60 - El Imperialismo Cultural  

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Fernando G. Brumana

© 1974

Centro Editor de América Latina — Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Imperialismo y enajenación. 2

El caso de “Pato Donald” 6

Estados Unidos: uso y dominación de la ciencia. 10

El científico colonizado. 17

Las fundaciones 19

Ford: 20

Rockefeller 20

Notas y bibliografía. 21

Finanzas e instituciones oficiales 22

CIA. 22

Departamento de Estado. 22

Oficina de Inteligencia e Investigación. 22

Oficina de Asuntos Educacionales y Culturales 23

AID. 23

Dominación cultural, penetración cultural, imperialismo cultural, dependencia cultural. Estas expresiones son sinónimos que designan un mismo fenómeno. Fenómeno contradictorio y difícil de delimitar, su primera dificultad surge en el mismo intento de acotar el campo en que se desarrolla. La primera pregunta debería dirigirse a esclarecer qué es lo que entendemos por cultura, o más específicamente, qué apunta a controlar una dominación, parte correlativa y de mutuo sostén de una dominación más amplia, cultural. El primer problema con que nos encontramos es que una definición de cultura implica una actitud respecto de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual, paralela a la de la sociedad toda entre explotadores y explotados. Generalmente el término “cultura” se entiende como sinónimo de “creación espiritual”, pero de esta manera se condena a la subordinación a todas las formas concretas de vida. En una fecha relativamente reciente se ha intentado superar esta escisión: la antropología define “cultura” como el conjunto de productos tanto “materiales” como de una sociedad dada; es tan cultural en este sentido una sinfonía como un método de cultivo de papas, tal vaciado de bronce como una camisa o una obra filosófica. Pero esta perspectiva de la ciencia social por más correcta que a primera vista pueda parecer no elude toda sospecha. ¿Cuál es la razón por la cual una ciencia nacida del brazo con el avance del colonialismo y el imperialismo, ciencia justificadora y auxiliar de este avance y de su consolidación (al menos en sus orígenes) como pocas, rompe teóricamente con una división y una jerarquización de lo “espiritual” de la que vive y a la que reproduce? No es aventurado pensar que es el exotismo del objeto considerado lo que le permite a la antropología, allá en la colonia o en la prehistoria, sobreponer un desgarramiento de la realidad humana que hoy y en la metrópolis no podría dejarle de ser natural. Es por eso que la concepción “científica” de cultura, tal como se forja para los países que se colonizan y la concepción trivial de la misma son correspondientes.

No se intentará aquí elucidar y rectificar esta ambigüedad, no sólo por falta de espacio o de oportunidad; por un lado esta ambigüedad es altamente significativa, ya que marca las contradicciones en las que navega toda tarea “cultural”, por el otro la eliminación de esta duplicidad no es una tarea teórica sino práctica y va de la mano con una transformación radical y total de la sociedad. Permaneceremos entonces en la confusión que el término cultura incluye dentro de sí.

Imperialismo y enajenación

No es el objetivo de este trabajo una descripción detallada del imperialismo en todos sus niveles y aspectos; basta solamente recordar que este no es un fenómeno unilateral o parcial.

El imperialismo existe allí donde de buen o mal grado una oligarquía nativa se ha convertido en aliada y socia menor del capital extranjero.

Esta alianza tiene varios matices; puede que esta oligarquía esté ya enquistada como poder nacional, así ocurrió en Brasil, o puede que, como en el Paraguay, ésta deba ser aniquilada porque ha intentado una vía de desarrollo independiente, o sea necesario colaborar con ella para que logre la hegemonía, tal como en la llamada consolidación nacional argentina, a partir de 1853. Sea como sea, tarde o temprano una clase poseedora debe, con el concurso de la metrópolis encaramarse y mantenerse en el poder, para co-gobernar en su beneficio y fundamentalmente en el del capital extranjero. Es decir, los países dependientes generalmente no llegan a contar con una burguesía nacional que lleve a cabo la labor que sus hermanas mayores cumplieron en Estados Unidos y en Europa. Como bien la caracteriza Frantz Fanon en su obra “Los condenados de la tierra”:

“El aspecto dinámico y de adelantado, el aspecto de inventor y de descubridor de mundos que se encuentra en toda burguesía nacional está aquí lamentablemente ausente. En el seno de la burguesía nacional de los países coloniales domina el espíritu de disfrute. Es que en el plano psicológico se identifica a la burguesía occidental cuyas enseñanzas ha absorbido. Sigue a la burguesía occidental en su lado negativo y decadente, sin haber franqueado las primeras etapas de exploración, e invención que son, en todo caso, un mérito de esa burguesía occidental. En sus inicios, la burguesía nacional de los países coloniales se identifica con la burguesía occidental en sus finales. No debe creerse que quema etapas. En realidad comienza por el final. Ya está en la senectud sin haber conocido la petulancia, ni la intrepidez, ni el voluntarismo de la juventud y la adolescencia”.[1]

Ahora bien, una situación de dominio no puede ser exclusivamente mantenida por la fuerza, la fuerza como único resorte visible de poder, termina justamente por desgastarlo. Como dice Georg Lukacs:

“(…) una violencia organizada no puede subsistir más que si puede, tantas veces como le haga falta, imponerse como violencia a la voluntad recalcitrante de los individuos o los grupos, de la misma manera que no podría subsistir si debiera en toda ocasión manifestarse como violencia. Cuando esta última necesidad se hace sentir, la revolución ya está dada como hecho”[2].

Es necesaria entonces una instancia mediatizadora que introduzca el control social en las propias mentes de los explotados. Esta instancia es ideológica en la medida en que no sólo justifica el orden establecido, encubriendo y deformando la realidad sino que también otorga a los dominadores una coherente visión del mundo, indispensable para su función. El poder de la alianza entre el imperialismo y la oligarquía nativa, yunta donde es claro quien es la cabeza y quién la cola del león, debe ampliar su base de sustentación en la nación dependiente. Dice Hernández Arregui:

“El levantamiento de los pueblos carece hoy de fronteras. La internacionalización de la economía internacionaliza las luchas nacionales. Y estas luchas, aunque formalmente sean nacionales en sus contenidos particulares, son mundiales por sus fines. Tal lucha se cumple en dos frentes, contra el imperialismo en general y contra las oligarquías nativas opresoras ligadas al imperialismo en particular. Clases nativas económicamente dependientes y culturalmente corrompidas por el colosal aparato de los monopolios mundiales. Esta política imperialista en los países coloniales se vale de las ganancias residuales del sistema para plegar a su órbita, no sólo a las obligaciones vernáculas, sino a determinados sectores de la clase media, especialmente a la pequeño-burguesía comercial e intelectual —periodistas, profesores, etc.-- e incluso a las capas altas de la dirección obrera. La conciencia antinacional de estos grupos es alimentada con las migajas repartidas por el sistema mundial de poder”.[3]

Son dos los hechos que una ideología que garantice el poder imperial debe distorsionar y hacer desaparecer: el sojuzgamiento interno de las clases populares y la inexistencia de la autonomía nacional. Ambos factores están absolutamente interrelacionados ya que ambas opresiones son indispensables una a la otra y si bien lo que aquí más nos importa es lo segundo es interesante mostrar lo paradójico del arsenal ideológico con que se maneja el encubrimiento de los antagonismos sociales intra-nacionales. Así se intenta hacer aparecer a los conflictos sociales como un exotismo incompatible con la mentalidad nacional; todo brote interno es producto de un invento o de la importación. De esa manera, ejemplo jocoso, uno de los jefes del golpe gorila de 1955, el almirante Isaac Rojas, llegó a afirmar que el general Juan Domingo Perón era el inventor de la lucha de clases en la Argentina. De la misma manera que es ya tradicional el permanente y generalizado descubrimiento de complots extremistas internacionales. De esta forma se opone a la nación real, al pueblo real, a las clases sojuzgadas, auténticas conformadoras de la patria, una nación irreal y fantasmagórica, una nación de élites y de patricios. Y es sintomático que los que realizan este escamoteo sean los que usufructan la inexistencia de la autonomía nacional: la burguesía gerencial y sus representantes del poder político y del aparato represivo militar o ideológico. Es curioso que en este sentido, las tendencias nacionalistas de derecha en todo el tercer mundo sean los más fieles vendedores de la soberanía nacional: Suharto en Indonesia, Franco en España, la Falange Socialista en Bolivia. Esta historia no es nueva, basta remitirse a las consignas con que se asaltaban locales obreros a principio de siglo o a las leyes de expulsión de extranjeros “indeseables” que se promulgaron en la misma época. Pero el fenómeno imperialista es un hecho total también en otro sentido. Se trata de cubrir, de ocupar a un país en forma tal de convertirlo en un apéndice de la metrópoli que sólo pueda vivir a través y por ella. Toda la ciencia, toda la técnica, los modelos educacionales y sanitarios, las pautas de consumo, todo provendrá del gran país que ya ocupa los resortes económicos y políticos. No habrá resquicios, ni posibilidades de recambios parciales, ya que el aparato entero amenazaría con derrumbarse. El control debe ser total y un sólo paradigma debe conformar todas las manifestaciones de la semi-colonia, debe consolidarse un sistema universal, uniforme, cultural y político, técnico y económico.

Ya no es posible la pluralidad de modelos que antaño existían, por ejemplo, en países como la Argentina, donde a una economía y una técnica dependiente de Gran Bretaña correspondía un ejército prusianizado y una élite intelectual afrancesada. Ahora las subvenciones a las instituciones educacionales y las becas e intercambios culturales pretenden garantizar que al sometimiento económico se sume el sometimiento intelectual; ahora, la oficialidad de América Latina aprende en West Point o en la academia del Canal de Panamá, o directamente con instructores norteamericanos en sus propios países, los mejores mecanismos de defensa de las “fronteras interiores”, es decir, los mejores mecanismos de lucha contra sus pueblos; ¡hasta los refinamientos de las torturas son enseñados por los técnicos en la materia de los Estados Unidos! Es que al imperialismo le cuesta admitir que un país dependiente se pueda aprovechar de la contradicciones inter-imperialistas; esta actitud no sólo apunta al afianzamiento de la colonización en el tercer mundo sino también a debilitar a los demás imperialismos quitándoles mercados y recursos, y en el caso específico de los Estados Unidos, aumentar su dominio sobre Europa y el Japón, dominio que se revela como indiscutible luego de la segunda guerra mundial. Por otro lado este sistema total garantiza la extrema dificultad de cualquier giro, de cualquier intento de independización. El caso cubano ilustra esto a las claras; allí se ve cómo, a partir del bloqueo norteamericano ese país sufrió enormes pérdidas ya que una simple falla en una maquinaria la convertía en chatarra, por falta de repuestos y de asesoramiento técnico. En un breve cuento, “Historia del guerrero y de la cautiva”, Borges rememora a un guerrero bárbaro, un guerrero lombardo, que, sucumbiendo frente al peso cultural de Roma, cambia de bando en plena batalla y muere defendiendo a los enemigos de su pueblo.

“Venía de las selvas inextrincables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. (…) Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. (…) Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena”[4].

Tiene quizas algo de autobiográfico este relato, no tanto de la persona Borges como de todo un estamento, toda una élite, que hace ya tiempo que ha decidido cambiar de bando, que ha sentido que los valores representados por la metrópoli eran inconmensurables con la bárbara realidad de la colonia. Este sentimiento de exilio en país extraño, de ser avanzada redentora y catequista, es la base del proyecto político de la oligarquía argentina en el poder, a partir de 1853. Mitre, Sarmiento, Alberdi, Roca son los mojones de esa política. Política que se teje con el brutal aplastamiento de los caudillos del interior, con un proyecto inmigratorio que apuntaba a eliminar las características étnicas de nuestro pueblo, con la construcción de un aparato educacional totalmente copiado de las metrópolis, con el intento de la eliminación de la memoria popular, la adulteración y mistificación de nuestra historia nacional.

Esta enajenación de un país, hecha sobre y por el consenso y complicidad de “sus clases dominantes, requiere de estas una tesitura muy especial. Roger Caillois refiriéndose a Borges, lo llama admirativamente, “ese exiliado”. Es posiblemente esta expresión, la que más claramente identifique la conciencia nacional, o su ausencia, de estas clases. El exilio añorante, la mágica pertenencia a una civilización lejana y apabullante, el desfasaje respecto a la realidad y a la necesidad de sus patrias. ¿Sobre qué valores intenta el imperialismo basar su justificación histórica ante los ojos de los dominados?

“Cuando se reflexiona acerca de los esfuerzos que han desplegado para realizar la enajenación cultural (…) se comprende que nada se ha hecho al azar y que el resultado global buscado por el dominio colonial era convencer efectivamente a los indígenas de que el colonialismo venía a arrancarlos de la noche. El resultado conscientemente perseguido por el colonialismo, era meter en las cabezas de los indígenas que la partida del colono significaría para ellos la vuelta a la barbarie, al encanallamiento, a la animalización. En el plano del inconsciente, el colonialismo no quería ser percibido por el indígena como una madre dulce y bienhechora que protege al niño contra un medio hostil, sino como una madre que impide sin cesar a un niño fundamentalmente perverso caer en el suicidio, dar rienda suelta a sus instintos maléficos. La madre colonial defiende al niño contra sí mismo, contra su yo, contra su fisiología, su biología, su desgracia ontológica”[5].

Profundamente enraizados en este maniqueísmo civilización o barbarie, yacen todos los elementos concretos que eslabonan la ideología colonial.

Esta es la trabazón de todos los desechos ideológicos de la metrópoli. El humanismo abstracto de la Revolución Francesa, la racionalidad intangible y estanca de los filósofos del siglo XIX, el liberalismo de los artífices del capitalismo europeo, el enamoramiento del arte incontaminado. Todo lo ya inutilizable para consumo interno se exporta a las colonias; consumidores de productos de segunda mano, vale tanto para ellos un desecho industrial como uno cultural.

“La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Amsterdam nosotros lanzabamos palabras: “iPartenón! ¡Fraternidad!” y en alguna parte, en Africa, en Asia, otros labios se abrían: “i … tenón! i … nidad!” Era la Edad de Oro”[6].

