se produjera días antes de la celebración en Argel de la Conferencia Afroasiática, que le permitiría aumentar su prestigio internacional y fortalecer su posición interna.

Cuando en un rápido golpe de mano, el ejército depone a Ben Bella —que aún en 1973 permanece cautivo— las debilidades de su política aparecerán claramente. Salvo algunas manifestaciones en Argel y Orán, no se producirán grandes reacciones en defensa del líder derrocado. Ben Bella habla afirmado una política avanzada en muchos aspectos, creando el sector social y alentando cierta participación política de las masas, pero no habla podido desarrollar al FLN como una estructura política real y la falta de una orientación más clara y consecuente le impidió cohesionar una tendencia a nivel de los cuadros dirigentes. Las masas argelinas le habían otorgado todo su apoyo en un principio, pero siete de los ocho millones de campesinos no habían visto mejorar en nada sus condiciones de vida. La autogestión era una iniciativa interesante, pero no alcanzaba a los pobladores de las regiones más atrasadas que habían sido protagonistas principales de la guerra de liberación.

El documento dado a conocer por el Consejo

de la Revolución formado a la caída de Ben Bella, acusaba a éste de “falsificación, charlatanería política y apego morboso al poder”, lo calificaba como un dictador que “pretendía la liquidación sistemática de los cuadros … y disponer del poder como de una propiedad personal”, creyendo que sólo él “encarnaba a Argelia, la revolución y el socialismo”.[13] La crítica de personalismo no era la primera vez que se dirigía contra Ben Bella, pero los cargos eran tan infundados como los que se hicieron desde muchos países calificando como fascista al régimen de Boumedienne. El juicio sobre el golpe no puede ser sino negativo, porque implicaba la resolución en términos burocráticos de la lucha por el poder y porque el absoluto control del Ejército debía llevar a debilitar aún más la organización política de las masas y acentuar la subordinación del Partido al aparato de gobierno. Pero, es importante señalar que no cambió la orientación esencial de la política económica y social y que el elenco gobernante, salvo pocas excepciones, era el mismo que había acompañado al presidente derrocado desde 1963.[14]

El ascenso de Boumedienne afirmó aún más los límites de la experiencia “socialista”. El énfasis se puso desde entonces más en el desarrollo y la eficiente planificación económica que en la organización de las masas y su educación política. En materia internacional Argelia no modificó sustancialmente su orientación de apoyo a los movimientos de liberación nacional, tal como lo prueban sus posiciones en los organismos internacionales y su adhesión a la lucha vietnamita, pero la actitud militante de tiempos de Ben Bella fue reemplazada por una mayor sobriedad. Un periodista francés de visita a fines de 1970 podía constatar con sorpresa que “es difícil encontrar otro país donde se mencionen tan poco los problemas internacionales”.[15]

Después de enfrentar con éxito en 1967, el golpe preparado por su jefe de Estado Mayor el coronel Sbiri, antiguo jefe de Willaya al que algunos atribuían una orientación más revolucionaría, el gobierno de Boumedienne consiguió estabilizarse y ello le permitió encarar dos objetivos fundamentales: la recuperación de las riquezas básicas de manos del capital extranjero y la planificación de un desarrollo económico acelerado.

El control por el Estado Argelino de las actividades petroleras, mineras y bancarias y de los principales sectores industriales se fue logrando a través de progresivas nacionalizaciones que modificaron el cuadro resultante de los acuerdos de Evian. El aspecto principal de esta política estuvo referido a la producción de hidrocarburos que representan el 60% de las exportaciones argelinas y el 20% del producto interno. Esta política de nacionalizaciones ha provocado la disminución de la ayuda francesa y redujo lógicamente el peso del capital extranjero en la economía argelina.

Sobre la base de los ingresos provenientes de las exportaciones de petróleo y gas, se han realizado inversiones importantes en el campo de la industria petrolera, la siderurgia, la energía eléctrica y la fabricación de materiales de construcción. El criterio que orienta la industrialización es el de crear un sector moderno, importando las técnicas más avanzadas que permitan producir en condiciones de competencia en el mercado internacional. Los logros en algunos aspectos son importantes y el plan cuadrienal 1969-1973 destina a la industria el 45% de las inversiones. Pero esta política que privilegia el desarrollo de una industria pesada sobre la base de la más moderna tecnología, tiene dos puntos críticos. Por una parte, acentúa la dependencia tecnológica en relación con el sistema capitalista mundial y por la otra, no ha servido para resolver el principal de los problemas sociales que presenta índices tan elevados como en 1962. La falta de trabajo provoca la emigración y la mano de obra en el extranjero es tan numerosa que los ingresos provenientes de los envíos que hacen a sus familias los argelinos que trabajan en Europa, representan la segunda de las fuentes de divisas extranjeras. Más de un millón y medio de personas continúan subsistiendo en Argelia gracias a estos recursos. sacrificada hasta ahora en aras de la prioridad En 1973 debe iniciarse la Revolución Agraria, otorgada a la industrialización. Se deberán expropiar las tierras de los grandes propietarios y se tenderá a formar cooperativas que permitan integrar al medio millón de campesinos sin tierra. En cuanto al sector de autogestión, su desarrollo ha sido reducido ya que sólo emplea hoy a 230.000 trabajadores rurales. Las campañas realizadas para hacer conocer a los interesados el funcionamiento de los comités de gestión no han dado gran resultado y sólo una mínima parte de los trabajadores, quienes desempeñan funciones ejecutivas están en condiciones de participar en la administración de los dominios. Por otra parte, esta tarea en la práctica está a cargo de organismos estatales que son quienes fijan los precios y deciden los gastos e inversiones; en los hechos los beneficiarios de la autogestión perciben un salario, sin que puedan participar en el cálculo de los beneficios.

“Revolución Africana” periódico editado por un grupo de intelectuales de la confianza de Ben Bella, publicaba en 1964 un lúcido análisis de las corrientes en pugna en el gobierno argelino.[16] Se señalaban tres orientaciones. La primera es la que se orienta hacia el capitalismo privado, “débil en el aparato administrativo, pero fuerte en las capas más acomodadas de la población”. Aunque afectada por la política llevada a adelante desde la independencia, mantiene muchas de sus posiciones económicas. La segunda es la corriente que se orienta hacia el capitalismo de Estado, “muy poderosas en parte de la alta administración”. Plantea amplias nacionalizaciones y la creación de grandes empresas públicas, “lo menos sujetas que sea posible al control popular”. “Generalmente no es hostil a las inversiones públicas extranjeras y se vería obligado a buscarlas en amplia escala, puesto que la orientación del capitalismo de Estado no puede tampoco asegurar el rápido y armónico desarrollo de la economía argelina… porque haría al Estado incapaz de movilizar a las masas, degeneraría en una orientación burocrática de la economía. Luego de señalar que algunos sectores del capital extranjero no serían necesariamente hostiles al desarrollo de esta corriente y que los sectores del capitalismo burocrático tenderían a asociarse con los grupos de propietarios privados, señalaba “tanto desde el punto de vista del desarrollo y el subempleo y el aumento del nivel de vida de las masas, el triunfo de una de estas dos corrientes o de su combinación tendría resultados altamente negativos”.

La tercera orientación es la que tiene por objetivo el socialismo. Fuerte entre las capas más modestas de la población urbana y entre los obreros agrícolas de las grandes explotaciones, cuenta también con la simpatía de los campesinos, “pero es verosímil que éstos hoy aspiren como primera medida a obtener un poco más de tierra y mejores condiciones de trabajo personal”. Luego de señalar que esta corriente responde a las exigencias del desarrollo económico y social de Argelia, señala las tres limitaciones que es necesario superar. En primer lugar, la falta de precisión ideológica y de un programa concreto de transición al socialismo; segundo, que sus sostenedores están menos capacitados en el plano técnico y administrativo que los “tecnócratas” que se orientan hacia el capitalismo de Estado y por último, se señala como una debilidad particularmente grave que esta corriente no se apoya en una organización apta para movilizar y orientar a las masas y concluye afirmando que “de la capacidad del FLN para reformar su base de militantes y cuadros, de defender la revolución, del refuerzo de su trabajo en el sector económico, depende, en definitiva, la suerte del socialismo en Argelia”. Nueve años después de publicado, este trabajo sigue siendo un buen punto de partida para analizar la naturaleza del poder revolucionario y la evolución operada en los últimos años.

Dos escritores franceses que han seguido activamente la evolución del proceso argelino, concluyen en términos categóricos el balance de diez años de gobierno independiente. “La estructura del Estado es la del capitalismo de Estado, bastante parecido a la del Egipto nasseriano. Continúa dependiendo de los modelos occidentales tanto como del sistema capitalista mundial”[17]. Estos autores comparan la situación argelina con la del Vietnam del Norte, señalando que en este último país la prioridad otorgada a la industria pesada se acompañó de la modificación de las relaciones de producción en el campo y del progreso de la agricultura, asegurando el pleno empleo por la movilización total de las masas orientadas por el Partido Revolucionario y beneficiando al conjunto de la población con el desarrollo de una infraestructura sanitaria y escolar que llega hasta el último de los villorios vietnamitas. En Argelia, por el contrario, sostienen, la planificación económica ha afirmado la marginación de las masas y una acentuación de las diferencias sociales entre ellas y los sectores de la pequeña burguesía que ocupan funciones en el aparato estatal.

Distinta es la opinión de Ahmed Akkache,[18] quien sostiene que en las actuales condiciones la primer tarea consiste en la liquidación de la dependencia del capital extranjero y que no es justo considerar como expresión de los intereses de la burguesía la actual política orientada a la edificación de una economía independiente. Para apreciar si existe un avance en la vía del socialismo, el autor analiza tres cuestiones. En primer lugar constata que ha existido un mayor desarrollo de las fuerzas productivas, evidenciado en la multiplicación de fábricas, la puesta en marcha de los primeros altos hornos y la multiplicación de industrias de avanzada. Además —agrega— el conjunto de la actividad económica tiende a someterse al imperativo de la planificación. En segundo lugar, es necesario determinar si la distribución del ingreso evoluciona en favor de las masas o en su contra. Si bien señala que ha aumentado la masa total de salarios por la creación de mayor cantidad de empleos permanentes, agrega:

“no teniendo el Estado el dominio de todos los mecanismos económicos, las remuneraciones tienden a fijarse por el libre juego de la aferta y la demanda. Lo que en una economía caracterizada por la desocupación estructural determina la fijación de niveles muy bajos para las categorías no calificadas y muy importantes para el personal superior”.

El último problema a considerar según Akkache es si el desarrollo del sector público es más rápido que el del sector privado. La parte del sector público ha crecido sensiblemente, pero esto se debe más al volumen de inversiones ordenadas por el Estado que a la capacidad de acumulación de las empresas estatales. Por otra parte, la disminución relativa del capital privado se debe a la retracción del capital extranjero, especialmente en el sector petrolero, pero ha existido un importante avance en la formación de capital privado nacional en la industria y el comercio. Sin embargo, este avance es menor que el del capital estatal que controla las industrias claves y juega el rol de motor del desarrollo económico. Para Akkache, la lucha entre ambos sectores es la contradicción principal hoy en Argelia, “la coexistencia no implica más que una transición, la expresión provisoria de un matrimonio forzado que no podría convertirse en estable”. Este autor, que también considera válidos los lineamientos generales del modelo vietnamita, el presidente Boumedienne plantea con claridad el problema; pero los riesgos que acechan al desarrollo del sector público son inmensos, por la oposición directa del capital extranjero (dumping, acción sobre los precios, cierre de mercados) por el sabotaje, la especulación y otras prácticas de la burguesía interna y por el riesgo de degeneración que enfrenta el sector público. “En la medida en que no se apoye en el entusiasmo y el espíritu de sacrificio a los trabajadores, el esfuerzo creador de las masas y la racionalidad de la planificación, se corre el riesgo de llegar a la formación de “una casta burocrática, una neoburguesía que sin tener la posesión personal de los medios de producción nacional no deja de tener por ello su disposición efectiva”.

La creación de un Estado Nacional que asume el control de sus riquezas y encara un desarrollo económico independiente, es un hecho relevante en un continente donde, pese a los disfraces revolucionarios, los regímenes neocoloniales constituyen el fenómeno habitual. Además, las dificultades con las que Argelia se enfrentó al iniciar su vida independiente deben ser tenidas en cuenta, para evaluar los logros obtenidos en materia de desarrollo económico. Pero, no es menos cierto que la simple constatación de las condiciones de vida de la mayoría de la población muestra que no se avanza claramente en el camino socialista proclamado hace diez años, que recogía las aspiraciones desarrolladas por las masas a través de la larga lucha de liberación.

