Los genocidios en el siglo XX  

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Fernando Brumana

© 1973

Centro Editor de América Latina — Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Los genocidios en el siglo XX. 1

Vietnam: La política genocida. 2

Ataque a la población civil: 7

Ataque a instalaciones civiles: 8

La guerra ecológica: 9

Brasil: La civilización genocida. 10

Palestina, el genocidio progresista. 18

Capitalismo y genocidio. 24

Los genocidios cotidianos 26

Bibliografía. 28

El caso armenio. 29

El escándalo europeo: El nazismo. 30

Genocidio es un término de reciente introducción. Fue el jurista polaco Raphael Lemkin quien lo utilizó por primera vez, allá por los años treinta. Recién en 1948 se convierte en figura jurídica internacional, por un acuerdo de las Naciones Unidas, acuerdo no refrendado por los Estados Unidos. Este acuerdo no condenaba solamente los genocidios, sino también su mera intención. Este es su texto:

“En la presente convención, por genocidio se entiende uno cualquiera de los actos antes mencionados, cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:

a) Homicidio de miembros de grupo.

b) Atentado grave contra la integridad física o moral de miembros del grupo.

c) Sometimiento intencionado del grupo a condiciones de existencia que habrán de producir su destrucción física, total o parcial.

d) Medida que tienda a dificultar los nacimientos en el seno del grupo.

e) Traslado forzoso de los niños del grupo a otro grupo.”

Esta concepción de genocidio ha sido considerada demasiado estrecha por muchos juristas; el propio Lemkin ya advertía que

“el genocidio no significa necesariamente la destrucción inmediata de una nación o de un grupo nacional, el exterminio masivo de todos sus miembros. Implica igualmente un plan concertado que tienda a la destrucción de este mismo grupo. Un plan de este género tiene como objetivo la desintegración de las instituciones políticas y sociales, de la existencia económica, de la cultura, de la lengua, de la salud de los individuos pertenecientes al grupo...”.

La declaración de las Naciones Unidas, así también como la sorpresa y el horror con que las potencias occidentales han reaccionado frente a algunas de las masacres que han sucedido en este siglo, muestra que hay un claro propósito de eludir responsabilidades frente a ellas. La pregunta que surge es la siguiente: estas masacres que periódicamente conmocionan al mundo entero, ¿son producto de la locura y la maldad de algunos, o tienen raíces más profundas, raíces que no todos quieren ver, que no todos quieren que se denuncien?

Para contestar esto, vale la pena comprobar primero la esencia de los tres mayores genocidios que se cometen hoy: el del pueblo vietnamita, el de los indios brasileños y el de los palestinos. No son estos los únicos etnocidios que están actualmente en vías de realización. Solo son los más masivos y significativos.

Vietnam: La política genocida

El imperialismo no acepta, no puede aceptar, la existencia de pueblos que, escapando a su esfera, intenten construir una sociedad que borre las condiciones de explotación sobre las que este vive y se reproduce.

Cuando esto, a pesar de todas las preocupaciones, ocurre, se hace necesario acabar pronto con la piedra de escándalo. Los bloqueos, el ahogo económico y político, el sabotaje, y, en última instancia la intervención militar son las herramientas que volverán todo a la “normalidad”. Si el mero hecho de impedir a un pueblo realizarse como tal según su voluntad, debe ser considerado como genocida, mucho más debe serio la bestialidad devastadora con que, en las situaciones límites, el imperialismo responde a la resistencia de la nación agredida.

Hay varias maneras de intentar destruir la voluntad de un pueblo. La más perfecta, la más completa, es destruir a ese pueblo. En Vietnam, este es el camino elegido por los yanquis; pero no por capricho, no por arbitrariedad.

El general francés Leclerc ya había advertido a principios de la década del 50: “No hay solución militar.” Es que no era un misterio el espíritu de las masas. El propio Eisenhower, respecto a la situación planteada por la capitulación francesa, dice en sus memorias: “En general, todos estaban de acuerdo en que, en caso de elecciones, Ho Chi Minh sería elegido Presidente del Consejo”. Ante esto se plantea el dilema: retirarse o aniquilar. La geopolítica norteamericana sólo podia dar como valida la segunda respuesta.

Países como Francia o Inglaterra, cuando llevaban a cabo sus guerras coloniales (Indochina, Argelia, Malasia, Chipre, etc.) debían parar la matanza en determinado momento; de lo contrario la guerra dejaba de tener sentido. Es decir, el móvil de esos países era continuar el saqueo colonial en el territorio en el que luchaban; aniquilar la población se volvía entonces un contrasentido. y ésta es la contradicción que los ha llevado continuamente a la derrota. Los Estados Unidos en Vietnam están en una situación totalmente diferente; su interés no es básicamente económico, no se trata de defender sus inversiones en esa nación, sino es esencialmente político. Ya no se refiere exclusivamente a este país del Sudeste asiático, sino que se integra como una pieza clave en toda la estrategia que los yanquis, como superpotencia imperial, emplean a nivel mundial. Vietnam importa como frontera, como cerco de China y de la revolución mundial. Los norteamericanos, luego de la derrota de Chiang Kai Shek, habían decidido levantar un muro de contención (la verdadera cortina de hierro) alrededor de China. Vietnam constituía uno de los elementos esenciales de esa política, a la que la victoria del Viet Minh en 1954 daba un golpe muy grave. Por otra parte, la política exterior de los Estados Unidos en el Sudeste asiático se manejaba con un presupuesto, la “teoría del dominó”. Esta entendía que la pérdida (es decir, la liberación) de uno de los países de esta región, llevaba inexorablemente a la de los demás, así como en una hilera de fichas de dominó paradas verticalmente la caída de la primera arrastra a las demás. Vencer al pueblo vietnamita se convertía pues, en el hecho absolutamente prioritario de la política imperialista.

Pero hay más; la guerra de Vietnam hubiera querido tener una ventaja adicional, el efecto demostración. En palabras del general Westmoreland, “hacemos la guerra en Vietnam para mostrar que la guerrilla no puede prosperar” Indochina ha sido convertida por los yanquis en un escenario donde, paradigmáticamente, la contrarrevolución iba a ahogar a la revolución.

Como esto no ha sucedido, y como lo que está sucediendo demuestra lo contrario, los norteamericanos no encuentran otro remedio que desangrar al pueblo vietnamita. Y esto es muy importante, si bien los cadáveres son vietnamitas, somos todos los pueblos del tercer mundo los que estamos en la mira de los fusiles de los marines, en las pantallas de guía de bombardeos. Como dice Sartre: “De esta suerte, los vietnamitas se baten por todos los hombres y las fuerzas americanas contra todos. Realmente, no figurada ni abstractamente. Y no sólo porque el genocidio sería en Vietnam un crimen universalmente condenado por el derecho de gentes, sino porque, poco a poco, el chantaje del genocidio se extiende a todo el género humano, apoyándose en el chantaje de la guerra atómica, es decir, del absoluto de la guerra total, y porque este crimen que se realiza todos los días ante nuestros ojos, convierte a todos aquellos que no lo denuncian, en cómplices de los que lo cometen, y para mejor servirnos, empieza por degradarnos. En ese sentido, el genocidio imperialista no puede más que radicalizarse, pues el grupo a quien se intenta alcanzar y aterrorizar a través de la nación vietnamita es a todo el grupo humano”[1].

En 1954 (aún participaba Francia en la guerra) el 70% del esfuerzo económico cayó sobre los hombros del Tío Sam; en dólares eso significó más de 1.500 millones. Aun era una guerra barata; en 1970, el presupuesto bélico para Vietnam alcanzó a 81.542 millones de dólares.

El intento de ganar convencionalmente la guerra, es decir con masacres convencionales, fracasó.

Se entra, entonces, en un nuevo tipo de guerra.

En 1962, siguiendo la experiencia inglesa en Malasia, se monta una serie de operativos en gran escala que convierte al país en un enorme campo de concentración. Se partió de la misma premisa de la que parte la guerra revolucionaria: el guerrillero se mueve en la población como un pez en el agua; de lo que se trataba entonces, era de secar el estanque. Esto se lleva a cabo de la siguiente manera: se ocupa un poblado, se lo desaloja, se confiscan los depósitos de arroz y el ganado, se lo incendia, se transplanta sus habitantes a “aldeas estratégicas”. A veces se invierte el proceso, se incendia primero y después se desaloja a los sobrevivientes...

Los campesinos capturados son seleccionados; por un lado mujeres, niños y ancianos; por el otro, los hombres entre 15 y .45 años; éstos son considerados ineluctablemente sospechosos de pertenecer al FLN. A los primeros se los envía directamente a las “aldeas estratégicas”; para los segundos comienza el interrogatorio que para muchos seguirá en tortura y para algunos en muerte. Los que sean considerados efectivamente combatientes serán liquidados o irán aparar a las cárceles, los otros (se los designa “hoi chanh” - pasados) son clasificados como desertores, y pasan a los campos de “brazos abiertos”, donde se los catequizará a favor de los ocupantes y del gobierno títere. Cuando se los declare “recuperados” serán trasladados a los campos donde están sus familiares. La operación fue inicialmente exitosa, en junio de 1963, el 62% de la población (8.737.463 personas), ya estaban concentradas. Luego vino el desastre, en octubre de 1966 7.000 de las 8.000 aldeas concentracionarias habían sido destruidas por sus propios pobladores.

¿Cómo son estas aldeas con las que los fantoches saigoneses querían comenzar una nueva era para el país? Veamos las declaraciones de un oficial de los servicios de inteligencia norteamericanos: “Empleé la expresión “pozos de basura” a falta de un eufemismo mejor. Las condiciones en que se ven obligados a vivir los habitantes de estos campos son espantosas. En general, falta agua; hay, tal vez, una fuente para 200 personas, o, en otros casos, hay que ir a buscarla. Cuando la tienen para beber y para cocinar se pueden considerar felices: por lo general, no queda nada para los cuidados higiénicos. Las letrinas, cuando las hay, son de la peor especie. Los habitantes de los campos apenas tienen nada que hacer durante la jornada: están ahí esperando que el tiempo pase” (1). En los campos se imparte instrucción ideológica. Esto significa que todo el día, los altavoces, que al igual que los alambres de púa rodean la aldea, bombardean con propaganda a los “refugiados”. He aquí un informe de un grupo de auxiliares gubernamentales sobre la ayuda prestada en el campo: “5.289 (diferentes) pastillas a pacientes, 2.200 litros de desfoliantes; 250 acres terraplenados por bulldozers para mayor seguridad, 524 horas de Psywar (guerra psicológica), cuatro conciertos de música”. Paralelamente, se declaran extensas zonas como de “tiro libre”, es decir zonas donde se dispara contra cualquier persona; como dicen los soldados yanquis “los únicos vietnamitas buenos son los vietnamitas muertos”. Y como último cerrojo de los campos de concentración, el incendio de los arrozales, la deforestación, la destrucción de los cultivos; en una palabra, la eliminación de todos los recursos que independicen a los campesinos de sus invasores. De ser el mayor exportador de arroz de la zona, Vietnam se ha convertido en su mayor importador. En 1965, cifra ya envejecida, 7.000 Km2 de cultivos y de bosques habían sido devastados.

La contrapartida del devastamiento es obvia; imposibilitados de todo trabajo productivo, para los campesinos comienza la desagregación moral; una población de trabajadores es convertida en lumpemproletariado. Las fuentes de vida serán en adelante la mendicidad, el robo, la prostitución. 70.000 prostitutas censadas en Saigón, 10.000 en Hue.

Hasta ahora hemos hablado de la guerra oficial; de las operaciones a la luz del día, a las que se invita a la prensa, a observadores extranjeros, etc. Al lado de esta guerra (que por supuesto ya es genocida) existe otra; la que conocemos por escándalos como el proceso al teniente Calley.

Mi Lay ha sido sólo una entre la enorme cantidad de masacres cometidas por los soldados yanquis o sus alcahuetes nativos. Ngan Son, Duy Xuyen, Cho Duoc, Chau Son, Cam Le, Yen Ne, An Thoi, An Dinh, La Bong, Phan Nam, y tantos otros poblados podrían contar la misma historia.

El teniente coronel Saul Jackson decía a sus tropas: “Les vais a dar duro a esos vietnamitas, hacedlo sin piedad, quiero ver cómo el suelo se bebe la sangre vietnamita”.

En las operaciones en los poblados hay un momento ritual, un minuto de locura: “si se nos disparaba desde un pueblo, teníamos lo que se llamaba nuestro minuto de locura: los tanques y ametralladoras se desaforaban un buen rato contra todo cuanto hubiese en el pueblo, viviente o no, puesto que el ejército consideraba, mientras no se consiguiese información más amplia, a todo vietnamita como vietcong”[2].

También llegaba la hora del fetichismo.

“Durante cierto tiempo en la 173° brigada aerotransportada se había tomado la costumbre de cortar las orejas a los cadáveres enemigos después del combate, para guardarlas como recuerdo (...). El poseedor del mayor número de orejas estaba considerado como matador de vietcongs N° 1. De regreso al campo de la base tenía derecho a cerveza y whisky gratuitos”[3].

Por su parte, el gobierno de Saigón mantiene alrededor de 150.000 prisioneros políticos y de guerra en campos de concentración. Chi Hoa, Pulo Condor, Phu Lo¡, son los más conocidos, los más terribles. Pulo Condor fue piedra de escándalo hace pocos años, cuando una delegación de parlamentarios yanquis lo visitó de improvisto. Pudieron ver a los prisioneros amontonados en jaulas inverosímilmente pequeñas, con las piernas colgando fuera de ellas y secándose al sol; son las llamadas “jaulas de tigre”, a las que el ejército norteamericano conocía desde hacía tiempo, pero que recién fueron denunciadas en esa ocasión. La intención de la dictadura saigonesa es matar o inutilizar a la mayor cantidad posible de prisioneros. Veamos el discurso de recepción que el jefe de esta prisión dio a un grupo de nuevos presos:

“En Pulo Condor han muerto tantos prisioneros como ladrillos se han empleado en construir la prisión. Esta isla está lejos del continente, lejos de vuestros amigos. Nadie hay que pueda protegeros. En la prisión de Pulo Condor se aplica el método de los americanos, que consiste en hacer morir gradualmente (... ). Hay ya en esta prisión millares de enfermos que están con un pie en la sepultura”[4].

Otro aspecto del genocidio es el ataque aéreo, tanto sobre la República Democrática de Vietnam como sobre las zonas liberadas del Sur. El ataque a la República Democrática de Vietnam apunta a desorganizar y destruir toda la vida nacional. Es una guerra total, no restringida a objetivos militares sino extendida a toda una población y a sus medios de vida. La filosofía de esta guerra está inmejorablemente expresada por el general Westmoreland: “Vamos a someterles a una terrible sangría (...) hasta que la cosa tome proporciones de catástrofe nacional y que tengan con ello para decenas y decenas de años”. Más lacónicamente el gobierno norteamericano prometió a Vietnam devolverlo a la edad de piedra. Este regreso a la pre-historia tiene diversas vías:

Ataque a la población civil:

Los monstruosos bombarderos octorreactores y sus hermanos menores que asolan Vietnam no están provistos solamente de bombas de magnitud correspondiente. Gran cantidad de los explosivos arrojados, son relativamente pequeños, o, en su defecto, son grandes bombas-madre, que portan gran cantidad de pequeñas bombas. Estas tienen poco o ningún efecto contra instalaciones, su objetivo es la carne humana. Son las bombas anti-persona. Tienen apetitosos nombres frutales: Bomba ananá, bomba naranja; son envases metálicos, rellenos de centenares de pequeños balines impulsados por un explosivo tres veces más potente que el TNT, su alcance llega a los 15 metros. No sólo bombas, también minas, explosivos retardados, etc. También artefactos cazabobos que atraen particularmente a los niños. La finalidad de estas armas no es tanto matar como herir gravemente. En este mismo sentido recientemente se han introducido armas antipersonales de esquirlas plásticas, indetectables por los rayos X. La finalidad de esto es saturar y trabar el funcionamiento sanitario de la RDV y del FLN; por otro lado un inválido es considerado más perjudicial que un muerto, puesto que si ninguno de los dos puede servir a los esfuerzos de producción de guerra, el inválido sigue consumiendo bienes y necesitando servicios.

El equipo tecnológico yanqui también posee productos químicos antipersonales. 1) Incendiarios: a) Napalm (gelatina de nafta), llega a temperaturas de 1.300° C, y el super-Napalm a los 2.000° C; b) fósforo blanco y termita, llega a los 3.000º C; c) magnesio, llega a los 3.900° C. Estos productos son muy adherentes al cuerpo y siguen ardiendo y fundiendo la carne mucho tiempo. Además de los efectos directos, su eficacia se basa en los secundarios, debidos a la toxicidad de los elementos empleados.

2) Gases. Actualmente están en uso tres tipos diferentes, el CN, el DM y el CS. El fin declarado es inmovilizar tropas enemigas, o controlar contingentes sospechosos, sin derramar sangre. Pero el “New York Times” declara: “Estas clases de gas pueden resultar mortales para los niños muy pequeños, las personas de edad, los enfermos del corazón y de los pulmones”. Algunos testimonios sobre el efecto de los gases revelan sus verdaderos resultados: “El 28/1/65, en Phu Lac, 100 muertos entre la población; el 13/5/65, en Vnh Chau, 30 muertos entre los 146 habitantes intoxicados; el 5/9/65, en Phuos Son, 47 pulverizadores expelieron gas CN, 100 habitantes intoxicados, casi todos mujeres, niños y ancianos, etc., etc., etc.”.

Ataque a instalaciones civiles:

Aparte del ataque a centros poblados que han devastado una impresionante cantidad de casas, los bombardeos han tenido también otros blancos preferenciales. Hospitales, templos de todos los cultos, escuelas, fábricas de artículos de primera necesidad, cooperativas, granjas, etc. El ataque a la leprosería de Quinh Lap, investigado por el médico francés F. Kahn, es un ejemplo de la ferocidad de estos bombardeos. Esta leprosería más que un hospital era una verdadera ciudad que albergaba unos 2.600 leprosos. Conocida mundialmente por su labor terapéutica, estaba alejada de cualquier eventual objetivo militar; por otra parte sus instalaciones estaban debidamente identificadas con cruces rojas en los techos. En junio de 1965, luego de numerosos vuelos de reconocimiento, es atacada por primera vez. Los responsables de la leprosería, sintiéndose amparados en su calidad de institución sanitaria, pensaron ingenuamente que el ataque había sido un error. Pero al día siguiente saldrían de su engaño.” (...) a las 13.45 horas, varias oleadas de aviones lanzaron bombas de todo tipo que causaron 120 muertos y más de 1.000 heridos, de los cuales 19 murieron a causa de sus heridas. Las últimas oleadas ametrallaron con cañón de 20 milímetros y con ametralladora pesada a los leprosos que huían en todas las direcciones de las explosiones e incendios”[5]. Poco después, otro ataque aéreo, bombardeaba y ametrallaba las cuevas, a 5 kilómetros de la leprosería, donde los enfermos habían ido a refugiarse; el resultado fue de 34 muertos y 30 heridos. Evacuados los leprosos varios kilómetros más lejos, fueron vueltos a atacar. En total han sufrido 39 ataques, a pesar de haber sido continuamente denunciado su carácter civil. En el primer trimestre de 1967 se bombardearon 170 escuelas, 149 iglesias y 80 pagodas. Veamos los efectos de los ataques, en ese mismo periodo, en una sola provincia de la RDV, la provincia de Nghe An. Viviendas destruidas: 10.379, establecimientos sanitarios: ocho hospitales, una leprosería, tres farmacias, dos enfermerías; iglesias destruidas: 28; escuelas destruidas: 66; embarcaciones de pesca hundidas: 743; incursiones aéreas contra redes y obras hidráulicas: 893; obras hidráulicas dañadas: 7”[6].