Pero no son sólo los productos de desecho los que intervienen en las colonias como inmovilizantes de la conciencia nacional. En determinadas situaciones, hechos que en la metrópoli rompen, parcial o totalmente, en forma teórica y práctica, con el sistema, actuan en nuestros países como su sostén. No vale la pena detenerse en fenómenos como la importación del hippismo, el teatro del absurdo o ciertas modas filosóficas. Valdría sí más la pena una breve referencia sobre el fenómeno del marxismo. La perpetua debilidad de las organizaciones tradicionales marxistas en Latinoamérica, para no hablar de los que es imposible llamar sus errores sino con mayor exactitud sus traiciones flagrantes a sus principios, a la clase obrera, a sus pueblos, surge de una dificultad que éstas, salvo en Chile, jamás supieron o quisieron superar, dificultad que sí quisieron y supieron y pudieron superar las fuerzas revolucionarias de Cuba, China, Vietnam, Corea… Esta dificultad es el camino de apropiación del marxismo desde la propia práctica liberadora, realizada por las masas coloniales. Sin partir de una insersión en el propio ritmo de conciencia y de acción del pueblo, el bagaje teórico “importado” se vuelve vacío y árido y no actúa sino como otra forma de enajenación de los sectores medios de su país. Es así como los seudo marxistas latinoamericanos miden las relaciones de fuerza y las posturas de los sectores sociales antagónicos en el campo nacional exclusivamente como si fuesen sombras de las fuerzas internacionales en juego. Esta inversión caricaturesca es la que permite y explica la denuncia de caudillos populares como Haya de la Torre, Vargas o Perón como fascistas. El grado represivo de esta incautación en el vacío del marxismo se multiplican al infinito cuando éste ya es naturalizado en su lugar de origen y convertido en ideología justificadora de estamentos burocráticos. El codovillismo argentino, o el browderismo yanqui no son ya caricaturas de la revolución proletaria soviética, sino a su vez, caricaturas de la caricatura de ésta: del stalinismo.

Todo el aparato ideológico del sistema está montado con vistas a la enajenación cultural: escuela, T.V., publicidad, prensa, cine, literatura, teatro, historieta; todo intenta aquietar, ahogar el nacimiento de una cultura del pueblo, de la cultura de masas, de la cultura nacional, cultura que está hecha de la propia experiencia liberadora, que está hecha del recuerdo de los combates librados, de la inteligencia con que se libran los actuales, de la organización con que se preparan los futuros. Es que cultura nacional y política de liberación nacional son inextrincables y es por eso que el sistema, al intentar ahogarla, aboga desesperadamente por una cultura neutra, no política, incontaminada. Se quiere anodinizar los elementos de la cultura popular, buscando convertirla en folklore muerto; así han actuado con las sagas de la lucha de la emancipación de España, o en el caso argentino, con el “Martín Fierro” de José Hernández”.

Otro factor a considerar es la doble represión que ejerce el aparato cultural oficial, fundamentalmente a nivel de comunicación de masas. Aquí, utilizando productos calcados, o directamente importados de la metrópolis, productos que allá cumplen el papel de idiotizantes, masificadores, despersonalizantes, se le intenta, además, borrar al espectador colonizado su identidad nacional. Al norteamericano reprimido por su aparato cultural, al menos se le permite conservar su nacionalidad (lo cual, por supuesto también se utiliza en forma represora). Pero al argentino, al boliviano, al mexicano bombardeado por programas televisivos, por publicidad comercial, por el cine, todo absolutamente americanizado, se lo convierte mágicamente en un ciudadano yanqui. Es decir, ni siquiera se lo reprime como argentino, boliviano o mexicano, se lo convierte en yanqui y se lo reprime como tal. De los mecanismos de socialización ideológica, uno de los más vigorosos y controlados son las historietas. Su aparente neutralidad y la baja edad del público consumidor son cortinas de humo que permiten su impune acción. No nos referiremos a las historietas de guerra, donde el factor político es claro y burdo; preferimos hacerlo a una historieta mucho más peligrosa, al estar sus intenciones más ocultas: el Pato Donaid.

El caso de “Pato Donald”

En Chile, a partir del triunfo de la Unión Popular, y como parte del programa de liberación nacional y tránsito hacia el socialismo, la editorial del Estado comenzó la publicación de una revista infantil que pretendía combatir la influencia ideológica de las historietas habituales, de procedencia norteamericana, en especial las de la línea de Walt Disney. Esta medida provocó una gran reacción crítica por parte de la derecha que veía a esta actitud desmistificadora como de gran peligrosidad y que remarcaba el carácter de absoluta neutralidad de las historietas a las que se quería desplazar. Paralelamente a este proceso, dos investigadores, el chileno Ariel Dorfman y el belga Armand Mattelart se dedicaban a desenmascarar la verdad ideológica oculta tras la aparente neutralidad del Pato Donald. En este libro se comienza desnudando la rosada versión del mundo infantil que Disney propone; detrás de la inmediatamente idílica existencia de los personajes se encuentra un asfixiante mundo cerrado donde no se encuentra ni el afecto ni la solidaridad ni la libertad de la imaginación, por el contrario es el absoluto autoritarismo y la más violenta y despiadada competencia lo que se entroniza como regla de juego de este mundo fantástico; toda puja, toda contradicción, es resuelta por el triunfo de los valores “adultos”, pero adulto aquí no quiere decir otra cosa que la más trivial y cruda moralidad del capitalismo.

“Disney aprovecha del ‘fondo natural’ del niño sólo aquellos elementos que le sirven para inocentar el mundo de los adultos y mitifica el mundo de la niñez.

En cambio, todo aquello que verdaderamente pertenece al niño, su confianza ilimitada y ciega (y por lo tanto manejable), su espontaneidad creativa (…), su invencible capacidad de amar sin reservas y sin condiciones, su imaginación que se desborda en torno y a través y adentro de los objetos que lo rodean, su alegría que no nace del interés, ha sido mutilada del fondo natural. Bajo la apariencia simpática, bajo los animalitos con gusto a rosa, se esconde la ley de la selva: la crueldad, el chantaje, la dureza, el aprovechamiento de las debilidades ajenas, la envidia, el terror. El niño aprende a odiar socialmente al no encontrar ejemplos en que encarnar su propio afecto natural”[7].

Pero no todo termina aquí; la estricta jerarquía del mundo de las historietas de Disney, no sólo abarca a los habitantes de Patolandia (Estados Unidos): el Pato Donald descubre al Tercer Mundo.

El 50% de las revistas analizadas al azar por los investigadores chilenos narran aventuras relacionadas con el encuentro de alguno de sus personajes (Pato Donald, Tío Rico, Mickey) con habitantes de otros continentes o representantes, en la propia metrópoli, de otras culturas (indios americanos, chicanos, negros). La caricatura del africano, del indio norteamericano, del boliviano, del árabe, que entonces aparece es la condensación de la visión yanqui, de todos sus prejuicios y mitos, de los habitantes de sus colonias. El resumen, el estereotipo que disfrazado de coya, de hindú o de tribeño africano, aparece monótonamente repetido es el buen salvaje, inocente y estúpido, siempre presto para cambiar cualquier chuchería de la “civilización” por sus riquezas naturales, siempre dispuesto a ser engañado por cualquier truco del hombre blanco; sin idioma propio, ya que un ruido bárbaro y gutural no puede considerarse idioma, se las ingenia, mal que bien, para hablar patolandés (inglés); o muy grande o muy chico, o negro o amarillo, su aspecto siempre lo diferencia del debido, del armónico, que solo puede ser atributo del ciudadano patolandés. Sus costumbres, sus diversiones, sus miedos, su religión, todas cosas exóticas y absurdas, sólo pueden ser consideradas utilitariamente como medio para que el hombre blanco obtenga algún beneficio; su astucia frente a la estupidez del nativo así lo garantiza.

Es decir, el habitante del Tercer Mundo es el verdadero niño (frente a los niños-adultos de la metrópoli, como los sobrinos de Disney o Mickey) que puede y debe ser manejado con una mezcla de alegre paternalismo y voraz rapacidad por el adulto civilizado.

“Para Disney (…) los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su Ser, hay que bajarles los pantalones y darles una buena zurra. ¡Para que aprendan! Cuando se dice algo acerca del buen-niño-salvaje en estas revistas, el objeto en que en realidad se está pensando es el pueblo marginal. La relación de hegemonía que hemos establecido entre los niños adultos que vienen con su civilización y técnicas y los niños buenos salvajes que aceptan esta autoridad extranjera y entregan sus riquezas, queda revelada como la copia matemática de la relación entre la metrópoli y el satélite, entre el imperio y sus colonias, entre los dueños y los esclavos. El hombre blanco, el hombre civilizado puede actuar como quiera con el salvaje porque él es civilizado y el otro es salvaje; pero inmediatamente surge una división paralela que justifica y termina de explicar esta conducta. La civilización no es sólo poder y ventaja; es también incomodidad, ruido, contaminación del espacio, falta de lugar; cualquier estropicio que el hombre blanco cometa ya está castigado de antemano en el infierno del que viene; por otro lado el saqueo del salvaje no es otra cosa que mantenerlo en su paraíso terrenal, no corrupto por los males de la tecnología: la rapacidad imperialista se convierte en un sacramento purificador. En última instancia, y pese a las apariencias, el que sale ganando es el salvaje que se queda sin sus riquezas y no el civilizado que se las lleva. Es por eso que en una historieta en que Tío Rico le cambia a un primitivo extraterrestre, una luna de oro puro por un puñado de tierra, el primero dice: “El consiguió lo que él quería y yo esta fabulosa luna. Ochocientos quilómetros de espesor de puro oro. Pero a pesar de eso creo que él sacó la mejor parte”. “Al pobre se le deja entregado a la celebración feliz de la vida simple. Es el viejo aforismo: ‘los pobres no tienen preocupaciones, la riqueza trae problemas’. Hay que saquear a los pobres, a los subdesarrollados, sin sentimientos de culpa”… Otra zona explorada por Walt Disney es la de la colaboración entre los indígenas y sus personajes. El blanco no viene ya solamente a aprovecharse de ellos, sino también a salvarlos, de otros extranjeros o de tiranos propios. La diferencia entre un extranjero y otro, entre el malo y el bueno, es que el malo roba directamente sin preocuparse de lo que le suceda al nativo; el bueno, por el contrario, no roba sino canjea, trafica, deja algún beneficio al salvaje (aun cuando la desproporción con su propio beneficio sea total). Lo que aquí aparece caricaturizado por Disney es la vieja colonización española (que extrae sin dar nada en cambio) y el nuevo imperialismo que ya no defrauda, sino que colaborará en la autoexplotación del indígena. El marco, el paisaje sobre el que se desarrollan las aventuras de los animalitos de Disney en el Tercer Mundo es otro factor de importancia. La caracterización de los rasgos nacionales de los pueblos visitados son brutalmente caricaturescos, son la superficialidad folklórica que despoja a pueblos de su verdadera naturaleza y convierte a los egipcios en algunas pirámides dispersas, a los mexicanos en grandes sombreros, mostachos, cananas superpobladas y pistoleras colgantes, a los africanos en caníbales y brujos tribales. Esta violación cultural, en la que un lector del Tercer Mundo se reconoce a sí y a sus hermanos de otras naciones, es una de las claves de la dominación. Es cegar los propios ojos de los dominados y hacerlos verse por los ojos de los dominadores. Es el intento de matar hasta el germen de la conciencia de sí de un pueblo y reemplazarla por una conciencia ajena, desvalorizadora, atada a todas las pautas, prejuicios y patrañas con los que el imperialismo justifica su papel hegemónico.

Este escamoteo es una de las herramientas básicas de la dominación cultural. La historia del teatro popular argentino muestra una manipulación similar. Este nace como caricatura del teatro serio, del teatro culto, importado de Europa. A comienzos del siglo pasado, en las propias representaciones cultas, luego de bajado el telón,

“Las damas y caballeros de palcos y cazuelas se retiraban, incapaces de soportar el sainete grosero y las tonadillas dedicadas a los sectores populares que presenciaban la función, de pie, en un gran espacio vacío que rodeaba la platea, llamado ‘degolladero’.”[8].

Estas representaciones populares son remedos festivos de lo visto en la obra presentada; una alegre burla a la cultura importada. Estas costumbres cobran mucha más importancia durante el gobierno de Rosas, convirtiéndose en fiestas de gran envergadura y de claro sentido político, ya que en ellas se centraliza toda la agresividad en los enemigos del pueblo. La sala de teatro no es el centro exclusivo de estos espectáculos, ya que la acción se traslada siempre a las calles. Caseros, por supuesto, también termina con esta participación popular en la cultura y los actores que representaban estos sainetes deben huir. A partir de esta derrota, y hasta comienzos del siglo XX no vuelve a existir un elenco argentino, y el teatro se convierte en un reducto inviolable de las clases altas. El pueblo, por su parte se traslada al circo, donde se representan pantomimas, cuyo más grande representante, ídolo popular, fue José Podestá. Este pone en escena un folletín que narra las aventuras de un gaucho perseguido, Juan Moreira, primero como pantomima y luego en forma hablada. El éxito de la obra, y su contenido, hace que su representación sea prohibida en muchas ciudades. Pero es la llegada a Buenos Aires, luego de los triunfos en la provincia, la que marcará la derrota de esta experiencia teatral, nacional y popular. Constreñido a un escenario lo que estaba destinado a la arena de circo, visto socarronamente por el “tout” Buenos Aires y no ya por los gauchos de la provincia, este arte popular se degrada a diversión exótica. El título del artículo que da cuenta en un diario de este estreno es harto significativo: “Originalidades sociales”.

Así comienza la decadencia de este teatro, los Podestá son inducidos a civilizarse, a aprender a caminar, a hablar, a actuar según los cánones. Tratan de ganarse el favor del público culto, terminando de romper con sus orígenes. La maniobra ya estaba cumplida, lo que había nacido, y había sido sostenido por el público de la provincia, cómo una expresión de la rebeldía popular, se trastocaba en una curiosidad grotesca. El final de esta experiencia de los Podestá también es aleccionadora. Cuando se cambia el cartel en el teatro en que ellos daban “Juan Moreira”, sube a escena una obra representada por dos figuras educadas en el teatro europeo, Angelina Pagano y Guillermo Battaglia; el propio Podestá en sus memorias dice que ponen en el hall “… un afiche con un señor de frac junto a una dama muy elegantemente vestida, señalando con el brazo extendido y con imperiosa actitud a un paisano con su compañera que se retiraban humildemente como culpables de un gran delito”.