La falta de un claro señalamiento de las diferencias de clase en el seno de la sociedad argelina; el rol subordinado del partido respecto al aparato estatal, la marginación de grandes sectores de masas en todos los niveles de la vida social, constituyen aspectos que deben ser superados para que la orientación socialista pueda convertirse en realidad. “La unidad ideológica, el funcionamiento democrático, la formación de los cuadros, la educación política de las masas, son condiciones necesarias para que el Partido pueda desarrollar su función de guía iluminado del pueblo y encontrar en el pueblo mismo los medios para la realización de su política”, decía hace ya más de diez años el Programa de Trípoli y la experiencia de la construcción socialista en los países atrasados, demuestra que esa es la principal de las fuerzas materiales en las que se apoya el desarrollo económico y la creación de la nueva sociedad.

NOTAS

1) Mohamed Sahli, Decolonizer l’Histoire, introduction a l’histoire du Magreb, Máspero, París 1965.

2) Carlos Aguirre, Argelia año 8, Buenos Aires, 1963, Campana de Palo.

3) Sahli, op. cit., pág. 105.

4) Gian Paolo Calchi Novati, La Revolución Argelina, Bruguera, Madrid, pág. 48.

5) Proclama del Frente de Liberación Nacional, en Calchi Novati, op. cit., pág. 291.

6) Gerard Chaliand, ¿Aigerie est elle socialiste?, París, 1964, pág. 38, Máspero.

7) Plataforma Política de la Soumman, en Calchi Novati, op, cit

8) Chaliand, op. cit, pág.

9) Calchi Novati.

10) Camus Albert, Croniques Algeriennes, París, 1958, Gallimard.

11) Realités Algeriennes et Marxisme, Recopilación, Moscú, 1962.

12) Maxíme Rodinson, Marxisme et Monde Musulman.

13) Fanon, Les damnes de la terne…

14) Programa de Trípoli-Argel, en Calchi Novati.

15) Estier, Claude, Pour L’Algerie, París, 1964, Máspero.

16) Declaración del Consejo de la Revolución, Argel, 1963.

17) Chaliand, Gerard, De Ben Bella a Boumedienne, Partisan, 1965.

18) André Fontaine, Le Monde, diciembre 1970.

19) Chaliand, op. cit.

20) Chaliand, Gerard et Jeannette Minees, Bilan de 10 annés de une revolution nationale, Le Monde Diplomatique, diciembre 1972.

21) Akkache, Ahmed, Capitan etrangers et liberation, Máspero, París, 1971.

La izquierda francesa

En los primeros años de la rebelión, desde las páginas de El Moudjahid, periódico del FLN, se hicieron frecuentes llamamientos a la solidaridad de la izquierda francesa, sin que los resultados fueran demasiados halagadores. Ya hemos visto la actitud de los socialistas que aplicaron en Argelia la misma actitud colonialista que sostuvieron en Medio Oriente e Indochina, en Madagascar y el Camerún. Otros sectores de la llamada “izquierda democrática” reaccionaban contra los excesos de la represión, reconocían la necesidad de incorporar a las mayorías argelinas a la vida política, pero seguían considerando a Argelia como parte de Francia y repudiaban los métodos violentos a que apelaban el FLN. Albert Camus, el más claro ejemplo de esta actitud “humanitaria” que no rompe los marcos del pensamiento colonizador. Argelino de origen —había nacido en Orán— Camus desarrolló una vasta labor periodística en favor de la unión y la igualdad de derechos entre los colonos europeos y la mayoría árabe. Pero nunca supo distinguir entre la violencia clasista de los colonizadores y, la respuesta del pueblo agredido; condenó la tortura y la represión del ejército francés, pero denunció con más fuerza la rebelión del FLN. “Por muy bien dispuestos que estemos hacia la reivindicación árabe —decía en 1958— debemos reconocer que en lo concerniente a Argelia, la independencia nacional es sólo una fórmula pasional. Nunca ha existido hasta ahora una nación argelina”. Por cierto que las masas argelinas ignoraron las opiniones de quien les advertía que el país quedaría sumido en el atraso si se veía privado del concurso francés; los colonos, por su parte, rechazaron siempre a quien siendo “uno de los suyos” se atrevía a predicar la conciliación con el enemigo. Mientras la izquierda liberal caracterizada por su anticomunismo condenaba una rebelión que consideraba una creación de Moscú, distinta debería ser la posición del Partido Comunista Francés y éste era el principal destinatario de los llamamientos del FLN. Al día siguiente del levantamiento del 1 de noviembre, los comunistas argelinos habían difundido una resolución caracterizada por su ambigüedad. Se responsabilizaba a los colonialistas por su política de explotación y negación de las libertades que había provocado los hechos armados del día anterior, pero no se pronunciaba claramente en favor o en contra de la insurrección. Agregaba que “la mejor manera de evitar las efusiones de sangre, instaurar un clima de entendimiento y de paz consiste en reconocer el derecho que asiste a las reivindicaciones argelinas”, pero no hablaba de la independencia que era la reivindicación fundamental.”[19]

Pocos días más tarde, el 8/11/54, un editorial de “L’Humanité” fijaba la posición del partido francés en solidaridad “con la lucha de las masas argelinas en defensa de sus derechos”, lo que no le impedía considerar a las acciones del 1 de noviembre como “actos individuales susceptibles de hacer el juego a los colonialistas”. En 1956, todavía hablaba el P.C.F. de la necesidad de mantener “lazos durables entre Francia y Argelia”, seguía ignorando al FLN y proponía un alto el fuego inmediato que no contemplaba las condiciones fijadas por la dirección revolucionaria. Recién después de julio de ese mismo año, cuando el partido argelino invite a sus militantes a sumarse a la lucha los comunistas francesas —que pocos antes habían votado los poderes especiales reclamas por el gobierno de Mollet— se pronunciará más claramente por la independencia. Ello no les impedirá seguir considerando como sus aliados políticos a los sectores radicales y socialistas directamente comprometidos en la guerra colonial. La prensa nacionalista reprochará en muchas ocasiones al P.C.F. la no realización de acciones de masas en solidaridad con la guerra y la condena como izquierdistas” de quienes predican la deserción de las filas del ejército francés. Los desencuentros entre los comunistas franceses y el movimiento nacionalista norafricano eran, por otra parte, de antigua data. En el Congreso del Partido celebrado en 1937, Maurice Thorez planteaba que el avance del nazifacismo era el principal de los peligros que acechaban a las poblaciones de Argelia, Marruecos y Túnez, “cuyo verdadero interés estaba en la unión con el pueblo de Francia”. Aunque reconocía el derecho a la independencia, parafraseaba a Lenin diciendo que “el derecho al divorcio no implica la obligación de divorciarse”. Pero mientras Lenin, afirmando el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades que integraban el imperio zarista, las llamaba a constituir un Estado federado y socialista; Thorez pedía los pueblos norafricanos que, en interés de la lucha antifacista, continuarán aceptando la dominación colonial. 13 Para completar el cuadro de la incomprensión que caracterizó a la izquierda francesa, señalemos que también algunos grupos trotskistas se opusieron en principio a la rebelión y prestaron su apoyo a Messali Hadj. Seducidos por la presencia de algunos activistas obreros alrededor del viejo líder, sólo modificaron su actitud cuando fue evidente el colaboracionismo de aquél con el gobierno francés. Pese a esta defección de las organizaciones de izquierda, fueron muchos los franceses que se sumaron individualmente a la lucha del FLN, incorporándose a sus filas, creando redes de apoyo, promoviendo la deserción del ejército francés. Asimismo, el conocimiento de los numerosos casos de tortura y de las prácticas brutales de represión aplicadas en Argelia fue generando un movimiento de repudio, especialmente en los sectores intelectuales, que se hizo mayor hacia finales de la guerra. Uno de los episodios más importantes por su repercusión internacional, lo constituyó el manifiesto condenando la guerra colonial firmado en julio de 1960 por 121 intelectuales, encabezados por Sartre y Simone de Beauvoir.


[1] Mohamed Sahli, Decolonizer l'Histoire, introduction a l'histoire du Magreb, Máspero, París 1965.

[2] Carlos Aguirre, Argelia año 8, Buenos Aires, 1963, Campana de Palo.

[3] Sahli, op. cit., pág. 105.

[4] Gian Paolo Calchi Novati, La Revolución Argelina, Bruguera, Madrid, pág. 48.

[5] Proclama del Frente de Liberación Nacional, en Calchi Novati, op. cit., pág. 291.

[6] Gerard Chaliand, ¿Aigerie est elle socialiste?, París, 1964, pág. 38, Máspero.

[7] Plataforma Política de la Soumman, en Calchi Novati, op, cit

[8] Chaliand, op. cit, pág.

[9] Plataforma Política de la Soumman, en Calchi Novati, op, cit

[10] Fanon, Les damnes de la terne…

[11] Programa de Trípoli-Argel, en Calchi Novati.

[12] Estier, Claude, Pour L'Algerie, París, 1964, Máspero.

[13] Declaración del Consejo de la Revolución, Argel, 1963.

[14] Camus Albert, Croniques Algeriennes, París, 1958, Gallimard.

[15] André Fontaine, Le Monde, diciembre 1970.

[16] Chaliand, op. cit.

[17] Chaliand, Gerard et Jeannette Minees, Bilan de 10 annés de une revolution nationale, Le Monde Diplomatique, diciembre 1972.

[18] Akkache, Ahmed, Capitan etrangers et liberation, Máspero, París, 1971.

[19] Realités Algeriennes et Marxisme, Recopilación, Moscú, 1962.

Los conflictos del medio oriente  

Posted by Fernando in

Santiago Raffo

© 1972

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Los conflictos del medio oriente. 1

Índice. 1

La Primera Guerra Mundial 2

El sionismo y los movimientos nacional-burgueses 2

Antisemitismo y fascismo. 2

Colonización judía de Palestina. 2

El Medio Oriente y la Segunda Guerra Mundial 2

La crisis de Suez 2

Las revoluciones nacional-burguesas 2

La Guerra de los seis días 2

El problema palestino. 2

BIBLIOGRAFIA. 2

Palestina desde sus lejanos orígenes 2

Desarrollo de los sectores industriales judíos y árabes 2

Los palestinos 2

El panorama político contemporáneo está dominado por dos fenómenos paralelos y aparentemente contradictorios. En forma simultánea se agudizan las guerras y la violencia (Indochina, Irlanda, las múltiples guerrillas de Asia, Africa y América latina) y florecen las negociaciones de alto nivel entre fuerzas tradicionalmente antagónicas (Conferencia de París sobre Vietnam, reunión cumbre indopaquistaní, tratado para la reunificación de Corea, visitas de Nixon a Pekín y Moscú, acuerdo sobre Berlín, convenios directos entre las dos Alemanias, Conferencia de Seguridad Europea, etc.).

En Medio Oriente, en cambio, ocurre lo contrario. Sobre el fondo de una tregua precaria y tensa, la guerra ha cesado, al menos temporaríamente, y sólo revive a través de esporádicos episodios terroristas o choques aéreos de alcance limitado. Sin embargo, sigue siendo el único foco de tensión mundial que no es objeto de negociaciones directas entre las partes en pugna. Es imposible comprender todas las dificultades que jalonan la situación de Medio Oriente y bloquean los esfuerzos de paz, sin considerar que la formación del Estado de Israel fue un elemento decisivo para el crecimiento del nacionalismo árabe.

Israel y el drama de los palestinos fueron el fogonero de los movimientos militares que comenzaron en Siria para alcanzar luego su más alto grado de desarrollo y eficiencia en Egipto bajo el liderazgo de Nasser. Estos movimientos fueron un esfuerzo apreciable por modificar el atraso de las sociedades árabes sumergidas por una legendaria dependencia de potencias imperialistas. Pero, por las peculiaridades de su formación histórica, las naciones árabes encontraron en sus militares al grupo nacional más concentrado y ejecutivo capaz de llevar adelante esa tarea.

Ese condicionamiento histórico marcó las características negativas de este proceso: falta de participación popular, burocratismo, excesos verbales a los que se dio categoría de realidad y la evidencia de que el atraso era mucho más difícil de superar de lo que se esperaba a comienzos de la década del 50.