La guerra ecológica:

Una guerra dirigida contra una nación poco industrializada como la RDV no podía basarse solamente en la destrucción de sus fábricas o en el devastamiento de sus centros urbanos. Ya hemos visto cómo, en el Sur, las fuerzas de ocupación debían destruir los fuentes de vida para garantizar su política de “aldeas estratégicas”. En el norte esta destrucción se ha llevado mucho más lejos; el objetivo es cambiar en forma tal el habitat de la población nordvietnamita como para hacer imposible la vida humana. El primer blanco han sido los cultivos; millones de hectáreas han sido arrasadas por desfoliantes, por incendios, por bombardeos. El ganado ha sido afectado indirectamente por la destrucción y contaminación de la vegetación o directamente por la introducción de plagas. Enormes extensiones de terreno, antiguamente fértil, ha sido convertido en erial; su humus se ha trastocado, por el calcinamiento de las bombas, en un polvillo seco y estéril. Enormes cráteres llenos de agua estancada se han vuelto focos infecciosos de primera magnitud. Hasta aquí lo tradicional.

El ejército de científicos que elaboran las nuevas armas y las nuevas tácticas de guerra, han conseguido subir un escalón de esta guerra total. Se ha inventado la guerra geofísica. Esta consiste en modificar artificialmente las condiciones climáticas de una región. “Los resultados de estas modificaciones climáticas -lluvias torrenciales que modifican, exageran y prolongan la temporada del monzón- son análogos a los producidos por las campañas masivas de desfoliación: conducen a una alteración profunda e irreversible de la flora y la fauna de la región y provocan la muerte, enfermedades y el hambre de centenares de miles de civiles. Como en el caso de la guerra biológica y química, el objetivo de la guerra geofísica es aumentar la miseria de la población no combatiente y la destrucción de los recursos económicos de los pueblos atacados”. Esta nueva técnica bélica, tal como se ha desarrollado hasta el momento, tiene la doble ventaja adicional de su economicidad y seguridad. Nubes que se calcula que en poco tiempo serán llevadas por los vientos sobre el objetivo, son tratadas con ioduro de plata, lo que produce las torrenciales lluvias. El ioduro de plata es muchísimo más barato que las sofisticadas bombas utilizadas por los yanquis; además, en esta operación se puede utilizar cualquier tipo de avión; y por último, el operativo se puede llevar a cabo fuera del área de acción de la defensa antiaérea (sobre el mar de China, p. ej.). Otro tipo de tratamiento de las nubes provoca una lluvia acidulada que es altamente eficiente para provocar interferencias en los radares. De esta manera, en octubre de 1971, se provocaron las inundaciones más graves de los últimos 25 años. La eficacia de este nuevo tipo de guerra se monta sobre una operación paralela: la destrucción de diques. La importancia de los diques en la vida vietnamita es difícil de exagerar. Existen miles, desde pequeños túmulos de tierra, hasta las gigantescas obras de hormigón; la regulación que efectúan de las aguas permite la creación de un equilibrio entre las dos catástrofes que, no existiendo estas obras, se alternarían periódicamente: sequías e inundaciones. Si bien la denuncia pública sólo alcanzó eco en 1972, es desde 1965 que estos ataques tienen lugar, y sólo la enorme capacidad de trabajo y de inventiva del pueblo vietnamita ha evitado el desastre total.

Que nos hayamos referido exclusivamente al crimen sufrido por los vietnamitas no significa que sea el único ocurrido en este conflicto. Ha habido masacres de la minoría camboyana en Vietnam del Sur, así como también, luego del golpe de Estado en Lon Nol, masacres en Camboya de la minoría vietnamita. Genocidios simétricos que tienen como raíz y como fondo la guerra imperialista. Por otra parte, las propias minorías nacionales en los Estados Unidos, son afectadas. Negros, “chicanos”, portorriqueños, son enviados como carne de cañón a Vietnam. Un solo dato: el porcentaje de soldados de estas minorías destacados en la Infantería de ocupación ha llegado a triplicar el porcentaje que estas minorías ocupan en la población total americana.

Brasil: La civilización genocida

La ocupación de una tierra por invasores civilizados hace que sus habitantes se muevan entre dos destinos límites: la destrucción y la esclavitud. Asia, África, América Latina, han vivido todas las instancias, han agotado todas las posibilidades de este dualismo.

La primera reacción civilizada frente a lo conquistado fue la codicia absoluta, la rapiña absoluta. La Ciudad de los Césares, El Dorado, de eso se trataba. Todo territorio “nuevo” comenzó siendo un callejón obscuro donde se asaltaba a los nativos a punta de espada o de trabuco, donde se violó, se quemó, se destruyó, se masacró. Luego vino la pausa meditativa, lo que había para llevarse ya estaba atesorado en los cofres de ultramax. La hora de los delincuentes sacados de las cárceles para llevar las banderas de las majestades europeas a las nuevas tierras ya había pasado. Venia ahora la paciente tarea del despojo sistemático. Había que hacer trabajar a los semi-hombres que se había encontrado. Algunos de éstos, cuyo sistema social, previo a la conquista, era lo suficientemente avanzado, que estaban adaptados a la labor colectiva, fueron encadenados a las minas, a las plantaciones; a los otros, no hubo más remedio que tratar de exterminarlos. Y hubo, entonces, regiones donde la demanda de mano de obra era mucho mayor que su oferta; la respuesta a este desequilibrio mercantil, fue el tráfico de esclavos. No fue la peste bubónica, la que diezmó la población africana en el siglo XVIII, fueron los infinitos barcos de los cazadores de hombres negros; que, fueron a parar al sur de los Estados Unidos, a las Antillas, al Brasil, a las Guayanas...

Su destino era servir a la construcción de los imperios de los grandes cultivos, el azúcar, el algodón, el tabaco, el cacao, los nuevos tesoros que habían reemplazado a los tradicionales, los metales preciosos.

Para el negro, para el indio domesticado, hubo un minúsculo lugar bajo el sol en el engranaje de la explotación colonialista. Debían subsistir como raza para poder alimentar a sus amos. Que los indios de los encomenderos murieran como moscas en las minas de plata de Bolivia, que la tercera parte de los cargamentos de negros muriese durante los largos viajes, se podía echar sin problemas a las columnas del Debe y el Haber; siempre habría territorios enormes llenos de carne fresca.

La operación de saqueo en América Latina fue más que provechosa. En el siglo y medio que va de 1503 a 1660, España recibe 16.000 toneladas de plata y 185 de oro, monto que superaba tres veces las reservas europeas anteriores. Por supuesto, los metales no quedaron en la península, éstos fueron drenados casi totalmente a las grandes potencias que comenzaban su desarrollo capitalista; más aún, este pillaje constituyó una de las más poderosas bases de acumulación primitiva que garantizó el entronizamiento de Inglaterra como primera potencia.

Pero, ¿qué ocurría con las razas inaprovechables, indigeribles por el enorme estómago blanco? Lo que ocurre con toda especie vegetal o animal inservible y dañina. A una tierra virgen y fértil, antes de utilizarla productivamente, hay que desbrozarla de malezas, hay que librarla de alimañas. Esto, paso por paso, es lo que se ha hecho con casi todos los indios americanos, salvo en aquellos lugares donde se les pudo explotar como mano de obra esclava o semi-esclava: allí encontraron otra muerte.

El propio Colón no sólo descubrió el continente sino que también fue el descubridor del destino de sus habitantes. “Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente”[7].

El resultado de tan promisorio debut y de varias décadas de igual política, sería dado en cifras por Felipe II; en 1581, según el monarca, ya había muerto un tercio de la población precolombina.

Pero no sólo los españoles han practicado el genocidio, y no sólo lo sufrieron los indios. Veamos, por ejemplo, el consejo que da el general Leclerc a su cuñado Napoleón Bonaparte, respecto a los negros haitianos que se habían levantado: “He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando sólo a los niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros en las llanuras y no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreteras”.

Y ni siquiera era imprescindible una voluntad de exterminio. Preanunciando los mitos pesadillescos con los que las culturas indígenas comprendieron el choque de civilizaciones, el solo contacto con el blanco significaba la muerte. La mitad de la población indígena murió a causa de enfermedades transmitidas por los conquistadores, enfermedades misteriosas como la gripe o la tuberculosis, que asolaban tribus enteras en contados días.

De norte a sur, de este a oeste, la muerte del indio es la gran tradición secular de las tres Américas. En la del Norte, barridos cada vez más hacia el oeste, las necesidades de “espacio vital” del naciente capitalismo, terminará de aniquilarlos en las últimas décadas del siglo pasado. Su memoria permanece, como una segunda muerte, en las películas de cow-boys, en los museos, en las reservas, donde quedan algunos descendientes de los que sobrevivieron, cuidados con el mismo afán con que se conservan especies exóticas, casi extinguidas; entre la filantropía y la atracción turística, ahí están los restos de las grandes naciones indígenas norteamericanas. En el resto, la historia es, detalle más, detalle menos, la misma. En la Cuba de este siglo, por ejemplo, no existe ningún rastro de sus primitivos habitantes; los españoles, el tabaco y el azúcar, se encargaron de ellos. Se cuenta que cuando los españoles estaban por ajusticiar al último jefe indio en Cuba, se le acercó a éste un sacerdote que quería bautizarlo. Catequismo sintético, le explicó su opción: cielo o infierno. El bautismo le garantizaba lo primero.

-¿Los blancos van al cielo? -pregunta el condenado.

-Sí, por cierto.

-Entonces no me bautice, prefiero el infierno. Brasil es el país que elegimos para ver un poco más de cerca el genocidio en marcha. La decisión no es arbitraria; a la masacre de los indios le corresponde en las ciudades, la masacre que ya no tiene un referente racial: revolucionarios castrados por colmillos de perros amaestrados, niños descuartizados frente a los ojos de sus padres, mendigos ahogados por decenas en el mar, rateros mutilados por el Escuadrón de la Muerte... Toda la galería de horrores, no es vana, no es gratuita. Brasil, el Brasil oficial de los mariscales y los fazendeiros, de los aventureros enriquecidos en días y de los políticos más corruptos del continente, este Brasil, tiene una meta, una meta que se logra sobre la despoblación de la selva ,y del mato, sobre el aniquilamiento de toda oposición política, sobre el corte de cuajo de la pequeña delincuencia no subordinada a la gran delincuencia oficial. Esta meta es un “Brasil Desenvolvido”, un Brasil sub-imperialista, que pase a cumplir el papel de gendarme yanqui del hemisferio. Lo que Brasil ha hecho y hace, hoy en Bolivia, está dispuesto a hacerlo en toda Sudamérica. Es por eso importante mostrar una de las fases de su política interior, totalmente coherente con la exterior.

Se calcula que en el año 1500 la población nativa era de 1.100.000; para 1940 la misma fuente da la cifra de 500.000. Darcy Ribeiro, que fue asesor de la Sociedad de Protección del Indígena (SPI), en un cálculo estimativo pero cuidadoso, piensa que en 1957 el número total de indios brasileños no era mayor de 99.700 ni menor de 68.100. El mismo autor informa que sobre 230 tribus conocidas en 1900, 87 ya no existían en 1957. Amniapes, aruas, wayoros, toras, macuraps, caxarabis, miarats, ramas-ramas, iabutis, etc., etc., de ellos no queda ni voz ni memoria, sólo su nombre. ¡Y cuántos más que ni siquiera han dejado nombres, sólo huesos blanqueados por las hormigas! Además, así como se sabe que los búfalos o las ballenas blancas están próximos a ser una especie extinguida, también se sabe qué tribus casi no existen: araras, parecis, wirafeds, maxubits, parintintins, tucumanfeds, tuparis, muras. En 1950 aún vivían 30.000 pacaas novos, la cifra era de sólo 400 en 1968. Los tuparis sumaban 2.000 en la época del primer contacto, en 1948 ya quedaban solamente 180, en 1952, 15, quizás hoy sean otra tribu extinguida. La historia de las matanzas de los indios brasileños es monótona, es siempre la misma masacre repetida según la circunstancia, según el lugar, según el momento. Descubrimiento, conquista, colonización. Cada uno de estos momentos de la iniciación del Brasil, tuvo su fiebre de matanza de indios; al comienzo sólo por diversión, codicia o lujuria. Luego, los primeros intentos de integrarlos como herramienta en el cultivo del azúcar: la caza de indios. Las cuencas de los grandes ríos fueron asoladas por aventureros que iban luego a vender sus cargamentos a los grandes centros productivos; la desnudez de los aborígenes permitía una rápida selección: a los aptos, cadenas; a los otros, la muerte. Un jesuita, a mediados del siglo XVII dice: “Si se piensa que el Amazonas es el más grande de los ríos del mundo, yo digo que la sed de sangre es más grande que el río”. Por último, el fracaso: el indio brasileño no sirvió como trabajador; desde entonces se lo consideró una plaga y se lo trató en consecuencia.

Todos los ramalazos económicos, todas las “fiebres”, del azúcar, del café, del oro, del caucho, de los diamantes, y actualmente del uranio, del petróleo, de metales raros; todos estos sacudimientos que han enriquecido fabulosamente a aventureros y capitalistas, a políticos y a empresarios extranjeros, ha significado la muerte de contingentes enormes. Y no sólo de indios. En la segunda mitad del siglo pasado surge el caucho como la fabulosa piedra de toque del progreso brasileño, pero donde había caucho no había hombres, sólo indios; y donde había hombres, en el nordeste, en la catinga, en el sertao, no había trabajo, no había agua, no había comida, no había nada. El matrimonio de estas dos carencias concluye con un gran éxodo de las nordestinos, a los que se les ha prometido el paraíso. Y el paraíso llega; en 10 años mueren entre medio y un millón de ‘sengrileiros’ (isangradores!), recolectores de látex. Los indios, por supuesto, no se cuentan. En la construcción del ferrocarril que bordea al río Madeira, de un recorrido menor de 400 kilómetros, mueren 10.000 trabajadores: pantanos, paludismo, hambre, fiebres desconocidas, flechas... Cada uno de estos redescubrimientos de El Dorado implicaba una tarea preparatoria para poder trabajar tranquilamente: la eliminación de los indios de la zona. Para lograr éstos hay muchos caminos. Los más directos pasan por las expediciones pacificadoras o punitivas (el efecto es el mismo): se detecta la tribu, se la cerca, se la extermina; la aviación ha traído un gran adelanto al permitir el uso de explosivos, metralla, napalm.

Ejemplo entre miles, este relato del exterminio de un grupo de cintas largas:

“El pequeño avión monomotor ya había hecho dos vuelos rasantes sobre la aldea y ahora, más abajo, casi tocando con las ruedas las hojas de los árboles, se aproximaba con gran ruido. En la maloca, los indios corrían hacia adentro de sus chozas y en medio del terrado las mujeres y los niños lloraban desorientados. De pronto una explosión levanta paja, madera, tierra y trozos humanos. En seguida otra explosión y el avión desaparece sobre la copa de un gran castaño para dar una vuelta más y sobrevolar la aldea. Ganó altura y esta vez vino en picada sobre el campamento. Con el ruido del motor no se puede escuchar el de los tiros, pero en sus ventanas se ve el brazo de un hombre trepidando con el tableteo de una ametralladora. Las personas salen corriendo de las pocas casas que aun quedan y la mayoría cae algunos metros adelante, sin alcanzar la maleza para protegerse. (...) En total vivían allí treinta indios, aunque sólo dos pudieron contar esta historia”[8]. La acción se traslada del aire a la tierra; luego del ataque aéreo, una expedición busca los restos de los Cintas Largas para terminar la faena. “Después de haber ametrallado a un grupo de indios acampados junto al río, los hombres de la expedición oyeron un llanto de criatura, reprimido por la mano de la madre. Para los que debían regresar en la mañana siguiente con la misión cumplida, aquel pequeño sonido demostraba que el servicio no había sido perfecto. Rápidamente encienden las linternas y salen a escudriñar la maleza. Bajo los cuerpos acribillados por las balas estaban escondidas madre a hija. Los hombres que las encontraron hicieron una fiesta. Dos trataban de violar a la mujer y uno pellizcaba a la niña que lloraba, viendo la aflicción de la madre.

En redondo, cerrando el círculo, el grupo se divertía. En ese instante, aprovechando un descuido, la criatura se liberó, corrió en auxilio de la madre y, con rabia, mordió la pierna de uno de los hombres. La mujer aterrorizada trataba de cuidar de la niña y, al mismo tiempo, librarse de los hombres que la violentaban. El hombre con la pierna mordida fue sustituido por otro, alejándose de la india y con odio comenzó a estrangular la criatura. Alguien, queriendo terminar con el espectáculo paralelo que embarazaba al primero, tomó a la niña de manos de su estrangulador y le disparó un tiro de pistola 45 en la cabeza. El cráneo de la muchachita estalló y la sangre salpicó la ropa de los que estaban en círculo. Viendo a la hija muerta, la mujer no resistió y se desmayó. Indefensa en las manos de los asesinos, la india fue violada por todos y luego despedazada a cuchilladas”[9].

Pero no siempre es necesario ser tan directo. Hay otras formas más ocultas, más elegantes, más mortíferas. Cuando en la década del 30 el antropólogo Levi-Straus estuvo en Brasil, un conocido circunstancial le narró una picardía de juventud, una moda de los hijos de la oligarquía brasileña. El juego consistía en conseguir ropas usadas por blancos muertos de enfermedades infecto-contagiosas, luego dejarlas como al descuido en caminos transitados por los indios. Nada más. Una camisa, un pantalón de un muerto de viruela, podía significar (y significó) la muerte de todo un poblado indígena. Lo que estos jóvenes hacían como diversión, guiados por el ideal de un Brasil blanco, los aventureros que querían despoblar una región, por el caucho, por los diamantes, por lo que fuera, lo hacían sistemáticamente, empresarialmente. No sólo ropas contagiosas, veneno. Toneladas de harina, de azúcar, de sal, de cereales, mezclados con cianuro y regalados o trocados a los indios. También el alcohol que enloquece. También arrojar tribu contra tribu en guerras absurdas e interminables. Eficacia y silencio.

Pero estas matanzas voluntarias se hacen cada vez menos necesarias. La mano del blanco, a través de las grandes obras, de los nuevos cultivos, de los latifundios ganaderos, modifica el delicado equilibrio ecológico sobre el que durante siglos, han vivido los indios. “Es la civilización la que mata”. La inmediata relación entre la supervivencia de los indios y el desarrollo económico del Brasil oficial, es decir, su relación inversa, se muestra con toda claridad en el siguiente dato. Si la desaparición de grupos étnicos entre 1900 y 1957 alcanza al 37%, analizando la situación por áreas de producción tenemos que en las zonas agrícolas este porcentaje sube al 60%, en las extractivas al 46%, mientras que en las pastoriles es del 30% y en las no explotadas el 19%. Actualmente la Amazonia presencia un genocidio nuevo, sofisticado, más científico. “Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas o en vías de ocupación por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros”[10]. Esta preocupación la expresa un organismo gubernamental, el Consejo de Seguridad Nacional. Por su parte el diario “Correio da Manha” advierte que: “más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la Iglesia Protestante de Estados Unidos, están ocupando el Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radioactivos, oro y diamantes... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas”[11]. Esto hay que completarlo con otro dato, investigado por la Comisión Parlamentaria de Investigaciones. Hay doscientos mil kilómetros cuadrados de tierra que, curiosamente, forman un cordón que separa la Amazonia del resto del país y que, por compra o usurpación, han parado en manos norteamericanas. El propio gobierno yanqui está comprometido en esta operación: Parece que, según los asesores del Pentágono, el Amazonas sería una zona estratégica clave en caso de guerra atómica...

Por otra parte, los indios, no productivos directamente, pueden traer grandes beneficios en forma indirecta. Los beneficiarios más obvios, y también los más miserables, los más pequeños, son los propios funcionarios del Servicio de Protección de los Indígenas (Prostitución, decía un ex-ministro de Interior). Los alimentos, los remedios, los implementos, que con cuentagotas llegan a las reservas dirigidas por estos hombres, son revendidos o utilizados por ellos. Las jóvenes aborígenes usadas como harem, el resto de la tribu puede dedicarse a pequeños trabajos cuyo producto se mercará en beneficio del “senhor”; también, en algunos casos, los indios ya resignados y despedazados física, moral, culturalmente, son alquilados a los fazendeiros. Pero, al menos, la S.P.I, debe cuidar que sobrevivan de alguna forma; sin indios no hay negocios.