Tiempo antes uno de los componentes de la intelectualidad patricia argentina, Estanislao del Campo, había emprendido la ridiculización de la visión que el gaucho podía tener de la cultura europea. En su obrita “El Fausto” se asiste a la narración que un gaucho hace a un amigo de su interpretación de lo ocurrido en escena durante la representación en el teatro Colón de Buenos Aires, del “Fausto” de Gounod. Lo que surge de esta relectura de del Campo es la ingenuidad y la ignorancia de nuestro pueblo y la imposibilidad que tiene de comprender y acceder a los valores culturales dominantes. Esta ridiculización no es sino una tardía venganza del oligarca contra aquellas fiestas populares que habían ofendido a sus antepasados.

Estados Unidos: uso y dominación de la ciencia

La penetración efectuada en el campo de las ciencias tiene varios objetivos esenciales que se alimentan mutuamente:

La ocupación de los resortes claves de la educación como vía de socialización ideológica desnacionalizante. En este sentido gran parte de las investigaciones realizadas en constituciones dependientes de organismos norteamericanos, tanto oficiales, como privados, está orientada a problemas y sistemas educacionales, llevando también por las mismas vías institucionales a enseñar a profesores estadounidenses y becando docentes del país para su perfeccionamiento en la metrópolis.

Otra de las tácticas empleadas es la elaboración de planes de estudio en universidades del tercer mundo con un doble fin: en carreras técnicas, el garantizar que la tecnología de ese país permanezca siendo norteamericana; en ciencias sociales, utilizar métodos y categorías presuntamente “científicos” para combatir la conciencia antiimperialista existente en los medios universitarios. Esto está expresado con toda claridad en un Informe Anual del Centro Latinoamericano de la Universidad de Berkeley:

“… el contenido ideológico de los estudios latinoamericanos ha sido gradualmente reemplazado por un enfoque más objetivo y práctico del estudio de los problemas económicos. Los debates de una época anterior acerca del imperialismo de los Estados Unidos y el peculado latinoamericano parecen extrañamente fuera de lugar en un examen de los costos y la eficiencia, los indices del rendimiento del capital marginal y la educación como forma de inversión social de capital”[9].

Esta política educacional, así expresada, no es más que uno de los aspectos de la política imperialista hacia los países del tercer mundo, cuando éstos comienzan a luchar por su independencia. Es la política que con toda claridad elabora a comienzos de la década del sesenta John Fitzgerald Kennedy y que se cristalizó en la fallida Alianza para el Progreso. En la Argentina hombres como el ex presidente Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio fueron sus mejores colaboradores y sus más explícitos teóricos.

Es que como dice Fanon:

“Ahora sabemos que en la primera etapa de la lucha colonial, el imperialismo trata de descartar la reivindicación nacional haciendo economismo. Desde las primeras reivindicaciones, el colonialismo finge la comprensión reconociendo que el territorio sufre un grave subdesarrollo, que exige un esfuerzo económico y social importante”[10].

Pero esta política no tarda en mostrarse contradictoria e imposible:

“Y, en realidad, algunas medidas espectaculares, obras para combatir el desempleo abiertas aquí y allá, retrasan en algunos años la cristalización de la conciencia nacional. Pero tarde o temprano, el colonialismo advierte que no le es posible realizar un proyecto de reformas económico-sociales que satisfaga las aspiraciones de las masas colonizadas. Aun en el plano del estómago, el colonialismo da muestras de su impotencia congénita. El Estado colonialista descubre muy pronto que querer desarmar a los partidos nacionales en el campo estrictamente económico equivaldría a hacer a las colonias lo que no ha querido hacer en su propio territorio.”[11]

Por otra parte, la información sobre las colonias se hace cada vez más necesaria en la medida en que las masas de estas naciones comienzan a concientizarse y a recorrer su camino hacia la independencia. El informe de la North American Congress on Latín America (NACLA) dice al respecto:

“… los intereses de los Estados Unidos han experimentado una creciente necesidad de construir un sistema de control más efectivo (es decir, más provechoso y estable). A medida que la expansión del capital se amplía y se hace más compleja, la necesidad absoluta de mayor número de expertos y programas especializados, tanto en el interior como en el exterior, además de la necesidad de un público ‘educado’ (esto es, que brinde apoyo), fuerza al sistema a crear nuevas organizaciones y a multiplicar los recursos de las viejas. Así surgió un gran complejo de organizaciones entrelazadas, privadas y públicas, que se dedican a ‘estudiar’ y ‘asesorar’ a las sociedades de América Latina.” “Si es posible proveer a los que elaboran la política norteamericana de suficiente comprensión de los pueblos latinoamericanos y sus necesidades económicas y sociedades básicas, entonces tal vez no sería necesaria la intervención militar norteamericana directa. (…) En resumen, los fines de los estudios latinoamericanos son brindar información (servicio de inteligencia), coordinar la investigación y los programas de América Latina, suministrar especialistas de campo para el gobierno y las empresas y perpetuar un conocimiento y una ideología prescriptos entre las élites futuras y el pueblo en general.”

Esta necesidad de control y por ende de información es movilizada en un triple nivel: o directamente por los grandes monopolios (Ford, Rockefeller), o indirectamente por su poder consolidado en el estado yanqui o por las diversas universidades norteamericanas. Para detectar cuál es el grado de importancia de las tareas científicas en los servicios de seguridad y espionaje, es útil leer las palabras de Ray Cline, actual jefe de la oficina de Inteligencia e Investigación ex director delegado de Inteligencia de la C.I.A.:

“La creación de una organización de inteligencia moderna debe partir de la conciencia de que es necesario el conocimiento, de que se necesita algo más que mera curiosidad. Yo no soy un jefe de espías de novela; quiero explorar las cosas en términos de las ciencias sociales.”[12]

En Estados Unidos los estudios latinoamericanos no son de data muy antigua, y son paralelos al aumento de inversiones en estas latitudes; fue recién en 1918 que se creó la primera publicación al respecto, la Hispanic America Review. Es fundamentalmente a partir de 1930, luego de la gran depresión y como uno de sus paliativos, que se ve a

“América Latina como una nueva frontera que debía ser abierta a un comercio y a unas inversiones cada vez mayores. De aquí que buscaran estabilidad y se opusieran a tendencias que pudieran limitar el libre acceso…”[13].

Tal decisión económica y política implicó un aumento de la demanda de expertos en asuntos latinoamericanos, demanda que se acrecentó aun más con la penetración nazi en el hemisferio; es por esto que en 1938 se fundó la División de Asuntos Culturales en el Departamento de Estado, al mismo tiempo que una comisión Interdepartamental para la Cooperación con las Repúblicas Latinoamericanas. En 1940, el petrolero Nelson Rockefeller creó la Oficina de Coordinación de Asuntos Interamericanos, que tenía entre sus objetivos boicotear el comercio entre Latinoamérica y los paises del Eje. Pero no eran solamente las inmediatas preocupaciones de la guerra lo que movía a esta oficina; la nacionalización de las empresas petroleras yanquis, que Lázaro Cárdenas efectuara en México en 1939, mostraba hasta donde era necesario contar con la opinión pública de los países latinoamericanos para que no se repitiesen tales hechos y se mantuviesen incólumes los privilegios económicos norteamericanos. Con la finalización de la guerra son otras las regiones que se convierten en el centro de interés del poder imperial yanqui: Europa del Este, el sudeste asiático, el lejano y medio Oriente; es a estas zonas que en las universidades norte-americanas se dedican los subsidios y los institutos, dejando momentáneamente de lado a América Latina. Estos estudios son dirigidos y programados directamente por los grandes empresarios norteamericanos que entre 1945 y 1948 invierten para ello 34 millones de dólares; al mismo tiempo que aquellos que se interesan en estudiar zonas no directamente relacionadas con los problemas de seguridad de los Estados Unidos no disponen de apoyo financiero o del beneplácito oficial. Las universidades se habían convertido ya en un arma más de la estrategia mundial norteamericana. Es a partir de la violenta recepción que los pueblos latinoamericanos brindan al entonces vicepresidente Nixon en 1958, que casi provoca la intervención armada en Venezuela, y la Revolución Cubana, que se reconstruyen y reactivan los centros de investigaciones de los problemas de América Latina. No era para menos, las inversiones norteamericanas en el continente habían crecido entre 1943 y 1960 de 2.300 millones de dólares a 9.000, y los revolucionarios cubanos habían llegado a confiscar bienes por cerca de 1.000 millones. Por otra parte, se había producido un desplazamiento de éstas de las industrias extractivas a las elaborativas, cambio que para ser efectivamente redituable exige una estabilidad mucho mayor de los mercados internos.

“La demanda de mayores análisis económicos, sociales y políticos detallados, para predecir y controlar el mercado total subió en consonancia, y esto, combinado con la necesidad de más mano de obra y administradores calificados, obligó a los sectores empresariales de los Estados Unidos a reclutar un nuevo ejército de científicos al servicio del Imperio. Además, el éxito en Cuba de la guerrilla rural impulsó a los militares a estudiar las operaciones antisubersivas, que exigen un conocimiento íntimo de la población y el terreno. Así, cuando el automóvil de Nixon fue destrozado en Caracas y Cuba nacionalizó inversiones de los Estados Unidos por valor de más dé 1.000 millones de dólares, la comunidad empresarial y militar comenzó rápidamente a movilizarse para hacer frente a la nueva situación”[14].

De esta manera, entre 1958 y 1965, en las Universidades norteamericanas se pasa de 60 a 310 programas de estudios latinoamericanos, y los estudiantes de tal procedencia, becados en los Estados Unidos de 8.000 en 1955 a 18.000 en 1967.

“Los contratos de ayuda técnica para les Universidades de Estados Unidos del U. S. Agency for International Development aumentaron de 20 en 1960 a 57 en 1968. En efecto, la universidad y sus profesores han sido convertidos en un centro estratégico y vital para administrar programas civiles y militares esenciales para el funcionamiento del Imperio”.

Vemos ya convertida la labor científica desplegada por el imperialismo en una herramienta de espionaje y lucha “antisubversiva”. Este papel lo juega tanto directamente en el campo de batalla, investigando las actitudes de los pueblos que juegan su supervivencia por la liberación, como preventivamente, para detectar los futuros centros conflictivos y los ejes sociales, políticos y económicos que lo generarán.

El primer caso se lleva a cabo actualmente en Vietnam, donde organismos como la Rand Corporation o el Centro de Investigaciones en Sistemas Sociales estudian todo tipo de factor que permita garantizar la prosecusión y la eficacia de la guerra contrarrevolucionaria que los Estados Unidos desarrollan en ese país. Vale la pena acotar que aun en tareas tan controladas como ésta, al imperialismo le surgen problemas como el acontecido en 1964 cuando la Rand debió suspender un programa sobre las motivaciones y la moral de los combatientes del Frente Nacional de Liberación, ya que los propios integrantes del plantel de científicos sociales que lo realizaba comenzaron a dar alarmantes señales de excesiva comprensión de los puntos de vista del enemigo y a desconfiar de las razones dadas por su país para la intervención en esa guerra; aún más, uno de los miembros del grupo, Frank Russo, fue quien con Daniel Ellsberg, dio a luz la documentación secreta del Pentágono sobre los orígenes del conflicto, que mostraba la mendacidad y falacia con que el gobierno norteamericano se había manejado, aun frente a su propio pueblo.

Según Carol Brightman y Michael Klare son cinco las tareas básicas que para el gobierno yanqui realizan los investigadores sociales, ya sean privados u oficiales, dependientes de Universidades, de Fundaciones o de organismos gubernamentales:

“En la cúspide de la lista se encuentra la investigación de los factores sociales que pueden precipitar o evitar la insurrección, particularmente en sociedades agrarias donde los ‘controles sociales’ edificados en los países industriales avanzados son débiles o en todo caso ausentes. Luego viene el desarrollo de modelos operativos (por lo común, mediante analogías históricas) que identifican aquellos aspectos de un estado real de subversión más susceptibles de control militar. La tercera tarea lleva la red de investigaciones al frente de las operaciones de guerra psicológica. Como la primera, se basa en una exhaustiva investigación de los puntales sociales de la cultura considerada, aunque en este caso se concentra la atención en aquellos valores, relaciones sociales e instituciones de comunicaciones que se prestan a la manipulación externa en interés de las actividades militares de los Estados Unidos. La cuarta tarea implica el aporte de información antropológica y sociológica que pueda ser usada por los Estados Unidos para intervenir en los procesos políticos y sociales del país huésped. En particular, supone la elaboración de ‘estudios sobre élites’ y estudios sobre minorías que permitan a los Estados Unidos incitar una contra otra a las clases y sectores de la población del país huésped en interés de la hegemonía de los Estados Unidos. Por último existe una quinta tarea, que en gran medida subyace y da forma a las otras cuatro: la elaboración de estrategias político-militares para el mantenimiento del poder de los Estados Unidos en la arena mundial. Utilizando elaborados juegos de guerra, las técnicas de simulación por computadoras y la construcción de modelos matemáticos, los equipos de especialistas en ciencias sociales confeccionan los guiones estratégicos que orientarán los mecanismos de intervención con que los Estados Unidos protege sus intereses imperiales en el Tercer Mundo”[15].

Vemos más concretamente como se efectividad cada una de estas tareas a través del gigantesco aparato montado por los yanquis para la implementación imperial de la ciencia. En la elaboración del programa de uno de los proyectos que debía investigar las condiciones sociales y la combatividad de las masas en América latina, el Plan Camelot, se decía que lo que había llevado al ejército norteamericano a financiarlo era: “el reconocimiento en los más altos niveles de la defensa del hecho de que se conoce relativamente poco, con un alto grado de seguridad, acerca de los procesos sociales que debed ser comprendidos con el fin de abordar de madera efectiva los problemas de la subversión”. Este plan fracasó debido al enorme escándalo que agitó a todos los centros universitarios latinoamericanos; su carácter policial y proimperialista era demasiado claro y evidente. Se tuvo entonces que reemplazarlo por una serie de investigaciones que en forma más o menos disfrazada y encubierta apuntaban a los mismos resultados. De esta madera el Centro de Investigaciones en Sistemas Sociales (CISS) realizó una serie de trabajos, tales como un “Examen y formalización de teorías y Proposiciones concernientes a los procesos sociales revolucionarios”, que según sus realizadores pretendía “elaborar un sistema codificado y fácilmente consultable de conocimientos, hechos y teorías atinentes a los procesos, las condiciones, los precipitantes, las formas y las consecuencias sociales de los procesos revolucionarios potenciales”.