La Guerra de los Seis Días fue la prueba de fuego de esta coyuntura y desmoronó el castillo de ilusiones que los pueblos se habían forjado con el endeble cemento de los discursos y proclamas. Sin ningún fundamento Nasser se dejó llevar por amenazas de destrucción y de exterminio contra Israel, alimentó el fanatismo nacionalista de la derecha judía y asistió impávido al derrumbe de su ejército. La Guerra de los Seis Días demostró la falta de madurez de los regímenes árabes y la superioridad israelí, basada en el modernismo de su organización económica, político y militar. No sólo reveló el atraso socioeconómico de los árabes, sino la ignorancia política de las masas, derivadas: del culto personalista del nasserismo, de su ideología estrechamente nacionalista, de la ausencia de algo que se parezca a una discusión libre. EI ejército egipcio no podía contar con la iniciativa individual de sus soldados y ofíciales, que esperaban órdenes de arriba hasta para las operaciones preventivas más elementales. La incuria militar fue sólo un índice de la debilidad profunda de todo el organismo socio-político. Ahora bien, hoy que las misiones comerciales y diplomáticas ocupan cada vez más el lugar de los “agentes subversivos”, parece evidente que pronto la “mesa de negociación” habrá de albergar a los representantes árabes y judíos en la búsqueda de acuerdos básicos que aseguren la paz. Mientras tanto el conflicto sirva para enmascarar las contradicciones internas, o se busque la mediación de grandes potencias para que presionen sobre el adversario, la guerra seguirá pesando como una pesadilla sobre ambos pueblos.

La Primera Guerra Mundial

Poco antes de esta guerra, Palestina comprendía los actuales territorios de Israel y Jordania, es decir una superficie de 116.000 kilómetros cuadrados, y aproximadamente 500.000 habitantes. El Jordán recorre al país de norte a sur, casi en su centro, para perderse en el Mar Muerto. Más de la mitad del país era desértico o semidesértico y un 60% de sus habitantes eran nómades y seminómades.

El grueso de la población sedentaria se componía del conjunto heterogéneo de razas y pueblos que ocuparan sucesivamente el Medio Oriente, con una diversidad arábico-levantina de religiones, costumbres e idiomas.

Dos olas de inmigrantes llegadas a Palestina en 1881 y 1900-1910, provenientes de Rusia, la primera, y de Polonia y Europa Central, la segunda, constituían el núcleo del movimiento sionista moderno por un retorno en masa de los judíos a su antigua patria. Estos primeros sionistas, en su mayoría intelectuales de origen pequeño-burgués, preconizaban el retorno a la tierra bajo la influencia de ideas confusas de nacionalismo, misticismo religioso y socialismo utópico. Se establecieron en aglomeraciones agrícolas, en tierras compradas a los señores feudales árabes con la ayuda de subsidios y donaciones reunidas a través del mundo por sociedades judías de beneficencia. Eran sesenta mil, aproximadamente, antes de la primera guerra mundial.

Administrativamente, Palestina dependía de la autoridad del gobernador turco de Siria. Por su escasa importancia desde todo punto de vista, se la consideraba una subprovincia. En el aspecto económico era un país pobre. La fabricación de jabón a base de aceite de oliva constituía su única industria. El jabón y los frutos cítricos, sus únicas exportaciones a los países limítrofes. Por lo demás, su población vivía de una producción agrícola y de una artesanía que respondían a métodos medievales, y del pequeño comercio local.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, los problemas del pueblo judío tomaron un carácter de orden internacional. A partir del triunfo de la revolución burguesa en Inglaterra y en Francia, y la instauración del régimen capitalista en un gran número de países de Europa y en Estados Unidos, el problema de los judíos en dichos países y las persecuciones seculares parecían haber concluido. En los países como Inglaterra y Francia, donde la burguesía había eliminado al feudalismo mediante revoluciones violentas, y donde la autoridad de la Iglesia, sostén del antiguo régimen, se encontraba disminuida, los “ghettos” fueron prácticamente suprimidos y el antisemitismo teóricamente abolido. No obstante, los pogroms organizados en Rusia, Polonia y otros países de Europa oriental hacia fines del siglo XIX, luego el “affaire” Dreyfus en Francia, hicieron comprender a ciertos judíos que no podía haber para ellos seguridad y dignidad bajo la Iglesia del liberalismo burgués, como no las hubo bajo la del feudalismo. El sionismo, movimiento de retorno del pueblo judío a la Tierra Prometida, encontraba sus bases ideológicas, y las dos guerras mundiales no tardarían en darle sus bases materiales.

En vísperas de la primera guerra mundial, varias potencias coloniales tendían sus redes y se enfrentaban para capturar la herencia del ya en descomposición Imperio Otomano, que ocupaba entonces la mayor parte del Medio Oriente árabe y dentro de ella Palestina.

En 1914 estallaba la guerra, y con ella, una nueva partición de mundo y del Medio Oriente quedaba librada al encadenamiento de los hechos. En 1915, Turquía entraba en guerra junto a Alemania. Un año después Inglaterra firmaba un acuerdo bipartito con Francia, acuerdo denominado Sykes-Picot por el cual convenían la repartición de la Turquía asiática después de la victoria; Inglaterra se reservaba Palestina e Irak; Francia, Siria y Líbano. Sólo entonces Gran Bretaña comprendió la importancia estratégica de Palestina y comenzó a interesarse en la dominación de un territorio que podía servir como base estratégica para la custodia del Canal de Suez y como valla entre Siria, controlada por Francia, y los dominios británicos a lo largo de la ruta de la India. Fue en el curso de la primera guerra mundial, en 1917, cuando lord James Balfour, secretario de Estado en el Ministerio de Relaciones Exteriores del gabinete de su majestad británica, hizo su famosa declaración por la cual Inglaterra se comprometía a “facilitar la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la victoria”; en ese momento los países árabes estaban bajo la dominación turca unos, bajo la inglesa otros, como Egipto.

De ambas partes de las diversas fronteras, la oposición árabe no tenía aún su razón de ser. Solo una vez terminada la guerra y estando todo el Medio Oriente ocupado por Inglaterra y Francia en nombre de mandatos delegados por la Sociedad de Naciones, se manifestaron las primeras resistencias árabes contra el “hogar nacional judío en Palestina”. Esas pocas voces que pretendían alzarse en representación de todos los pueblos árabes para impedir la inmigración judía en Palestina, eran en realidad las de los jefes políticos pertenecientes al feudalismo y a la burguesía comercial, ligados todos ellos a Inglaterra. No podía aún nacer un movimiento nacional árabe en sociedades que vivían bajo un régimen feudal; que, fuera de las grandes ciudades, se hallaban diseminadas en territorios desérticos y semidesérticos donde el camello y el asno constituían los únicos medíos de locomoción, donde la producción era estrictamente agrícola y de artesanía y donde el comercio se limitaba a intercambios y mercados locales.

El sionismo y los movimientos nacional-burgueses

El sionismo nació entre el fulgor de los incendios provocados por los pogroms rusos de 1882 y en el tumulto del caso Dreyfus, dos acontecimientos que revelaron la agudeza que alcanzó el problema judío a fines del siglo XIX. El acelerado proceso de acumulación capitalista de la economía rusa, luego de la reforma de 1863, hace insostenible la situación de las masas judías en las pequeñas ciudades. En Occidente, las clases medias desmenuzadas por la concentración capitalista, comienzan a volverse contra el elemento judío cuya competencia agrava su situación. El estallido en Francia del “affaire Dreyfus” impulsa a Teodoro Herzl a escribir su libro “El Estado Judío”, y a fundar el movimiento sionista (independientes de los movimientos judaicos orientales). Herzl escribió en sus diarios: “Cuando ocupemos la tierra… expropiaremos poco a poco la propiedad privada en los Estados que se nos asigne. Trataremos de desanimar a la población pobre alejándola más allá de la frontera, procurando empleo para ella en los países intermedios y negándole cualquier empleo en nuestro país… Tanto el proceso de expropiación como el de eliminación de los pobres deberá ser llevado adelante discretamente y con circunspección”. La cuestión judía se convierte en una cuestión nacional, cuya solución corresponde a los propios judíos. Según A. León,

“desde el principio el sionismo apareció como una reacción de la pequeña burguesía judía (que aún constituye la base del judaísmo) duramente atacada por la creciente ola de antisemitismo, sacudida de un país a otro, y que procura alcanzar la Tierra Prometida para sustraerse a las tempestades desencadenadas sobre el mundo moderno”.

Si bien el sionismo es fundamentalmente una reacción contra la situación creada al judaísmo por la combinación de la destrucción del feudalismo y el amplio desarrollo del capitalismo, afirma que constituye una reacción contra el estado de cosas existente desde la caída de Jerusalén en el año 70 de la Era Cristiana. El sionismo ve en la caída de Jerusalén la causa de la dispersión y, en consecuencia, el origen de todas las desventuras judías en el pasado, el presente y el futuro. Producto, en realidad, de la fase imperialista del capitalismo, sostiene el sionismo que su origen se remonta a un pasado más que bimilenario.

La ideología sionista, como toda otra ideología, no es más que el reflejo desfigurado de los intereses de una clase. Es la ideología de la pequeña burguesía judía, asfixiada entre las ruinas del feudalismo y el desarrollo del capitalismo. Sin embargo, la refutación de las fantasías ideológicas del sionismo no niega las necesidades reales que le dieron origen: el antisemitismo moderno, el mejor agitador en favor del sionismo.

Como todo movimiento nacional, el sionismo tiende espontáneamente a compararse con los otros movimientos nacionales, pero en realidad, los fundamentos de unos y otros son totalmente diferentes. Para Lenin:

“El capitalismo en desarrollo conoce dos tendencias históricas en la cuestión nacional. La primera consiste en el despertar de la vida nacional y de los movimientos nacionales, en la lucha contra toda opresión nacional, en la creación de Estados nacionales. La segunda es el desarrollo y la multiplicación de vínculos de todas clases entre las naciones, el derrumbamiento de las barreras nacionales, la formación en general de la política, de la ciencia, etc. Ambas tendencias son una ley universal del capitalismo. La primera predomina en los comienzos de su desarrollo, la segunda distingue al capitalismo maduro, que marcha hacia su transformación en sociedad socialista”.

En consecuencia, en el siglo XIX, la época del florecimiento de los nacionalismos, lejos de ser “sionista”, la burguesía judía era profundamente asimilacionista; o, según A. León, “el proceso económico que da origen a las naciones modernas, plantea las bases de la integración de la burguesía judía en la nación burguesa”.

Antisemitismo y fascismo

En el siglo XIX al antisemitismo (movimiento dirigido contra los judíos, no contra los semitas) se le añade el antisemitismo racista, cuyos precursores son el conde De Gobineau, quien en sus obras sostiene la superioridad de la raza “aria” e interpreta la historia desde una perspectiva racista; y H. St. Chamberlain, inglés nacionalizado en Alemania. Sus epígonos establecen la igualdad: ario-germano-alemán. La doctrina de la raza (concepto zoológico primario) y la concepción del social darwinismo, derivada de una falsa interpretación de la teoría darwiniana, son las bases del naturalismo biológico que encuentra su apogeo en el Tercer Reich.

La propaganda antisemita, ha subestimado permanentemente, desde Hitler, hasta Nasser, los motivos reales del antisemitismo moderno, orientándola hacia sus elementos míticos e ideológicos, como “los planes de dominación universal del judaísmo internacional”. Entendido —según A. León— como la lucha de la pequeña burguesía en el mercado interno contra los elementos “extraños” (los judíos), en una época caracterizada por la conquista de mercados exteriores por el gran capital, el antisemitismo, es para él, ante todo, “la máscara ideológica del imperialismo moderno”. El concepto de la “riqueza judía” introducido profundamente en la conciencia de las masas, despierta y actualiza, a través de la propaganda, la imagen del judío “usurero”, contra el cual lucharon largo tiempo campesinos, pequeño burgueses y señores. Para este mismo autor, el éxito del antisemitismo significa históricamente que “el capitalismo logró canalizar la conciencia anticapitalista de las masas en dirección a una forma anterior del capitalismo que sólo existe como vestigio”. El antisemitismo cubre, asimismo, una necesidad actual del capitalismo moderno: fundir a todas las clases en el crisol de una “comunidad racial” opuesta a las otras razas. Pero así como es necesario fundir las diferentes clases en “una sola raza”, es preciso que esta raza no tenga más que un sólo enemigo: “el judío internacional”.

La propaganda árabe, por su parte se ha apoyado en premisas menos ortodoxas. En el problema que nos preocupa, el antisemitismo adquiere el carácter de lucha nacional-patriótica, contra un enemigo nacional. Oculta tras la máscara ideológica del antisemitismo, que toma aquí la forma de antisionismo, en tanto que combate la concreción de una burguesía nacional débil contra el avance de los planes de desarrollo capitalista de su contraria. La necesidad de apoyarse en las masas, o más bien de maniobrarlas, no sólo en cuanto a las necesidades de la lucha nacional, sino en cuanto a que la única posibilidad de competencia con su adversaria se apoya en la explotación de las mismas, lleva al nacionalismo burgués a sustentar su dominación de clase en un instrumento ideológico fácilmente aprehensible por las masas populares: el antisemitismo o antisionismo.

A tal punto ha llegado esta propaganda, que los ideólogos del “socialismo nacional” árabe no han vacilado en asimilar el judaísmo al capitalismo; el antisemitismo al socialismo y a la economía dirigida para la guerra a la economía dirigida socialista.