Lo peligroso, lo fatal, son los grandes negocios. Su origen es la tierra. Dar tierra, en el Brasil de hoy, a los indios, es firmar su condena de muerte. Un par de ejemplos. “En 1958 los parlamentarios de Mato Grosso votaron una gran ley que concedía definitivamente una vasta región a los Kadirrems. Curiosamente, no obstante, se las arreglaron para que la Imprenta Nacional publicara sólo dos ejemplares del Boletín Oficial que incluía ese texto. Un ejemplar estaba destinado al Archivo; al otro, los diputados lo llevaron en el mayor secreto a Campo Grande, la ciudad sede de la Oficina de Repartición de las Tierras de Mato Grosso. Esfuerzo final de los diputados. Todos, en su nombre, en el de sus familias, de sus parientes y socios, reclamaron lotes de esa región que acababan de hacer asignar a los indios.

¡A los Kadirrems se les había entregado toda esa tierra sólo para que pudieran quitársela los influyentes del caso, los senhores de la política que montaron cuidadosamente el golpe”[12]!.

Luego la expulsión, el éxodo, el desarraigamiento, la muerte. “Un decreto generoso, firmado por el gobernador de Mato Grosso, reconocía a los Chavantes la posesión de 3.200.000 hectáreas. Unos años después, el 15 de diciembre de 1956, un pequeño texto que consagraba el decreto, que lo ratificaba, incluía una disposición aparentemente rutinaria: “Todas las tierras que no hayan sido demarcadas y registradas dentro de los dos años serán entregadas al Estado”. De esto los indios no sabían nada. Pero el SPI estaba informado. El mismo día en que expiraba el plazo, confiscó las tierras de los Chavantes por “posesión ilegítima”. Y después los pobres ‘senhores’ del SPI las lotearon y vendieron a los grandes ‘senhores’ fazendeiros. Desde luego, todos estaban combinados de antemano entre los interesados, con propinas para los funcionarios protectores de los indios y dominios gigantescos para los compradores enemigos de los indios”[13].

Todos los países de América han tenido su genocidio indio. La Argentina también ha tenido el suyo. Primero, la gran campaña de Roca con rifles Remington que ya estaban en desuso en los Estados Unidos, que ya habían servido para el mismo trabajo en el país del norte, y que la Argentina compró de segunda mano. Luego el genocidio “industrial”. En el norte de la Argentina se pagaba, cierta cantidad de dinero por cada par de patas de cotorra, declarada plaga nacional. En el Sur, a fines del siglo pasado y a comienzos de este, se pagaba por orejas de indio; pero como había cazadores que por no ver acabar demasiado rápido el negocio, hacían la operación en vivo, el precio se puso a los testículos y a los senos. ¡Sterling Pound el par! Cosa curiosa que el precio fuese en moneda inglesa... Y también el genocidio deportivo. Los jóvenes de las familias estancieras no tenían coches fórmula I para divertirse; una expansión módica y útil era probar su puntería con los indios.

Palestina, el genocidio progresista

Tanto para sus protagonistas como para cualquier observador, la construcción del Estado de Israel, como el auge de su ideología, el sionismo, no son comprensibles más que insertos en la política de expansión colonialista de las naciones europeas y de los Estados Unidos. Ya en 1840, frente al intento árabe de formación de un estado independiente que englobase Siria y Egipto, Palmerston, el primer ministro británico, da nacimiento a una política tendiente al favorecimiento de la inmigración judía en Palestina. Esta política de desmembramiento nacional que los ingleses llevaron a cabo en sus zonas de influencia (cuyos efectos en América Latina han marcado claramente su mapa político), es reafirmada en la declaración Balfour, por la que Gran Bretaña insiste en la necesidad de la creación de un hogar nacional judío en Palestina.

Esta declaración tuvo que mantenerse en un tono ambiguo y moderado, ya que los ingleses corrían el riesgo de disgustar a la dinastía hachemita a la que habían prometido su apoyo y a la que hablan utilizado en la guerra contra el imperio Otomano.

Por su parte, los judíos de la Diáspora, habían sido muy poco entusiasmados por la prédica de la vuelta a la tierra prometida. El movimiento sionista, en su nacimiento, fue absolutamente minoritario dentro de las colectividades judías europeas. La mayoría estaba interesada en las modificaciones de la realidad de los países en que vivían, tanto por medio de organizaciones en las que se sumaban a no judíos (partidos democráticos, la socialdemocracia, luego los Partidos Comunistas), como por organizaciones específicas (el Bund). Incluso los movimientos migratorios tenían como meta, no la tierra santa, sino América.

El ser minoritarios no les impedía, mientras tanto, comenzar en pequeña escala la colonización en Palestina, al mismo tiempo que realizar estudios tendientes a su ampliación. Pero, salvo muy pocas excepciones, no se tomó en cuenta el hecho de que Palestina tuviese ya habitantes. Como dice Maxim Rodinson, este desconocimiento, esta indiferencia, no era casual:

“Estaba ligada a la supremacía de Europa de la que se benefician aun sus proletarios y sus minorías oprimidas. En efecto, no hay dudas de que, si la patria ancestral se hubiese encontrado ocupada por una de las naciones industrializadas, fuertemente constituidas, que dominaban el mundo de entonces, bien instaladas desde hacía tiempo sobre un período en el que hubiesen elaborado una conciencia nacional poderosa, el problema de desplazar alemanes, franceses, ingleses, de instalar en medio de sus patrias un elemento nuevo, nacionalmente coherente, hubiese estado en el primer plano de la conciencia de los sionistas más ignorantes y más miserables.

Pero la supremacía europea había implantado, hasta en la conciencia más desfavorecida de aquellos que eran sus partícipes, la idea de que, fuera de Europa, todo territorio era susceptible de ser ocupado por un elemento europeo. (...) Se trataba de encontrar un territorio vacío no forzosamente por la ausencia real de habitantes, sino por una especie de vacío cultural. Fuera de las fronteras de la civilización (...) se podía insertar libremente, en medio de poblaciones más o menos atrasadas y no contra ellas, “colonias” europeas, que no podían dejar de ser (...) polos de desarrollo”[14].

A partir de esta atmósfera, los propios líderes sionistas tomaron conciencia de la indispensabilidad del apoyo de las grandes potencias para lograr su objetivo. Teodoro Herzl, padre del sionismo, aclara cual es el beneficio que implicaría la instalación de los judíos en medio oriente: “Si su majestad el Sultán nos diese la Palestina, nosotros podríamos arreglar completamente las finanzas de Turquía. Para Europa, allí constituiríamos un pedazo de la trinchera contra Asia, seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie. Permaneceríamos, como Estado neutro, en relaciones constantes con toda Europa, que debería garantizar nuestra existencia”[15]. Civilización o barbarie, ese era el dilema. Y todos los pueblos del tercer mundo hemos aprendido en carne propia el significado real de esta “civilización”. Para lograr su objetivo, los sionistas no dudaron en pedir la colaboración de sus peores enemigos. Así, por ejemplo, al primer ministro zarista Phleve, famoso por los progroms que organizaba. O, cosa poco conocida, al propio Hitler. Entre el gobierno del tercer Reich y la Agencia Judía se establece un acuerdo de transferencia de judíos de la Alemania nazi a Palestina. Una circular del ministerio de Asuntos Extranjeros alemán, con fecha del 22 de junio de 1937 dice: “Esta medida alemana, dictada por consideraciones de política interior, favorece virtualmente la consolidación del judaísmo en Palestina y acelera la formación de un Estado judío palestino”. Otro documento de la diplomacia alemana nos atestigua: “La cuestión de la emigración hacia Palestina de los judíos de Alemania ha sido de nuevo resuelta por una decisión del Führer, en el sentido de su continuación”.

Así, buscando el apoyo de británicos o franceses, de rusos zaristas o, luego, del nazismo, e intentando sobornar a las autoridades turcas, muy pocas veces pasó por la mente de los sionistas buscar un acuerdo con los árabes.

Es que pretendían jugar un cierto tipo de competencia con los árabes, en búsqueda del apoyo europeo, fundamentalmente británico. Esto está reflejado en las palabras de la actual primer ministro israelí, Golda Meir, que en 1921 escribe: “Si nosotros nos aferramos aquí, Inglaterra vendrá en nuestra ayuda. No es a los árabes a quienes los ingleses elegirán para colonizar Palestina, es a nosotros”. Los sionistas convertían a los judíos de un pueblo elegido por Dios en un pueblo elegido por los ingleses.

De esta manera la inmigración judía, bajo el protectorado británico, pasó de 56.000 en 1918 a 539.000 en 1943. Esta cifra correspondía a un 32% del total de la población del territorio. En 1939, los ingleses, presionados por las quejas árabes, limitan la inmigración y rechazan la idea del Estado judío. Pero ya la situación de los colonos era lo suficientemente fuerte y coherente como para poder luchar abiertamente por su institucionalización. El conflicto entre judíos y británicos es comparable al que ha existido entre colonos ingleses o franceses y sus metrópolis generadoras. “De manera clásica surgen a menudo tensiones entre metrópolis y colonia, al estar muchas veces trabados los colonos por las reglamentaciones impuestas por la metrópoli (...). Es fundamentalmente el caso en que la metrópoli, encarando una política internacional a escala mundial, debe tener en cuenta los intereses y las aspiraciones de los indígenas”[16].

Al ser desplazados por el cambio de política británica, que en vísperas de la guerra juzgaba más importante el apoyo árabe, comienzan los judíos de palestina su “guerra de liberación”. Guerra de liberación que se asemeja mucho más a los levantamientos de los pied noires, los colonos franceses de Argelia y al terrorismo de la OAS, que a cualquier auténtico movimiento emancipador.

La guerra estaba declarada, al mismo tiempo que contra los ingleses, contra los palestinos. El dirigente sionista Jabotinsky ya había prevenido: “¿Alguna vez se ha visto a un pueblo que diese su territorio por su propia voluntad? De igual manera, los árabes de Palestina no renunciarán a su soberanía sin violencia”. Pero, pese a la defección británica, el sionismo encontró con facilidad apoyo internacional.

La partición palestina decidida por las Naciones Unidas en 1947, tenía como fondo los acuerdos de división del mundo de Postdam y Yalta. Producida la independencia israelí, sería justamente Rusia y los Estados Unidos, los primeros en reconocer el engendro.

Pero hubo alguien que no aceptó esta solución que les hacía pagar el holocausto que en Europa habían sufrido los judíos. “Para las masas árabes, la aceptación de las decisiones de las Naciones Unidas, hubiese significado la capitulación sin condiciones frente a un dictado de Europa, exactamente del mismo tipo que la capitulación de los reyes negros o amarillos del siglo XIX frente a la cañonera que apuntaba a sus palacios”[17].

La advertencia árabe había sido clara. Estos habían reafirmado que “todo ensayo por los judíos o cualquier otra potencia o grupo de potencias de establecer un Estado judío sobre un territorio árabe es un acto de opresión que, será resistido por la fuerza, en estado de legítima defensa”.

La guerra que sobrevino, en la que se enfrentaron 60.000 soldados judíos contra 40.000 árabes, fue ganada por los primeros. La victoria trajo la ocupación de la mayor parte de los territorios otorgados a los árabes por las Naciones Unidas. En el territorio así obtenido comienza la expulsión de los nativos; así nacen los refugiados palestinos.

Echar a los árabes de sus tierras es la consigna del momento. El terror y la confiscación de tierras fueron las armas empleadas por el estado naciente. Así se sucedieron una serie de atentados y asesinatos, voladuras de edificios, ametrallamiento de trabajadores árabes, etc., que tuvo como cúspide la masacre de Deir Yassim. El 9 de abril de 1948, fuerzas israelíes atacaron y devastaron este poblado, al oeste de Jerusalem. El resultado fue la muerte de 250 hombres, mujeres y niños, todos desarmados. Un autor sionista ha escrito al respecto: “Este hecho es de una gran importancia histórica, ya que debería favorecer el nacimiento de una segunda leyenda con ayuda de la cual los terroristas buscaron justificar su acto...) legitimaron, más tarde, la masacre de Deir Yassin porque implicó la fuga despavorida de los árabes que quedaban en el “Estado judío” y disminuyó las pérdidas ocasionadas a los judíos”[18].

Terminada, pues, la Diáspora judía comenzó otro exilio, el de los palestinos. En 1966, 1.300.000 palestinos estaban censados como refugiados por la Oficina de las Naciones Unidas encargada del problema. Estos, privados de su sustento, se han negado a disolverse en los otros estados árabes y mantienen la exigencia de la devolución de sus tierras y sus derechos. La mayoría vive cercada en campos, la mayor parte de los cuales están situados en Jordania, cuyo gobierno, cómplice de los israelíes, actúa respecto a ellos con gran hostilidad.

La ocupación de nuevos territorios, a causa de los nuevos conflictos bélicos que han estallado entre el Estado Judío y los Estados árabes, ha agravado el problema. Por un lado, se ha acrecentado la cantidad de refugiados desposeídos; por el otro, en los territorios anexados, Israel ha actuado de la única manera en que un ejército invasor puede hacerlo contra una población nativa hostil. Esta actitud de ejército invasor se multiplica con el nacimiento de organizaciones populares palestinas que combaten al ocupante. Así, la política israelí, no ha podido dejar de ser una política de terror y represalias. Fusilamientos, encarcelamientos en masa, voladuras de casas, torturas; el idioma de Israel es el mismo que el de los alemanes en el frente oriental. A pesar de la enorme campaña de silencio que el sionismo ha hecho para ocultar sus crímenes, hay informaciones que se han podido filtrar. Tal, por ejemplo, la lista de torturas efectuadas en prisiones israelíes, dada por un ex-prisionero, el secretario de la Unión de Estudiantes Palestinos:

“Se desnuda completamente al prisionero, golpeándolo con un látigo o con palos, sin que se respete ninguna parte del cuerpo y no deteniendo el castigo hasta que la sangre corra abundantemente, y entonces se le echa sal a las heridas.

  • Se aplican cigarrillos encendidos sobre el prisionero.
  • Se le obliga a sentarse desnudo sobre hojas de cactus.
  • Se le colocan sus dedos en el borde de una puerta abierta que se cierra de golpe. Se le arrancan las uñas con tenazas.

· Se inyectan soluciones de pimienta al prisionero. Se ata al prisionero del techo por sus muñecas o tobillos y el interrogador se cuelga de él con todo su peso.

  • Se dan descargas eléctricas a través de los lóbulos de las orejas, los senos y los órganos sexuales.
  • Se introducen mangueras en la boca o en el ano del prisionero dando paso a una corriente de agua.
  • Se realizan actos de sodomía por «especialistas». Se ata fuertemente uno de los brazos del prisionero a las barras de una ventana y el otro en la manija de una puerta cerrada, abriéndose entonces lentamente la puerta en dirección opuesta.
  • Se introducen cerillas encendidas en el conducto urinario genital, aunque en ocasiones se inserta cargas de bolígrafo.
  • Se coloca en las manos de los prisioneros una sustancia química, quizás un irritante nervioso, obligándoles entonces a cerrarlas, con lo que la sustancia produce el efecto de una descarga eléctrica.”[19]

Veamos algunos testimonios de matanzas indiscriminadas. El primero es de miembros de la Cruz Roja británica: “En diciembre de 1967 el ejército israelita impuso el toque de queda en el área de Khan Yunis, en la franja de Gaza. Una noche, un grupo numeroso de personas que trabajaban en el campo y no habían tenido tiempo de saber la prohibición, regresaban en camiones a sus casas, después de haber trabajado durante todo el día. Una patrulla de paracaidistas mató a veinte de ellos, haciéndolos bajar del camión.” El World Council for Peace publica un relato de un civil palestino, Mohammad El-Kudsi, que narra la violación de su esposa y sus dos hijas y el fusilamiento de sus dos hijos a manos de tropas israelíes.

Podría pensarse que acciones de este género son circunstanciales. De cualquier manera las masacres, las torturas son efecto secundario de la central práctica genocida de Israel, el desposeimiento de las masas palestinas, su intento de disolverlas como unidad nacional y cultural. A Israel no le interesa liquidar físicamente a la antigua población del territorio que ha usurpado, lo que le interesa es liquidarlo nacionalmente.

Otro aspecto importante es la deformación brutal que los sionistas han conseguido, durante mucho tiempo, darle a los hechos. Ya hemos visto como, desde el comienzo de su aventura, embanderaban su acción bajo los estandartes de la civilización. La difamación que las masas árabes han sufrido en manos de la propaganda sionista e imperialista ha sido total. Se ha pintado durante décadas a esos pueblos como salvajes embrutecidos que escupían la mano que venía a sacarlos del atraso. Esta operación de guerra psicológica ha tenido como culminación el chantaje que utilizaba la memoria de los millones de mártires de los campos de concentración para justificar su propio dominio colonial. Pero esta propaganda es un arma de doble filo. Cuando los israelíes asesinan, torturan, dinamitan casas, humillan, aterrorizan a todo un pueblo, no hacen otra cosa que reinventar su propio genocidio. Es Auschwitz en las alturas de Golam o en la frontera libanesa, en la Jerusalem jordana o en Gaza; cada palestino sometido, vejado, expulsado de su tierra, encarcelado, masacrado, violado en su condición de tal, es la reedición de las estrellas amarillas, del ácido cianhídrico, de la “noche y niebla” sufrido por el pueblo judío bajo el nazismo. El macabro juego en el que las víctimas de ayer se convierten en los verdugos de hoy no deja a nadie impune. Desde el momento en que un hombre cambia su piyama concentracionarío por una novel reedición de uniforme SS, vuelve normal, vuelve racional la existencia de víctimas y verdugos, pueblos parias y pueblos elegidos; el lugar que se ocupe en esta jerarquía es indiferente, lo fundamental es que se ha optado por la supervivencia de la jerarquía. Si el israelí no ve en los ojos del niño de los campamentos de refugiados palestinos, los viejos ojos del niño concentracionario, es que ha decidido permanecer en el infinito ciclo maniqueo en el que monótonamente adoptará los dos papeles permitidos: víctima y verdugo. Ha puesto el último ladrillo de su infierno que no es sino el último círculo del infierno capitalista.

Capitalismo y genocidio

Estos tres genocidios que hemos descripto, tienen una raíz común. Como búsqueda de dominio político, como conquista y expoliación económica, como cuña occidental en el tercer mundo, son expresión de la estrategia imperialista. Pero si el imperialismo es genocida, no lo es improvisada, accidentalmente. Por un lado, el racismo contemporáneo, base ideológica del genocidio, es su producto. No parece necesario argumentar sobre la falsedad de la existencia de razas superiores e inferiores. Lo que sí hay que recalcar es que la ideología racista es la contrapartida de la aventura colonial con la que, durante cuatro siglos, los blancos han sojuzgado al tercer mundo. Cada vez es más patente, aun para sus propios protagonistas, que la “superioridad” no es un hecho natural, sino una hecho de violencia, una relación de dominio, con f de nacimiento y fecha de defunción, que en grandes partes del mundo ya ha caducado. Esta superioridad de la piel blanca, de determinada forma de cráneo, de cierta posición de los ojos, ha sido impuesta pon la pólvora, por el vapor, por la brújula (¡todos inventos de las razas inferiores!) y, sobre todo, por los lazos mercantiles. Estas últimas décadas, los movimientos liberadores del tercer mundo, han ahogado toda mistificación racista; hoy hay explotadores y explotados, mañana habrá sólo hombres. Por otra parte, veamos la inmediata y profunda relación entre negocio y capitalismo.

La propaganda política de los aliados, durante y luego de la segunda guerra mundial basaba gran parte de sus esfuerzos y de su eficacia en la masacre que en la Europa ocupada por Hitler sufrían los judíos (de los gitanos poco se dijo). Pero, ¿quiénes eran los que se desgarraban las vestiduras ante las atrocidades cometidas por los nazis (a quienes, por otra parte, dejaron las manos libres seis años -1933-1939- durante los cuales las “democracias” no perdieron oportunidad alguna de defeccionar-intervención militar en España, la Anschluss austriaca, los sudetes checoeslovacos? Pero, ¿en nombre de qué podían Francia, Inglaterra, Estados Unidos, o Bélgica condenar moralmente los campos de exterminio hitlerianos? Los malgaches, los argelinos, los tunecinos, los hindúes, los congoleños y tantos otros pueblos conocían desde hacía siglos qué significaba la palabra “genocidio”. En Madagascar, por dar un ejemplo, un año después de finalizada la segunda guerra mundial, un levantamiento indígena cuesta al pueblo malgache seiscientas mil vidas, arrancadas por los liberadores de París. Pero si bien hay genocidios ocultos, también hay genocidios a los que no se ha creído necesario dar ese nombre.