Otro proyecto del mismo organismo era una investigación sobre “Pautas mundiales de violencia civil” y su finalidad

“Incrementar la comprensión de las condiciones en las cuales la violencia entra en el proceso político mediante tests exploratorios a través de estructuras políticas de variados modelos predictivos del grado de violencia política en la zona en desarrollo”[16].

Por otra parte se intentó alcanzar algunos de los objetivos del fallido Plan Camelot a través de una investigación realizada en Argentina y Chile conocida como “Proyecto marginalidad”. Este buscaba detectar la ideología política y grado de radicalización de sectores campesinos y obreros particularmente desposeídos, actitud frente al capital extranjero, etc.

Las investigaciones de esta especie que se han realizado en todo el mundo son inumerables, terminaremos dando sólo algunos títulos más: “Los grupos Clandestinos en la Guerra Insurreccional, Revolucionaria y de Resistencia”; “El movimiento comunista en Vietnam del Sur: estudio de un caso particular de organización y estrategia”; “Motivación política del Vietcong: los reagrupados del Vietminh”.

Un investigador de la Universidad de Cambridge explica así los beneficios de la utilización de “modelos anti-subversivos”:

“El estudio de la subversión supone la consideración de gran cantidad de variables complicadas que actúan unas sobre otras. Evidentemente, el proceso de subversión supone una intrincada trama de factores políticos, militares, y económicos que sólo se conocen, en el mejor de los casos de manera fragmentaria e imprecisa.

“Cuando es menester analizar un proceso tan poco conocido y tan complejo, a menudo es fructífero proceder por medio de la elaboración de modelos y la simulación. Puede definirse un modelo como una representación simplificada de un proceso (por lo común un proceso complicado) y una simulación como el ejercicio de operaciones de este modelo”.

Para este tipo de modelo se emplean generalmente ejemplos de experiencias históricas de las guerras de liberación de los argelinos, los malayos, los vietnamitas, etc. Así, trabajos sobre “La lucha antisubversiva en Manchuria: la experiencia japonesa, 1931-1940” o “Estudio de las operaciones y técnicas subversivas y antisubversivas en Venezuela, 1960-1964”, permiten extraer enseñanzas sobre los distintos métodos de lucha contrarrevolucionaria y explotar las distintas posibilidades de desarrollo de esas situaciones.

Las investigaciones sobre guerra psicológica buscan detectar tanto los mecanismos de cambios de actitudes como los argumentos más eficaces para lograr actitudes deseadas en determinadas poblaciones.

Al respecto se han realizado una infinidad de investigaciones en casi todos los países del orbe.

Parte de los resultados de éstas se han condensado en “Guías de comunicación Intercultural”, que ya se han editado para Afganistán, Brasil, Birmania, Camboya, Colombia, Congo, Egipto, Ghana, Indonesia, Irán, Irak, Jordania, Laos, Líbano, Arabia Saudita, Vietnam del Sur, Siria, Tailandia, Turquía y Venezuela. Uno de los responsables de estos trabajos explica con estas palabras la utilidad de dichas Guías:

“Cada Manual brinda atractivos símbolos de probable poder de persuación para comunicar mensajes a auditorios específicos en un país determinado. Cada estudio trata además de identificar diversos grupos de la población —étnicos, geográficos, económicos y sociales— y sus actitudes y conducta probables frente a los Estados Unidos. Los estudios evalúan la susceptibilidad de los diversos auditorios a la persuación y su efectividad e influencia en su propia sociedad… Se sugiere una serie de ideas atractivas que podrían ser usadas en situaciones específicas para influir sobre auditorios específicos en la dirección deseada. Además, cada estudio contiene los últimos datos disponibles sobre facilidades de comunicación dentro del país y sobre factores culturales atinentes a las comunicaciones”[17].

Otras investigaciones han sido dirigidas a detectar los “puntos débiles psicológicos” en países como la Unión Soviética, Cuba o Vietnam del Norte. De la misma manera, en los campos de batalla de las guerras de liberación se encuentran materiales importantísimos de análisis; en Congo (Leopoldville), se trabaja sobre las prácticas de magia y brujería que conferían a los combatientes antiimperialistas seguridad psicológica sobre su inmunidad ante las balas gubernamentales. Detectar las minorías pro-norteamericanas, movilizarlas y adiestrarlas, constituye también una de las preocupaciones más importante de los Estados Unidos, en su lucha “antisubversiva”. En Vietnam del Sur es donde esta tarea ha debido ser acometida en forma más urgente, allí se encontró como problema la necesidad de sustituir a la tradicional aristocracia mandarinesca y al servicio civil francés. Varias organizaciones yanquis se han abocado a estos estudios, entre otras la Rand Corporation y la OIOE-CISS. Uno de los trabajos presentados sobre “Grupos Minoritarios en la República de Vietnam” manifestaba estar

“destinado a ser de utilidad para el personal militar y de otros organismos que necesitan una conveniente recopilación de datos básicos acerca de las instituciones y las prácticas sociales económicas y políticas de los grupos minoritarios de la República de Vietnam”[18].

Gran parte de los esfuerzos en este área se ha dedicado a auscultar la situación y opiniones de los estamentos militares de todo el tercer mundo. Algunos títulos de trabajos en este campo: “Los roles cambiantes de los Militares en América Latina”, “El Orden público y el Militar en África: ejemplos de África Oriental”; “El desarrollo político y el rol de los militares en el Egipto moderno”; “Los militares en el desarrollo político de las naciones nuevas”; “El rol de los militares en Indonesia”; “Las Funciones políticas de los militares en el medio Oriente y en el norte de Africa”; “Las actividades Militares nativas en Africa”; “El liderazgo militar nativo en Africa”. Otro grupo minoritario ampliamente estudiado ha sido el de los estudiantes, al cual en parte estaba dedicado el Plan Camelot, para América Latina; en Africa la CISS ha realizado trabajos sobre “El liderazgo estudiantil en Africa”; “Los movimientos Estudiantiles en Africa”, etc. Todos los pasos anteriores desembocan en la concreta elaboración y aplicación de estrategias de lucha antisubversiva. Estas estrategias están discriminadas, según las regiones, en acuerdo con la etapa de las movilizaciones populares libertadoras.

“En la primera etapa de la intervención, antes de que haya estallado la lucha armada, pero durante un período de descontento e intranquilidad, la estrategia actual de los Estados Unidos apela a la creación de nuevas instituciones sociales, económicas y políticas de orientación occidental. Estas nuevas instituciones, que adoptan los modernos capitalistas de organización y administración, están destinados a canalizar, manejar y pacificar el antagonismo popular contra las instituciones feudales y coloniales subsistentes. Tales intentos, que habitualmente reciben los nombres de ‘construcción de la Nación’, ‘creación de instituciones’ o simplemente modernización, habitualmente se llevan a cabo mediante el programa de ayuda extranjera. Por consiguiente, la mayoría de las investigaciones en este campo se realizan bajo los auspicios de la Agency for International Development (AID)”[19].

Esta ha destinado en 1964 la suma de 158.380 dólares en un programa sobre “El proceso de creación de Instituciones”; otro programa similar recibió entre 1963 y 1966, 521.772 dólares. En la segunda etapa de las luchas de liberación, se trata de mantenerlas en el nivel más bajo de violencia e insurgencia. Esta estrategia es llamada por el Pentágono “guerra antisubversiva de baja intensidad”. Un estudio secreto del ejército norteamericano al respecto, “El empleo de unidades militares en operaciones demostrativas de fuerza”, decía estar destinados a

A) “establecer una definición precisa del tipo de operaciones consistentes en la demostración militar de fuerza y la determinación de parámetros operativos válidos para ella;

B) establecer un espectro de técnicas, por ejemplo, demostraciones, ejercicios estratégicos de movilidad, etc., para el empleo de demostraciones de fuerza en caso de tensión real o potencial”[20].

La tercera etapa, la “guerra del pueblo” en gran escala, también tiene sus investigadores imperialistas. Es la experiencia vietnamita la que mejor permite visualizar este tipo de conflicto, y es al respecto que se han dedicado la mayoría de los trabajos de esta índole. Algunas de las investigaciones encaradas han sido: “El desarrollo de las posibilidades de acción combinada del cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos para la Guerra de Vietnam y contingencias futuras”; este proyecto tenía como fin “brindar una información útil al Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos para el desarrollo de las posibilidades de pacificación o de “otra guerra” que puedan ser utilizadas en situaciones de guerra limitadas o pequeñas”; “El poder marítimo en las guerras especiales”; “Las perspectivas de guerra limitada para 1970-80”; etc.

Hemos visto las distintas tendencias de investigación que se llevan a cabo con el objeto de detectar las diversas condiciones de vida, de explotación y de lucha de los pueblos del tercer mundo. La finalidad de este impresionante despliegue intelectual es bien clara: la permanencia de la dominación imperialista. Pero ¿hasta dónde alcanza la eficacia de estos planes que buscan la comprensión y el entendimiento de los dominados para obligarlos a permanecer en su papel de sumisión? Unas palabras de Cabot Lodge, ex embajador norteamericano en Vietnam del Sur, permite ver que esos esfuerzos son en gran parte inútiles, que el imperio jamás llegará a tener conciencia de lo que realmente está en juego para una nación que lucha por su liberación. Según Cabot Lodge la guerra de Vietnam estará ganada

“cuando una mañana el joven que está en el Vietcong despierte y se diga ‘hoy no voy a volver; y las razones por las que no voy a volver son

a) porque creo que me matarán y

b) si miro a mi alrededor, veo el arroz, el pescado, los patos, los cocos y los ananás que llegan por la ayuda americana, y la vida parece bastante buena aquí’.[21]

El científico colonizado

La otra finalidad es la enajenación de las élites intelectuales. Esto no solamente por la vertebración y colaboración con las minorías pro yanquis ya existentes, aun cuando esto no deje de ser una labor de primera importancia. Lo central es lograr neutralizar y subyugar a aquellos que por su preparación aparentemente deberían ser los más capacitados para percibir y denunciar las lacras de la dependencia. De lo que trata es de absorber a estos sectores al proyecto imperial, aprovechando el poderoso substrato de desnacionalización de su conciencia, logrado por las vías ya mencionadas anteriormente.

La actualización de los métodos desnacionalizantes a nivel de las capas intelectuales de un país dependiente, la ideología que ha permitido y que permite esta maniobra, es el cientificismo. Para aclarar un poco esto veamos el papel que se le hace cumplir a la ciencia. El prestigio que la ciencia tiene pareciera eximirla de ciertas cuestiones molestas. Cuestiones tales como: ¿Cuál es la razón por la que el progreso científico y técnico no se ha visto reflejado en una mayor racionalidad de la vida social e individual, en una mayor felicidad de los pueblos?; ¿quién es entonces, y verdaderamente, el real beneficiario de estos avances?; ¿cómo se dirige el proceso de investigación científica y qué o quién o quiénes lo dirigen?

Comencemos esbozando una respuesta al último de estos interrogantes:

El ritmo de producción y consumo se ha alterado radicalmente en las últimas décadas. Se ha ingresado en lo que se ha dado en llamar la “sociedad de consumo”; y si bien es cierto que esta realidad impera esencialmente en los centros imperiales no es menos cierto por ello que este ritmo ha sido trasladado a los países dependientes, por lo menos a sus capitales, a las capas dirigentes, a ciertas capas intermedias y aun a algunos sectores de la “aristocracia obrera”. En esta forma se aceita la irracional máquina económica del capitalismo con el despilfarro mientras que la mayoría de la humanidad aún sufre hambre.

“Para hacer esto posible es necesaria una altísima productividad industrial, con rápida obsolencia de equipos por la continua aparición de nuevos productos. Esto requiere una tecnología física muy sofisticada, que a su vez se basa en el desarrollo rápido de un cierto tipo de ciencia, que tiene como ejemplo y líder a la Física. Se perfeccionan entonces ciertos métodos: standarización, normas precisas, control de calidad, eficiencia y racionalización de las operaciones, estimación de riesgos y ganancias, que a su vez implican entronizar los métodos cuantitativos (…) la super especialización, métodos que no tienen por qué ser los mejores para otros problemas.

“La investigación y sus aplicaciones dejan de ser aventuras creativas para transformarse en una capital de las empresas con su etiqueta masificadora —R & D: Research and Development [o Investigación y Desarrollo]— y se hace con inversión rentable que figura en la cuenta de empleados, con subsidios y hasta universidades propias. No se ha mostrado que esto sea lo más eficiente para toda la ciencia.”[22]

La ciencia se vuelve entonces un asunto de mercado y la actividad científica se rige por las mismas pautas que cualquier otra actividad empresaria.

Y esto es cierto no sólo para la ciencia aplicada, lo es también para la ciencia “pura”. Esta depende del grado de interés que la sociedad le preste, interés materializado en esfuerzos humanos y financieros.

“Un nuevo sistema social formado en oposición a este tendrá concebiblemente menos interés por el psicoanálisis, la topología algebraica y la electrodinámica cuántica que por las teorías de la educación, del equilibrio ecológico general del planeta, de la imaginación creadora o de la ética. Esto produce una reasignación de fondos y por lo tanto un distinto tipo de ciencia.”[23]

Vemos entonces que la ciencia que tenemos es producto de nuestro sistema social; es, por lo tanto, imaginable y practicable, una estructuración totalmente diferente de sus vías de desarrollo en función de otro tipo de sociedad, de otro tipo de intereses.

El olvido o el desconocimiento de esto, la entronización del tipo de ciencia generada por nuestra estructura social, es lo que se llama cientificismo.

“(…) cientificista es el investigador que se ha adaptado a este mercado científico, que renuncia a preocuparse por el significado social de su actividad, desvinculándose de los problemas políticos, y se entrega de lleno a su “carrera”, aceptando para ella las normas de los grandes centros internacionales, concretados en un escalafón”[24].

Para colmo de males, el científico colonizado “es un frustrado perpetuo”. Nunca podrá desprenderse del peligro, de dar un paso en falso, una nota discordante; siempre será un recién llegado, un novel catequizado por la civilización al cual aún se le pueden notar huellas de su pasado bárbaro.