Enfrentados como dos formas de nacionalismo burgués, la existencia de uno se ha transformado en la condición de existencia del otro.

Colonización judía de Palestina

El conflicto judeo-árabe había comenzado teóricamente con la declaración del ministro inglés lord Balfour sobre la creación del “Hogar Nacional Judío” en 1917, y prácticamente con el mandato británico en Palestina en 1920. Es evidente que el deseo de numerosos judíos, dispersos por el mundo, de aumentar la minoría ya existente en Palestina y crear con ella un Hogar Nacional o un Estado judío, afectaba en primer término a los habitantes de Palestina, la mayoría árabe y las minorías restantes. Pero esos elementos confrontados en la escena del conflicto por una Palestina árabe o judía, no eran los únicos. Entre bastidores actuaban fuerzas e intereses muchos más poderosos.

Con el propósito de dividirse entre ellos la zona después de la guerra, Gran Bretaña y Francia tuvieron que frenar el movimiento árabe por la independencia en Siria, Iraq y Palestina. Considerando que la promesa a Hussein (constitución de un Estado árabe independiente en el Medio-Oriente que incluía a Palestina) fue descartada, la Declaración de Balfour se usó mucho más convenientemente: los inmigrantes sionistas iban a reforzar la dominación británica sobre Palestina. Gran Bretaña no tenía intenciones de establecer un Estado Judío después de la guerra. Un Estado moderno en Palestina significaba una amenaza para las estructuras sociales antiguas de todos los países árabes. Las feudalidades, que ya le servían para otros fines, fueron también aliados naturales que encontró Inglaterra contra la creación del nuevo estado. Hasta entonces, los colonos sionistas iban a desempeñar un doble papel en los intereses del imperialismo británico; por un lado, ayudar a transformar el territorio en una base estratégica adecuada y servir como paragolpe a la reacción de las masas árabes contra el régimen de ocupación; por el otro, convertirse —eventualmente— en socios menores de la explotación económica.

La influencia extranjera en el desarrollo económico, social y político de los países árabes no se detuvo con la caída del imperio otomano. Las dos potencias aliadas en la guerra contra los turcos venían con fines y planes de dominación que habrían de enfrentarse y rivalizar a lo largo de los veinte años transcurridos entre las dos guerras mundiales.

Esta fase de la ocupación francobritánica del Medio Oriente constituye el punto de partida del desarrollo de la conciencia nacional de los diversos pueblos árabes desde el momento en que desapareció el régimen secular de la dominación otomana. Pero habiéndolos libertado de los turcos y de su sistema feudal-teocrático, franceses e ingleses les impusieron en cambio un nuevo tipo de dominación colonial: el Mandato, con toda su gama de contradicciones nuevas. Idénticas en su contenido, las dominaciones inglesa y francesa sólo tenían diferencias de forma. Ambas procuraron mantener el antiguo régimen modificado mediante el injerto de leyes económicas, jurídicas y políticas de democracia burguesa. A partir de entonces, las sociedades árabes se desarrollaron sobre diversas contradicciones:

la alianza oficial y teórica entre Francia e Inglaterra, y su rivalidad práctica.

la voluntad de las potencias mandatarias de mantener el feudalismo en los países árabes, y las leyes económicas objetivas provocadas en parte por la propia explotación-colonial que minaban las bases económicas del feudalismo.

la decisión de las dos potencias de frenar la emancipación de los pueblos árabes reprimiendo sus movimientos de liberación, y la puja a que se veían obligados a recurrir en su rivalidad por ganar la amistad de los árabes.

Todas estas contradicciones, conjuntamente con el desarrollo de las comunicaciones, la instrucción pública y los intercambios comerciales con un mundo exterior más accesible, permitieron el nacimiento de una conciencia nacional en los diversos países árabes, a través del aumento de la burguesía y clases medias y la ruina económica de sectores feudales terratenientes y nómades.

A comienzos de la década del 30, un acontecimiento de orden internacional, engendrado a millares de kilómetros de Palestina, debía modificar el contenido y las perspectivas del conflicto judeo-árabe. La victoria del nazismo en Alemania, con la llegada de Hitler al poder, trastocó los planes políticos en el Medio Oriente, aportando a este conflicto elementos decisivos. Las persecuciones nazis llevaron a Palestina una ola de inmigrantes judíos, cuyos conocimientos científicos y técnicos, al mismo tiempo que el equipo industrial que trajeron consigo, proporcionaron los medios humanos y materiales necesarios al “Hogar Nacional”.

La inmigración, legal o ilegal, engrosó las filas de la comunidad judía, la cual ascendió de 174.000 miembros en 1931, a 630.000 en 1947 (alrededor de un tercio de la población). Gran número de los nuevos inmigrantes eran judíos ricos que traían no sólo capital y conocimientos, sino también industrias enteras (por ejemplo, la industria del tallado de diamante trasladada desde Holanda) y numerosas relaciones comerciales y financieras. Así, con este gigantesco aporte, el sector judío estuvo capacitado para cosechar para Palestina la mayoría de los beneficios del boom económico de los años de guerra.

Existían en Palestina, durante este período, dos economías, que verificaban en su carácter antagónico, las mismas leyes económicas que habían determinado el ascenso del capitalismo por sobre el feudalismo en gran parte del mundo moderno. El desarrollo creciente del sector judío de Palestina, era el elemento central que a la par que adquiría un progresivo carácter de economía capitalista independiente, exacerbaba las contradicciones con su contrario, el sector árabe semifeudal, que permanecía ligado por su atraso, a estrechos lazos de dependencia colonial. Las consecuencias del desarrollo del sector judío se manifestaron en que la economía palestina no fue ya predominantemente agrícola para 1936 (según la participación de este sector en la renta nacional). Pero aún el 60% de las fuerzas trabajadoras árabes se ocupaban en la agricultura. El desarrollo industrial que explica este cambio ocurrió principalmente, en la parte judía donde la participación de la industria manufacturera en la renta nacional ascendió de un 26% en 1936 al 41% en 1945, mientras que en la parte árabe decayó de un 13,6% a un 10,8%. Finalmente, hacia 1940, el sector judío copó el control sobre las tres cuartas partes de la industria extranjera de Palestina.

La política económica sionista, estaba basada —según Trabulsi— en tres principios que tendieron a darle finalmente a este sector los rasgos característicos de una “economía cerrada”:

“el ‘sindicato hebreo’, que obligaba a los empleadores judíos a prescindir de los trabajadores árabes y a emplear solamente judíos (los empleadores judíos renuentes recibían compensaciones de la Agencia Judía);

‘compre el producto de la tierra’, reducido a su más simple expresión como ‘compre lo judío’;

‘rescate la tierra’, comprándola principalmente a los propietarios ausentes e instalando inmigrantes judíos para trabajarla.”

Estas medidas económicas restrictivas que caracterizan en general a todo proceso de acumulación capitalista, de constitución de mercados internos y delimitación de fronteras nacionales, se constituyeron en elementos decisivos para la victoria de la colonización sionista, que es la victoria de un sector económico judío altamente industrializado y técnicamente avanzado, sobre una economía árabe semifeudal y atrasada. La Agencia Judía era el organismo supremo del sionismo en Palestina. Estaba integrada por representantes de las diversas organizaciones políticas y sociales judías palestinas (con una mayoría de la central obrera Histadrut), y representantes de las organizaciones sionistas de los países extranjeros que se encargaban de la inmigración, la propaganda y cuanto concernía a la creación del Hogar Nacional. Era el verdadero gobierno de la minoría judía de Palestina. Prácticamente dirigía todas las actividades de los judíos de Palestina y de los judíos del mundo que deseaban instalarse en el país. En el periodo anterior a la creación del Estado de Israel, la Agencia Judía estimuló el desarrollo de las empresas agrícolas de tipo socialista, pues solamente grupos organizados con un gran espíritu de solidaridad podían sobrevivir en las condiciones existentes en Palestina bajo el Mandato Británico. Después de la creación del estado, la Agencia Judía, transformada en gobierno de Israel, habría de cambiar de política. Las granjas colectivas de tipo socialista estaban agrupadas en una sola organización cuyo comité central, tenía representantes en la Agencia Judia. Era el encargado de coordinar todas las actividades de orden general de las granjas que estaban bajo su dependencia: planificación, seguridad, ayuda económica recíproca, salida de los productos, concentración y generalización de las experiencias en todos los dominios, elaboración de los programas de enseñanza, problemas políticos o ideológicos y relaciones con las poblaciones árabes. La Histadrut, que agrupaba a todos los trabajadores judíos, es decir la mayoría de la población judía, no era una confederación general del trabajo de tipo común. Compartía el poder con la Agencia Judía. Poseía sus propias organizaciones, cultural, política, económica, financiera y social. La mayoría de las empresas industriales, las sociedades de transportes y comerciales, le pertenecían; tenía su propio banco. La organización sindical dominaba en los sectores industrial y comercial, y la de las granjas colectivas (kíbutzim) en el de la Agricultura. Los comerciantes burgueses de las diversas provincias árabes nunca fueron nacionalistas mientras existió el imperio otomano. No podían serlo. Faltaban las bases materiales del o de los nacionalismos árabes y esos burgueses no eran más que la imagen provincial de la burguesía turca. Prueba de ello fue su adhesión al movimiento “Nueva Turquía” apenas unos años antes del derrumbamiento del imperio turco. La primera guerra mundial había marcado el fin histórico del feudalismo en el Medio Oriente, creando la posibilidad del surgimiento y desarrollo de las clases burguesa y media. Pero las potencias coloniales que dominaban esta región lograron mantener artificialmente la influencia política de la feudalidad, sin poder evitar su degradación económica, e inhibieron el ascenso de la burguesía y de la clase media en función de sus propios intereses económicos y políticos.

La segunda guerra mundial señaló el comienzo de una nueva etapa de la evolución económica y social, configurada por las características propias de los países árabes y por el desarrollo del capitalismo a escala mundial. Hasta la década del 30, las clases medias de los países árabes no habían tenido organizaciones o partidos políticos propios. Sus representantes militaban junto a los burgueses, abrazando sus reivindicaciones y su causa.

El desarrollo general del Medio Oriente creó condiciones que permitieron la organización independiente de las clases medias. De todas las clases sociales de los países árabes, fueron las que más fácilmente se dejaron llevar por la propaganda fascista. Por otra parte, no hicieron más que seguir la ley general inherente a las clases medias de todas partes del mundo. El fascismo europeo en pleno auge, y particularmente el nazismo, les proporcionaron un modelo orgánico e ideológico.

Las primeras organizaciones políticas de las clases medias aparecieron en el curso de los años 1933-34, en Egipto y El Líbano. Dos hechos lo explican: Egipto era, y es aún, el país árabe, que contaba con una población más numerosa; y El Líbano, el que tenía mayor contacto con el extranjero. Un maestro egipcio, Hassan El-Banna, fue el autor de la primera versión oriental del nazifascismo, en forma de una cofradía políticoreligiosa, los “Hermanos Musulmanes”. Su doctrina estaba basada en la unificación del mundo musulmán, depuración de las taras y de la corrupción social y retorno a los valores y tradiciones del Islam. En El Líbano, Antun Saadé, creó el “Partido Sirio Nacional”. Su doctrina era estrictamente nacionalista, sin alusión alguna a la religión; su fin político era la reconstrucción del gran reino de Siria, esta vez uniendo Irak, Transjordania y Palestina a Siria y El Líbano, países que englobaban poblaciones enteras de musulmanes, cristianos y judíos. El sentido real de la aparición de estos grupos, junto a las “Falanges Libanesas”, organización juvenil de corte fascista, era la reivindicación de la clase media cristiana y su aspiración a la dirección política del país. El desarrollo cuantitativo de esta clase, colocándola en equilibrio con la burguesía, hacía posible esta pretensión.

El Medio Oriente y la Segunda Guerra Mundial

Entre 1933 y 1936, de la Palestina que debía dar a los judíos, de acuerdo a la declaración Balfour, Inglaterra separó una mitad que transformó en Transjordania. Luego permitió oficialmente a la inmigración judía en Palestina, aunque imponiéndole restricciones de orden diverso. Según las estadísticas de esa época, había en Palestina 600.000 árabes y 300.000 judíos. La inmigración árabe no estaba sujeta a ninguna condición ni límite. Las poblaciones árabes de Palestina y Transjordania reunidas, ciudadanas y campesinas y nómades no llegaban a un millón; los judíos constituían la cuarta parte del conjunto.

A partir de las persecuciones en Alemania, comenzó la organización de la inmigración clandestina judía, que fue adquiriendo mayores proporciones con el incremento de los movimientos antisemitas en Europa. Paralelamente, Inglaterra intensificó las medidas de represión del éxodo judío con el Libro Blanco de 1939, que suponía notables concesiones a los árabes.