Si Inglaterra podía llevar a cabo su guerra interimperiaista con Alemania era porque durante un par de siglos había conseguido amasar con la sangre de su pueblo y el de sus colonias el potencial económico-industrial que la colocaba en conflicto con el Eje y que le brindaba la capacidad de resolver militarmente este conflicto. Lo mismo para Estados Unidos, Francia, Bélgica, etc. Valdría la pena recordar brevemente la forma en que se levantó este imperio que querría luego ser el abanderado de la libertad y la justicia. 1750 es el año que tradicionalmente dan los historiadores como el inicio de lo que se llama la “revolución industrial” es decir la entronización del capitalismo como forma da producción que revoluciona absolutamente los métodos habituales de elaboración de bienes. Este salto no era un relámpago en cierto claro sino que era el resultado de un largo proceso. Lo que aquí nos interesa ver es el gigantesco costo humano que esta transformación cuesta al pueblo inglés.

Las manufacturas, y luego sus sucesoras, las fábricas, llaman a sus filas una enorme cantidad de material humano, a los portadores “libres” de aquella mercancía: la fuerza de trabajo. Así, algunos expulsados del campo por las leyes promulgadas en beneficio de los terratenientes, otros arrancados de sus oficios artesanales por la aplastante competencia de la industria, comienzan a vivir la nueva época de progreso y abundancia. Progreso y abundancia que obliga a los padres de familia a enterrar a sus hijos desde los seis años, y a veces aun antes, en las fábricas, en las minas, en las fundiciones, diez, doce, catorce horas por día. Generaciones enteras son condenadas a la mutilación moral y física de por vida por una maquinaria enloquecida que siempre les exige más sacrificios. Las condiciones de salubridad de los lugares de trabajo y de vivienda son inauditas, la alimentación escasa y adulterada, aquello que convierte en humana una vida inexistente. Baste una descripción, entre tantas otras, que Marx cita en el Capital, sacada de un respetable diario burgués, el “London Daily Telegraph”:

“El señor Broughton magistrado de condado, declaraba (...) que reina en la parte de la población de la ciudad dedicada a la fábrica de puntillas un grado de miseria desconocida en el resto del mundo civilizado. A las dos, tres y cuatro de la mañana, niños de nueve a diez años, son arrancados de sus sucios lechos y obligados a trabajar por su mero sustento hasta las diez, once y doce de la noche. La flacura los reduce al estado de esqueletos, su talla disminuye, los rasgos de sus rostros se borran y todo su ser cae en una torpeza tal que su solo aspecto da escalofríos. (...). El sistema, es un sistema de esclavitud sin limites, esclavitud desde todo punto de vista, social, moral, físico e intelectual. ¡Qué se puede pensar de una ciudad que organiza un acto público para pedir que el tiempo de trabajo cotidiano para los adultos sea reducido a dieciocho horas! Declamamos contra los plantadores de Virginia y de Carolina. Su mercado de esclavos negros con todos los horrores de los latigazos, su tráfico de carne humana, ¿son acaso más horribles que esta lenta inmolación de hombres que no tiene lugar más que con el fin de fabricar velas y cuellos de camisa para el benefició de los capitalistas. Los cadáveres de Auschwitz y Bergen Belsen son tan horribles como los hindúes muertos de hambre por la competencia inglesa. Idéntico horror que remite a idéntico origen. No es una locura individual ni la avaricia de un grupo de hombres lo que explicará estos holocaustos, éstos a lo sumo se recortarán como un ingrediente subsidiario en un cuadro mucho mayor, el de la irracionalidad frenética del sistema de explotación capitalista. Los campos de concentración no son sino el grotesco remedo de las fábricas, igual perfección técnica, igual cuidado administrativo, igual racionalidad en su mecanismo; la caricatura está en que el “material” humano no entra ya como fuerza de trabajo sino como materia prima. Aquí una manta, un jabón, una pantalla, ya no tienen solamente el trabajo del hombre, sino sus partes físicas, su pelo, su grasa, su piel. Cuando Jonathan Swift recomendaba, en una sátira, la utilización de los hijos pobres como alimento de lujo para las clases poseedoras, al mismo tiempo que reflejaba con tan breve metáfora la situación de su época preanunciaba literalmente las consecuencias del sistema que satirizaba en su nacimiento. Concluyendo, es el régimen capitalista el que, en su lógica, genera los campos de exterminio tanto como generó la muerte en vida (o la muerte lisa y llana) de centenares de millones de seres humanos. La moral burguesa recorta y condena a los primeros, dando por natural a lo segundo.

Esta falta de reconocimiento por parte de la burguesía de sus propias obras, le permite permanecer en la inocencia de la explotación “natural” de sus propios pueblos, en la rapiña voraz de sus colonias, en el desprecio cotidiano de la vida de los otros.

Los genocidios cotidianos

Hemos ya mostrado que lo que la burguesía inglesa hacía con su pueblo durante el establecimiento definitivo del capitalismo no se diferenciaba exclusivamente de las masacres nazis. Las estadísticas de mortalidad infantil y laboral, las tasas de mortalidad por simple inanición, el incremento de enfermedades directamente vinculadas con las condiciones de trabajo, alimentación, higiene y vivienda (la tuberculosis, la más mortífera), las cifras de reclutamiento militar que indican año a año la disminución de estatura de los hombres, todo apunta a aventar cualquier duda en calificar esto como genocidio. Para nosotros el genocidio comienza allí donde a una población se la manipula como exclusiva proveedora de ganancias, ganancias arrancadas sobre su vida y su muerte. Genocidio es también entonces, y definitoriamente, impedir que un ser humano sea un ser humano.

Pero veamos ahora otro tipo de genocidio callado y oculto, muy próximo. Las clases altas argentinas asumen definitivamente el poder a partir de 1853. Su proyecto político es claro: Argentina, apéndice de las metrópolis debe sufrir una metamorfosis que posibilite totalmente, que no haga peligrar tan cómoda situación. Sarmiento, Mitre, Alberdi, serán los portavoces de esta política y los artífices de su realización. Esta metamorfosis civilizadora debía basarse en un cambio de la composición racial de la Argentina que no era otra cosa que el desplazamiento y marginación de la mayoría del país que contradecía tal proyecto político. Tres son las vías que vehiculizan este designio: Una política inmigratoria que ahogase las raíces étnicas de nuestra nacionalidad; los gauchos de la independencia, los de San Martín, de Güemes, de Belgrano, han agotado su “vida útil” con creces, es necesario el recambio por los remanentes del enorme ejército laboral de reserva que se apretuja en Europa, ellos son los más apropiados para permitir a la Argentina el papel de proveedor de materias primas baratas y consumidor de productos industriales de segunda calidad. Luego los teóricos de la pequeña y gran burguesía, los Ramos Mejía, los Ingenieros, los Juan B. Justo, bendecirán esta decisión que les dará el honor de pertenecer a un país de hombres blancos; los olvidados de esta bendición, los criollos mestizados del interior darán décadas después amarga decepción a los hijos y nietos de estos prohombres de la democracia.

Una política cultural que, tanto por la obsecuente y defectuosa copia de los modelos metropolitanos como por la mistificación de la historia aniquilen los vínculos con el pasado nacional. La eliminación de la memoria colectiva de un pueblo, el olvido coercitivo de sus luchas, de sus reales victorias de sus reales derrotas, la “humillación del niño argentino que aprende de memoria esa mala traducción que es el Preámbulo de la Constitución” 1° ¿no apunta a la destrucción de un pueblo tanto como podría hacerlo el napalm o el horno crematorio? Y por último la eliminación física, brutal, de los restos de resistencia a tal política. Cuando Sarmiento (“con la pluma, con la espada y la palabra”) reconocía sólo en la sangre del gaucho su humanidad, e invitaba a derramarla sin resquemor, no componía solamente una figura retórica más. Los civilizadores fusiles mitristas y sarmientinos acometen la última “barbarie” de un pueblo y la vencen. La jugada es completa, un pueblo ha desaparecido, sólo queda un fantasma. Pero este fantasma no tardará demasiado en reencarnarse, y la jugada del exterminio deberá ser repetida; la semana trágica del 19, las masacres del 22 en la Patagonia, el bombardeo de la marina al centro de Buenos Aires el 16 de junio del 55, los fusilamientos de los basurales de José León Suárez en el 56, el ametrallamiento de los combatientes presos en Trelew, todos estos derramamientos de sangre y tantos otros repiten aquellas tristes, inevitablemente inútiles, matanzas con las que las élites instruidas se enorgullecieron el siglo pasado. Conclusión: querer cortar las raíces de un pueblo, ahogar su memoria, borrar su identidad, aniquilar sus vanguardias, es también genocidio. Este apurado panorama deja de lado varias situaciones tradicionalmente caratuladas como “genocidio”. Esto ocurre porque en un caso no corresponden en su real naturaleza al fenómeno analizado, en el otro porque sería apresurado o caprichoso un encasillamiento dentro del marco elegido y exigiría una investigación particular y especifica que los elucidara.

El primer caso es el de los ataques llevados a cabo contra todos y cualquier individuo de una nación ocupante por parte de combatientes de una nación ocupada: es el terrorismo de los guerrilleros argelinos durante su guerra de liberación o de los palestinos en su lucha actual, las incursiones vengadoras de los Mau Mau en Kenya, el envenenamiento de los alimentos preparados por los chinos para los ingleses luego de la guerra del opio.

El segundo caso aludido es el de masacres como la de los ibos en Biafra o la de los bengalíes por parte de los paquistanos. Es decir matanzas donde confluyen oscuras razones de odios tribales o nacionales con las claras razones que hoy mueven los hilos de la política mundial, los intereses de las grandes potencias con el atraso y la discordia favorecidos por ellas.

Bibliografía.

1. “Tribunal Russell”, Ed. Siglo XXI, México, 1968.

2. E. Galeano: “Las venas abiertas de América Latina”, Siglo XXI, 1972.

3. Revista “Fatos e Fotos”; citado por D. Ribeiro en “Fronteras indígenas de la civilización”, Siglo XXI, 1971.

4. L. Bodard: “Matanzas de indios en el Amazonas”, Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

5. M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

6. Sami Hadawi: Les Refugies arabes. Temps Modernes, Nº 153 bis, París, 1967.

7. G. Rey: “iFedayinl”, Ed. Dronte, Bs. As., 1972.

8. C. Marx: “El Capital”, F. C. E., México, 1946.

9. N. Bey-A. Andonian: “Documentos oficiales turcos sobre las matanzas de armenios de 1915”, 1965.

10. R. Sidi Kaahro: “La desvalidez de la infancia en nuestras Américas”, Revista Otro, Managua, 1972.

El caso armenio

El imperio turco, que durante varios siglos, se había mantenido como dueño del mediterráneo oriental, comienza a desmoronarse en el siglo pasado. Rebeliones de todas las nacionalidades oprimidas van empequeñeciendo cada vez más su territorio. El intento de evitar el desmembramiento del Imperio lleva a los turcos a emprender enormes matanzas: 50.000 griegos en 1922, en Chios, 11.000 árabes en Siria y Líbano, 15.000 búlgaros en 1876, 8.000 yesidis en 1892, 55.000 cretenses en 1896, 55.000 sirios en 1895. La independencia de los Estados bálcanicos y la presión expansionista de las potencias europeas, llevan a que las autoridades turcas modifiquen su estrategia imperial. El imperio hacia el Oeste ya no es posible, surge entonces el ideal panturánico, el sueño de un imperio del Este, que llegue hasta Siberia. Uno de los ideólogos panturánicos, Blanco Villalta dice que

“los diferentes dialectos turcos se hablan con reducidas soluciones de continuidad en una extensa región que toca el grado 21 de longitud en Macedonia y 160 en Siberia”.

Los armenios constituían una de esas “reducidas soluciones de continuidad”, una de esas vallas a la realización del imperio transturánico. La situación geográfica de Armenia, enclavada al Noreste de Turquía, le impediría el destino independiente de las otras nacionalidades dominadas por el Divan y la llevaría al exterminio.

En 1895-96 se había realizado la primera gran masacre, que había dejado un saldo de cerca de 300.000 muertos; en 1909, la matanza se había repetido, pero sólo alcanzó a 30.000. Es en 1915, cuando se da la solución final al problema armenio. Vale la pena transcribir el telegrama del ministro del interior, Talaat Pacha, que daba la orden de exterminio:

“Todos los derechos de los armenios de vivir y trabajar en suelo turco han sido completamente cancelados. Con respecto a esto, el gobierno toma toda la responsabilidad y ordena no hacer excepciones de ninguna especie, incluyendo a las criaturas recién nacidas (...), Haciendo caso omiso a sus protestas, sírvanse evacuarlos, ya sean mujeres o niños e incluyendo a los incapacitados físicos; y no dejen al pueblo turco protegerlos, ya que debido a su ignorancia, atribuye mayor importancia a los valores materiales que a los sentimientos patrióticos (...). En lugar de tomar medidas indirectas de exterminio, usuales en otros países, tales como severidad (en las deportaciones, miseria), podrán ser tomadas medidas directas sin mayores miramientos”.[20]

Así, un par de millones de armenios fueron expulsados al desierto. Algunos murieron de hambre, de enfermedades, otros murieron a bala, a fuego, a cuchillo, a horca. De 2.100.000 armenios que habitaban el Imperio Otomano, quedaron solamente 300.000. La mayoría de los sobrevivientes fueron niños, que separados de sus familias, se los educó como turcos, y mujeres que se hizo entrar en harenes. Pero aun estos sobrevivientes tuvieron otra ración de sangre; luego del ascenso de Kemal Ataturk, a raíz de la derrota de la República de Armenia (creada con territorios rusos y turcos, luego de la primera guerra mundial), se asesinó a otros 100.000 armenios. Tampoco estas matanzas estaban ahora aisladas; en el mismo período los turcos liquidan a medio millón de griegos y 600.000 kurdos, aparte de carnicerías menores contra los árabes.

El escándalo europeo: El nazismo

Si el asesinato de los judíos por Hitler conmueve y espanta a toda la “civilización occidental” es porque, por primera vez, hombres blancos y cultos sufren lo que Europa había hecho sufrir a continentes enteros, de otras gamas de pigmentación y “salvajes”. Lo que realmente horroriza, más allá de la mala fe, es el canibalismo civilizado. Churchill dice: “Nos encontramos frente a un crimen que no tiene nombre”. Y es cierto, no tenía nombre, porque las víctimas de ese crimen hasta 1933 no habían sido blancos, es decir, no habían sido humanos. La Sociedad de las Naciones se había negado, luego de la primera guerra, a proclamar la igualdad de todas las razas; luego de la segunda guerra mundial, las Naciones Unidas elaboran una declaración de condena al genocidio. Es que ahora los blancos conocían el gusto del pan que ellos cocinaban. El genocidio que despertó la conciencia occidental, había durado una docena de años. No había sido el único que cometiera el nazismo, todos los pueblos ocupados por el eje conocieron el mismo destino. El pueblo de Lidice, en Checoeslovaquia, al que las fuerzas de ocupación convirtieron en una nueva Cartago, es el símbolo de todas las atrocidades sufridas por todos los pueblos subyugados por el nazismo. Los gitanos, a su vez, compartieron los campos de exterminio; no era, para Hitler, una raza destinada a la servidumbre, como los esclavos, sino a la muerte.

Pero fue sobre los judíos que se centró tanto la propaganda como la acción nazi. El antisemitismo (el comunismo de los imbéciles, como decía Marx) fue el caballito de batalla de la propaganda nazi, al lado de las consignas de tipo nacionalista y socialista. En 1934, luego de la eliminación del ala populista del nacional-socialismo, el aspecto socialista desaparecía; el nacionalismo que quedaba, era el único posible para una nación metropolitana, el nacionalismo de los junkers y de los grandes industriales; la clase media, como siempre, oficiaba de comparsa. Comienzan entonces las leyes que irían quitando a los judíos todos sus derechos; cuando ya no quedaba ni uno solo, empieza la última parte de la solución final de la “Judenfrage”, de la cuestión judía. Es la operación ‘Noche y nieblas” que, sobre ocho millones de judíos de las zonas ocupadas por los alemanes, aniquilaría alrededor de seis millones. Campos de concentración y ghettos, esas eran las dos bases del plan. Pero no fue una masacre desinteresada, una simple purificación de la futura Europa aria. No eran las rememoranzas atávicas de la sangre alemana las que daban la cadencia, el ritmo de la muerte en los campos y los ghettos. La organización del genocidio se hizo en función de los intereses económicos de Alemania, es decir del capitalismo alemán, de sus grandes monopolios. Los judíos, así como centenares de miles de no-judíos del nuevo imperio alemán fueron utilizados como mano de obra esclava. Los campos no sólo fueron fábricas de cadáveres y sus subproductos, sino que en ellos se establecieron fábricas de todo tipo; fábricas de muebles, de encendedores, embotelladoras de agua mineral, etc, etc. Auschwitz, el mayor campo de exterminio, ubicado en Polonia y que llegó al record de cuatro millones de asesinados, fue el lugar elegido por la empresa Farben para instalar una fábrica de caucho artificial. El director de la empresa escribe en una carta a un colaborador suyo:

“A todo esto, el 7 de abril tuvo lugar la reunión constitutiva en Kattowice, que se desarrolló de modo bastante satisfactorio. Algunas resistencias de parte de pequeños burócratas fueron rápidamente superadas. El Dr. Eckel ha realizado sus pruebas, y por otra parte nuestra nueva amistad con los SS tiene efectos muy benéficos. En ocasión de una cena ofrecida por la dirección del campo de concentración, se trataron todas las medidas que conviene tomar con relación a esa empresa realmente extraordinaria que es el campo de concentración, puesta a disposición de la fábrica de caucho artificial”.

Los SS alquilaban lotes de prisioneros a los grandes industriales. Los beneficios de estos últimos no han sido calculados, pero los SS, según su propia contabilidad, tenían un beneficio de alrededor de 1.600 marcos por prisionero. A estos se les calculaba nueve meses de vida dentro de las fábricas.

La racionalidad de la producción esclava de bienes no podía dejar de ser aparejada por la racionalidad de la muerte en serie. Para la instalación de las cámaras de gases en Auschwitz, el gobierno alemán llamó a una licitación a la que se presentaron las firmas más importantes del ramo. Fue la firma Topf e hijos quien se hizo con el contrato.

Terminados los trabajos, el campo comienza a producir 12.000 muertos diarios, que posteriormente se elevan a 22.000. El gas con que se efectúan las ejecuciones en masa, el CyclonB, fue producido por la ya nombrada empresa Farben; su primer experimento con el gas, hecho con prisioneros de guerra rusos, mostró su gran eficiencia: 850 muertos en pocos instantes. El nazismo no fue más que el sistema político con que el capitalismo alemán consigue salvar la cabeza frente a la brutal crisis que había dejado la primera guerra. Pero caído el nazismo, el sistema social que amparaba no tenía por que ser arrastrado con él. Más aun, para las potencias aliadas occidentales era indispensable que se mantuviese. Pero capitalismo alemán y nazismo habían convivido demasiado tiempo como para que estrechos lazos sanguíneos se hubiesen creado. Eran hermanos de leche, mejor dicho, de sangre. Así es que sobre los ochenta mil directos responsables de las matanzas, solo poco más de cinco mil fueron condenados. De los demás, fieles servidores, la burguesía alemana no consintió en desprenderse.


[1] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[2] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[3] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[4] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[5] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[6] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[7] E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[8] Revista "Fatos e Fotos"; citado por D. Ribeiro en "Fronteras indígenas de la civilización", Siglo XXI, 1971.

[9] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[10] E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[11]E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[12] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[13] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[14] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[15] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[16] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[17] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[18] Sami Hadawi: Les Refugies arabes. Temps Modernes, Nº 153 bis, París, 1967.