“Para ser aceptado en los altos círculos de la ciencia debe dedicarse a temas más o menos de moda, pero como las modas se implantan en el Norte, siempre comienza con desventaja de tiempo. Si a esto se le agrega el menor apoyo logístico (dinero, ayudantes, laboratorios, organización) es fácil ver que se ha metido en una carrera que no puede ganar. Su única esperanza es mantener lazos estrechos con su Alma Mater —el equipo científico con quién hizo su tésis o aprendizaje—, hacer viajes frecuentes, conformarse con trabajos complementarios o de relleno de los que allí se hacen, y en general llegar a una dependencia cultural total”.[25]

El cientificismo es un modo mágico de internalización del investigador colonizado. Este ya no pertenece en primera instancia a su país sino a una lógica, a una nueva Iglesia, cuya pertenencia es absolutoria del nacimiento en un país atrasado.

Este internacionalismo científico es lo que justifica ante los ojos de los cientificistas investigaciones absolutamente carentes de valor para nuestros países y que sin embargo se realizan aquí. Ejemplo de este tipo de investigación es la realizada por la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires sobre los problemas de la retina en pilotos de aviación a grandes altitudes y velocidades.

De esta manera el científico cientificista hace prevalecer los intereses de la “ciencia” sobre los concretos y acuciantes problemas de su patria. El esfuerzo desplegado por los Estados Unidos en esta monumental maniobra, es gigantesco. Este esfuerzo se canaliza por diversas vías, tanto privadas como oficiales. Trataremos ahora, en forma suscinta, este aparato de dominación cultural.

Las fundaciones

Las fundaciones son creadas por la decisión de utilizar parte de los beneficios de las grandes corporaciones no ya en las mismas lineas de inversión que llevan a ganancias inmediatas, sino en planes de largo alcance que apuntan a resolver aquellos problemas sociales que pudieran perturbar la marcha normal de sus actividades en los países dependientes, o aun en la propia metrópolis. A más de este proyecto a largo aliento, tienen un resultado inmediato nada despreciable: la exención de impuestos. Las principales instituciones interesadas en los estudios latinoamericanos son la “Ford Foundation” y la “Rockefeller Foundation”, y en un segundo plano, la “Fundación de Fraternidad Nacional Woodrow Wilson” (subsidiaria de la Ford), la fundación John Simon Guggenseim”, la “Fundación Wener-Gren” para la investigación antropológica y la “Fundación Doherty”. El tipo de investigación realizada y la zona de trabajo, están relacionados con el interés particular de la corporación directriz de cada fundación; pero también se apunta a políticas globales de tal importancia como las encaradas por la Ford y la Rockefeller en los trabajos que subvenciona en agricultura y control familiar. Ambos temas son enfocados desde la perspectiva del capital norteamericano, cuyo interés es por un lado, no un cambio de distribución de los productos alimenticios, o de la propiedad de la tierra en América Latina, sino un aumento de productividad en los renglones donde ellos se han establecido. De la misma manera que su interés en el control familiar apunta a una disminución de la población que disminuyese la peligrosidad de los estallidos revolucionarios al sur del Río Grande.

Es en el aspecto demográfico donde quizás queda más al descubierto la interesada falacia imperialista. La sobrepoblación no es un fenómeno “natural” solucionable mediante anticonceptivos mecánicos o químicos, o por la esterilización de vientres. (En Centroamérica los norteamericanos han llegado a regalar radios a transistores a las mujeres que se dejasen esterilizar.) Es, por el contrario un fenómeno económico y político, solucionable solamente a ese nivel, tal como lo demuestra un país como Cuba, donde tradicionalmente existía “exceso de población y a quien luego de su revolución no sólo no le sobran sino que le faltan brazos para su economía. Los países de América latina, de Asia, de Africa, castigados por la desocupación y el hambre, tienen en este ejemplo un camino mucho más racional y realista para superar su miseria actual que las técnicas de control de la natalidad que trata de imponerles Norteamérica. Veamos ahora brevemente qué son y cómo funcionan las dos Fundaciones más poderosas: la Ford y la Rockefeller.

Ford:

La fundación Ford es la más importante de todas las organizaciones de su tipo; creada en 1936 comienza a interesarse por América Latina en 1959; su capital es de 3.000.000.000 de dólares y tiene un presupuesto anual cinco veces mayor que su hermana Rockefeller. Es el apoyo financiero principal de alrededor de 100 centros de investigaciones entre los 191 que en Estados Unidos se dedican a los asuntos extranjeros, y de 11 de las 12 principales universidades.

El citado informe de la NACLA describe así la estrategia de la Ford:

“La Ford ha elegido las universidades como lugares importantes en los cuales concentrar sus esfuerzos, porque allí es donde se encuentra la élite, y la manera más directa de que la Ford puede provocar los cambios que desea es mediante las élites. La estrategia programática general es la siguiente: Primeramente, mediante programas de intercambio, un número suficiente de latinoamericanos “norteamericanizados” volverán a sus países de origen para ocupar posiciones en la enseñanza dirigida a la educación de un gran número de compatriotas. Se supone que las personas originalmente preparadas en los Estados Unidos se hallarán suficientemente orientadas en una disposición positiva hacia los intereses de los Estados Unidos como para transmitir los mismos valores a sus discípulos, con lo cual se daría un proceso de desnacionalización. Los individuos educados de tal modo tienden a perder su identidad nacional, lo cual disminuye la amenaza de una ideología nacionalista extremadamente “disfuncional”. Al emplear latinoamericanos preparados en los Estados Unidos en la producción de más fuerza de trabajo calificada, se reduce mucho el problema llamado del drenaje de cerebros, o la migración de profesionales a Estados Unidos. Además, dicha estrategia tiene también un aspecto que se vincula con las relaciones públicas, que aspira a demostrar el reconocimiento y el benévolo apoyo por los Estados Unidos de los “deseos nacionales”. En resumen, los latinoamericanos preparados en los Estados Unidos son portadores mucho más eficaces de una ideología pro-Estados Unidos que sus equivalentes norteamericanos”.

Siguiendo esta estrategia, en 1969, la Ford estaba financiando 199 programas de investigación en 146 instituciones diferentes, de las cuales solo 42 eran yanquis.

Rockefeller

La fundación Rockefeller acrecienta su interés América Latina en 1940, cuando Nelson Rockefeller es designado presidente de la CAIA (Oficina de Coordinación de Asuntos Inter-Americanos). Hasta 1955 la Rockefeller se limitó a programas becarios y de intercambio cultural. Pero

“… fue Dean Rusk (entonces presidente de la Fundación) quien primero enunció la necesidad de orientar los programas de la Fundación hacía los requerimientos de las nacientes naciones subdesarrolladas. “Debemos tomar plena conciencia de la significación histórica de lo que está sucediendo en aquellas zonas que están fuera de la democracia de habla inglesa, Europa Occidental y la Cortina de Hierro”, escribió Rusk, “Ideas y aspiraciones que se originaron en el curso de las revoluciones democráticas, nacionales y económicas de Occidente están ahora provocando exigencias explosivas de cambios de largo alcance en otras partes del mundo… Los países subdesarrollados de hoy toman ideas, aspiraciones y ejemplos de los países avanzados que tienen ante sus ojos; pero carecen de capital, de líderes adiestrados, de gente educada, de estabilidad política y de comprensión acerca de cómo sus culturas deben digerir y usar los cambios.

Esta doctrina que, principalmente bajo la guía de Rusk como secretario de Estado, ha atraído la respuesta imaginativa del gobierno norteamericano en los vastos programas de ayuda al exterior, es también la guía de la Fundación en muchas de sus actividades actuales en las naciones subdesarrolladas[26].

Tanto la Ford como la Rockefeller no bastarían para desarrollar el cúmulo de tareas que su función exige; por un lado cooperan con la C.I.A. de quien son “compañeras naturales” tanto por la envergadura de sus operaciones como por la multinacionalidad del aparato montado, amén de los fines comunes. Por otro lado existen lo que se puede llamar “organismos fachadas” a través de los cuales, y con mayor comodidad, pueden actuar estas Fundaciones cuando la situación lo requiere. Algunos de estos organismos son:

Asociación para la libertad de la Cultura: es heredera de los Cuadernos para la libertad de la Cultura, en cuyo comité estaban hombres como el italiano Inazio Silone, o el argentino Juan Antonio Solar¡, financiado por la CIA y que en 1966, al hacerse pública esta relación debió disolverse y ser remplazada por esta nueva organización para la cual la Ford aportó 225.000 dólares. Esta entidad publicó la revista “Mundo Nuevo”.

Consejo para la América Latina: su fundador, en 1965, fue David Rockefeller y está integrada por representantes de diversas empresas norteamericanas cuyas inversiones en América Latina representan el 80% del total de las inversiones yanquis en la zona.

Es interesante mostrar que los ocupantes de la cúpula de ambas fundaciones son generalmente ex-altos funcionarios del aparato gubernamental o de los servicios de inteligencia; vemos aparecer así, al lado de hombres como Robert McNamara o Douglas Dillon, a ex-directores de la CIA y del Consejo Nacional de Seguridad, teniendo como atracción más sofisticada a un ex-presidente latinoamericano, el colombiano Alberto Lleras Camargo.

Notas y bibliografía

  1. Fanon, Frantz: Los condenados de la, tierra; Ed. F.C.E. México, 1963.
  2. Georg Lukacs: Historia y conciencia de clase; Ed. Grijalbo, México, 1962.
  3. J. J. Hernández Arregui: La formación de la conciencia nacional; Ed. Hachea, Buenos Aires, 1971.
  4. J. L. Borges: en El aleph, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965.
  5. J. P. Sartre: prólogo a Fanon: Los condenados de la tierra idem.
  6. Dorfman y Mattelard: Para leer el Pato Donald, Ed. Siglo XXI Argentina, Buenos Aires, 1972.
  7. Nerea Amor: Notas sobre el teatro popular latinoamericano, en Revista La Doksa, Quito, 1971.
  8. NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.
  9. Oscar Varsasky: Ciencia, política y cientificismo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972.

Finanzas e instituciones oficiales

Además del aparato privado de las grandes empresas, el propio Estado norteamericano mantiene diversas organizaciones similares. Para apreciar la importancia de las operaciones que por diversos conductos el gobierno yanqui emprende en el campo de la investigación social es suficiente constatar que en 1969 se ha gastado en dicho concepto la suma de 33.300.000 de dólares; descontando que parte de este presupuesto proviene de fondos secretos de la CIA. La distribución por regiones geográficas de proyectos de investigación subsidiados por el gobierno norteamericano, es la siguiente:[27]

Asia oriental:

24%

Europa Occidental:

19%

Cercano oriente y sudasia:

19%

América latina:

18%

Africa:

11%

Europa oriental:

8%

Los principales organismos dedicados a la obtención y elaboración de información socio-política y económica extranjera son:

CIA

Fuera del aparato de espionaje convencional y de elaboración de información pública, que llega a emplear alrededor de 30.000 empleados en todo el mundo, la CIA controla toda una serie de organizaciones, algunas creadas directamente por ella y otras a las que ha copado posteriormente a su nacimiento. Entre las más importantes se cuentan: Asociación Nacional de Estudiantes, Conferencia Internacional de Estudiantes, Reunión mundial de la juventud, Fundación de Desarrollo Internacional, Investigación Operativa y Política, Instituto Internacional de Asuntos Juveniles, Federación Internacional de Periodistas Libres, Asociación Educacional Nacional, etc.

Departamento de Estado

Coordina los distintos planes de investigación y de ayuda de todos los organismos, oficiales y privados, en el extranjero.

Oficina de Inteligencia e Investigación

Actúa como apoyatura logística del Secretario de Estado; es una especie de CIA en miniatura, ya que sólo cuenta con 400 miembros.

Oficina de Asuntos Educacionales y Culturales

Su principal finalidad es la detección de las élites pro-yanquis en los países dependientes y su posterior preparación y adiestramiento.

AID

Canaliza gran parte de la Ayuda Externa norteamericana y reemplaza como financiadora a la CIA cuando los lazos de ésta última con otras organizaciones ya no son posibles de ocultar.


[1] Fanon, Frantz: Los condenados de la, tierra; Ed. F.C.E. México, 1963.

[2] Georg Lukacs: Historia y conciencia de clase; Ed. Grijalbo, México, 1962.

[3] J. J. Hernández Arregui: La formación de la conciencia nacional; Ed. Hachea, Buenos Aires, 1971.

[4] J. L. Borges: en El aleph, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965.

[5] Fanon, Frantz: Los condenados de la, tierra; Ed. F.C.E. México, 1963.

[6] J. P. Sartre: prólogo a Fanon: Los condenados de la tierra idem.

[7] 6. Dorfman y Mattelard: Para leer el Pato Donald, Ed. Siglo XXI Argentina, Buenos Aires, 1972.

[8] Nerea Amor: Notas sobre el teatro popular latinoamericano, en Revista La Doksa, Quito, 1971.

[9] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[10] Fanon, Frantz: Los condenados de la, tierra; Ed. F.C.E. México, 1963.

[11] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[12] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[13] Figura como nota al pie con Nº 16, pero las notas llegan hasta el nº 9. Esto pasa con otras notas al pie posteriores

[14] Figura como nota al pie con Nº 17, pero las notas llegan hasta el nº 9.

[15] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[16] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[17] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[18] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[19] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[20] Figura como nota al pie con Nº 25, pero las notas llegan hasta el nº 9.

[21] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[22] Oscar Varsasky: Ciencia, política y cientificismo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972.

[23] Oscar Varsasky: Ciencia, política y cientificismo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972.

[24] Oscar Varsasky: Ciencia, política y cientificismo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972.

[25] Oscar Varsasky: Ciencia, política y cientificismo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972.

[26] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

[27] NACLA (North American Congress on Latín America): Ciencia y colonialismo, Editorial Periferia, Buenos Aires, 1972.