La segunda guerra mundial había de provocar un cambio cualitativo en la relación de las fuerzas económicas, sociales y políticas en el seno de los pueblos árabes, así como entre éstos y las potencias coloniales que los dominaban. Dos factores hicieron impacto sobre la totalidad del Medio Oriente, los países árabes en particular, condicionando la evolución general de los movimientos de liberación nacional. Fue, en primer término, la derrota del fascismo internacional, especialmente la de Alemania por el Ejército Rojo, y la aparición de la Unión Soviética como fuerza mundial, a la cabeza del denominado campo socialista, así como la división del mundo entre dos sistemas socio-políticos y económicos diferentes. La entrada del imperialismo norteamericano en la escena del Medio Oriente como potencia rival de Francia e Inglaterra, constituyó el segundo factor que configuró el cambio estructural de la realidad árabe. En el transcurso del año 1943, la independencia de Siria y El Líbano fue oficialmente declarada y reconocida por Francia e Inglaterra. La Conferencia de Teherán, celebrada por los tres jefes de las tres potencias aliadas, Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética, anunciaba la inminente derrota de la Alemania hitlerista y sus aliados, y dejaba entrever la próxima lucha de los pueblos colonizados por su liberación. En el mes de diciembre de 1946, el general Beynet, último representante colonial de la Francia libre en el levante, se embarcó con el último soldado francés en el puerto de Beyrut, sin grandeza ni gloria. La expulsión de Francia, que significó un éxito indudable de Inglaterra en el terreno de la rivalidad imperialista, señaló al mismo tiempo su próxima quiebra y su reemplazo inminente por el poderoso aliado norteamericano cuya ayuda había solicitado. La supremacía inglesa en esta parte del mundo comenzó su declinación definitiva a partir del momento en que los Estados Unidos hicieron su entrada en los campos petrolíferos y políticos del Medio Oriente árabe.

Esta entrada se realiza en el curso e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, en calidad de aliados de Inglaterra, cuyo mantenimiento hubiera sido imposible sin esa ayuda interesada. La etapa de transformación de la solidaridad anglosajona en rivalidad, y luego en franca oposición, duró solamente el tiempo necesario para la eliminación de un enemigo común, el Eje Tokio-Berlín, y de un competidor común, la Francia del general de Gaulle, Este período se extiende, prácticamente, desde 1945-46, época de la expulsión de Francia, hasta 1948-49, en que estalló la guerra judeo-árabe de Palestina, transformada en guerra de la independencia del pueblo judío, que dio el golpe de gracia a la dominación inglesa en el Medio Oriente y provocó el desquiciamiento político y social en todos los países árabes.

La razón principal y directa del desencadenamiento de la lucha entre las organizaciones judías de resistencia a Inglaterra, fue la clausura de las puertas de Palestina a la inmigración judía. Definitivamente aniquilados los ejércitos alemanes, liberada Europa y sus campos de concentración, centenares de miles de judíos que habían escapado a la muerte quedaban en disponibilidad para la inmigración inmediata. Pero la Palestina y sus judíos representaban para Gran Bretaña el instrumento principal en su última tentativa de conservar su dominación en el Medio Oriente y explotar su petróleo. Precisamente en esos momentos, en que elaboraba ya sus planes de colonización postguerra, a través de una alianza concertada con el feudalismo y la burguesía árabe, Inglaterra no podía permitir la creación de un Estado judío en Palestina. Y fue en 1947 en que la lucha tomó un giro decisivo hacia la creación de ese estado, señalando el principio del fin de la dominación inglesa en el Medio Oriente. En el curso de ese año, Inglaterra anunció al mundo su decisión de abandonar su mandato y sus responsabilidades en Palestina. Habiendo agotado todos los medios de su política y de su ejército para vencer la resistencia judía, durante más de dos años, el imperio británico fijó el fin oficial de su mandato: el 14 de mayo de 1948. En la fecha prevista, y mientras el último soldado inglés acababa de abandonar el país, cinco ejércitos árabes pertrechados por Inglaterra, atacaban al pueblo judío de Palestina por cinco frentes distintos. Ese mismo día, en Tel Aviv, Ben Gurión, secretario general de la Central Sindical del Trabajo, anunciaba al pueblo judío y al mundo, el nacimiento del Estado de Israel y la constitución de su gobierno. Con pocas horas de diferencia, el Gobierno de los Estados Unidos, que había ordenado el embargo de las armas destinadas a los judíos, declaraba su reconocimiento de facto del Estado judío, y la Unión Soviética anunciaba su reconocimiento del Estado de Israel “de jure” y enviaba al primer embajador que recibía el nuevo Estado. El conflicto generado entre Inglaterra (potencia mandataria) y el pueblo judío, y la guerra judeo-árabe de 1948, que concluyó con la victoria judía y la constitución del estado de Israel, sólo puede ser explicado como una contradicción insalvable, ya no sólo con el feudalismo árabe o los incipientes movimientos y revoluciones nacional-burguesas en Egipto, Líbano, Siria o Iraq, sino con los intereses imperialistas ingleses, en cuanto al papel de la Palestina judía, como polo de desarrollo capitalista autónomo, enclavado en plena zona de dominación colonial británica. Así como el comienzo de la colonización sionista de Palestina coincidió con el primer movimiento de independencia de los árabes contra el imperio otomano, la victoria de esta colonización es paralela a la intensificación de la segunda fase del movimiento nacional de liberación árabe contra Inglaterra y Francia: la independencia del Líbano en 1943; de Siria en 1946; la intensificación de la lucha nacionalista en Egipto; el gran levantamiento patriótico del pueblo de Iraq contra la monarquía pro-británica, en 1948.

Para Fawwaz Trabulsi, si bien las causas de la participación de los estados árabes en la guerra de 1948, varían de un régimen a otro, sólo pueden ser explicadas dentro del siguiente contexto:

“La clase comercial-financiera gobernante que dominaba el Líbano y la alianza burguesa semifeudal que gobernaba Siria se vieron comprometidas, básicamente, por razones económicas. Su participación en la guerra estaba dirigida, principalmente, a refrenar el poderoso potencial industrial y comercial del Estado sionista. Dos puntos deben tenerse en cuenta aquí: primero, tanto Siria como el Líbano habían desarrollado un amplio sector industrial durante la guerra, que cayó jaqueado por la fuerte competencia de los productos occidentales una vez que la guerra terminó; la sofocante crisis económica resultante fue agravada aún más por la aparición de una poderosa economía judía en Palestina; segundo, Palestina había sido tradicionalmente un mercado para la producción agrícola de Siria, y Haifa el puerto del granero de Hauran. Tanto a los importadores libaneses de productos manufacturados occidentales como a los industriales los bajos derechos aduaneros les permitían vender sus mercancías en el mercado palestino. Con el desarrollo del sector económico judío, Palestina fue virtualmente perdida como mercado en un momento en que las economías siria y libanesa la necesitaban desesperadamente. Entre 1932 y 1945, las exportaciones de Palestina se multiplicaron aproximadamente ocho veces (26.251.000 libras palestinas — 211.914.000 LP), mientras que sus importaciones fueron reducidas aproximadamente a casi la quinta parte (15.178.000 LP — 3.285.000 LP en 1939). El enorme déficit en el balance palestino de su comercio con Siria que ascendía a 965.980 LP en 1939) se redujo a 96,607 LP en 1944. Esto sólo puede ser explicado por un incremento de las exportaciones palestinas a Siria; un intercambio, principalmente, de productos industriales por productos agrícolas. Además, a fines de 1930 el puerto de Haifa se había convertido en la principal salida para las regiones interiores del Medio Oriente, y el tránsito y el comercio se trasladaron rápidamente a él desde el anteriormente dominante puerto de Beirut. La intervención militar siria y libanesa en 1948 fue, sobre todo, el intento de una endeble y subdesarrollada burguesía industrial e intermediaria de recuperar su mercado palestino, o en todo caso, de frenar la amenaza de una comunidad judía europea altamente adelantada”.

Una vez finalizadas las fases principales de la guerra judeo-árabe-inglesa de 1948, comenzaba una nueva etapa histórica. El encadenamiento de los sucesos había conducido a hechos decisivos:

la quiebra de la política inglesa, por la proclamación del Estado de Israel y su ratificación internacional, particularmente su reconocimiento “de jure” por la Unión Soviética y todo el campo socialista, y de facto por los Estados Unidos, a los que siguieron casi todos los países del mundo.

El comienzo del derrumbe de las posiciones inglesas en el Medio Oriente, por el fracaso de sus planes militares y la derrota de los ejércitos de la coalición árabe.

La aparición de los Estados Unidos en la escena política del Medio Oriente, como futuro sucesor del Imperio Británico, y paralelamente la aparición de la URSS, y el bloque de estados liderados por ella, como apoyo efectivo de los movimientos de liberación nacional.

El surgimiento del Estado de Israel como elemento político y militar determinante dentro del marco del Medio Oriente.

La declinación irreversible de la Liga Arabe (Egipto, Siria, El Líbano, Irak, Transjordania, Arabia Saudita y el Yemen) de sus ejércitos, de los regímenes que representaba y de los intereses que defendía.

Dividiendo la guerra de 1948 en dos fases, la primera desarrollada como guerra efectiva y abierta y la segunda con la intervención de las Naciones Unidas, podemos concluir, que si el primer armisticio, había materializado la participación de los Estados Unidos en el conflicto judeo-árabe de Palestina, interponiendo su autoridad en favor de Inglaterra para limitar el desastre de la Liga Arabe a expensas de Israel, el segundo consagró la intervención norteamericana en los asuntos interiores y la política del Medio Oriente en calidad de árbitro y futuro heredero de Inglaterra y de sus posiciones en esta parte del mundo.

La crisis de Suez

La crisis de Suez, que estalló en el transcurso del año 1956, estuvo íntimamente ligada al conflicto judeo-árabe. El ataque fulminante del ejército israelí contra las bases egipcias del Sinaí, seguido de su rápido avance hacia Suez, transformó en guerra el agudo problema económico y político del canal que se extiende, de la ciudad de ese nombre, en el mar Rojo, a Port-Saíd, a orillas del Mediterráneo. Como resultado de la victoria de Israel sobre los países árabes que participaron en la guerra de Palestina, comenzó una nueva fase en la lucha librada por todos los pueblos del Medio Oriente por su liberación, fase caracterizada por una sucesión de agitaciones sociales, golpes de Estado y revoluciones abortadas. El derrocamiento de las clases o grupos de coalición que detentaban el poder y su reemplazo por otros, fue la manifestación concreta de esos movimientos; independientemente de su desarrollo y ritmo distintos, todos ellos tuvieron en común los mismos procesos sociales que condicionaron su evolución posterior, expresados en la declinación o caída definitiva del feudalismo, el ascenso de las clases medias y el despertar de la conciencia política de las masas populares; el reemplazo de la influencia británica por la norteamericana y la influencia ideológica creciente de la URSS sobre las masas populares, las clases medias e incluso un sector de la burguesía “ilustrada”. La ofensiva israelí contra las bases egipcias del Sinaí respondía a dos objetivos esenciales: la destrucción de las bases de infiltración de comandos árabes de sabotaje (Feddayin), instalados en el reducto de Gaza y en el Sinaí, así como la del ejército regular egipcio que Nasser (ascendido al poder en 1952, luego del derrocamiento del gobierno monárquico de Faruk), había concentrado en la frontera de Israel, con gran cantidad de equipo militar soviético. Y, por otra parte, la destrucción de las bases de artillería egipcia establecidas a lo largo del golfo de Akaba, desde donde bloqueaban el paso de los barcos israelíes que servían las vías comerciales marítimas entre el puerto de Eilath y los países de Asia y Africa. La crisis de Suez germinó pues en el transcurso de los años 1953-54.