[19] G. Rey: “iFedayinl”, Ed. Dronte, Bs. As., 1972.

[20] N. Bey-A. Andonian: “Documentos oficiales turcos sobre las matanzas de armenios de 1915”, 1965.

Conquista y ocupación del Tercer mundo  

Posted by Fernando in

Oscar A. Troncoso

© 1973

CEAL - Centro Editor de América Latina. Cangallo 1228

Indice

Conquista y ocupación del Tercer mundo

Indice

El primer imperio mundial

Las Indias Occidentales

Civilizaciones prehispánicas de América

La conquista española

Los Cronistas de Indias

Estructura de las colonias españolas

El capital comercial

Las compañías colonizadoras

El oriente y los cipayos

Africa y la esclavitud

Motivos económicos del saqueo colonial

El imperialismo inglés y el librecambio

El reparto del mundo

La diplomacia del dólar

Bibliografía

En el estudio del proceso de expansión europea sobre América, Asia y Africa, muchas veces los historiadores distrajeron su atención con hechos anecdóticos. Los fantásticos relatos de Marco Polo sobre sus andanzas en China, Birmania y Japón se trasmitieron como leyendas por varios siglos; la prioridad de Erico el Rojo o Cristóbal Colón en el descubrimiento de América ocupó a numerosos eruditos; los conocimientos de navegación de portugueses y españoles no dejaron también de ser considerados desde el punto de vista de los preceptos teológicos.

En cambió, Erasmo de Rotterdam puso de relieve en sus escritos la necesidad de impulsar un estudio científico desligado de las ataduras dogmáticas religiosas. El sentido crítico de los escritores humanistas posibilitó el encuentro de una nueva visión del mundo y Nicolás Copérnico osó sostener que la Tierra no era el centro del sistema planetario. La dominación de la península balcánica y Constantinopla por los turcos, entre otros hechos políticos, dificultaban el comercio con Oriente, por lo que se imponía la necesidad de buscar la vía marítima de conexión con las Indias para la provisión de artículos suntuarios (sedas, perfumes, terciopelos, porcelanas) y, en particular, las especias, que dejaban grandes beneficios a los comerciantes. Dicho proyecto se tornó factible con el conocimiento de la brújula, el empleo del compás y la nueva teoría, que ganaba adeptos, acerca de la redondez de la Tierra.

Durante el período que abarcan los siglos XV al XX se produjo una expansión colonial que fue, fundamentalmente, incentivada por el afán de lucro y se ejecutó “sobre sociedades precapitalistas con diferente expresión de modos de producción primitivo”. En ellas existía la explotación, observó Luis F. Rivas, “pero estable ida a partir de una determinada relación de equilibrio ecológico y social que fue destruida, dislocada, deculturada. Esta acción operará en dos niveles que podemos llamar estructural y superestructural. En el primer caso la destrucción, paralización o modificación de la economía será consecuencia inmediata: allí donde el campesino (recolector o cazador) había obtenido una combinación estable de recursos para sostener un nivel de vida mínimo, la movilización separada y diferenciada de esos recursos como objetos de compraventa puso en peligro esa relación mínima. En todas partes el predominio de las mercaderías produjo una crisis ecológica”. En el aspecto superestructura) “debe reconocerse que si bien las sociedades tradicionales mantenían una común finalidad con la clase dirigente y con los objetivos sagrados —agregó el mismo autor refiriéndose a las zonas coloniales—, los europeos incorporan con su nueva explotación de la tierra, objetivos que sólo tienen como destinatario el provecho máximo y la gloria particular de ellos mismos”. Las características principales del proceso de la conquista quedan resumidas en las pautas mencionadas: los colonizadores buscaban riquezas fáciles y la formación de una economía basada en la producción de excedentes; los colonizados, en cambio, tenían el sentimiento de participar en un trabajo que ni redundaba en beneficio de su sociedad tradicional ni la transformaba de manera positiva y superadora. Ese es el hilo de Ariadna de la expansión europea y la ocupación colonial.

El primer imperio mundial

El cuarto hijo del rey de Portugal, Juan I, fue el pionero de los descubrimientos portugueses, después de participar en expediciones contra los musulmanes en Marruecos. Hacia 1415 el príncipe Enrique se dedicó a estructurar una escuela de navegación, astronomía y geografía, en la que se reunió la mayor cantidad posible de informes sobre tierras desconocidas, libros y mapas. Merced a esos datos, los portugueses lograron llegar, sucesivamente, al cabo Bojador (1433), al cabo Blanco y al cabo Verde (1441), al Ecuador (1471), la desembocadura del Congo (1485). Dos años después una gran tempestad arrastró a Bartolomé Díaz hacia el sur y alcanzó el Océano Indico, aunque no llegó a conocer su destino. A su regreso bautizó a la punta sur de Africa con el nombre de Cabo de Buena Esperanza, tales eran sus anhelos de retornar a Lisboa. En 1498 el decidido Vasco de Gama retomó el camino recorrido por Díaz, remontó la costa oriental de Africa, pasó por Mozambique y finalmente arribó a la India, superando los temores y la superstición de la tripulación, que creía en la existencia de monstruos marinos, en zonas de aguas hirvientes y en piedras que atraían a los barcos al fondo del mar para provocar su naufragio. Despejado el camino de las Indias por el Océano Indico, los portugueses comenzaron a tomar todas las medidas para usufructuar su descubrimiento con exclusividad. En primer término impusieron el terror, destruyendo a los barcos extranjeros que encontraban en la ruta recién abierta, y Alfonso de Albuquerque, sucesor de Vasco de Gama, reforzó el dominio apoderándose de Socotora y Adén (1513) en la entrada del mar Rojo y de Ormuz (1515), el lugar más estratégico del golfo Pérsico, llegando a controlar los puertos más importantes de los únicos caminos que habían de seguir las mercancías de Oriente para llegar al Mediterráneo. El primer gran imperio colonial de Europa siguió avanzando hacia el este, ocupó Malaca (1511), en el estrecho que separa el golfo de Bengala del mar de la China, luego Java, las Molucas, llegó a Cantón (1517), en la costa China. Tres años más tarde una embajada portuguesa era recibida en Pekín.

Portugal era un país demasiado pequeño para defender sus dominios, tan increíblemente extensos para la época, por lo que se limitó a ocupar cierto número de lugares en la costa, sin intentar internarse en los territorios. Acumulaba productos exóticos, particularmente las solicitadas especias, que eran despachados a la metrópoli.

“Las comunidades agrícolas de Europa, antes del siglo XVII al menos, padecían un déficit crónico de forraje de invierno para el ganado —puntualizó J. H. Parry en ‘Europa y la expansión del mundo’—. Gran cantidad de bestias tenían que ser sacrificadas cada otoño, y su carne conservada para el consumo invernal, salándola o adobándola. De ahí la constante e inagotable demanda de especias para el condimento y la conservación. La sal era el preservador más común y barato, y mucha de la provisión de sal de la Europa occidental venía de Portugal. Aparte de la sal, las especias preservadoras se producían todas en los países tropicales: la pimienta, la especia más común, en la India; la canela, en Ceilán, y la nuez moscada y la macis en Célebes y otras islas de las Indias Orientales. El jengibre era un producto chino, aunque una clase inferior se daba también en Malabar. El clavo, la más preciada de las especias preservadoras, venía de la más reducida área productora, unas cuantas islas pequeñas del grupo de las Molucas.”

Albuquerque, con sus oportunos ataques a los árabes, se constituyó en la pieza fundamental del comercio portugués porque con la destrucción de sus competidores provocó la escasez de especias y su consiguiente alza de precio. Los venecianos, que monopolizaban su comercialización, eran sus principales compradores, y cuando éstos pretendían fletar sus propias naves, la corona portuguesa, en Ceuta, les impedía el paso por el estrecho de Gibraltar. Sin descuidar detalles, el verdadero fundador del imperio colonial portugués envió al Papa un hermoso elefante de regalo. León X accedió a las peticiones de Albuquerque y mediante una bula dio su bendición a Portugal, concediéndole todas las tierras que conquistara a los infieles, no sólo en Africa y en la India sino en cualquier otra región. El nuevo modo de vida impuesto a los pueblos asiáticos tuvo vastas consecuencias, señaló K. M. Panikkar. En primer término, predominó el poder marítimo sobre el terrestre; las comunidades orientales, que basaban su economía sobre la producción agrícola y el mercado interno, debieron abastecer repentinamente las necesidades del comercio internacional; y la irrupción europea provocó la aparición de una clase comercial nativa, aliada con intereses mercantiles foráneos.

Las Indias Occidentales

En esa época los mayores emporios comerciales eran Venecia y Génova; Florencia, en cambio, fue el prototipo del centro industrial. En esta última florecieron los establecimiento de crédito, bancos y de cambios.

La riqueza florentina era de tal magnitud que le permitía tener ejércitos a sueldo y hacer grandes empréstitos a los reyes. Una familia de banqueros, la de los Médici, llegó, en el siglo XV, a ser tan poderosa que tuvo bajo su completo dominio a la ciudad. Por su parte, los venecianos se jactaban de ser los dueños del Adriático: disponían de una flota de 3.100 barcos y se decía que poseían todo el oro de la cristiandad. Los genoveses se enriquecieron con las Cruzadas y tenían grandes condiciones para la navegación. Las caravanas que atravesaban Turquestán llegaban a orillas del mar Caspio y seguían luego hasta el Mar Negro, donde cargaban los barcos genoveses, que tenían almacenes fortificados en los principales puertos musulmanes del Mediterráneo Oriental. La caída de Constantinopla en mano de los turcos y su establecimiento a orillas de ese mar tuvo como inmediata consecuencia la ruina del comercio de Génova. Precisamente un navegante genovés, Cristóbal Colón, que creyó posible el viaje a las tierras de las especias por el oeste, descubrió América por un error de cálculo, porque supuso que en el lugar en que está ubicada la isla de San Salvador encontraría a Japón. Sin saberlo, conquistó para España nuevas tierras, a las que, persistiendo en su equivocado concepto, llamó Indias Occidentales. Los tres nuevos viajes de Colón, durante los cuales descubrió las Antillas y tocó el continente americano, llegando a la desembocadura del Orinoco, hicieron pensar a muchos que los nuevos territorios no pertenecían a Asia. En previsión de que así fuera, el rey de Portugal, Juan II, decidió —entre el primero y segundo viaje de Colón— reclamar su derecho a parte de esa zona. Fernando e Isabel, teniendo en cuenta que el Papa era español y por lo tanto iba a favorecer sus conquistas, solicitaron la mediación de la Santa Sede, única autoridad internacional reconocida entonces. Alejandro VI expidió una serie de bulas que confirmaban la posesión española sobre las nuevas tierras y trazando una frontera imaginaria de norte a sur, cien leguas al occidente de las islas Azores y de Cabo Verde, dispuso que la tierra y el mar al oeste de dicha línea sería el área de exploración exclusiva para Colón y los navegantes que le siguieran a las órdenes de la corona. Portugal manifestó su discrepancia y, merced a la labor de sus diplomáticos plenipotenciarios, logró que la línea que servía de límite fuera trasladada 270 leguas más al oeste. Gracias al tratado de Tordesillas, firmado en 1494 de acuerdo con el arbitraje papal, los portugueses tuvieron derechos legales sobre Brasil, aún no descubierto. A pesar del monopolio concedido por el Papa a los soberanos españoles, varias expediciones rivales habían partido hacia el Nuevo Mundo, como algunos lo denominaban. Enrique VII de Inglaterra concedió licencia a Juan y Sebastián Caboto, quienes en 1497 recorrieron la mayor parte de las costas de América del Norte, desde Groenlandia por el Labrador, Terranova, Nueva Escocia y Nueva Inglaterra. El florentino Américo Vespucio visitó en 1499 las costas de América del Sur, ya reconocida por Colón, y escribió una serie de cartas que, en una compilación alemana, tuvieron gran difusión, por las interesantes narraciones de sus viajes. A este hecho atribuyen la mayor parte de los eruditos que, finalmente, prevaleciera el nombre de América para designar las nuevas tierras.

Los portugueses Gaspar y Miguel Cortereal exploraron la isla de Terranova en 1500 y Pedro Alvarez Cabral llegó por casualidad al Brasil. Todos buscaban un paso que permitiera atravesar el continente y continuar el camino hacia las Indias: el español Vicente Pinzón descubrió la desembocadura del Amazonas (1500); Juan Díaz de Solís tocó Yucatán y México (1508) y en otro viaje, buscando un paso por el sur, encontró el Río de la Plata (1514), lugar donde fue ultimado por los indígenas. La solución al problema fue lograda por Hernando de Magallanes, un portugués al servicio de España, quien halló el estrecho que luego llevaría su nombre (1520); se internó en un gran océano al que llamó Pacífico y desembarcó en las Filipinas (1521), lugar en el que murió en combate con los nativos. El viaje fue continuado por Sebastián Elcano; éste volvió a Europa por el sur de Africa, llegando a Sanlúcar el 6 de setiembre de 1522, concretando el primer viaje alrededor del mundo, fantástica hazaña de navegación para la época. Anteriormente, por tierra, Vasco Núñez de Balboa atravesó las montañas del istmo de Panamá y descubrió el mismo Océano Pacífico (1513), al que bautizó Mar del Sur, y solemnemente tomó su posesión en nombre del rey de España. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, realizando dos nuevas hazañas, cruzó el nuevo continente desde el Golfo de México hasta el Pacífico (1536) y se internó por el Brasil hasta el Paraguay (1542).

“El foco del universo comercial se desplaza desde el Mar Latino hacia el Atlántico. El sol de Venecia y demás ciudades italianas cae en su ocaso. En esa hora apasionante, la historia tendrá por hijos favoritos a España y Portugal y luego también a Inglaterra, Francia y Holanda —describe el chileno Volodia Teitelboim en ‘El capitalismo y la conquista de América’—. Baja asimismo el telón del brillante acto mercantil que tuvo por escenario predilecto el Mar Báltico. El teatro se ha vuelto inmenso. Abarca la suma de los océanos y cuatro continentes, dos de los cuales, vírgenes, serán brutalmente desflorados por el conquistador.” En Europa la conmoción se advertía con claridad, “despuéblanse las ciudades interiores. Los hombres, en inquietante éxodo, se vuelcan sobre los puertos. Presas del fetichismo del mar, quieren vadearlo cuanto antes, pues sólo la excitante aventura ultramarina pondrá término a la áspera miseria del terruño. Aquel que logra alistarse en el navío que parte hacia el lejano país indiano cree a pies juntillas disponer de un pasaje para la tierra cuajada de minas de oro y plata y de piedras preciosas. Brotan como hongos organizaciones de navegantes y mercaderes. Famosa fue la empresa conocida por el pintoresco título de Misterio y Compañía de los aventureros y mercaderes para el descubrimiento de regiones, dominios, islas y lugares desconocidos, que financia a navegantes, soñadores y piratas, en ese tiempo en que estas categorías solían identificarse”.

Civilizaciones prehispánicas de América

En el momento de su descubrimiento América estaba habitada por pueblos cuya existencia era completamente ignorada por los europeos. Algunos vivían en grupos de chozas formando poblaciones estables que tenían una organización social y productiva no demasiado complicada: cultivaban el suelo o vivían de la caza; existían también grupos nómades. Otras tribus habían llegado a un importante grado de civilización; así fue como en México, América Central y Perú los españoles se encontraron frente a sociedades altamente organizadas. En esa época, los más grandes focos culturales del continente eran los constituidos por los mayas, que vivían en la península de Yucatán, parte de México, Guatemala y Honduras; los aztecas, en México; los Chibchas, en Colombia, y los incas, que ocupaban el actual territorio del Perú. Los conquistadores españoles encontraron a la civilización maya en decadencia: sus ciudades estaban destruidas o estancadas, pero eran un testimonio del brillo de su pasado. Tenían amplios conocimientos astronómicos; su escritura era la más adelantada de las usadas por los aborígenes de América; cultivaban la pintura y descollaban en la alfarería y cerámica. Edificaron grandes y bellísimas construcciones, labraron muy bien la piedra, esculpieron estatuas y sobresalieron en el bajorrelieve.

La Confederación Azteca era, en cambio, una poderosa reunión de diversos pueblos. La tierra pertenecía a la comunidad y la sociedad era de carácter igualitario. No había diferencias sociales y los funcionarios públicos eran electivos y renovables. Sus distintas categorías establecían las únicas diferencias existentes, según el carácter militar, político o sacerdotal del cargo público que desempeñaban. La agricultura era considerada como una labor honrosa: preparaban muy bien la tierra, el cultivo era esmerado y los canales y acequias por ellos construidos aseguraban el riego. Tenían ciudades más importantes que muchas europeas. La capital de México, Tenochtitlán, edificada en medio de un lago, fue descripta con asombro por Hernán Cortés:

“vemos todos los días cosas tan sorprendentes que apenas si podemos dar crédito a nuestros ojos —escribía al emperador Carlos V—. La ciudad es tan grande como Sevilla y Córdoba, las calles principales son muy anchas y muy derechas. Hay varias plazas grandes que sirven de mercado; entre ellas hay una, más grande que la ciudad de Salamanca, rodeada de pórticos, donde más de 60.000 almas compran y venden continuamente y en gran cantidad todos los comestibles y todas las mercaderías que encuentran en el resto del Universo”.

En la meseta de Bogotá (Colombia) estaban radicados los chibchas, que se encontraban divididos en cinco jurisdicciones territoriales en permanente lucha intestina cuando arribaron los conquistadores. Eran tejedores habilísimos, trabajaban los metates y conocían las diferentes aleaciones, sabían construir calzadas bien empedradas y empleaban puentes colgantes hechos con fibras vegetales para vadear los ríos. Los jefes militares y civiles vivían en palacios que eran verdaderas fortalezas y en la ceremonia consagratoria de cada uno de ellos se cumplía un fastuoso ritual: el jefe era despojado de sus ropas comunes y su cuerpo cubierto con una sustancia pegajosa sobre la que espolvoreaban oro en polvo, a sus pies se ofrendaban presentes del dorado metal y piedrerías; luego, acompañado de cuatro grandes sacerdotes, se alejaba en una balsa hasta el centro del lago, donde hacía ofrenda a los dioses arrojando joyas al agua. De allí surgió la leyenda de El Dorado, que hablaba de un país inmensamente rico, donde el soberano “se cubría todos los días con renovada capa de oro”. Esa historia fue un poderoso polo de atracción para los conquistadores y originó gran parte de las expediciones que exploraron el continente. Era la réplica del fabuloso reinado del Preste Juan en suelo asiático. En la misma forma se divulgaron relatos acerca de un imperio situado mucho más al sur, inagotablemente rico. Se trataba de la zona dominada por los Incas, que se extendía desde el sur de Colombia hasta el río Maule, en Chile; su principal escenario era el actual territorio del Perú y parte de Bolivia. Manco Capac, profeta político-religioso que decía descender del sol, fue el unificador de los numerosos grupos culturales del lugar, entre los que se encontraban los aimarás y yuncas; fundó el Cuzco con suntuosos templos y palacios, sólidas fortalezas y estratégicos bastiones defensivos, digna capital de tan vasto imperio. La del Inca era una monarquía de carácter patriarcal y a él pertenecía todo el reino con sus tierras, cereales, ganados, minas y manufacturas; los funcionarios reales estaban encargados de repartir los productos del trabajo entre la población; por ello Louis Boudin escribió sobre “El imperio socialista de los Incas”, pese a que tiene que ver muy poco con la acepción postmarxista del término socialista.

Para la comprensión histórica de la etapa de la conquista y de la primera época colonial es muy importante tener en cuenta la existencia de esas culturas indígenas, tanto por lo que fueron en sí mismas como por la atracción que ejercieron sobre los españoles.

“Ostentaban los mismos caracteres generales que la primitiva del Viejo Mundo —advirtió Salvador Canals Frau en “Las civilizaciones prehispánicas de América”—. Se basaban principalmente en el cultivo de un cereal, el maíz, habían domesticado varios animales, como la llama, el cuis y el pavo. La sociedad estaba estratificada, con esclavitud, aristocracia, monarquía divinizada y trabajo especializado. Por su parte, la técnica contaba con progresos comparables, ya que conoció el trabajo de los metales, las embarcaciones a vela, la cerámica de alta calidad, las construcciones megalíticas; se contaba con un principio de escritura y se disponía de suficientes conocimientos astronómicos y matemáticos como para elaborar con ellos un calendario de 365 días similar al del otro hemisferio.”