30 - Camilo Torres  

Posted by Fernando in

Manuel Ossa

© 1971

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

De la sociología a la guerrilla. 3

Sociología de un tema candente: la violencia colombiana. 4

El conflicto con las clases dirigentes 7

La denuncia de la clase dirigente como “grupo de presión” 9

De la denuncia al enfrentamiento. 10

El conflicto con la Iglesia. 12

Cristianismo y revolución. 14

El Frente Unido del Pueblo. 15

Camilo Torres parte a la guerrilla. 17

NOTAS Y BIBLIOGRAFIA. 18

Ciencias sociales, política y cristianismo. 18

Las ciencias sociales entre la demagogia y la cobardía. 20

Camilo Torres, un sociólogo comprometido. 20

Antes de ensayar una interpretación de la trayectoria de Camilo Torres, es necesario describir, aunque sea brevemente, la situación económico-social del país. Como la mayor parte de las áreas latinoamericanas, en la época de Torres Colombia yace en el estancamiento del subdesarrollo: baja productividad del trabajo, débil crecimiento económico, lentísima modernización, escasa posibilidad de ahorrar para reinvertir en medios de producción, dependencia estructural del capitalismo extranjero, que posee la mayor parte de sus productos de exportación: el café, las bananas, el petróleo.[1]

Colombia es un país preferentemente agrícola, donde el café y las bananas representan el 65% de sus entradas de exportación.

Los demás productos agrícolas —maíz, arroz, papas, mandioca, carnes— son consumidos en el mercado interno. La agricultura que realmente participa en la economía nacional es la de los latifundios, con el 65% de las tierras cultivables. Una buena parte de éstos son propiedad de sociedades anónimas, de las cuales las más poderosas pertenecen a capitales extranjeros. Los latifundios son las únicas explotaciones que tienen la tecnología suficiente para obtener productos de buena calidad y para aprovechar satisfactoriamente la tierra. Pero el 96,4% de los propietarios, es decir, los 1.166.850 dueños de propiedades familiares de menos de 100 hectáreas o de minifundios de menos de 10 hectáreas, se hallan en buena parte al margen de la producción y de la economía nacionales: los minifundios producen apenas para la subsistencia de quienes los trabajan, y las propiedades familiares contribuyen escasamente al mercado interno con productos de baja calidad. De esta forma el mercado agrícola de exportación está controlado por el 3,6% de los propietarios y sus precios se fijan desde el exterior. El resto de la agricultura no ha sido objeto de suficiente planificación económica y técnica, lo que acentúa la tendencia a la monoproducción. Este es el cuadro con el que se enfrenta Camilo Torres cuando colabora en el Instituto para la Reforma Agraria, INCORA. Colombia es uno de los mayores productores de petróleo de América Latina, después de Venezuela, México y Argentina. El petróleo representaba en 1965 el 17,9% de la exportación. Sin embargo, no llega a refinarse en el país ni la mitad del petróleo producido, pues las compañías extranjeras, propietarias de la casi totalidad de las explotaciones, prefieren hacerlo en los Estados Unidos, pagando entonces menos impuestos en Colombia. Los demás productos mineros —carbón, oro, plata— son también explotados por compañías extranjeras. La industria colombiana es débil. Es tal vez uno de los países menos industrializados de América Latina. A pesar del peso que tiene el petróleo en la exportación, el conjunto de la minería e industria representa solo un 22,1% del producto bruto. La política de sustitución de importaciones lanzó a Colombia por los años treinta a la creación de una industria ligera de producción de bienes de consumo: textiles, alimentos, productos farmacéuticos, materiales de construcción. Pero esta política no ha logrado romper con la dependencia estructural del subdesarrollo. Por una parte, la producción de estos bienes no llega a abastecer el mercado interno; por otra, el equipamiento industrial tiene que ser financiado con créditos extranjeros a largo plazo. Como resultado, la balanza de exportación-importación se halla siempre en un equilibrio inestable, dependiendo de las variaciones del mercado mundial para los precios del café, las bananas y el petróleo. El déficit interno de la economía colombiana tiende a hacerse cada vez más negativo entre 1958 y 1966[2].

A la situación económica recién esbozada corresponde una estructura social que carga la pobreza del país sobre los hombros de la gran mayoría: los minifundistas y asalariados del campo (45% de la población), los marginales de las ciudades, los pequeños artesanos y los obreros industriales; casi el 80% de la población total. El nivel de vida de los campesinos es apenas de subsistencia, su estructura familiar es patriarcal y la religión, católica para la gran mayoría, tiene los rasgos de un culto agrícola tradicional y estático. La población campesina emigra a las ciudades donde no encuentra una verdadera ocupación, sea por falta de capacidad empleadora de la industria, sea por falta de calificación profesional. Allí se hacinan en ranchos, no tienen ninguna seguridad en un trabajo que no es sino una disfrazada ocupación (lustrabotas, pequeños comerciantes ambulantes, trabajadores ocasionales en permanente búsqueda de empleo). Así se engrosa el sector terciaro (servicios) que, al ocupar el 38 de la población activa, no guarda proporción con el sector secundario (industrial). Estos marginales sufren agudamente de la anomia cultural en que los proyecta su desarraigo de la sociedad tradicional campesina. Es en estos dos grupos —campesinos y marginales— donde se radica el analfabetismo que alcanza en Colombia a un 40% de la población. Camilo Torres se ocupó de estos grupos con sus trabajos de promoción de comunidades, tanto en la ciudad como en el campo, con su colaboración personal en la alfabetización y con un proyecto de investigaciones sobre la asimilación de la familia inmigrante a la ciudad (1962).

En cuanto a los obreros industriales son los privilegiados dentro de la clase de bajos ingresos, aunque carecen de seguridad social frente a la invalidez y a la desocupación; pero, por su pertenencia a los sindicatos, se hallan hasta cierto punto integrados en el sistema del que reciben a cambio de su trabajo ciertos beneficios. Las “doscientas familias” de la clase alta y el 12-14% de la clase media —“burguesía nacional”— son, pues, los que se reparten las utilidades remanentes en el país de la industria, de las exportaciones agrícolas y del comercio. Son ellos también los que han dirigido la cosa pública en Colombia y con la excepción de líderes como Jorge Eliécer Gaitán y Camilo Torres, no han producido —ni pueden producir, a juicio de este último— ningún cambio radical en las estructuras, pues, como grupo, no pueden sino actuar conforme a sus intereses. Lo más que pueden proyectar son ciertas “reformas” sociales y políticas que, en suma, le son útiles al sistema del que sacan provecho.

De la sociología a la guerrilla

Entre el estudiante de sociología lovaniense, enfundado en su sotana sacerdotal, y el guerrillero con su fusil n banderola, brazalete del ELN y barba hirsuta hay, a primera vista, una distancia abismal. Hay también distancia entre las pacatas “hipótesis” que elabora el estudiante de sociología al tratar de explicarse las causas del bajo nivel de vida de la clase obrera en Bogotá en su memoria de licenciatura de 1958 y la encendida proclama al pueblo colombiano lanzada desde el monte en 1966, un mes antes de su muerte.

De una a otra situación, sin embargo, es posible percibir un proceso continuo de desenvolvimiento a través de los escritos de Torres. Su opción política y guerrillera no fue una decisión compulsiva; procede de la confrontación de sus hipótesis científicas con la realidad social y política colombiana y de su propio enfrentamiento con quienes prefieren no ver lo que él trata de mostrarles. En sus primeros escritos va dando un paso tras otro, con el cuidado y el rigor que aprendiera de la disciplina científica en la que estaba formado; se contenta entonces con decir lo que observa, dentro del encuadre de una sociología funcionalista. Pero lo que él observa, no es del agrado de los grupos dirigentes. Desde temprano (1961), se dice de él que “su vocación socialista pasa ya de la raya” o se le exige que, además de observar, se pronuncie y emita juicios de valor. En efecto, se lo quiere acorralar en el callejón sin salida de ciertos principios morales y religiosos que, comprendidos y expresados tradicionalmente a través de la ideología de la clase dominante, no permitirían al clérigo sociólogo buscar los significados ocultos, pero reales, de fenómenos candentes —como la violencia—, sino sólo desarrollar una ciencia anodina, inofensiva, y carente de amenazas para el sistema socio-político en vigencia. Pero Camilo Torres no se deja encajonar. La misma resistencia de la clase dirigente entra como elemento de su análisis, llevándolo a emplear un lenguaje cada vez más claro y una acción más resuelta. En sus oponentes descubre el obstáculo estructural de las reformas sociales. De ahí que, progresivamente, de la reflexión y observación científica, pase a la crítica de los grupos oligárquicos y a la ruptura con ellos, para culminar en una acción que define una nueva pertenencia: acción política orientada primero a la movilización general del potencial revolucionario del pueblo y luego, quizás en un deseo de ser consecuente y ante el fracaso de la primera acometida, al apoyo a las guerrillas. Vemos en este proceso a un científico social que no se quedó en lo alto de sus lucubraciones teóricas ni se aferró al prestigio de su cátedra, sino que buscó en la praxis la consecuencia y la verificación, a la vez social y personal, de su observación y teoría. Renunció así a la situación de privilegio que le otorgara la cultura y logró la rara síntesis entre el hombre de las ideas —comprometido tantas veces en la complejidad de análisis sin fin— y el de la acción, urgido por la necesidad de poner término a los análisis. Si Camilo Torres no logró superar en el plano teórico la estrechez de enfoque de una sociología funcionalista, indicó al menos el criterio para el enjuiciamiento de todo un lenguaje de ciencias sociales en un país subdesarrollado. Unas ciencias sociales que no pretendan transformar la situación que describen y que no se dejen transformar en sus encuadres prefijados desde los países desarrollados, estarán inevitablemente al servicio de un sistema monolítico y voraz y serán digeridos por este sistema. Camilo Torres buscó traducir los resultados científicos al lenguaje popular y al hacerlo se vio implicado como conductor de la acción política. No podía ser de otra manera. Porque el pueblo colombiano, la mayoría oprimida, “ha renunciado al lenguaje y ya no entiende sino el de los hechos”.[3] Traducir los resultados de una ciencia al lenguaje popular es exponerlos a una verificación práctica, y la ciencia social llega a ser verdaderamente ciencia cuando se expone a esta verificación decisiva. Por eso se ha podido escribir de Camilo Torres:

“su mayor aporte a la revolución es el enriquecimiento metodológico que dio a la teoría revolucionaria de América Latina, en el sentido de encontrar los pasos reales para acercarse a las masas populares en una inconfundible posición táctica de realizaciones concretas y nivelizadas. Por eso fue sobre todo un teórico en el verdadero sentido del contexto revolucionario”.[4]

Es posible y necesario enjuiciar críticamente la acción política de Torres. Pero lo criticable no es aquello de lo que lo acusaron los grupos dirigentes, escandalizados de ver que un sacerdote asumiera el liderazgo de un cambio de estructuras y entrara finalmente en la lucha armada. Estas críticas se asientan en la defensa de intereses de grupos, púdicamente encubiertos bajo la apelación a principios abstractos y; en último término, producidos por los mismos intereses que se trata de defender. ¿Por qué, si no, se manejó el argumento del apoliticismo sacerdotal sólo en el momento en que la intervención de un sacerdote en política contrariaba los intereses de una clase? Un enjuiciamiento crítico de la acción política de Torres deberá, pues, situarse más bien en el nivel de la estrategia y de la táctica, preguntándose qué errores teóricos y prácticos hicieron abortar su proyecto revolucionario.

Sociología de un tema candente: la violencia colombiana

En 1963, Camilo cumple con su programa de no disfrazar la cobardía con la objetividad científica y de abordar temas “candentes”. Lo realiza en su estudio sobre La violencia y los cambios socio-culturales en las áreas rurales colombianas.[5] La conclusión de este estudio no podía sino suscitar la ira de toda la oligarquía —y eso significa la negación del “nihil obstat” eclesiástico—: “La violencia ha constituido para Colombia el cambio socio-cultural más importante en las áreas campesinas desde la conquista efectuada por los españoles”. Es de notar, sin embargo, que al referirse a este tema, Camilo utiliza todavía ciertas atenuaciones verbales de las que se despojará más adelante. Dice, por ejemplo, como para equilibrar la rudeza de la antes citada afirmación, que “la violencia ha operado todos los cambios por canales patológicos y sin ninguna armonía respecto del proceso de desarrollo del país”. Este tipo de atenuaciones va a desaparecer en escritos posteriores más radicalizados. Así, en su artículo de 1964, Crítica y autocrítica[6], cuando vuelve a insistir en que “todos los interesados en buscar las causas del comportamiento humano deben mirar el conflicto como un objeto de estudio más que como una manifestación de moralidad o inmoralidad”, se abstendrá de hacer suya la valoración de “patológica” asignada a la violencia:

“Cuando los canales institucionales de expresión están obstruidos y el inconformismo no puede expresarse a pesar de que aumente en su intensidad, esta necesidad de expresión tomará cauces no previstos dentro de las estructuras vigentes. Estos canales son los que suelen llamarse antisociales y patológicos.”

Y unas líneas más adelante mostrará todavía más a las claras la distancia que toma con respecto a este calificativo de asocial y patológico, corrigiendo así el uso que él mismo hiciera de él un año antes en el artículo que vamos comentando: “Un conflicto que necesariamente es calificado como antisocial por el grupo que controla los canales institucionales.” Y, aludiendo a la acogida recibida por el libro La violencia en Colombia[7], en cuyo segundo volumen debería haber aparecido su propio estudio, agrega:

“La falta de autocrítica estabiliza en el error al que cae en él. Por desgracia, ésta ha sido una de las características de la clase dominante en los últimos tiempos; se presenta el fenómeno de la violencia y, antes de estudiarlo, se busca la represión como método exclusivo para tratar el mal. Cuando después de trece años de sufrir este flagelo alguien se atreve a hacer un estudio sobre él y a publicarlo, dicho estudio no produce ninguna clase de reflexión, se utiliza como instrumento de un grupo partidista, o se considera un insulto a otro grupo.”

Volvamos al estudio de Torres sobre la violencia, que es clave para entender su pensamiento y evolución ulterior.

No se trata en este estudio de una violencia propiamente revolucionaria, sino de aquella que se producía en el campo colombiano por la lucha tradicional de dos partidos —el liberal y el conservador— lucha manejada desde arriba por la oligarquía, mediante la repartija de los empleos públicos, principal fuente de trabajo en un país poco industrializado como Colombia: lucha que, al dividir a los colombianos verticalmente, impidiendo el surgimiento de una verdadera fuerza popular, no servía sino a la mantención del sistema político y a la salvaguardia de los intereses económicos de la misma oligarquía. Sin embargo, la violencia generada por esta lucha política iba a tener, como lo muestra Camilo, un efecto inesperado: el de un cambio social en las masas campesinas que fueron despertadas de su letargo rural a una conciencia nueva de sus necesidades, de su estructura y de su poder, capaz, en el caso de ser debidamente canalizado, de romper con la división vertical de la sociedad colombiana y de convertirse en fuente potencial de una tremenda energía revolucionaria.