Una vez finalizada la guerra de 1948, Israel trató de lograr el reconocimiento de las potencias internacionales sobre sus conquistas territoriales y obligar a los árabes a la aceptación del statu quo. Inglaterra, Francia y los Estados Unidos reconocieron el statu quo sionista en la declaración Tripartita de 1950, la cual sancionaba los términos del armisticio de 1949; pero los árabes se negaron a aceptarlo a menos que Israel reincorporara a los refugiados palestinos. Las potencias occidentales, ante el intento judío de lograr el reconocimiento de los países árabes, trataron de inducir a los mismos a la firma de un pacto antisoviético. Estas potencias enfatizaban el comunismo como el principal enemigo, pero sin embargo, ante la presión de crecientes movimientos nacionalistas, los paises árabes miraban a Israel como una amenaza mayor. Además, ninguno de ellos afrontaba ninguna amenaza comunista real interna, con la excepción de Irak que tenía un gran Partido Comunista y que fue el único país árabe que se unió al Pacto antisoviético de Bagdad. Obligados por las incursiones armadas judías en sus territorios —que perseguían el objetivo de forzar a los países árabes a la firma del pacto antisoviétíco— estos recurren a la ayuda militar occidental, que tendía a conducir necesariamente a la aceptación de la hegemonía de occidente en el Medio Oriente, el reconocimiento del Estado de Israel, y la firma del Pacto de Bagdad. Rechazando esta condición, Egipto se volvió hacia el bloque soviético y el control occidental sobre el suministro de armas fue roto. Simultáneamente la superioridad militar judía fue desafiada. La agresión tripartita contra Egipto en 1956 fue la consecuencia de las medidas “estatistas” de la burocracia gobernante de este país, en contra de los intereses de Gran Bretaña, Francia e Israel. Trabul si ha sugerido que

“si el convenio de armas checo de 1955 puso fin al chantaje de armas occidental, la nacionalización del canal de Suez luego de la negativa de Gran Bretaña, el Departamento de Estado y el Banco Mundial de financiar la construcción de la represa de Assuan, puso fin al chantaje ‘económico’ occidental”.

Inglaterra y Francia perdieron uno de sus baluartes económicos y estratégicos más importantes en la zona, mientras los egipcios recobraron una importante fuente de ingreso nacional (la percepción de los derechos de paso brindaba a Egipto una recaudación anual estimada en 400 millones de dólares). A pesar de la derrota militar a manos de las fuerzas franco-británicas-israelíes, Egipto, y con él el nacionalismo pequeño burgués, surgieron victoriosos en toda la zona. La década siguiente registra la lucha, logros y límites de esta nueva clase dirigente nacional.

Las revoluciones nacional-burguesas

El curso de la revolución árabe durante la década 1957-67, está marcada por los siguientes importantes sucesos: la formación de la República Arabe Unida entre Siria y Egipto en 1958, su disolución en 1961 y el advenimiento al poder de un régimen “monetario feudal”, contrarrevolucionario, 1961-63; la doctrina Eisenhower, la guerra civil en el Líbano, 1958-59; la revolución iraquí de julio de 1958 (derrocamiento de la monarquía Hashemita y el colapso del Pacto de Bagdad, para ser reemplazado más tarde por el CENTO sin participación árabe); la declaración de la República Septentrional de Yemen y la guerra civil en 1962 con la implicación militar egipcia y saudita; el surgimiento del nasserísmo, exactamente, luego de 1961 (las nacionalizaciones y la Constitución Nacional); el advenimiento del Baath al poder político en Siria, 1963 (y el efímero primer régimen baasí en Iraq, 1963-69). Durante este período, el imperialismo norteamericano reemplazó a los imperialismos francés e inglés en tres países árabes: el Líbano, Jordania y Arabia Saudita. Económicamente, Inglaterra tuvo que asumir involuntariamente el papel de socio menor en la explotación económica de Medio Oriente. Después de la revolución iraquí de 1958, el dominio británico fue restringido al Golfo y al Yemen Meridional donde el movimiento de liberación alcanzó su primera victoria con el surgimiento de la República Democrática Popular del Yemen Meridional en 1967, y donde la lucha anti-británica continúa todavía en Omán, Muscat y Zafar. La influencia francesa en el Medio Oriente árabe estaba en su más profunda decadencia durante la guerra de liberación nacional de Argelia; comenzó a recobrar su influencia y contrajo nuevos intereses lentamente luego de 1962, y a un ritmo sorprendentemente rápido después de junio de 1967. Podría decirse que el carácter predominante de los movimientos nacional-burgueses en el Medio Oriente árabe, está dado por los dos regímenes que lo representan: el nasserismo en Egipto, y el Baath en Siria.

Ambos, el Baath y el nasserismo son, predominantemente, los movimientos de la pequeña burguesía de los centros urbanos del Medio Oriente. Como movimiento, concretizan el deseo de lograr la “revolución nacional burguesa”: independencia política, reforma agraria burguesa y estatismo. Su acción es el resultado del fracaso de las clases que, originariamente dirigieron la lucha de independencia para alcanzar aquellos objetivos. El nasserismo en Siria se desarrolló, principalmente, como una reacción contra el régimen secesionista reaccionario de 1961-63, el cual desnacionalizó las grandes empresas capitalistas y, virtualmente, saboteó la reforma agraria. Este movimiento atrajo grandes sectores de la clase media mercantil y artesanal que prosperaron durante la RAU, como así también, campesinos, estudiantes y algunos de los remanentes de los partidos sirios: el Partido del Pueblo, el Partido Nacional y el Baath. Era, sin duda, un movimiento de masas, pero estaba desorganizado, era fragmentario, espontáneo y se apoyaba sobre uno de los medios de cambio político —el golpe de Estado militar— que, virtualmente, señalaba a las masas un papel subsidiario y reflejaba un rasgo constante del nacionalismo pequeño burgués: la desconfianza en la acción de masas como un medio de cambio social y político. En el Líbano, los movimientos nasserista y Baath surgieron dentro de los límites de la tradicional estructura confesional libanesa; eran y son aún representativos de sectores de la pequeña burguesía urbana (el Baath comanda algunos adictos entre la intelectualidad del Líbano Meridional). En Irak, el movimiento nasserista y el Baath surgieron dentro de una coyuntura totalmente distinta: la reacción al comunismo alcanzó su apogeo en 1958-59 bajo Kassem. Consecuentemente, ellos reunieron y fueron, incluso, dirigidos por jefes de tribus, terratenientes y capitalistas. El movimiento nacionalista en Irak tiene sus más profundas raíces históricas en el desdoblamiento político-cultural que gobierna la vida política iraquí desde 1920: el cisma entre el movimiento nacionalista (cuya base es, sobre todo, el predominante Sunni-Bagdad basado en estratos administrativos y los intereses comerciales y terratenientes del este y del norte) y el movimiento social-reformista de una “burguesía nacional” y el sur.

Según Fawwaz Trabulsi

“la ideología del Baas es una función de los elementos socialmente heterogéneos que contenía, especialmente en su período formativo en Siria. Una mezcolanza ecléctica de tres consignas principales: Unidad (unidad árabe), Libertad (significando esencialmente, democracia burguesa y liberación nacional) y Socialismo (reforma agraria burguesa, nacionalización de las grandes empresas, respeto por la propiedad privada y el derecho de herencia)”.

La esencia de la forma más reciente de ideología nasserista es el rechazo de la dictadura de cualquier clase sobre la sociedad y una política de “abolición pacífica de las diferencias de clase sin lucha de clases sangrienta”. Tanto el Baath como el régimen nasserista tienen en común el hecho de ser los regímenes de una aburguesada minoría privilegiada de origen pequeño burgués que se ha fusionado con los restos del viejo orden social (burócratas, ex directivos de empresas nacionalizadas, etc) y que se apropia del excedente del producto nacional a través de su control sobre la maquinaria burocrático-militar del Estado. A diferencia de la burocracia de los países socialistas, esta minoría privilegiada es una clase social en todo el sentido del término. Posee los medios de producción en agricultura, la industria de la construcción, la industria pequeña y mediana; posee capital en el comercio interno, en la usura y la provisión de obras públicas, al mismo tiempo que controla el sector público a través de su poder de decisión económica sobre él.

Temerosos de “sacrificar la generación presente en interés de la próxima” (Nasser), semejantes regímenes realizan formidables exacciones sobre la generación presente. Las estadísticas revelan que: el 1% de la población rural en Egipto se apropió, en 1966, del 25% del ingreso agrícola; mientras el 50% no se apropió más que del 20% de este ingreso. El ingreso anual de la primera categoría es de 718 libras egipcias; mientras que el de la segunda es de 13 libras egipcias. En Siria, donde las estadísticas son escasas, el 50% de la población rural no tiene tierras después de una década de reforma agraria.

Si el desarrollo capitalista árabe requiere una clase hegemónica o un bloque social que pueda conseguir este desarrollo, entonces claramente, el nacionalismo pequeño burgués no ha sido ni puede ser semejante fuerza hegemónica. Porque está basado sobre una clase sin unidad interna la cual, en el control político, tiende a producir minorías privilegiadas que se separan de su medio ambiente pequeño burgués para convertirse en una burguesía estatal.

La “Guerra de los seis días” reveló todas las contradicciones y limitaciones de los regímenes de la burguesía estatal en el Medio Oriente árabe y acarreó el comienzo de su final como regímenes nacionales hegemónicos “antisionistas” y “antiimperialistas”.

La Guerra de los seis días

La etapa abierta con posterioridad a la agresión de Suez en 1956, y la “tregua” que aparentemente se estableció en Medio Oriente hasta junio de 1967, aparece como el período clave en el análisis de esta contienda, pues en el mismo, se originaron profundas modificaciones en este crítico foco de tensión mundial, que afectaron la estructura económica y de clases de los respectivos países como así también su política exterior e interior.

Israel, luego del conflicto de 1956, comenzó una etapa de desarrollo económico sostenido, que a la par que tendía a convertirla en la más avanzada nación capitalista de Medio Oriente, desplazando en este plano al conjunto de los países árabes, le permitía una cierta independencia, en el concierto mundial de naciones, en una etapa caracterizada por la pérdida relativa de autonomía —incluso en el caso de países capitalistas avanzados—, y por la puja entre bloques de estados. Así en la década 1950/60, la economía israelí creció a un ritmo del 10,3% anual, con una de las más altas tasas de crecimiento mundial para ese período; paralelamente la producción industrial comenzó a desarrollarse vertiginosamente a partir de 1958, pasando de un índice 52 para ese año, a 67 en 1960, 88 en 1962 y 114 y 125 para 1964 y 1965 respectivamente. No poca importancia le cupo al capital extranjero en este desarrollo, halagado, atraído y recompensado por el gobierno del Estado de Israel. Para “Time” (9/6/1967) el total de capital extranjero ingresado en Israel se cifra en 4.422 millones de dólares, correspondiéndole más de 2.000 millones a donaciones privadas solamente y 1.600 millones a la ayuda norteamericana. Como dato comparativo, la suma del “Time” es igual a tres veces el presupuesto nacional de la República Argentina para ese año —1967—, cuya población es ocho veces mayor que la de Israel.