No obstante ello, existían disparidades fundamentales. “La civilización indígena americana —agrega el mencionado autor— no dio importancia al principio de la rueda, pese a haberla conocido también, y careció por tanto de rodados y del torno del alfarero. Tampoco conoció el trigo ni la cebada, ni el vidrio ni el hierro ni el verdadero arco arquitectónico y los animales domesticados pertenecen a especies distintas de las euroasiáticas. Ni supo unir la fuerza de tiro de un animal a una azada, por lo que sus cultivos agrícolas ignoraron un instrumento tan útil y simple como es el arado.” La contrapartida fueron algunos adelantos intelectuales del nuevo mundo: “los mayas, por ejemplo, supieron dar un valor distinto a las cifras de acuerdo con su posición e inventaron un símbolo para la nada: el cero. Cosa que nunca llegaron a conocer, no ya los egipcios y sumerios antiguos, sino que ni siquiera los posteriores griegos y romanos”. Los factores decisivos para la conquista fueron la pólvora y las armas de fuego que conocían los europeos y aterrorizaban a los nativos de América. La artillería de campaña y las culebrinas de mano —primer esbozo de fusil— otorgaron poderes políticos y militares. Invistieron al invasor de características sobrenaturales ante los indígenas y contribuyeron en mucho para solidificar su autoridad y apurar la destrucción de las civilizaciones precolombinas.

La conquista española

Como los portugueses en Asia, los españoles en América ocuparon en un principio solamente cierto número de lugares en las costas, sin tratar de penetrar en el interior. En Oriente existían las especias que reportaban pingües ganancias; en las tierras descubiertas por Colón se buscaba oro con febril anhelo. El incentivo que movía a los hombres a internarse en el continente eran las noticias trasmitidas por los indígenas acerca de zonas en que había abundancia del precioso metal. La isla Española (actuales República Dominicana y Haití) fue la base de operaciones desde la cual partieron sucesivas expediciones a las Antillas, Tierra Firme y México.

En somera relación, se destacaron: Juan Ponce de león, que conquistó Borinquen (Puerto Rico, 1508), Diego de Velázquez ocupó Cuba (1511), donde se descubrió el uso del tabaco, que fue adoptado por los europeos; el ya mencionado Ponce de León, buscando la Fuente de Juvencia, que, según se decía, restituía la perdida vitalidad en los cuerpos ancianos, recorrió una por una las islas del archipiélago de las Bahamas (1513) y llegó hasta la península de Florida; Pánfilo de Narváez alcanzó México (1528); Hernando de Soto descubrió el río Mississipi (1541) y realizó incursiones por Florida, Carolina del Sur, Georgia, Alabama y Arkansas. La hazaña que empequeñeció a las mencionadas fue la conquista de México por Hernán Cortés. Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva, en el transcurso de las primeras recorridas por diferentes zonas de América Central, tuvieron datos precisos de la existencia de un imperio de enormes recursos.

El que fuera el prototipo de los conquistadores españoles desembarcó en la costa mexicana en 1519 y fundó el puerto fortificado de Veracruz para asegurarse un punto de apoyo en la costa. Audaz, fanático y valiente, Hernán Cortés tomó decisiones que parecen más dignas de integrar un relato de aventuras fantásticas que páginas de historia real. Quemó sus propias naves para obligar a las tropas a no retroceder jamás; en su conquista fue ayudado por un mito mexicano merced al cual fue confundido con el dios-héroe Quetzalcoalt, que iba a volver como vengador del pueblo azteca; los caballos completaron la escenografía que exaltó la superstición de los indios, pues esos animales, desconocidos por los nativos, resultaban seres fantásticos; las armaduras relucientes con que se cubrían los soldados y los cañones, cuyos disparos les parecían truenos portátiles, convencieron al emperador Moctezuma y a su corte de la inutilidad de una resistencia contra lo sobrenatural y aceptaron el predominio de Cortés. Los invasores se excedieron y provocaron una violenta sublevación en la que casi fueron aniquilados; el jefe español y veintitrés de sus fieles se salvaron milagrosamente en aquella que pasaría a la historia como la “noche triste”. Después de un año, repuesto del descalabro, reocupó la ciudad, tomó prisionero a Guatimozin, sucesor del anterior emperador, a quien inmediatamente hizo ejecutar junto con sus más cercanos colaboradores. El resto del territorio mexicano, con una superficie cuatro veces mayor que la metrópoli, fue rápidamente sometido, recibiendo el nombre de Nueva España. Desde esa flamante posesión salieron expediciones que dieron como resultado el descubrimiento de California, el completo reconocimiento del golfo de México y la conquista de América Central. Hasta allí llegaban continuos informes de un territorio situado más al sur, particularmente rico en metales preciosos. Dos capitanes, pobres y analfabetos —Francisco Pizarro y Diego de Almagro—, conquistaron el imperio de los Incas en un derroche de audacia y valentía, aprovechando las disensiones internas del reino. En un drama saturado de sangre engañaron y mataron al Inca Atahualpa; atacaron y ocuparon el Cuzco, completando la ocupación del resto del Perú en 1533. Pizarro hizo decapitar a Almagro y los soldados de éste, a su vez, asesinaron al flamante gobernador de la nueva colonia. En el Alto Perú las minas de plata de Potosí (actual Bolivia) se hicieron mundialmente famosas por su riqueza.

Los aventureros españoles no cejaban en sus exploraciones por lugares inhóspitos y, en algunos casos, incursionaron por las montañas más altas del planeta. En 1520 habían llegado a Nueva Andalucía (Venezuela); dieciocho años después hallaron abundantes minas de oro en Nueva Granada (Colombia); Pedro de Valdivía, antiguo teniente de Pizarro, inició la conquista de Nueva Toledo (Chile) en 1540. Recién en la segunda mitad del siglo XVI Sebastián Caboto y Diego García recorrieron más detenidamente la zona del Río de la Plata, descubierto por Solís, no obstante que Buenos Aires había sido fundada por Pedro de Mendoza en 1536 y Asunción al año siguiente por Juan de Salazar.

La fantástica aventura que significó la colonización española en América despertó una polémica que se puede sintetizar analizando dos estudios diametralmente opuestos. Para el norteamericano Carlos P. Lummis, autor de “Los exploradores españoles del siglo XVI”, los conquistadores fueron “los caminantes” de América y, asombrosamente, exalta

“el espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática y más humanitaria que la de Gran Bretaña y la de los Estados Unidos juntas”.

Los mismos hechos para el historiador mexicano Genaro García en su obra “Carácter de la conquista española en América” resultan bastante diferentes. “Los españoles realizaban sus conquistas haciendo a los naturales una guerra sin cuartel llevada siempre a sangre y fuego…”; con abundante documentación demuestra “que, efectivamente, la monarquía española tuvo entero conocimiento desde temprano acerca de todos los males que causaban sus súbditos en las Indias; nos lo hace ver Carlos V en la cédula que expidió en Granada a 17 de noviembre de 1526”, en cuyos fundamentos se reconocía que los indios eran tratados peor que si fueran esclavos. Y continúa García: “los naturales eran vistos por sus dominadores españoles como más semejantes a bestias que a criaturas racionales”.

Los Cronistas de Indias

España obtuvo el más alto grado de poder mundial bajo el reinado de Felipe II (1556-1598). Durante ese período alcanzó la unidad política y religiosa; la unificación territorial de la península, con la conquista de Portugal; el dominio en Europa de la mayor parte de Italia, con Cerdeña, Sicilia, el reino de Nápoles y el Milanesado; el Franco-Condado, Artois, Flandes y los Países bajos; su imperio colonial en América era inmenso. La lucha por el catolicismo constituía el pensamiento predominante del soberano español; de ahí que consagrara los recursos que cada año sacaba de las minas de oro y plata de Perú, México y Colombia a la propagación de su credo religioso. Desde su retiro en El Escorial trataba de descubrir y extirpar la herejía en sus propias posesiones y en los países extranjeros: “cuando España se mueve, la tierra tembla” era el refrán en boga. Los frailes del Santo Oficio —los inquisidores— eran sus delegados, investidos con plenos poderes para “atender por sobre todas las cosas a los intereses de la religión católica”. Por la Ordenanza 15 de Poblaciones, Felipe II dispuso que “los que fueren a descubrir por mar y tierra” debían informar sobre las costumbres, religión y formas de vida de los indios, así como también sobre las riquezas naturales de la región; para ello se previó la creación del cargo de Cronista de Indias. En virtud de la naturaleza del origen de esas funciones, en todos los escritos de los cronistas se aprecia una pronunciada tendencia religiosa que justificaba las arbitrariedades y atropellos de los conquistadores por su finalidad supuestamente evangelizadora. En un principio se conocieron los Comentarios, Memoriales, Cartas o Relaciones de los jefes de cada expedición, escritos por Colón, Hernán Cortés, Pedro Cieza de león, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y otros. Así el descubridor de América, refiriéndose a los indígenas, decía:

“muy sencillos, de buena fe y espléndidos con cuanto tienen; ninguno niega lo que posee a quien lo pide y convidan ellos mismos aun para que se les ruegue. No cierran sus heredades ni con fosos ni con paredes ni con setos; viven en huertos abiertos, sin leyes, sin libros; sin jueces; de su natural veneran al que es recto; tienen por malo y perverso al que se complace en hacer injuria a cualquiera”.

El vencedor de los aztecas, por su parte, recordaba que cuando fue huésped de Moctezuma “estuve muy bien proveído de todo lo necesario y visitado de muchos de aquellos señores”; “… habría quedado el negocio de los españoles muy bien puesto… si los soldados… refrenaran un poco la mucha codicia que traían de riquezas, la cual les impedía tanto que no les dejaba sosegar para tener un poco de paciencia en aguardar felicísimas coyunturas que se ofrecieron para entregarse en paz toda esta tierra”. La misma actitud se repetía en todas las comarcas: por cada villa que fundaban los españoles destruían muchos pueblos indígenas. Acerca del valle de Motupe, en el Perú, donde los Incas tuvieron palacios y sepulcros de gran belleza, Pedro Cieza de león certificó: “con las guerras pasadas falta mucha gente de los primeros; los edificios y los aposentos están deshechos y desbaratados y los indios viven en casas pequeñas”.

Los eruditos hicieron con posterioridad una distinción entre los cronistas oficiales y los historiadores de Indias. El segundo grupo estaba constituido por los acompañantes letrados de los conquistadores, los misioneros y los nativos que se ocuparon de comentar los sucesos que ocurrían en la tierra nueva.

Fernando Colón, segundo hijo del descubridor, escribió la Historia del Almirante de las Indias con el objeto de reivindicar a su padre de injustas acusaciones. El fraile dominico Bartolomé de las Casas fue el más notorio defensor de los indígenas. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias los describió como seres tranquilos y apacibles; “en estas ovejas mansas entraron los españoles como lobos y tigres cruelísimos de muchos días hambrientos”. En sucesivos capítulos enumera cómo despoblaron y asolaron todo lo que encontraron a su paso. Gonzalo Fernández de Oviedo dejó un Sumario de la natural historia de las Indias, aclarando que escribía sin la “autoridad de algún historiado a poeta, sino como testigo de vista” y, como tal, afirmó “que la pólvora contra los indios es incienso para el Señor”. El Inca Garcilaso de la Vega, tanto por su origen americano como por el valor histórico de sus Comentarios Reales, merece especial atención. La primera parte de su obra trata de las tradiciones, religión, supersticiones, usos y costumbres de los indios; la segunda narra el descubrimiento y conquista del imperio de los Incas por los españoles y la guerra civil desatada entre éstos. Bernal Díaz del Castillo, autor de La Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, fue uno de los acompañantes de Cortés, pero no se detuvo en el protagonista, sino que supo describir el marco multitudinario. Francisco Antonio Pigafetta, el veneciano que acompañó a Magallanes y Elcano, detalló el viaje que hicieron los españoles alrededor del mundo. Poco tiempo después comenzó a tomar cuerpo la leyenda sobre la existencia de una fabulosa “Ciudad de los Césares”, en el sur de América… “es una ciudad encantada de la que todos tienen noticias, pero a la que nadie pudo hallar —se lamentaba Pedro Sarmiento de Gamboa—, populosa, esplendente de riquezas, a tal punto que en su aledaña campiña se ara con arados que tienen rejas de oro”. Las desventuras de la primera fundación de Buenos Aires fueron puntualizadas por el aventurero alemán Ulrico Schmidl en Viaje al Río de la Plata y por el fraile Luis de Miranda en Romance Elegiaco, donde aludiendo a las privaciones que padecieron escribió: “allegó la cosa a tanto / que, como en Jerusalen, / la carne de hombre también / la comieron”. Las ventajas y desventajas de la conquista de América fueron también relatadas por Agustín de Zárate, Francisco López de Gomara, Alonso Enríquez de Guzmán, Gonzalo Jiménez de Quesada y, entre otros, el milanés Girolamo Benzoni, quien en su Historia del Nuevo Mundo censuró las crueldades contra los indígenas que alimentaron la “leyenda negra” de las conquistas que tantas polémicas desató.

Estructura de las colonias españolas

El Consejo de Indias, con sede en España, era la autoridad suprema en materia colonial. Todos los funcionarios de América le estaban subordinados y su jurisdicción se extendía a los asuntos civiles, militares y eclesiásticos; la parte comercial correspondía a la Casa de Contratación de las Indias.

“Cuando castellanos y portugueses tocan las costas americanas, la existencia de un activo mercado internacional europeo es un hecho desde hace mucho tiempo —afirma Sergio Bagú en Economía de la sociedad colonial—. Un hecho que está reacondicionando toda la economía continental. Castellanos y portugueses, al ponerse en contacto con esta nueva realidad americana, estuvieron movidos por una misma necesidad, por un igual propósito: hallar algo que pudiera ser vendido en el mercado europeo con el mayor provecho posible.”

Las expediciones lusitanas descubrieron el palo brasil, en el territorio que luego llevaría ese nombre, de fácil extracción y ubicado en la zona costera. Los españoles, en cambio, desarrollaron la explotación de los yacimientos de oro y plata en primer término; luego auspiciaron la siembra de plantaciones que los proveyeran de materias primas, que no se daban con tanta abundancia ni tan baratas en la metrópoli. Los beneficios se repartían entre los Adelantados y la Corona. Recibía el nombre de Adelantado el particular que celebraba un contrato o capitulación con el rey, comprometiéndose a equipar y costear, por su cuenta y riesgo, una expedición destinada a la conquista y colonización de determinado territorio de América, cuyos límites eran establecidos de antemano, debiendo fundar ciudades, fortines y evangelizar a los indios. Por su parte, el soberano le cedía los derechos del gobierno político y militar sobre la zona capitulada, alentando así el esfuerzo individual de aquellos que iniciaban la empresa. Después de medio siglo de existencia se comprobó que se enfrentaba el interés político del gobierno con el comercial del Adelantado, que sólo aspiraba a obtener las mayores ventajas económicas. El rey Felipe II reemplazó entonces a los Adelantados por los Gobernadores, que fueron funcionarios que se diferenciaban de los primeros por representar a la autoridad del monarca en sus respectivas jurisdicciones, y cumplían sus funciones como simples delegados a sueldo, ejerciendo el gobierno civil y militar. Como estaban subordinados a virreyes o capitanes generales recibían sus órdenes, pero el rey era el que intervenía en cuestiones de fundamental importancia; los principales territorios eran gobernados por los virreyes. Existía un virreinato en México y otro en Lima; más tarde se crearon los de Nueva Granada y del Río de la Plata; las zonas de menos extensión eran dirigidas por Capitanes Generales. Controlaban a los funcionarios de más importancia altos tribunales de justicia llamados Audiencias, que además tenían derecho de inspección.

Los españoles, como representantes de la raza blanca conquistadora y colonizadora, gozaron de preminencias dentro de la población colonial: ocupaban las principales funciones públicas, eran los poseedores de la tierra y monopolizaban el comercio; la entrada de los extranjeros estaba prohibida, salvo en los casos en que tuvieran un permiso especial, por el que debían pagar elevadas tasas. Los indios fueron considerados esclavos —de acuerdo con el pensamiento de la época— y muchos expedicionarios llevaron cargamentos a Europa para venderlos como tales. Las disposiciones de los Reyes Católicos para evitar ese comercio fueron violadas o deformadas, ya fueran las enmiendas, las reducciones o las misiones, estas últimas a cargo de los religiosos. El régimen de encomiendas fue aplicado en todas las colonias españolas del Nuevo Mundo y exigía al indio el trabajo personal o el pago de un tributo. En su mayor parte se organizaron contando con el esfuerzo individual de los indios, que dependían en forma absoluta de los encomenderos y llevaban una vida equiparable a la de un esclavo. Existieron dos formas de encomiendas: la mita, que consistía en el trabajo periódico, por turnos, y el yanaconazgo, por el que eran destinados al laboreo de las tierras y cultivos como si fueran objetos de labranza, en perpetua servidumbre. Fray Bartolomé de las Casas denunció la increíble mortandad de nativos que esos métodos provocaban y en 1542 se sancionaron ordenanzas, conocidas como Leyes Nuevas, a fin de atenuar las disposiciones anteriores. Estas medidas dieron lugar a la importación de negros esclavos, que fueron empleados en los cultivos de caña de azúcar en las Antillas, sustituyendo a los indios sometidos al régimen de las encomiendas; más tarde se generalizó el tráfico de buques negreros, que volcaron su carga en América elevando el número de esclavos. Los jesuitas crearon un sistema original de economía en sus Misiones, que tuvo un desarrollo considerable en el Paraguay y en el norte argentino. La tierra era considerada “posesión de Dios” y sus productos se almacenaban en los depósitos de la Orden; a los indios se les otorgaban sectores de terrenos en proporción al número de miembros de cada grupo y debían pagar un tributo anual por su utilización; todo el ganado, elementos de labranza y el inventario eran propiedad de los jesuitas. La industria artesanal adquirió un incipiente desarrollo, pero los artículos manufacturados eran comercializados por la Orden, que tenía su propio ejército y policía.

La Iglesia Católica llegó a ser la propietaria territorial más poderosa de América y una gran inversora de dinero en préstamos e hipotecas dado que —como lo indicó Bagú— la estructura política y económica permitió una precoz y cuantiosa acumulación de capitales, derivados de las explotaciones mineras, de los productos de la tierra (cacao, azúcar, tabaco, etc.), el comercio, el tráfico negrero, el diezmo y las donaciones piadosas.

El capital comercial

El desarrollo de las Cruzadas, que abrieron nuevas rutas en el intercambio con Oriente, varió el estilo comercial de fines de la Edad Media y fue la causa de la quiebra de muchas casas señoriales del occidente europeo, con lo cual comenzó la decadencia del feudalismo. Posteriormente, la enorme masa de oro y plata que transportaban desde América los galeones españoles fue invertida en la península ibérica en la adquisición de productos industriales de Europa y Asia, en el soborno de jefes militares y de espías, en el sostenimiento del gigantesco aparato burocrático de la monarquía española. Los metales preciosos eran derramados sobre todo el viejo continente y gran parte engrosó las arcas de los mercaderes intermediarios holandeses; en menos proporción ingresaron en las de los industriales y comerciantes. Esencialmente la tierra había sido, hasta entonces, la principal riqueza y estaba en manos de la nobleza; el oro y la plata hizo que los burgueses fueran tan ricos como los nobles y, desde entonces, no cesó de aumentar su influencia social y política. Además, los descubrimientos tuvieron importante papel en la crisis religiosa que provocó la Reforma y en el gran movimiento de ideas del Renacimiento, que hicieron florecer en forma admirable las artes y las letras. España y Portugal disfrutaron durante casi todo el siglo XVI de la hegemonía colonial del mundo, mientras que Holanda, Inglaterra y Francia intentaban entrometerse con escasos resultados. Fracasaron sus sucesivos intentos de encontrar la ruta noroeste de América hacia la China y la India, pero cuando fue descubierto Canadá, en 1542, los franceses comenzaron su colonización con 200 hombres.