Lo que ha hecho la violencia, sin que sus autores lo pretendieran por cierto, es modificar profundamente las características de la sociedad rural colombiana. Lo notable del caso es que esta modificación de características no se ha producido, como fue y es lo normal en otras sociedades, por la vía de la industrialización y consiguiente urbanización: ni siquiera ha ido acompañado por ellas. En otras palabras: el campesino colombiano y la sociedad a la que él pertenece han adquirido muchas de las características del hombre de ciudad y de la sociedad moderna sin que se hayan producido los cambios socio-económicos concomitantes a la modernidad de las urbes. Algunos ejemplos entre los estudiados por Camilo. La sociedad rural se caracteriza por un tipo de trabajo para el que no se requiere prácticamente ninguna especialización ni capacidad creativa particular. De ahí que las relaciones entre los campesinos no tengan como razón de ser las funciones de los individuos, sino el simple estar juntos en un grupo regido por normas tradicionales. La tradición y el sentimiento son las fuerzas que los cohesionan en sus relaciones humanas Con la aparición de la violencia,

“las interacciones sociales comienzan a basarse más en las funciones de las personas que en la persona misma. La solidaridad de grupo comienza a (estar)… más basada en la complementariedad de los roles diversos que en la homogeneidad de éstos. Las relaciones sociales comienzan a basarse más en la razón que en la tradición y el sentimiento”,

precisamente porque la violencia ofrece un nuevo tipo de actividad más diferenciada y especializada. El aislamiento social de los campesinos con respecto a una comunidad nacional más vasta es otra de las características modificadas por la violencia. Al establecerse relaciones humanas mucho más amplias, rompiéndose así dicho aislamiento, el vecindario local ha ido perdiendo su importancia como grupo de control cerrado con relación a los individuos, y éstos han adquirido conciencia de una solidaridad nueva que ya no se limita a los vecinos. Se ha producido así un nuevo tipo de cohesión en el campesinado y una solidaridad de grupo que lo constituye en “un grupo de presión en la base de la pirámide social”. “Grupo de presión que, mediante una organización, puede llegar a ser importante en las transformaciones de las estructuras sociales, políticas y económicas de Colombia.” Esta conciencia de clase que adquiere el campesinado, y de clase capaz de ejercer una presión, se acrecienta aun más con la comprobación de que, al menos en lo que respecta al poder militar, se están equiparando con la gente de la ciudad, pues han logrado mantener en jaque al ejército institucional mediante su organización militar clandestina. La violencia ha despertado también nuevas expectativas y abierto nuevas posibilidades de ascenso social. Expectativas, por ejemplo, en cuanto a los canales culturales, la educación, hasta ahora cerrados para los campesinos. Posibilidades nuevas en relación con los canales económicos del ascenso social, en cuanto la violencia les ha hecho descubrir otros métodos, como la expropiación y la ocupación de tierras, para adquirir los bienes de consumo y de producción. De esa manera semejante, si hasta el momento el canal político del ascenso social quedaba reservado a quienes mostraban un alto grado de conformismo frente al sistema establecido de los partidos, actualmente “el gamonalismo tradicional comienza a perder influencia en favor de un liderazgo guerrillero mucho menos conformista”, de tal manera que “el requisito para el ascenso futuro (por la vía política) no podrá ser más el conformismo político”.

La violencia ha desencadenado, pues, un proceso social completamente “imprevisto por las clases dirigentes”. Era un arma fabricada para otros usos pero se ha vuelto como un boomerang en contra de sus propios creadores.

En efecto, los partidos políticos en Colombia eran un instrumento gracias al cual la clase dirigente podía controlar las elecciones y mantener en sus manos la suma del poder económico, social y político.

En cambio, para la gran mayoría de los colombianos, para la “clase dirigida”, la pertenencia a un partido político constituía un factor de seguridad grupal, en cuanto esperaba de él ventajas económicas ciertas, en particular, la de participar en el “botín burocrático”:

“Muchos de nuestros ciudadanos viven de un empleo público, pero muchos más dependen de los empleos públicos, aunque no los ejerzan, por la expectativa que tienen de ejercerlos. Por lo tanto, son muchos los colombianos que dependen directa o indirectamente del partido político.”

De esta situación se derivan algunas de las características de los partidos colombianos que analiza Torres: son partidos que dividen a la sociedad verticalmente agrupando en ellos a todas las clases sociales; son partidos de los que se esperan ventajas individuales y se impone, por tanto, un alto grado de conformismo tanto en sus adherentes como en sus líderes; son partidos que funcionan sobre la base de la tradición y del sentimiento de seguridad y no sobre la base racional de una intención de cambio estructural; por último, dado que se pertenece a ellos por razones sentimentales, por una parte, y por la expectativa de ventajas económicas, por otra, se encuentra en su base una fuerte dosis de agresividad para con el partido contrario: puesto que la destrucción del oponente aparece como la condición de la seguridad interna del grupo partidario al que se pertenece; de ahí que la lucha partidista sea sectaria.

Por otro lado, gracias al sistema de partidos policlasistas, la clase dirigente minoritaria logra eliminar a la única oposición que podría quitarle el poder: la de la gran mayoría organizada precisamente en un partido o movimiento de clase. Y aquí radica la falacia del sistema: en hacerle creer a la mayoría que sus ventajas (expectativas de ascenso económico-social individual) coinciden con los provechos de la clase dirigente (mantención del poder en sus manos). De tal manera que “el sectarismo político” llega a ser “el instrumento de doble filo que refuerza el conformismo de la clase dirigida y le garantiza la estabilidad de las estructuras a la clase dirigente”. Por esto, “la violencia” —al menos en un primer estadio— “favorece fundamentalmente a toda clase dirigente de cualquier partido que ésta sea”. Pero en el estadio en que Torres la observa como sociólogo, la violencia ha operado un cambio social, sin correspondencia con los cambios de estructuras económicas y políticas hasta el momento ausentes, capaz de ser canalizado por otras vías a través de la toma de conciencia y de la organización horizontal de las mayorías. Así la violencia llegaría a develar su significado, oculto hasta ese momento. Mas aún, ella se canalizaría como fuerza y poder capaz de producir un cambio de las estructuras socio-económicas. ¿Cuál sería frente a este nuevo poder la actitud de la clase dirigente? El estudio de Camilo Torres termina con un interrogante que es al mismo tiempo una advertencia a la clase dirigente para que “ésta sea capaz de valorar a tiempo el peligro de una transformación que la destruya completamente”. Nos hemos detenido en la exposición de este estudio porque sus observaciones e ideas son como la semilla de la intuición política de Camilo Torres. De ahí arranca su visión de las oligarquías que detentan el poder; de aquí también su valoración (tal vez sobrevaloración) del potencial revolucionario del pueblo en ese momento histórico de Colombia; de aquí la idea que lo lanzara algunos años después a proclamar su Plataforma del Frente Unido del Pueblo, para avivar la conciencia que él ya creía despierta del potencial revolucionario de la mayoría; de aquí su propósito, insuficientemente realizado, de organizar al pueblo en un gran movimiento que lo llevara a adueñarse del poder. Pero antes de que esta semilla germinara, tenía que producirse el conflicto del mismo Camilo con las clases dirigentes.

El conflicto con las clases dirigentes

Este comienza en el año 1962. En ese año, entre los meses de marzo y mayo, se produce el primer conflicto, que no trasciende al gran público, con los directivos de la Acción Cultural Popular. Se recordará que esta obra había sido objeto de un estudio y evaluación sociológica por parte de Camilo Torres. Nacida por la iniciativa del párroco de la localidad de Sutatenza (6.898 habitantes, 150 km2) con la instalación en 1948 de un pequeño equipo transmisor con finalidad educativa, esta obra llega a tener en 1960 proyecciones nacionales y está apoyada por el Gobierno, el Episcopado y fundaciones internacionales. Además de las Escuelas Radiofónicas, de la organización de seminarios de estudio y de la fundación de diversos institutos educacionales, edita un semanario de 10.000 ejemplares: El Campesino. En su estudio de 1960-61, Torres había alabado diversos aspectos de la obra, pero había indicado la necesidad de mayor planificación, asistencia técnica y evaluación continua de los resultados, junto con una “atención preponderante a la reforma absoluta de estructuras” a fin de superar la etapa “predominantemente educacionalista” y cambiar no sólo la cultura del campesino sino también su nivel de vida. A estas indicaciones, se suman las críticas ya mencionadas al semanario El Campesino.

En carta del 23 de abril de 1962, después de detallárselas muy concreta y honestamente a monseñor Salcedo, Camilo concluye:

“No obstante los desagrados que me ha ocasionado el resultado de mi confianza y mi franqueza hacia Su Señoría, continuaré haciendo las críticas que yo crea constructivas, tanto en público como en privado, respecto de El Campesino o de cualquier otro hecho o institución que considere puede comprometer la reputación de alguna causa justa.”

A esta carta, monseñor Salcedo responde muy brevemente amenazándolo de presentar “una acusación formal ante las autoridades eclesiásticas” por estar Camilo “ocasionándole a esta Institución muy graves perjuicios”; dado que la mayor parte de quienes lo rodean “son enemigos del clero y de las obras de la Iglesia”, las críticas de Camilo les brinda a ellos “una magnífica oportunidad en sus malas intenciones”. Los hechos que motivaron el segundo conflicto de ese año culminaron con la renuncia de Camilo Torres a todos sus cargos en la Universidad Nacional. Para no quedarnos en la anécdota ya conocida y para calibrar la importancia que tuvo para Camilo esta crisis, vale la pena destacar algunas de las ideas que él hace públicas en esta ocasión. La crisis universitaria es el objeto de dos entrevistas que concede a diarios de la capital. A estas entrevistas se agrega la declaración de la Facultad de Sociología, redactada por Torres en ocasión del conflicto estudiantil. En estos documentos Torres expone su pensamiento sobre la Universidad: el interés de los estudiantes por la política y la discusión académica en torno a ella no deben ser reprimidos sino respaldados e ilustrados por la Universidad y su cuerpo de profesores. Distinto juicio le merecen las actividades políticas proselitistas y aquellas que imponen dogmas en el campo socioeconómico, pues éstas restringen la objetividad científica. Lo malo es que en la Universidad no se dan las condiciones para un diálogo entre los estudiantes y los profesores. Mientras los primeros se muestran llenos de iniciativas y discuten los problemas universitarios y nacionales, los otros, carentes de interés, de estímulo económico y muchas veces de suficiente preparación académica debido a la falta de criterios objetivos de selección y de concursos nacionales abiertos, asumen la actitud de espectadores distantes. La dirección de la Universidad no se preocupa de los problemas reales de los estudiantes y de sus necesidades académicas, sino qué toma medidas punitivas —por lo demás sin suficiente investigación— en contra de los efectos de una agitación estudiantil cuyas causas desconoce. A esto se agrega el burocratismo y la mala organización de la administración universitaria y el juego de camarillas y lazos afectivos que debilita cualquier intento de planeamiento o proceso de toma de decisiones. Estas ideas no fueron del agrado de las autoridades universitarias. El cardenal arzobispo de Bogotá, por su parte, pensó que Camilo Torres, como sacerdote, estaba comprometiendo el prestigio de la Iglesia, y le pidió que renunciara a sus cargos universitarios. La declaración publicada por Camilo con ocasión de su renuncia a la Universidad deja transparentar una profunda emoción personal, a la cual sin embargo se sobrepone con espíritu conciliador y pacificador. No quiere que su renuncia ni sus actuaciones y declaraciones anteriores proyecten el descrédito sobre la persona de su obispo, ni provoquen banderías en la Universidad. Por eso explica que, en su doble papel de sacerdote y profesional, él no es completamente autónomo. Como profesional, puede tomar decisiones y hacer declaraciones con responsabilidad propia; pero, cuando estas decisiones y declaraciones repercuten en la opinión que el público se puede llegar a formar de la Iglesia, cuyo representante es como sacerdote, entonces le compete a su superior jerárquico, su obispo, juzgar sus acciones. En el caso presente, el obispo no le ha pedido que piense distinto, sino que renuncie a cargos donde su actuación y compromisos no corresponden a la idea que el mismo obispo tiene. Camilo acata y pide que su renuncia no sirva a la división sino a la unidad. Pero bajo este acatamiento, sin duda sincero, debió quedar como brasa de rescoldo una tensión no resuelta entre su manera de ver y su responsabilidad como sociólogo, por un lado, y su posición de representante de una Iglesia cuyos puntos de vista tácticos o políticos no compartía. Esta tensión habría de agudizarse más adelante hasta volverse insostenible.

La denuncia de la clase dirigente como “grupo de presión”

Otro filón que permite seguir la pista a las causas del conflicto de Camilo con la clase dirigente es el de sus declaraciones y opiniones con respecto a los grupos de presión. Aparece primero la noción de grupo de interés en una entrevista de 1962 sobre la Reforma Agraria, y en una ponencia presentada en el mismo año en el Seminario de los equipos universitarios de Colombia sobre Urbanización y reforma urbana. Hablando en la primera de la necesidad de expropiar las tierras productivas, dice: “…el conjunto de los terratenientes obrando como grupo social tendrá que obrar en función de intereses comunes y es precisamente contra esos intereses comunes que irá la repartición de las tierras productivas.” Sin embargo, toma aquí mismo la precaución de decir: “Cuando me he referido a la clase terrateniente no lo he querido hacer, en ninguna forma, con un criterio marxista o de lucha de clases. He querido solamente expresar la realidad sociológica.” Recuérdese la controversia que sobre este punto tendrá Camilo con uno de los miembros de la junta directiva de INCORA, en 1964, a raíz de la cual comenzarán las presiones para alejarlo de dicha junta.