Vera Micheles Dean, en su libro sobre el mundo no occidental, destaca que a pesar del poder de la central sindical, ya en 1957 el 80% de la industria israelí era privada. Estas características económicas tienen un inevitable costo social: el desempleo, la proliferación huelguística (Aarón Becker, secretario de los sindicatos, admitió que en 1965 hubo dos veces más huelgas que en 1964; anotemos que crecen las huelgas “salvajes”, o sea, las cumplidas contra la voluntad de los jerarcas), la depresión de los salarios (la solución de David Horowitz, del Banco de Israel, reposa sobre la reducción de los salarios), y el achicamiento de la participación de los trabajadores en la distribución de la renta nacional. Eric Rouleau mostró que el 10 privilegiado de la sociedad israelí (acapara una parte de la burguesía nacional y extranjera) y el corresponde al 50% de los ciudadanos de Israel, siendo estos la base de la pirámide social. Son estos hechos, (consecuencia inevitable de toda fase de acumulación de capital, que no puede apoyarse únicamente en la importación de capitales, sino, y fundamentalmente en la superexplotación del propio proletariado por parte de burguesía nacional y extranjera) y el desaceleramiento y descenso relativo del crecimiento económico de Israel, verificado entre 1965 y 1967 (de un índice 125 en 1965, solo ascendió a 127 en 1966 para decaer a 123 en 1967) los que podríamos definir como las causas estructurales, que expresándose en un acrecentamiento de las contradicciones de clases dentro del mismo estado llevaron a la burguesía y el gobierno israelí a una situación de crisis interna, en la cual las tendencias militaristas y expansionistas comenzaron a ganar terreno, sobre todo a partir de la propaganda anti-sionista de los dirigentes árabes y sus reiteradas amenazas de “echar los judíos al mar”. Los mismos estados árabes, a su vez, no escaparon a las leyes universales del capitalismo moderno. Paralelamente al desarrollo del Estado de Israel, y casi dentro de la misma década (1950/1960), los distintos países árabes, y sus atrasadas burguesías, producto de años de dominación colonial, vieron, a partir de las revoluciones burguesas acaecidas tardíamente en esta parte del mundo, el ascenso de una burocracia militar de origen pequeño burgués, que, encaramándose en el poder en los distintos estados, tomaba en sus manos la tarea de incorporar al atrasado mundo islámico a la lucha por el predominio económico y político dentro del mundo capitalista. Aquí también, como en el caso de Israel, se encuentran las causas estructurales, que independientemente de otro tipo de factores de orden político e internacional, determinaron los pasos previos a la guerra de junio de 1967. Entre los países que tuvieron un papel más destacado en la guerra, y por consiguiente, aquellos que perdieron más hombres, equipo y armas, se ubica principalmente Egipto, cuyo saldo en la contienda fue la destrucción o apropiación de todo el material bélico ultramoderno de origen soviético, incluidas las bases de lanzamiento de cohetes SAM emplazadas en la península de Sinaí, la anexión de todo este territorio a Israel, la pérdida de la franja de Gaza, el control militar del golfo de Akaba y de la margen oriental del Canal de Suez, y en consecuencia, la pérdida de las divisas que reportaba el derecho de pasaje por el Canal. En Egipto, a partir de 1958, se produce un crecimiento muy importante de la producción industrial en forma ininterrumpida hasta 1965, coincidente casi exactamente con el ciclo económico de la industria judía. El gobierno de Nasser encara un plan de reequipamiento e incentivo de la producción industrial —a expensas de la agricultura— que hace crecer a la misma de un índice 16 en 1953 y 37 en 1958, a 52 en 1960 y 77, 116 y 121 en 1962, 1964 y 1965 respectivamente. Por ejemplo, en el período 1962/66 el producto bruto interno creció a un ritmo del 4,9% anual, índice considerable si tenemos en cuenta que la industria en el mismo período creció a una tasa media anual del 4,7% mientras que la agricultura, a sólo el 2,5% anual. En millones de dólares esto representó 3.061 millones en 1958, 4.331 millones en 1963 y 5.490 millones de dólares en 1965. A diferencia de Israel, Egipto, o más particularmente, la burguesía egipcia, no contó ni con el imprescindible aval que significa la inversión de capitales externos en su etapa de acumulación de capital en industria, ni con el respaldo de una poderosa industria petrolera (como es el caso de Iran, Irak o Libia, que figuran entre los más grandes productores de petróleo del mundo), que le permitiera trasladar las divisas de su explotación a otras ramas de la economía. Sólo estuvieron presentes los intereses de la URSS en Medio Oriente y su aporte nada despreciable en la construcción de gigantescas obras de infraestructura. Por el contrario, el crecimiento económico y el desarrollo industrial se realizaron a expensas del proletariado urbano, en primer lugar y de los sectores más bajos de la pequeña burguesía y el campesinado, creando una gigantesca masa de desocupados, bajos salarios, escasez de bienes de consumo primarios, etc.; con el consiguiente agravamiento de las contradicciones sociales y entre la gran masa de trabajadores y el estado. A este proceso viene a agregarse una etapa recesiva en la economía egipcia, abierta en 1965, y que habría de durar dos años, hasta pasada la guerra de junio. La producción industrial mermó considerablemente, teniendo en cuenta la empinada curva ascendente que acompañó su desarrollo hasta ese año. De un índice 121 en 1965, decayó a 117 en 1966 y a 115 en 1967, alcanzando y sobrepasando nuevamente su anterior nivel en 1968, en que llegó a 131. La producción agrícola y en particular la de productos alimenticios creció muy lentamente entre 1965 y 1967, de 103 a 105, mientras que la población aumentó de 30.075.858 habitantes en 1965 a 31.693.000 habitantes en 1967.

Estos hechos, operados a nivel de la estructura económica, determinaron el exacerbamiento de los conflictos de clases en ambos estados y a la par que estimularon las tendencias expansionistas y militaristas en Israel, acrecentaron la propaganda antisionista árabe, actuando como válvula de escape en los mismos a la crisis interna que se avecinaba. Israel, por un lado, ambicionaba desde mucho tiempo, el territorio que se extiende hasta la margen occidental del Jordán y la franja de Gaza, territorios ambos que por mandato de las Naciones Unidas en 1948 tenían que pasar a constituir un estado palestino independiente (en “tenencia” de Jordania y Egipto, respectivamente), y la península del Sinaí, por varias razones: controlarla militarmente hasta la margen oriental de Suez, significaba garantizar la libre navegación de sus buques por el canal y el golfo de Akaba; por otro lado la península era la base de operaciones más importante de la guerrilla palestina, cuyas primeras acciones en territorio israelí habían comenzado en 1965, y donde se encontraba instalado gran parte del ejército egipcio, con cuerpos blindados e instalaciones de cohetes y artillería; y por último, un motivo de índole económica era la existencia de una importante reserva petrolífera en la península, semi-explotada hasta ese momento por Egipto. Para ilustrar este último hecho, baste señalar que la producción de petróleo judía que en 1966 alcanzaba solamente a 188.000 toneladas métricas, saltó bruscamente a 1.249.000 en 1967 y a 2.142.000 toneladas métricas en 1968, correspondiendo en ambos casos a la extracción de petróleo en el Sinaí, la cantidad de 1.115.000 y 2.030.000 toneladas métricas respectivamente.

El régimen nasserista de Egipto había estado sujeto al fuerte chantaje de la reacción árabe, especialmente de Arabia Saudita y Jordania, por la pasividad de su posición respecto de Palestina desde 1957. Las gestiones que hizo Nasser para exigir la retirada de Egipto de las tropas de la UN, la concentración de tropas sobre la frontera de Israel y, finalmente, para cerrar el Golfo de Akaba a la flota israelí sólo puede ser entendida dentro de este contexto. Durante la crisis desatada a raíz de estas medidas, Johnson (en ese momento presidente de los EE.UU.) había requerido dos veces al Pentágono que se le informara sobre el equilibrio del poder militar entre el Estado árabe e Israel y dos veces recibió la misma enfática respuesta: si la guerra comenzaba, Israel conseguiría una victoria decisiva en unos pocos días por medio de una acometida de acorazados e incursiones aéreas contra Egipto; aún cuando Israel no iniciara el primer ataque ganaría de todos modos la guerra.

Las previsiones del Pentágono se vieron confirmadas. A través de un impresionante “blitzkrieg” que duró solamente seis días, con tropas mejor entrenadas y con un armamento superior, el ejército y la aviación judía, actuando por “expansión” en un golpe relámpago, contra un enemigo disperso en varios frentes, aunque numéricamente superior (ver recuadro) barrieron literalmente a las fuerzas árabes. La guerra árabe “defensiva” llevada a cabo por ejércitos regulares fue una parodia. Al aceptar el cese del fuego después que el principal ataque israelí hubo terminado, los Estados árabes sancionaron su propia derrota. El problema palestino que había servido a los distintos regímenes árabes para justificar su apropiación del producto excedente de los obreros a través de la maquinaria militar-burocrática del Estado (el régimen del Baath en Siria se jacta de que el 60% del presupuesto sirio está destinado a hacer frente a gastos de defensa), se desvanecía como un sueño en la conciencia de las masas árabes; el mito de “los cien millones de árabes contra los dos millones de judíos” con que habían arrullado sus ilusiones de una fácil victoria militar, caía hecho trizas.

La “Guerra de los seis días” reportó a Israel un valioso “botín” de guerra. No solamente todo el territorio de la península del Sinaí fue arrollado por los blindados judíos, sino que además cayó en sus manos la casi totalidad del material de guerra de origen soviético, la ocupación de Gaza, de la zona que se extiende hasta el Jordán; el control del golfo de Akaba; las alturas de Golán, base de emplazamiento de la artillería siria, juntamente con el control militar de la margen oriental del Canal de Suez, pasaron a formar parte de su patrimonio.

El problema palestino

De los 650.000 árabes que vivían en Palestina antes del éxodo consecutivo a la guerra entre Israel y la Liga Arabe de 1948, 150.000 permanecieron en sus hogares. Los países “hermanos” no recibieron como tales a los 500.000 árabes que huyeron de la zona de conflicto, llevados por el pánico. El gobierno libanés exigió un impuesto de entrada al país de 25 libras libanesas (8 dólares) por cada adulto palestino que llegaba a su territorio en busca de asilo.

Para evitar la revelación de ciertos hechos sobre la realidad palestina, las autoridades de los distintos países árabes instalaron a los refugiados en campos militarmente controlados, procurando aislarlos de las poblaciones locales. Las masas de refugiados pobres, fueron recluidas en verdaderos campos de concentración, semejantes a los que conocieron los republicanos españoles que, huyendo del terror franquista, llegaron al puerto “republicano” del Frente Popular francés.

Si bien en 1948, la puja por el liderazgo político entre los regímenes árabes en el Medio Oriente, pasaba por retomar las banderas de la liberación palestina, y por el retorno masivo de los refugiados a sus tierras, bien pronto las nuevas condiciones creadas a partir de las revoluciones burguesas en el atrasado mundo islámico, alteraron los términos en que estaba planteado este conflicto. La industrialización acelerada, la puja intercapitalista, junto con la aparición y desarrollo de nuevas clases sociales, fundamentalmente de un proletariado urbano concentrado en las principales ciudades árabes, tornaron peligrosas las posturas “revolucionarias” de los dirigentes árabes. La lucha “antiimperialista” y “antisionista”, había sido el instrumento principal con el cual las monarquías reaccionarias se habían opuesto al desarrollo del capitalismo en el Medio Oriente; ahora, con el poder en manos de los representantes de una joven burguesía en ascenso, el problema palestino adquiría una función esencial: desviar la atención de la lucha de clases interna. Para esto necesitaban, no sólo tener el control absoluto de la lucha del pueblo palestino, sino fundamentalmente, mantener la existencia física de esta comunidad que se hacinaba en los campamentos de refugiados, impidiendo la integración social y económica a sus respectivos países.

Este control que subordinaba la lucha de los palestinos a los intereses de los regímenes árabes, determinó el surgimiento de organizaciones armadas palestinas independientes, en la medida que los gobernantes de los países árabes estaban más obligados a atender las necesidades de sus propios países, que las del pueblo palestino, En realidad, las mayores organizaciones palestinas habían existido desde antes de la “Guerra de los seis días”. El núcleo de Al-Fatah estaba constituido ya a fines de la década del 50 y lanzó su primera operación militar el 14 de enero de 1965. La Organización de Liberación Palestina fue constituida durante las reuniones cumbre de 1964 y 1965. Alrededor de la misma época, la rama palestina del Movimiento Nacionalista Arabe estableció sus propias formaciones militares que, más tarde, adquirieron el nombre de Frente Popular para la Liberación de Palestina (del cual se desprendió un sector “marxista” en febrero de 1969 para formar el Frente Democrático Popular).

Después de la guerra de junio han ocurrido cambios radicales, en cuanto a la situación de los refugiados. La mayoría del pueblo palestino está ahora bajo la ocupación israelí: 1.565.000 de personas, o sea el 65% del total. En Jordania, la proporción entre refugiados y no refugiados es de 2:1. Sin embargo, la casi totalidad de esta población sigue impedida a través de métodos compulsivos, de integrarse económica y socialmente a un medio geográfico-político determinado: en las tierras que teóricamente les corresponden a Palestina (Cisjordania y Gaza), según el plan de partición de la ONU, por estar ocupadas militarmente por Israel; en los distintos paises árabes en donde se encuentran refugiados, por los intereses de los dirigentes islámicos en mantener el problema palestino tal cual existe actualmente.

De los 2.350.000 habitantes a que ascendía el pueblo palestino en 1966, 1.339.500 se apiñaban en los campamentos de refugiados ubicados en los países árabes linderos con Israel; esto significa que desde 1948 el número de habitantes concentrado en estos campamentos creció en 839.500 personas (168%). Estos centenares de miles de nuevos habitantes, que no conocen otros bienes que sus carpas, no constituyen —ni pueden constituir— una fuerza social con intereses propios, en el sentido de que no son una clase, ni un sector social con una inserción específica en una determinada estructura productiva. Su unidad no está dada en base a intereses económicos comunes -lo que determinaría una situación de clase y por ende una cierta forma de conciencia social—, sino que está ejercida por métodos compulsivos, ya sea por parte de Israel, ya por los intereses de los Estados árabes, ya por el misticismo religioso de la reaccionaria ideología islámica. No es de extrañar, pues, que esta abigarrada composición humana constituya un caldo de cultivo favorable para la propaganda antisemita de los gobiernos árabes, y una excelente fuente de reclutamiento de la guerrilla palestina.

La pequeña burguesía palestina desempeña en el presente, un papel predominante en la conducción de las organizaciones armadas árabes del Medio Oriente. Desplazada progresivamente por el avance del capitalismo, en los países árabes donde reside, bloqueadas sus posibilidades de ascenso social, esta clase en descomposición juega en este caso, el mismo papel reaccionario que permanentemente ha jugado en la historia de la humanidad bajo el capitalismo. Ansiando un poder que no puede llegar a conquistar, y temerosa de la fuerza social de otra clase en pleno desarrollo —el proletariado—, a la cual, día a día, sin embargo tiende a integrarse, no tiene otra salida para defender sus intereses económicos enajenados, que recurrir al descontento social de esa gigantesca masa en posible tránsito —si no va—hacia el lumpen-proletariado que constituyen los campamentos de refugiados palestinos.