Los marinos ingleses iniciaron la ofensiva con cierta discreción, pero rápidamente su acción se transformó en piratería. Atacaban a los galeones españoles despojándolos de su carga y luego les prendían fuego. No cejaban en su empeño, a pesar de que, cuando los capitanes ibéricos lograban tomarlos prisioneros, eran ahorcados o entregados a la inquisición como herejes.

El más famoso corsario, Sir Francis Drake, fue el segundo en dar la vuelta al mundo; durante sus viajes saqueó las costas de Chile y de Perú, apresó arcos y a tal punto alcanzó su audacia que llegó a atacar puertos españoles. A Drake y a sus “perros del mar” les debió Isabel de Inglaterra el triunfo sobre la Armada Invencible (en 1588) y la provocación continua a las potencias coloniales. Se presentaron frente a los puertos de La Coruña, Lisboa y Cádiz; a este último, el más importante y rico de España, lo ocuparon, saquearon y lo destruyeron incendiándolo en 1596. El favorito de la reina, Walter Raleigh, fue el fundador de la primera colonia inglesa en América del Norte, denominada Virginia.

La Inglaterra protestante fue la más encarnizada enemiga de la España católica. Poco antes Holanda se había sublevado contra el dominio español y Felipe II trató de someterla utilizando feroces métodos, pero los insurrectos, con ayuda de los ingleses y franceses, triunfaron después de treinta años de lucha.

A los marinos holandeses los llamaban “los carreteros del mar” porque monopolizaban el transporte de las mercaderías procedentes de Oriente, desde Lisboa, hasta los puertos del norte de Europa. En el momento mismo en que los Países Bajos se separaban de la tutela de Felipe II España contraatacaba anexando Portugal y quedando, en consecuencia, dueña de su imperio colonial. Holanda, no pudiendo continuar su intercambio comercial — que se había constituido en la principal fuente de recursos—, decidió extender su influencia hacia Oriente y América.

El primer paso fue dado con la formación de la Compañía de las Indias Orientales, dependiente del gobierno, que recibió autorización para ocupar y efectuar fundaciones en las colonias portuguesas. De esa manera cayeron en su poder el Cabo de Buena Esperanza, algunos puertos de la India y de Ceylán, Malaca y las islas de Sonda. Con esos triunfos Holanda se convirtió en una gran potencia colonial y comercial. A principios del siglo XVII comenzó sus primeras tentativas de colonización en el Nuevo Mundo, llegando a la actual bahía de Nueva York (1609). Cinco años después los holandeses se establecieron en la isla de Manhattan y, poco más tarde, ocuparon el territorio de las Guayanas, las islas Curazao y Bonaire, en las Antillas, posesiones que sirvieron de base a un comercio activo de contrabando practicado con los puertos de las colonias cercanas. Fundaron entonces la Compañía de las Indias Occidentales, que obtuvo el monopolio del tráfico comercial con América del Sur. Para ello su escuadra se dedicó a atacar a las naves españolas y, como Portugal estaba sojuzgado, ocuparon puntos estratégicos en Brasil.

El sistema holandés de colonización ofrecía “un cuadro de corrupción, asesinato y vileza que no es posible superar”, aseveró Carlos Marx. “El predominio del capital comercial supone siempre un sistema de saqueo —afirmó en “El Capital—, al igual que su desarrollo entre los pueblos comerciales, tanto de la época antigua como de la moderna, directamente unido al saqueo violento, a la piratería, al robo de esclavos, a la subyugación de colonias; así ocurrió en Cartago, en Roma y, posteriormente, con los venecianos, los portugueses, los holandeses.” Para Marx los holandeses fueron el “modelo de país capitalista del siglo XVII”. Habían invertido en el comercio quince veces más que los ingleses, poseían diez veces más barcos que Inglaterra y las tres cuartas partes del tonelaje mundial.

Las compañías colonizadoras

España, a la muerte de Felipe II (1598), había entrado en una paulatina declinación y, poco a poco, fue perdiendo su ejército, armada, recursos, renombre y colonias. La estrella ascendente de Holanda comenzó a molestar el comercio de Inglaterra y Francia. Los holandeses mantenían choques, cada vez más frecuentes, en el Océano Indico, en el Atlántico, en América, en Oriente y en Africa, especialmente con los ingleses. Seis mil barcos de Holanda navegaban por el mar Báltico, cerrando a Inglaterra el comercio con los países de la zona de donde importaban materiales indispensables para la construcción naval (madera, cáñamo, brea); también entorpecían la actividad pesquera y enviaban más barcos y mercancías a las posesiones inglesas que la misma metrópoli. Oliverio Cromwell encaró el problema después que fue derrocada la monarquía. El rey Carlos I había sido ejecutado y se estableció la república, una vez derrotadas Irlanda y Escocia. Al día siguiente de la victoria frente a los escoceses el parlamento votó el Acta de Navegación (9 de octubre de 1651), cuyas disposiciones imponían a todo barco europeo que traficara con Inglaterra la obligación de llevar los productos de su país de origen; también establecía que las mercancías de Asia, Africa y América no podían ser transportadas sino a bordo de navíos ingleses. El Acta, que estaba dirigida contra el comercio y la navegación holandesa, provocó una guerra que duró dos años y terminó ventajosamente para los insulares, relegando a los derrotados a un segundo plano. Marx comentó que “la historia de la decadencia de Holanda, como nación de hegemonía comercial, es la historia de la sumisión del capital comercial al capital industrial”.

Hasta ese momento eran consideradas como grandes potencias Inglaterra, España, Francia, Austria; Holanda, Turquía y Suecia; con la decadencia de los tres últimos países mencionados se inició en el panorama mundial una variación en la correlación de fuerzas. España mantenía con dificultad los restos de su antiguo esplendor y Francia, a través de un lazo dinástico, intentaba coparticipar en el imperio americano. Así se originó la guerra de la Sucesión (1701-1713), que, fundamentalmente, fue una guerra colonial. Por iniciativa de Guillermo III de Orange se formó una coalición integrada por Inglaterra, Austria, Holanda, Portugal y Prusia contra Luis XIV, que pretendía para su nieto Felipe el trono español. Los ingleses no podían tolerar esa sucesión porque el hecho podía provocar un desequilibrio en toda la política mundial, y la lucha se prolongó por más de once años, hasta que, con la paz de Utrecht (1714), España pasó a ser regida por los Borbones, pero sin que Felipe V uniera su destino con su abuelo. Al mismo tiempo, por el tratado, se reconocían los derechos de Inglaterra sobre Gibraltar, ocupado diez años antes, sobre Terranova, zonas del golfo de Hudson en América del Norte y se le concedió el “asiento”, es decir, la exclusividad de introducir anualmente 4.800 negros esclavos en las posesiones españolas del Nuevo Mundo. Simultáneamente comenzaba su desarrollo industrial. Francia tenía colonias en todo el mundo conocido y los ingleses asomaban siempre como rivales, ya fuera en América del Norte y Sur como en levante, Africa, India y otras partes de Asia. La guerra de sucesión de Austria (1741-1748) fue otra etapa de esa enconada disputa por la hegemonía colonial y mercantil. En América se enfrentaban los gobiernos inglés y francés por intermedio de sus representantes; en la India y adyacencias asiáticas la lucha comercial tuvo un carácter menos aventurero y la explotación era más planificada, a través de la iniciativa privada, que se asociaba para formar compañías o sociedades colonizadoras.

Las organizaciones de ese tipo fueron estructuradas casi simultáneamente en Inglaterra y en Francia. La primera compañía inglesa para las operaciones con las Indias Orientales se constituyó en 1599, a fines del reinado de Isabel; la similar francesa fue fundada en 1604 por los comerciantes de Saint-Maló, bajo el reinado de Enrique IV.

La que constituyó el prototipo de sociedad colonizadora inglesa fue la Compañía de Virginia (1606), en América, cuyas bases estaban reglamentadas legalmente por un documento utilizado para la formación de sociedades mercantiles por acciones. Un individuo podía obtener una acción mediante dos formas: invirtiendo dinero de acuerdo con el costo en que se estimaba el establecimiento de un colono o emigrando por su cuenta a Virginia. En un principio, todas las tareas se realizaban en común; luego la tierra debía ser repartida entre los accionistas, en forma proporcional a su inversión. El gobierno de la compañía estaba formado por el conjunto de personas que poseían acciones; más tarde, elegían la Asamblea Directiva. Dicho cuerpo podía dictar leyes que no fuesen contrarias a las de Inglaterra y establecer impuestos, pero carecía de control legal sobre el gobernador, que era designado desde Londres. “Por tanto, Virginia y la mayoría de los establecimientos coloniales ingleses posteriores —destacó J. H. Parry— tenían los gérmenes del gobierno representativo, pero no los del régimen parlamentario.” Entre los colonos predominaban los mercaderes, artesanos y campesinos, en su mayor parte procedentes de la metrópoli, que habían huido de persecuciones religiosas y políticas y su traslado a América era efectuado, no por una temporada, para enriquecerse rápidamente, sino para siempre, para echar en el nuevo país los sólidos cimientos de una economía capitalista. La primera Compañía de Oriente fundó en el golfo de Bengala la factoría de Madrás, que muy pronto se convirtió en una ciudad importante y centro de todas las operaciones inglesas en la India.

En Francia, comerciantes, banqueros, nobles y, a veces, ayuntamientos de ciudades prósperas como las de Lyon, Ruán, Burdeos, Nantes, etc., constituyeron sus Compañías. El capital social se empleaba para construir y equipar buques, pagar empleados, enviar agentes a los países con los cuales se proponían traficar y comprar mercaderías. Posteriormente se solicitaba al gobierno el monopolio comercial de la zona cuyas riquezas deseaba explotar y, además, el derecho de sostener tropas destinadas a vigilar sus establecimientos o a defenderlos de cualquier agresión. Así se fundaron las factorías, basadas en la concesión sobre cierta extensión de terreno en la que construían almacenes, depósitos donde se guardaban las mercancías que compraban los agentes y algunas casas destinadas a los empleados, todo ello rodeado por murallas con bastiones. Las compañías francesas de Oriente escogieron, en un principio, las islas del Océano Indico, especialmente Madagascar, y las tierras vecinas de la isla Mauricio. En 1695 se reconstituyó la principal sociedad colonizadora, que se convirtió en una empresa nacional en la que toda Francia podía tener intereses y no como sucedió antes, cuando solamente eran los capitalistas portuarios. La Compañía de las Indias Orientales fundó entonces, en Bretaña, la ciudad de L’Orient (1666), cuyo nombre indica el interés que los guiaba, y allí instaló sus talleres de construcción, arsenal, el puerto destinado a los barcos y los almacenes generales. Amplió sus operaciones en la India estableciendo una serie de factorías en Bengala (Chandernagor), a orillas del Hugli, uno de los brazos del Ganges; en el sudoeste de la India (Pondichery) y en la India (Maya), durante el período comprendido entre 1676 y 1688.

El objetivo principal de esas empresas colonizadoras era el traslado a Europa de las mercaderías de las regiones coloniales (telas de algodón o indianas, sedas, especias, metales preciosos y productos agrícolas) para su comercialización en el viejo continente Como las grandes sociedades mercantiles llevaban una rigurosa administración que efectuaba sus balances anuales, el excedente o beneficio era repartido en cuotas o dividendos por acciones. En la época de su mayor esplendor las compañías eran uno de los mejores negocios para invertir dinero; la holandesa de las islas de Sonda dio dividendos de hasta el 63%, o sea, más de la mitad de beneficio anual del capital invertido.

El oriente y los cipayos

La India, con una superficie siete veces mayor que Francia, estuvo gobernada desde el siglo XVI al XVIII por una dinastía musulmana de origen mogol; de allí la denominación de Gran Mogol que recibía el soberano del imperio indio. La ciudad capital, Delhi, con dos millones de habitantes, asombraba a los viajeros por sus dimensiones, por sus lujosísimos palacios, las extrañas mezquitas, la particular arquitectura de sus edificios y sus enormes murallas. El reinado de Aureng Zeb (1658-1707) significó el apogeo de los mogoles, pero a su muerte, por la debilidad de los gobiernos de sus sucesores, comenzó a desmembrarse el imperio. Los aventureros musulmanes, desde el interior de la India, y otros provenientes de Persia y Afganistan crearon principados independientes; en la región central una potencia hindú, la Confederación Maratha, efectuaba todos los años sus correrías, en las que asaltaba al comercio pacífico y desarmado e invadía a los nuevos reinos, provocando la anarquía.

Esa situación inspiró a los agentes de la Compañía Francesa una lucrativa operación. Rompieron las obligaciones que habían pactado con los principales lugareños para realizar sus operaciones mercantiles sin molestias e intervinieron en las querellas, que se multiplicaban por todos lados. Esta nueva política fue puesta en práctica entre 1735 y 1741; para ello se organizó un pequeño ejército de nativos adiestrados a la europea, a los que se les llamó cipayos. La Compañía ofreció sus tropas a un soberano en dificultades y recibió en pago del servicio el territorio y la población de Karikal; al mismo tiempo se apoderó, poco a poco, del tráfico marítimo en las costas de la India. Mediante esa práctica, en 1754 la zona que pertenecía directamente a la Compañía o que estaba colocada bajo su influencia se extendía a todo lo ancho de la India peninsular desde el Golfo de Bengala al Golfo de Omán, con una población de treinta millones de personas. Para lograr esa situación de privilegio fueron necesarios 2.000 europeos y 4.000 cipayos pertrechados con recursos de la Compañía.

Sin embargo, a los accionistas franceses les interesaban los dividendos y no las conquistas de nuevas provincias, el comercio y no la guerra. Por esa razón un gobernador firmó un tratado con su colega inglés, que retrotrajo la situación a los límites de principio de siglo.

A partir de entonces comenzó la expansión inglesa. Después de la batalla de Plassey los británicos se apoderaron de Bengala y, con el asalto por la fuerza de Pondichery, determinaron la desaparición francesa de la India, en 1761. Los holandeses se habían retirado hacia Indonesia, archipiélago donde su dominio no era disputado; los portugueses tenían su capital en Goa, pero no significaban una competencia porque su potencial marítimo se había reducido, y los daneses, con una factoría en Tranquebar, se limitaban a desarrollar un reducido comercio en China. Otros factores coadyuvaron al aumento de la influencia de los ingleses en el subcontinente. Uno de ellos fue el surgimiento de una poderosa clase capitalista india estrechamente ligada a los mercaderes extranjeros, como señaló K. M. Panikkar, y que sentía un odio ancestral contra la dominación musulmana; este hecho tuvo importancia fundamental en la historia de Asia en general. La fuerza de la Compañía inglesa residía en su carencia de escrúpulos; con todo su poder, se dedicaba al saqueo de los nuevos territorios que estaban bajo su dominio.

“Para un inglés es penoso pensar que desde el advenimiento de la Compañía la condición del pueblo de este país ha sido peor de lo que nunca fue —escribía Richard Becher a los directivos de Londres en 1769—; este hermoso país, que floreció aun bajo los gobiernos más despóticos y arbitrarios, está marchando hacia la ruina.”

Si bien no era dueña de toda la India, Inglaterra tenía en el mar una supremacía indiscutida, que le permitía concentrar fuerzas en cualquier punto de la costa que le fuera necesario.

“En el curso de cien años de guerras los británicos habían impuesto su autoridad desde el Indo hasta Brahmaputra y desde el Himalaya hasta el Cabo Comorin —agregó Panikkar—. Los reinos cuya subsistencia se permitió, como Kashmir, Mira, Gwaliar, Haidarabad, Barona, Travanrur y los estados rajput, aparte de principados menores, fueron convertidos en territorios dependientes, aislados entre sí y carentes de poder contra la autoridad británica”.

En esa misma época los holandeses, en Indonesia, se limitaban a la administración de establecimientos comerciales que tenían como eje principal a Jaarta (rebautizada Batavia). Sumatra, salvo algunos sultanatos sometidos, era políticamente independiente, pero su economía estaba monopolizada por la Compañía Holandesa, la que, en 1756, firmó su primer acuerdo con uno de los sultanes de Borneo, comenzando así su infiltración en esa gran isla.

Debilitada militarmente desde tiempo atrás y con las rutas marítimas copadas por los ingleses, Holanda aplicó a sus posesiones el sistema de dominación indirecta: los sultanes disponían de sus pueblos y la Compañía explotaba los recursos naturales. Por un tiempo, esto dio resultado, pero, paulatinamente, fue generando conflictos que dificultaron las operaciones comerciales, obligando a la anexión territorial directa de Java, en 1760, donde se cultivaba el café, que se había convertido en una bebida popular en Europa desde fines del siglo XVII. El afán de lucro de la Compañía hizo que redujera arbitrariamente los precios que pagaba por ese cultivo a los productores y estos disminuyeron la siembra de café, como ya había sucedido con el arroz. Los holandeses replicaron con la designación de funcionarios encargados de vigilar a los campesinos para que no descuidaran el cultivo, aunque no recibieran el precio justo. Esa arbitrariedad introdujo en las relaciones con los indonesios una sorda resistencia, que, más adelante, facilitó la penetración inglesa.

Africa y la esclavitud

Los árabes dominaron, de diferentes formas, a Africa durante muchos siglos: al norte, mediante la conquista; al este, por el comercio, y al oeste, por la propaganda religiosa. Mucho antes de la aparición de los portugueses habían establecido una cadena de factorías a lo largo de la costa oriental, tales como Mogadiscio, Malindi, Mombaza, Pemba, Zanzíbar, Mozambique, Kiwa y Sófala. De esa manera se fueron construyendo ciudades similares a las de Arabia, donde los nuevos habitantes de esas zonas llevaban la existencia tradicional de su lugar de origen. No se formó un imperio árabe en Africa sino una serie de centros poblados independientes unos de otros, que se dedicaban a intercambiar objetos de metal, textiles, sal y abalorios, por marfil, oro de Rodhesia, ambar gris y esclavos.

Los árabes organizaron caravanas y depósitos en el interior del continente africano e iniciaron la venta de negros esclavos en los mercados de Asia.

La influencia religiosa del Islam tuvo aceptación entre los reyes y los personajes más destacados; los pueblos se mantuvieron fieles a las creencias de sus antepasados. Conquistó progresivamente el Sudán central y oriental, Kanem, los siete principados hausa, Nubia y fundó un estado musulmán en los confines orientales de Shoá, pero los árabes nunca intentaron someter a las tribus ni anexar sus territorios. Abisinia se mantuvo fiel al cristianismo. A principios del siglo XV los portugueses ocuparon la costa atlántica de Marruecos (Mazagán, Arzila, Ceuta) y los españoles el litoral argelino y tunecino (Orán, Bugia, La Goleta). La exploración del litoral marítimo africano por los navegantes lusitanos ya ha sido considerada; solamente es conveniente agregar que tuvo grandes repercusiones en el continente negro. La nueva ruta de especias hacia Europa aniquiló a la economía egipcia y los portugueses desalojaron a los árabes, por la fuerza, de los puertos orientales. La trata de negros también rindió gran beneficio a los comerciantes de Lisboa, que muy pronto ampliarían sus mercados con las colonias españolas de América y las portuguesas de Brasil. El monopolio fue quebrado por los corsarios franceses, quienes luego dirigieron su interés a la región del Senegal, donde, paulatinamente, fueron extendiéndose por San Luis, Podor y Galam, a orillas del río; Gorea, Gasamanza y Albreda, en la costa del mar, así como por las islas Bissagos y Los hasta el río de Sierra Leona. Durante el siglo XVII los africanos conocieron a otros europeos que terciaban en la conquista de sus territorios: los holandeses, ingleses, suecos y daneses. Los representantes de los comerciantes de Amsterdam construyeron establecimientos africanos entre El Mina y San Pablo de Loanda; al este del Cabo de Buena Esperanza, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales fundó, en 1652, el puerto de El Cabo, como centro de sus operaciones en el Indico, que fue regido con una severa legislación: el lugar no dependía administrativamente de los Países Bajos; los colonos debían observar una escrupulosa moralidad, firmar un compromiso de residencia por diez años; comerciar únicamente con holandeses, y se les prohibía toda relación con los indígenas. Para la cría de ganado fueron llevados los campesinos, o boers, que practicaron un pastoreo trashumante que los alejó del centro de dominio de la Compañía, permitiéndoles desarrollar sus tendencias autónomas, alentadas por la religión reformista, que los incitaba a bastarse a sí mismos, tener confianza en su fe, no esperar nada de nadie y a no escuchar más que a Dios, por su palabra transmitida por la Biblia. Un armador inglés llegó a Benin y, posteriormente, otros tres comenzaron a efectuar expediciones regulares llegando, en algunas ocasiones, a mantener choques con los portugueses. Fundaron dos establecimientos, uno a orillas del Gambia y otro en la Costa de Oro; Sebastián Cabot fue nombrado gobernador de los Merchant Adventurers, Compañía británica especializada en el comercio en Africa, principalmente dedicada a la trata de esclavos. Los negreros ejercían una actividad lícita, que nadie consideraba deshonrosa: ni la Iglesia Católica ni la anglicana pusieron dificultades a su desarrollo. Es más, las largas procesiones de negros encadenados fueron justificadas utilizando textos del Antiguo Testamento y con la excusa de tratarse de una forma de convertir a los paganos. Los suecos levantaron Cape Coast, en la actual Ghana, pero al poco tiempo fueron expulsados por los daneses. Incluso los prusianos aparecieron en la Costa de Oro buscando “madera de ébano”, como llamaban los negreros a los esclavos. Otros importantes centros de exportación fueron: el Congo, Angola, Senegal, Gambia, Togo, Dahomey y Nigeria, cuyos sistemas políticos y sociales tenían como fundamento esencial la captura y el comercio de negros. Cuando los prusianos entregaron a Holanda la totalidad de sus posesiones africanas lo hicieron a cambio de una suma de dinero y doce esclavos, seis de ellos amarrados con cadenas de oro.

Motivos económicos del saqueo colonial

En vísperas de la Revolución Francesa los grandes descubrimientos geográficos que se habían sucedido desde el siglo XV comen. zaron a dar origen a un mercado mundial que nacía del monopolio, la violencia sin embozos y el proteccionismo rudimentario. La acumulación primitiva del capital derivaba del saqueo, el exterminio de pueblos enteros, el robo, la acción de los corsarios y piratas, la servidumbre y la explotación esclavista. El sistema colonial hizo posible el crecimiento del comercio y de la navegación, creando posesiones en todos los lugares del mundo conocido.

Eran colonias toda América, gran parte de la India, Indonesia, sectores de Australia, el litoral de Africa y las islas que se encontraban en esas rutas. Al mismo tiempo se había puesto en evidencia que antiguos países de avan zada cultura, como China, el Imperio Otomano, Irán y Turquía, estaban débiles y, si bien no fueron avasallados, despertaron la codicia y se inició la rapiña.

Las formas y métodos de la explo tación colonial fueron diversos: estaban precariamente adaptados al grado y tipo de evolución de las zonas ocupadas, su pasado histórico y su régimen socioeconómico. Por último, dependían también de la situación mundial y de la competencia entre los países colonialistas. Los españoles y los portugueses introdujeron el feudalismo en los territorios americanos; en las zonas de plantaciones predominaba el esclavismo; en la India y en Indonesia los mercaderes ingleses y holandeses conservaron la dependencia servil que provenía de los sultanes; en las colonias inglesas de América del Norte y Australia se instalaron colonizadores europeos que ocuparon las mejores tierras exterminando a los nativos o haciéndolos retroceder hacia las regiones desérticas, inservibles para los europeos.

“El imperialismo de la Europa del siglo XVIII tuvo algunas características abominables. Fue cruel, cínico y voraz —reconoció Parry—. Unía el egoísmo a la insensibilidad para los sufrimientos de otros pueblos. Claro está que la ambición y la brutalidad habían ido jalonando el curso de la expansión, pero en los primeros sentimiento de admiración, cierto fondo de humildad bajo la barbarie y, a veces, un angustioso examen de conciencia. Es difícil no llegar a la conclusión de que la actitud general de los europeos hacia los no europeos se enmudeció e insensibilizó en el triunfo de la expansión. La familiaridad había producido el menosprecio.”

La expropiación de los bienes de los pequeños productores de mercancías (campesinos y artesanos) y el saqueo colonial eran para Europa parte de una nueva forma de producción. El nacimiento del sistema estatal de crédito, los bancos y la Bolsa estaban estrechamente ligados al sistema de rapiña colonial. La afluencia de metales preciosos de América, en cantidades excepcionales, produjo una revolución en los precios de Europa y cambió bruscamente las anteriores condiciones de vida y comercio.

Hasta entonces, las manufacturas y todas las industrias habían estado en manos de obreros, maestros y contratistas que trabajaban en sus propias casas; la mayoría eran patrones de sí mismos, organizados en gremios o corporaciones. Comenzaron a tomar mayor incremento los capitalistas que alquilaban maquinaria y compraban el producto terminado; en 1765 se terminó de construir la máquina de vapor de Watt, y la industria algodonera fue la primera en pasar al sistema de maquinaria movida por la fuerza hidráulica. Otras industrias reunieron en fábricas a los obreros y el patrono ya no fue más el maestro o capataz.

Inglaterra ocupaba el papel dirigente en las conquistas coloniales. Tenía la llave de la hegemonía comercial y una superioridad sin rival en el mar; de sus posesiones en todo el mundo obtuvo parte del capital que invirtió en la construcción de talleres y fábricas. La revolución industrial disponía de “un fundamento amplísimo, con nuevos mercados de venta asegurados para sus productos manufacturados”.

El imperialismo inglés y el librecambio

La historia mundial registró entonces grandes cambios y acontecimientos de vastas resonancias. Los ingleses arrebataron a los franceses el Canadá en 1759 y doce años después perdieron las trece colonias de América del Norte, que constituidas en los Estados Unidos se transformaron en la primera nación libre del Nuevo Mundo.

La Revolución Francesa con “la declaración de los derechos del hombre”, difundió ideas de soberanía popular, igualdad y fraternidad; la posterior aparición de Napoleón, con su epopeya militar que lo llevó hasta la ocupación de España, ofreció a la América hispánica motivo y excusa para iniciar el camino de su independencia política.

La revolución burguesa en Francia puso de manifiesto que caducaba la vieja política colonial de la violencia y el monopolio, enfermedad congénita del capitalismo en desarrollo. Las Compañías comerciales de colonización sufrían fuertes pérdidas y caían en bancarrota; la absoluta necesidad de adoptar nuevos métodos fue demostrada por la insurrección de los pueblos oprimidos de América, Asia y Africa.

Derrotado Napoleón, el Congreso de Viena (1815) confirmó el dominio mundial de Inglaterra. A partir de entonces el imperio inglés se desarrolló por conquista, por expansión sobre territorios vacantes y por infiltración económica en los países que lograban su independencia política, pero no podían hacer lo mismo con la explotación de sus recursos naturales. Por medio de la conquista ocuparon la India, cuya sumisión se logró en 1856; Birmania, desde 1826 a 1855; en Africa: Egipto ocupado en 1882 y el Sudán egipcio (1896-1908); Natal (1843) y las repúblicas sudafricanas de Orange y de Transvaal (18991902); en Oceanía: Nueva Zelandia (1840-1896). Por expansión pacífica establecieron su dominación en la zona ubicada al norte de Estados Unidos, desde el Atlántico al Pacífico, creando la Federación Canadiense (1867-1871); en Oceanía fundaron las colonias del continente austral (1824-1859) y la Federación Australiana (1901).

Para que nada obstaculizara las comunicaciones con tan vasto imperio (la quinta parte de la superficie del globo terráqueo y la cuarta parte de su población) los ingleses ocuparon los puntos estratégicos marítimos y, así como se habían apoderado de Gibraltar y Malta en el Mediterráneo, ocuparon las islas Malvinas en el Atlántico, tomaron Singapur (1819) y la península de Malaca (1829), en el camino de India a China, y Aden (1839) en la ruta que va de Europa a India.

La infiltración económica levantaba la bandera del librecambio, izada por las comerciantes e industriales ingleses. Hasta principios del siglo XIX se extraían las riquezas de las colonias por la violencia; con el librecambio el saqueo se extendió a países aparentemente independientes, pero en forma más sutil, empleando la táctica de vender a altos precios los productos industriales británicos y de comprar barato materias primas y víveres. El librecambio quebrantó la estabilidad de la economía campesina, mantenida con su tradicional combinación de producción doméstica y agraria, con sus condiciones casi inmutables de reproducción primitiva. Los capitalistas extranjeros procuraron mantener esas formas de explotación, trataron de entorpecer el desarrollo de las industrias locales y de otras fuerzas productivas, de controlar los mercados de venta y “la actividad libre” de las fuerzas espontáneas del mercado. Para esos fines contaron con el apoyo de los comerciantes e intermediarios lugareños, que fueron siempre sus mejores aliados, como socios menores en la empresa. Los ingleses aprovecharon las luchas internas de grupos y de clases que se sucedieron en los países que lograron emanciparse de España en América Central y del Sur para lograr esos y otros privilegios. Eran estados independientes nominalmente, pero en vías de convertirse en semicolonias de la corona inglesa, como lo reconoció el vicepresidente argentino Julio A. Roca, en Londres, en una fecha tan cercana como 1933.

El reparto del mundo

La lucha colonial anglofrancesa no terminó con la derrota de Napoleón; después de un lapso se reinició en 1830, bajo el reinado de Carlos X, cuando el rey de Argel se rindió al cuerpo expedicionario de Francia, que procedió a ocupar toda Argelia, hasta entonces sujeta a la soberanía del Imperio Otomano.

La reorganización del imperio colonial francés siguió con el rey Luis Felipe y no se terminó hasta el reinado de Napoleón III, después de veintisiete años de lucha. Luis Felipe dispuso la ocupación de varias islas del Océano Pacífico, entre las que se encontraba Tahití (1842), y su sucesor prosiguió con Nueva Caledonia (1853), con el ataque a Cochinchina (1859-1867), que fue el comienzo de la conquista de Indochina y el establecimiento del protectorado francés sobre Camboya (1863); en Africa se inició la conquista del Sudán occidental con la ocupación del valle del Senegal (1854-1865). Bajo el gobierno de la Tercera República, y en las últimas dos décadas del siglo XIX, fue cuando se hicieron sistemáticamente las adquisiciones más extensas: Túnez (1881 - 1882), Dahomey (1892), Congo y los territorios del Tchad (1800-1900), Marruecos (1907-1912), todos en Africa; Madagascar (1895), en el Océano Indico; Tonquín y Annam (18821885), en Asia, en guerra con los chinos.

En la segunda mitad del siglo XIX se produjo en Alemania un portentoso desarrollo de la industria y del comercio; con la intención de abrir nuevos mercados para la gran producción germana el emperador Guillermo II ordenó la creación de una importante flota y su cuerpo diplomático desplegó febril actividad. Estos hechos disgustaron a los ingleses porque amenazaban su supremacía marítima y hacían peligrar el imperio colonial.

La diplomacia abría mercados, entablando nuevas relaciones. En Turquía el Imperio Alemán obtuvo la concesión para construir, en la parte asiática, el ferrocarril de Bagdad, que sería el camino más corto hacia el Oriente. Los alemanes acompañaron a esa forma de colonización económica con la ocupación directa en Africa de Togo, Camarones, el sudoeste africano y Africa Oriental Alemana; en Oceanía se instalaron en el nordeste de Nueva Guinea y en algunos archipiélagos inmediatos, luego en las Carolinas y las Marianas, que compraron a España en 1899; en Asia exigieron a China la cesión, en arriendo, de la zona de Kiao-Tcheu, en la península de Chantung. Las colonias germanas eran de mediana importancia y ninguna con la fertilidad necesaria para transformarse en una rica y poblada posesión; para más, la derrota de Alemania en la guerra de 1914-1918 aniquiló su incipiente imperio colonial.

En cambio, los restos de la antigua gran potencia que había sido Holanda se mantenían en regiones muy ricas, como las islas de la Sonda —las Indias Neerlandesas—, la gran isla de Java, con su abundante producción de azúcar y tabaco, y Nueva Guinea Occidental.

En el centro de Africa los dos millones de kilómetros cuadrados del Congo constituían el gran dominio de Bélgica. A España y Portugal les quedaban diseminados los restos de sus antiguos imperios. Esta última conservaba los vastos territorios de Angola y de Mozambique en Africa; las islas Azores, Madera y Cabo Verde en el Atlántico; Goa en la India; Macao en China y el nordeste de la isla de Timor en el archipiélago malayo. España se aferraba, en Africa, a Ceuta y Melilla, a la zona sur de Marruecos, Río de Oro y la Guinea Española; después de haber sido vencida por Estados Unidos y obligada a aceptar el Tratado de París (1898) debió reconocer la independencia de Cuba y ceder al vencedor Puerto Rico y las islas Filipinas, al sudeste del continente asiático. Hacia 1870 Italia logró su definitiva unidad territorial e, inmediatamente, se volcó hacia el exterior, para intervenir en el reparto de colonias en Africa. En Túnez se le anticipó Francia, y entonces se dirigió a Etiopía. Desde 1882 a 1888 ocupó en sus inmediaciones a Assab y Massauah, junto al mar Rojo y Somalia, por el Océano Indico. Cuando el ejército italiano atacó a los abisinios sufrió el desastre de Adua (1896) y debió postergar sus aspiraciones hasta cuarenta años después, durante la dictadura de Benito Mussolini. Previamente, en 1911, Italia se apoderó de Trípoli y de los principales puntos de la costa de Libia, en el Mediterráneo, después de vencer a los turcos, asociados con los árabes.

China, cuya riqueza era conocida desde la Edad Media y que había sido una de las causas determinantes de los primeros viajes de españoles y portugueses hacia Asia, fue el centro de una gran disputa. Los primeros extranjeros que arribaron al Imperio Chino fueron muy bien recibidos, pero la insaciable codicia de que hicieron gala y las brutalidades cometidas determinaron que las fronteras les fueran cerradas durante mucho tiempo. Esta situación se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, ocasión en que los europeos las reabrieron por la fuerza: la guerra del opio (1840-1841), emprendida por los ingleses, les reportó como beneficio Hong-Kong y cinco puertos más; la expedición francobritánica (1858-1860) obligó a los chinos a ceder siete nuevos puertos, ampliando las facilidades comerciales. Los descalabros anotados despertaron también la ambición de Japón, que se sumó a la intención mundial de repartirse el inmenso país, como estaba sucediendo con Africa.

Los nipones, que habían abolido el feudalismo y modernizado su producción conforme a las técnicas más avanzadas, atacaron a China —con la excusa de incidentes en el reino de Corea— y vencieron fácilmente. La paz convenida (1895) les otorgaba los dos puntos estratégicos que dominaban la entrada del golfo de Petchili, al norte Port Arthur y al sur Wei-Hai-Wei, y la gran isla de Formosa. Con el pretexto de evitar el desmembramiento de China intervinieron los europeos (Rusia zarista, Alemania y Francia) e impusieron una revisión de la paz. Japón debió limitarse a Formosa y a una indemnización de guerra; Alemania, como se ha mencionado, ocupó el puerto de Quiao-Tcheu, en una región rica en minas de carbón; Rusia construyó los 6.600 kilómetros del ferrocarril Transiberiano por la provincia china de Manchuria y en su extremo final levantó el puerto militar de Vladivostok (dominador de Oriente), frente al Japón; también se reservó Port Arthur. Francia se quedó con Kuan-Tcheu e Inglaterra con Wei-Hai-Wei (1898). Además obtuvieron facilidades para utilizar las vías navegables chinas, derecho de establecer manufacturas y concesiones de explotación de minas. Poco después estalló la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y los ejércitos zaristas fueron completamente derrotados. Rusia reconoció el protectorado de Japón sobre Corea, le dejó Port Arthur, una parte de la isla Sajalin y Manchuria fue dividida en dos zonas de influencia: el norte era dominio ruso y el sur japón. La expansión de las grandes potencias fue provocada por razones económicas. La gran industria obligaba a buscar mercados en todo el mundo. Esta nueva era de conquistas coloniales se verificó por las fuentes de materias primas y por las esferas de inversión de capitales, después de una lucha cruel por la supremacía económica, política y estratégica. Las zonas de influencia contrarrestaban la encarnizada competencia y la barrera de tarifas protectoras con que se rodeaban los estados industriales. El librecambio era predicado para los países dependientes, mientras los centros imperialistas practicaban el proteccionismo.

La diplomacia del dólar

Las ex-trece colonias inglesas de América, que aparecieron en el concierto internacional de naciones como los Estados Unidos, demostraron pronto ambiciones expansionistas. En breve tiempo la joven república elaboró la doctrina del “destino manifiesto” —consecuencia de un desusadamente rápido desarrollo económico y justificativo moral de su conducta de dominación mundial—, contradictoria con el ideario de libertad y respeto a la ley sostenido en el período constituyente. A través de la guerra contra México (1846-1848) arrebató a su vecino un millón y medio de kilómetros cuadrados de territorio, que pasaron a constituir los estados norteamericanos de Texas, California, Nevada, Utah, Arizona y una parte de Nueva México. Por un tiempo el proceso se detuvo, con motivo de la contienda civil, originada por el antagonismo existente entre el norte industrializado y el sur agrario. Pero una vez liquidada la guerra de Secesión (1861-1865), con el triunfo norteño y la abolición de la esclavitud, continuó su avance hacia el exterior.

Estados Unidos compró Alaska a Rusia (1867) por siete millones de dólares; se anexó las islas Sandwich (1897), conocidas como Hawai; por el ataque armado contra España quedó dueña —como se ha visto— de Puerto Rico y del archipiélago filipino, aumentando con este último su influencia en el oriente asiático. Sus grandes corporaciones frutícolas, petroleras, cupríferas y de toda índole adquirieron enormes extensiones de valiosas tierras, con lo cual se convirtió en el árbitro de la economía de la mayor parte del Tercer Mundo, especialmente en América Central y del Sur.

La “Enmienda Platt” (1901) le permitió disponer de Cuba, anulando implícitamente su dependencia; la revuelta en Panamá y la ocupación de la zona del Canal le dio el cominio de una estratégica vía de comunicación entre el Atlántico y el Pacífico; las declaraciones del presidente Theodore Roosevelt (1904):

“Todo país cuya población se conduzca correctamente puede contar con nuestra cordialidad. Pero un desorden crónico, una impotencia constante para conservar los vínculos que unen a las naciones civilizadas, en América como en todas partes, podrán requerir la intervención de alguna nación civilizada, y en este hemisferio la fidelidad de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe podrá obligarlos, aunque eso les repugne, a ejercer un poder de policía internacional, en caso flagrante de tales desórdenes o de semejantes impotencias”,

significaban concretamente limitaciones de soberanía a los países del Golfo de México y del Mar Caribe; Nicaragua (1912), Haití (1915) y la República Dominicana (1916), quedaron bajo la dirección administrativa norteamericana. El “gran garrote” y “la diplomacia del dólar” estuvieron al servicio de la penetración imperialista y la intervención de Estados Unidos en la guerra mundial (1914-1918) consolidó definitivamente su peso intenacional.

Entre las colonias de los tiempos pasados y la política del capitalismo en la nueva etapa que simbolizaba Estados Unidos había una diferencia sustancial, aunque los atropellos enumerados hicieran presumir que nada iba a cambiar. Los monopolios pasaron a desempeñar un papel decisivo en la vida económica y con la fusión del capital bancario con el industrial comenzó a tener más importancia la exportación de capitales que la de mercaderías. En consecuencia, se procuró dominar financieramente a los países, obteniendo convenios ventajosos, esferas de influencias, concesiones, que permitió a las corporaciones monopólicas acaparar el mayor poder mundial.

La conquista y ocupación de todas las regiones de la tierra que constituirían el Tercer Mundo puede resumirse, finalmente, en períodos tales como: descubrimiento, colonización y saqueo, asociación con la metrópoli y, por último, dependencia económica-financiera y diplomática. A partir de entonces, cuando el colonialismo asumió esas características, los pueblos dependientes se transformaron, cada vez más, en focos de perturbación, de crisis, de conmociones sangrientas por la liberación nacional.

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