Tan pronto como el control del problema palestino comienza a escapar de las manos de los dirigentes árabes, la pequeña burguesía, sobre todo la intelectualidad de la misma, se coloca al frente del movimiento levantando reivindicaciones económicas antiimperialistas y una ideología nacionalista que se apoya, algunas veces, en el antisemitismo. Su lucha intenta encontrar bases materiales en las banderas de la “autodeterminación nacional”. Pero aquí, estas banderas son levantadas por un sector social con intereses retrógrados y en nombre de una masa de desposeídos. Lenin, a propósito de la autodeterminación de las naciones, señala que,

“en todo el mundo, la época del triunfo definitivo del capitalismo sobre el feudalismo estuvo ligada a movimientos nacionales. La base económica de estos movimientos estriba en que, para la victoria completa de la producción mercantil, es necesario que la burguesía conquiste el mercado interior, es necesario que territorios con población de un solo idioma adquieran cohesión estatal”.

Por ello, todo movimiento nacional tiende a la formación de Estados nacionales, que son los que mejor responden a las exigencias del capitalismo moderno. A partir de aquí, por autodeterminación de las naciones, para Lenin, se entiende su separación estatal de las colectividades nacionales extraña, la formación de un Estado nacional independiente. El significado histórico concreto del concepto de autodeterminación, en el caso del pueblo palestino, adquiere, sin embargo, un carácter diferente al de otros ejemplos históricos, dadas las particularidades que presenta su estructura de clases. La burguesía y la pequeña burguesía palestinas, en su mayoría integradas en el ámbito socioeconómico de los distintos países árabes, levantan el derecho a la autodeterminación nacional de su pueblo, como forma de mejorar su situación de clase, buscando incorporar a su patrimonio “nacional” las ricas regiones de Cisjordania y Gaza (actualmente en poder de los israelíes), y los importantes intereses económicos que tienen concentrados allí, sin por eso, dejar de participar junto a las burguesías jordana, egipcia, siria, libanesa, etc., de la explotación del proletariado árabe de esos países. La inexistencia de una clase obrera palestina (al menos radicada en importantes concentraciones y con fuerte peso social), y el hecho de que el sector social más importante de esta comunidad lo constituyan los campamentos de refugiados de extracción lumpenproletaria, transforma el derecho a la autodeterminación —en este caso—, en una reivindicación que sólo sirve a los fines de la burguesía palestina (única clase social palestina con intereses definidos en el problema nacional) y cuya concreción tiende a oponer necesariamente al conjunto de las sociedades árabe y judía, o al menos a sus clases dominantes.

La interpretación leninista en torno al problema de la autodeterminación, entiende que, en tanto que los intereses de la liberación de varios pueblos grandes están por encima de los intereses del movimiento liberador de las pequeñas naciones, la clase obrera mundial, no puede ser partidaria de la guerra entre las grandes naciones, de la matanza de millones de hombres, en aras de la liberación “problemática” de un pueblo pequeño integrado a lo sumo por no más de 2 ó 3 millones de habitantes. Y sigue,

“mas no porque hayamos eliminado de nuestro programa la igualdad nacional completa, sino porque los intereses de la democracia de un país deben ser supeditados a los intereses de la democracia de varios y de todos los países (…) el proletariado no puede apoyar ningún afianzamiento del nacionalismo; por el contrario, apoya todo lo que contribuye a borrar las diferencias nacionales y a derribar las barreras nacionales, todo lo que sirve para estrechar más y más los vínculos entre las nacionalidades, todo lo que conduce a la fusión de las naciones”.

Hoy, a más de medio siglo del Mandato Británico, el problema de Medio Oriente continúa perturbando la paz del mundo, agravado por nuevos hechos como el de los refugiados, la anexión de territorios por parte de Israel, las acciones armadas de los comandos árabes, el cierre permanente del Canal de Suez, etc., sin que hasta el momento las múltiples negociaciones emprendidas hayan podido fructificar en una solución total o parcial del conflicto. A pesar de las propuestas de paz de ambos bandos, a pesar de los debates en la ONU, los intrincados matices que presentan las diversas posturas, parecen expresar en los intereses que reflejan el alcance real de estas posiciones “mediadoras”. Para los gobiernos árabes, tratar directamente con las autoridades israelíes es de por sí una concesión inadmisible, ya que no sólo han negado desde su surgimiento el derecho de Israel a existir como nación independiente y soberana en un trozo de territorio al que consideran ocupado por intrusos, sino que además se sienten ultrajados por la derrota militar de junio de 1967, en que perdieron vastas extensiones de territorio en menos de una semana. Los militares árabes están ganados por la idea del rechazo a la legitimidad del interlocutor: para ellos, que son quienes detentan el poder real en sus países, el Estado de Israel no debe ser admitido, sino eliminado. Aunque no todos compartan esta utopia, ella tiene su explicación en la realidad política de los países árabes. Es difícil que subsista un líder político árabe —el único hubiera sido Nasser— que acepte negociaciones que impliquen el reconocimiento incondicional de la soberanía israelí. El problema entra así en un aparente callejón sin salida, ya que las propuestas israelíes de negociación directa sin condiciones previas están para los árabes basadas en situaciones de fuerza obtenidas por la vía de las armas con el respaldo de los Estados Unidos. Este hecho implica para el nacionalismo árabe un condicionamiento que excluye la posibilidad de sentarse alrededor de una mesa con los representantes del Estado judío.

Egipto ha contestado siempre a las iniciativas de Israel con expresiones públicas de su deseo de negociar indirectamente, a través de diversos intermediarios (como las Naciones Unidas o el gobierno norteamericano, pero se ha enfrentado invariablemente con la exigencia israelí de tratar en forma directa y no de informar previamente de las concesiones que haría para la reapertura provisoria del Canal de Suez, primer paso de un posible acuerdo global futuro. De la base de esta encrucijada político-histórica, que ha hecho de Medio Oriente uno de los polvorines del mundo contemporáneo, emerge como una clave básica el carácter traumático que tuvo para los árabes el surgimiento mismo del Estado de Israel.

BIBLIOGRAFIA

Trabulsi, Fawwaz, La Revolución Palestina y el Conflicto árabe-israelí, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 14, Córdoba, 1970.

Lenin, V. l., Problemas de política nacional e internacionalismo proletario, Ed. en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1961.

Abdel-Kader, A. R. Historia del conflicto judeo-árabe, Editorial Futuro, Bs. As., 1962.

Marx, Lenin, Trotsky, A. León; El marxismo y la cuestión judía, Ediciones Plus Ultra, Bs. As., 1965.

Kinder, H. y Hilgemann, W., Atlas histórico mundial, JI t., Ediciones Itsmo, Madrid, 1971.

Naciones Unidas, Statistical Yearbook, Nueva York, 1970.

Varios Autores, El conflicto árabe-israelí, Ed. KL, Bs. As., 1967.

Colección del diario “La Opinión”, Bs. As., 1971/72.

Palestina desde sus lejanos orígenes

Contrariamente a lo que la realidad actual de Medio Oriente parece demostrar, todos los historiadores, todas las historias coinciden en cuanto a la identidad del origen étnico de judíos y árabes. Cuatro o cinco mil años atrás, tribus semitas habrían abandonado la región del Tigris y del Eufrates para emigrar hacia el Oeste. Una parte de aquéllas, conducida por Abraham, se estableció en Palestina. Fueron los hebreos. La otra parte, origen de los árabes, se dispersó en el desierto. Los hebreos debieron su nombre al término árabe “eber”, en hebreo “ever” (más allá). Es decir más allá del Jordán, frontera natural entre el desierto y la Palestina. Los árabes tomaron su nombre de la palabra semita “araba” que designa el gran desierto. El establecimiento de los hebreos en un terreno accidentado, apto para la agricultura, favoreció su transformación de pastores nómades en pueblo sedentario, mientras que la diseminación de los árabes por el desierto los condenó a la condición perpetua de tribus nómades, menos en el extremo sur de Arabia favorable al cultivo, donde fundaron el antiguo y floreciente reino de “Sabá”. Durante el período histórico anterior al nacimiento del judaísmo no existió una distinción formal entre ambos grupos de tribus. Ninguna frontera impenetrable separaba la Palestina del desierto y el continuo tránsito de tribus y subtribus fue mezclando las dos poblaciones. Desde entonces acá, y a pesar de la transformación de hebreos y árabes en pueblos distintos de ideologías diferentes, sus historias jamás han cesado de entrelazarse.

El desierto de Arabia ha derivado siempre su excedente de población hacia las costas fértiles del Mediterráneo. El éxodo hacia el norte era la solución más accesible cuando la escasa producción natural de la campiña agreste del desierto amenazaba la subsistencia de familias y ganados. Pero los gobernadores de las provincias del imperio romano, dominador absoluto en la época, de la región, al este del Mediterráneo, tenían un sentido agudo de la propiedad privada. Cercaron sus provincias con fortificaciones que iban desde el mar Rojo hasta el golfo Pérsico. Los desiertos de Arabia se transformaron así en una vasta prisión para esas poblaciones compuestas de una gran mayoría de tribus árabes, una minoría de tribus cristianas y judías agrupadas en el Yemen, y algunas tribus judías en Hedjaz, en torno a Medina. El aislamiento del desierto privaba a los árabes de sus medios económicos básicos. Criadores de camellos, los árabes eran también comerciantes. Sus caravanas, verdaderos trenes de esa época, establecían las relaciones comerciales entre Africa, Europa y Asia a través del Medio Oriente. Las ricas tribus comerciantes de La Meca, de entre las que habría de surgir más tarde el Profeta de los árabes, estaban acorraladas por la dominación romana, condenadas a la ruina. Son estos los antecedentes básicos del nacimiento del islam que habría de seguir al del cristianismo, seis siglos más tarde. El desarrollo del cristianismo correspondió a la época de la decadencia del sistema de esclavitud en el imperio romano y de la gestación del sistema feudal. La muerte del paganismo romano, ideología acorde con el sistema económico esclavista y su sociedad suscitó la necesidad de una nueva ideología conforme a las nuevas condiciones económicas y sociales. El “Mesías” salvador perpetuamente esperado por los hebreos, luego por los judíos, para librarlos de sus constantes dificultades, llegó en el momento propicio, para sacar a la sociedad romana de su crisis económico-social y asegurarle, con el mínimo de estragos, el paso de un sistema en ruinas a un sistema nuevo, más adelantado. No obstante, el cristianismo no salvó al imperio romano de su inevitable decadencia, su división y poco después su caída definitiva. Los árabes nómades aislados en los desiertos debían de abatir sus ya escasas resistencias, rechazándolo con un prodigioso empuje hasta su punto de partida, gracias a una nueva religión surgida de la misma fuente: el islam. En el siglo XIII se desplazó hacia el Asia Menor una rama de los “seldyukidas” cuyo reino abarcaba Persia y una arte del Medio Oriente. Un sigo más tarde, constituyó la nación turca que derrotó a los árabes pero abrazó su religión, único ejemplo de pueblo que los venciera antes de adoptar su sistema religioso. La dominación turca no se extendió sobre los distintos países mahometanos por la violencia. Los diferentes reinos del islam se desmoronaban, y los otomanos llegaban como protectores, como sucedió en Africa del Norte, solicitados o bien imponiéndose como tales según las circunstancias. En realidad, no hicieron más que reunir los restos del ex imperio islámico. Palestina, tierra santa para cada una de las tres religiones monoteístas, quedó bajo la dominación turca durante cinco siglos, hasta el fin de la primera guerra mundial.

Desarrollo de los sectores industriales judíos y árabes

1939

1942

Arabe

Judío

Arabe

Judío

N° de fábricas

339

872

1.558

1.907

N° de obreros

4.117

13.678

18.804

37.773

Producto neto (en libras palestinas)

313.149

2.454.982

1.724.794

11.487.843

Proporción de sectores árabe y judío en la industria palestina (1942)

N° de firmas

N° de obreros

Salarios

Capital

Total

Sec. judío

55%

75%

83%

60%

79%

Sec. árabe

44%

17%

17%

10%

15%

Fuente: Statistical Handbook of Jewish Palestine, Departamento Económico de la Agencia Judía, Jerusalén, 1947.

Los palestinos

En vísperas de la guerra de junio de 1967, el pueblo palestino ascendía a cerca de 2.350.000, dividido en general en:

Refugiados:

(con o sin ayuda de la UNWRA #)

57

No refugiados

43

Jordanos (margen occidental)

20

Gaza

6

Arabes israelíes

12

Otros

5

La distribución geográfica total de los palestinos era como sigue:

Jordania

52

Gaza

17

Israel

12

Líbano y Siria

13

Otros (Golfo Arábigo, EE. UU. y Africa del Norte)

6

* United Nations War Refugees Agency (Agencia para refugiados de guerra de las Naciones Unidas).