En la ponencia sobre Urbanización y reforma urbana, no tiene ya empacho en prevenir acerca de la existencia de “grupos de presión que van a obstaculizar todo esto”, e indica la urgencia de “crear otros grupos de presión que sean favorables a una reforma que tenga como fines el bienestar social”. Los primeros, los obstaculizadores, son los grupos de aquellos que especulan con las tierras en torno a las ciudades, dejándolas “engordar”, dado que esto “es más productivo por la ley de la oferta y la demanda”. Y la medida que propone a este respecto es la de “expropiar aun sin indemnización por criterio de equidad”: medida para la que faltan los medios coercitivos en el actual sistema y que, por tanto, debería ser apoyada por otros grupos de presión que ejerzan su fuerza en el sentido opuesto.

Pero la denuncia más clara de los grupos de presión aparece en 1964, en su intervención en una mesa redonda en la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de Los Andes. Allí se aparta de la noción sociológica clásica de grupos de presión que defienden sus opositores, según la cual estos grupos contribuyen a la democracia por su influencia moderadora sobre el poder político. A Torres no le parece que la sociología clásica elaborada en países desarrollados, proporcione una noción útil a este respecto para un país subdesarrollado. Pues la noción de “grupos de presión” es correlativa de la de “democracia” en los tratados sociológicos. Y esta última, como ya lo había demostrado el año anterior, es bastante equívoca: según se trate de un país capitalista o de un país socialista, “democracia” significará realidades distintas; en el primer caso, basta que haya elecciones para que un país se llame democrático; en el segundo, el criterio de las elecciones no cuenta, pero se acentúa la necesidad del cambio de la propiedad de los medios de producción, pues ésta es la fuente real del poder. Y en esta misma conferencia, criticando tanto a la democracia formal del capitalismo, como al principio leninista de la revolución hecha por la élite (lo que da lugar a la clase de los burócratas y políticos), propone como meta la popularización de los bienes económicos y del poder político, y como medio, el que la mayoría se constituya en grupo de presión.

Dado, pues, que en un país subdesarrollado no hay auténtica democracia, lo que concretamente hay que denunciar en Colombia es a una “pequeña minoría” que

“constituye el único grupo de presión verdadero, ya que de él dependen las decisiones realmente importantes para mantener las estructuras vigentes. Este «grupo de presión» minoritario, por medio del poder económico y la existencia del conformismo, controla a los demás poderes: el poder cultural, el político formal, el burocrático, el militar y el eclesiástico.”

En cuanto a las clases populares mayoritarias, ellas “no constituyen «grupos de presión» por no poseer una organización de envergadura nacional, ni un minimum de objetivos políticos comunes”. La conclusión muestra a las claras que el sociólogo Torres, de observador de la realidad, ha pasado a ser un político en su opción fundamental: “Si las mayorías no logran tener estos requisitos, Colombia no llegará a ser una verdadera democracia.”

De la denuncia al enfrentamiento

Camilo Torres sigue todavía hablando con la “clase dirigente” para tratar de convencerla. La ruptura todavía no se opera. Pero ya la reacción de esta clase frente a sus declaraciones y a las de un alto personero del Gobierno[8] hace estallar a Camilo Torres en un encolerizado artículo intitulado La desintegración social en Colombia. Se están gestando dos subculturas[9]. En él fustiga “el despliegue verbal de nuestros dirigentes y de nuestros periódicos” (alude a la campaña desatada contra Ruiz Novoa por la gran prensa) que “ha constituido un verdadero espectáculo de incontinencia, de falta de realismo, de ignorancia y, por tanto, de irresponsabilidad”. Antes había hablado de la falta de formación en ciencias positivas de la clase dirigente colombiana. Pero esta vez muestra, a vuelo de pájaro, cómo no se trata solamente de falta de formación —que también lo es— sino de pertenencia a una subcultura cuyos términos y valores son distintos de los de la clase popular. El resultado es que ya la incomunicación entre ambas subculturas está consumada: “La clase popular colombiana ha ido renunciando al lenguaje y ya no entiende sino el de los hechos.” Al final del artículo se dibuja como línea de solución que los “líderes populares” se pongan de acuerdo en un “frente unido” en el que, dejando de lado “la palabrería de izquierda”, se hable el lenguaje de los hechos, únicos “capaces de aunar esa clase baja para constituirla en un grupo de presión mayoritario”. Sin embargo, todavía en este artículo permanece la idea de que un día será nuevamente posible el diálogo entre ambas clases y de que son las minorías las que en última instancia deberán resolver los problemas: “…estableciendo así un lenguaje común, base insustituible para poder solucionar los problemas de las mayorías, por esas minorías que hoy tienen la responsabilidad del poder”. Como se ve, los términos y las razones de la ruptura están ya puestos, pero la ruptura misma no termina de realizarse. Las reacciones a este artículo fueron airadas. Esa ambigüedad quedará levantada en la ponencia de 1964 al II Congreso de Pro Mundi Vita, en Lovaina, intitulada La revolución: imperativo cristiano. Preguntándose acerca de la posibilidad que tiene la clase dirigente de tomar medidas eficaces tendientes al desarrollo, anota:

“Las decisiones para hacer inversiones que sirven a las mayorías difícilmente pueden ser adoptadas por la minorías a no ser que también se beneficien por las mismas decisiones. Es cierto que pueden encontrarse actitudes altruistas en algunos miembros del grupo minoritario. Pero es difícil que las motivaciones individuales produzcan actitudes del grupo como tal.”

El problema que se plantea entonces, según Torres, es el de saber a qué tipo de cambios ha de orientarse la presión social, económica y política, y qué tipo de presión hay que ejercer sobre las minorías dirigentes para que se produzcan estos cambios.

Hasta el momento, las mayorías han presionado sólo para obtener cambios accidentales (como por ejemplo, el establecimiento de una legislación laboral) que, en el fondo, dejan el problema tal como estaba, con la apariencia de haber aportado soluciones. Otras presiones se han ejercido para obtener “cambios reformistas”, es decir “soluciones de transacción” “que contemplen los intereses comunes a la clase alta y a la clase popular”. La opinión de Camilo sobre esta orientación de las presiones y sobre los cambios reformistas es benigna, en este momento: “en ocasiones, dice, preparan a la sociedad para un cambio fundamental”. Por último, está la “presión para obtener un cambio revolucionario”. Esta “es la que se encamina al cambio de las estructuras… de la propiedad, del ingreso de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización política administrativa”. Después de afirmar que la clase dirigente se adapta, como un camaleón, al tipo e intensidad de la presión que se ejerce sobre ella, Torres concluye que “la revolución pacífica está directamente determinada por la previsión que tienen las clases dirigentes”. De todos modos, “las estructuras no cambiarán sin una presión de la mayoría, presión que será pacífica o violenta, de acuerdo con la actitud que asuma la clase dirigente minoritaria”. Revolución pacífica o revolución violenta son, pues, las dos alternativas para lograr “una planificación económica tecnificada en favor de las mayorías”. La primera parece ser la propuesta por los cristianos; la segunda, por los marxistas. ¿Cuál de las dos tendencias —cristiana o marxista— tiene más posibilidades históricas de realizar dicha planificación y la revolución que a ella conduce? Camilo Torres, como sociólogo, analiza las ventajas y desventajas de ambas. Le parece que los cristianos, en el caso de asumir el liderazgo, podrían tender a un “humanismo más integral” y que escogerían medios “menos traumáticos, especialmente en relación con ciertos valores espirituales”; pero estas ventajas quedarían contrapesadas por el perjuicio que acarreará su posible “falta de tecnificación y por el monolitismo doctrinal” que impediría “el concurso de muchos líderes de alta calificación científica”. En cuanto a los marxistas, y quedándose en el análisis del “mecanismo puramente económico, administrativo y técnico”, con prescindencia de la filosofía subyacente, le parece que éstos son “más adaptados a la realidad, y sobre todo, a las expectaciones de las mayorías indigentes”, contando además con una “tradición en la lucha por el cambio de estructuras y por la planificación técnica”; se correría el riesgo, en cambio, de “perseguir fines truncos y recortados por estar limitados a las concepciones materialistas” y de que muchos de los medios utilizados “coarten algunos derechos humanos”.

Cuando trata de la “actitud del cristiano” en estas materias y ante las alternativas anotadas, Camilo se pone en el caso de que la revolución sea encabezada por los marxistas, y advierte que en este caso el cristianismo no debería abstenerse de prestar su colaboración. Decirlo en este lugar es manifestar al menos una previsión, si no una tendencia. Se ve, pues, que al menos en el plano teórico, la radicalización política de Camilo está ya consumada.

Por esta misma época, como ya lo dijimos, se ha reunido con un grupo de dirigentes políticos para escribir una obra en colaboración sobre “un mínimo de puntos comunes de acción para cambiar las estructuras socio-económicas del país”. Al mismo tiempo, comienza a entrar en contacto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Por otra parte, su trabajo en el Instituto de Administración Social comienza a serle obstaculizado.

El conflicto con la Iglesia

Por familia, Camilo Torres Restrepo pertenecía a la clase dirigente. Por una opción personal, de carácter a la vez religioso y de servicio, se encontró implicado en una segunda pertenencia que redoblaba la anterior: la de la estructura eclesiástica que, a juicio del mismo, era un grupo calificado dentro de la clase dirigente.[10] Hasta su muerte, Camilo quiso ser sacerdote; más aún, él no vio su sacerdocio sino como una manera de servir a la mayoría oprimida. Pero esta manera suya de ver, por muy compartida que pudiera estar por otros compañeros en el sacerdocio, vino a estrellarse de hecho contra la estructura de la Iglesia oficial, representada por la jerarquía eclesiástica. Hubo un momento en que, para poder vivir su opción fundamental de servicio, no pudo menos que romper con este segundo grupo de pertenencia, así como había roto con el primero.

Ya hemos visto su reacción cuando el cardenal arzobispo de Bogotá le pidiera su renuncia a la Universidad. En febrero de 1965, él obispo coadjutor, cediendo sin duda a presiones, le pide que renuncie al decanato del Instituto de Administración Social, donde era profesor desde 1962, y se dedique como sociólogo a la planificación del trabajo pastoral de la arquidiócesis. Se lo invitaba, pues, a poner su sociología al servicio de la estructura institucional de la Iglesia. A quien haya seguido el itinerario de Camilo Torres hasta el momento y su progresiva radicalización política, no puede extrañarle que haya pedido un plazo para reflexionar. En el mes de abril responde a su obispo en una carta que vale la pena analizar más de cerca. Allí le explica su reacción ante la propuesta que él le hiciera: “Sentí una profunda repugnancia de trabajar con la estructura clerical de nuestra Iglesia.” Analizando los motivos de esta repugnancia, se ve que el conflicto personal de Camilo con la estructura oficial de la Iglesia radica en la observación crítica de esta misma estructura que había logrado llevar a cabo como sociólogo. En efecto, gracias a que la mayor parte de su actividad se ha realizado “un poco al margen de la estructura clerical”, ha logrado adquirir una “visión más objetiva de la estructura a la cual pertenezco”. En estas condiciones ingresar en el trabajo de la Curia, le parece “separarse del mundo de los pobres para incluir[se] en un grupo cerrado de una organización perteneciente a los poderosos de este mundo”. Más aún, Camilo pone expresamente en duda que la autoridad episcopal admita los planteamientos teóricos que a él le parecen Indispensables para conducir a bien la investigación a la que se lo invita. En efecto, estos planteamientos teóricos apuntan a un verdadero desmantelamiento de toda una acción eclesiástica dirigida sobre todo a promover el culto exterior y que instrumentaliza las presiones sociales y se apoya en el poder político y económico. Lo que afirma Camilo es “la prioridad del amor sobre todo”.

Para él “hay muchos que aman a los demás, con amor de entrega, que niegan su condición de católicos, o, por lo menos, su adhesión a la Iglesia —entendiendo por Iglesia la estructura clerical de ésta— ”. Quiere decir que la Iglesia debería cambiar radicalmente su “status” y su manera de proceder, de modo tal que se valorizara más el amor de los no católicos que el cumplimiento del culto exterior. Pero Camilo piensa que, bajo otros nombres, lo que se pretende llevar a cabo en Colombia no es más que una “pastoral de conservación”. De ahí que se niegue a colaborar, pues, dice él, “lo haría por obediencia, pero contra todas mis convicciones personales”. Entretanto, Camilo Torres había redactado su Plataforma para un movimiento de Unidad Popular y la había dado a conocer el 12 de marzo, adelantándose a los colaboradores de la obra proyectada, en la que esta plataforma debería haberse insertado como capítulo final. Al ser conocida, despertó un enorme interés y su autor comenzó a ser solicitado para comentarla en diversos discursos y conferencias. Camilo se ve así envuelto en una acción política de envergadura. Dejemos que el mismo Camilo cuente lo que sucedió entonces; lo dijo en una entrevista al periodista Otto Boye:

“En ese momento, los estudiantes de la Universidad Nacional me ofrecieron un homenaje, en el cual yo hablé, volví a plantear la plataforma y también señalé los objetivos revolucionarios que deberían tener los estudiantes. A los ocho días de esto, como primera noticia, vi en la prensa una publicación de su eminencia el cardenal, mi superior jerárquico, en la cual decía que algunos puntos de la plataforma eran inconciliables con la doctrina de la Iglesia. Como yo ya había hablado públicamente de la plataforma, me extrañó mucho que el primer contacto que tomaran conmigo se hiciera por la prensa. Fui inmediatamente a la Curia. Allí pedí explicaciones de por qué no se me había llamado personalmente. Me dijeron que yo podía escribir dos cartas: una, pidiendo el permiso para ir a la Universidad de Lovaina, y otra, aclarando los puntos sobre la plataforma. Yo escribí las dos cartas, pero, a pesar de que me prometieron una pronta respuesta, no llegó. En vista de ello, y después de un tiempo prudencial, las publiqué en la prensa porque yo consideraba que éste no era solamente un problema mío, sino de muchas personas que veían que en materia de reformas socio-económicas podía haber puntos inconciliables con la doctrina de la Iglesia. La no precisión al respecto, equivalía a condenar no solamente la plataforma, sino cualquier movimiento o cualquier orientación progresista de los católicos en Colombia.”

El cardenal contestó a Camilo Torres por la prensa, sin precisar qué puntos eran contrarios a la doctrina de la Iglesia en la Plataforma. Diez días después, el 18 de junio, el cardenal declara que “las actividades del padre Camilo Torres son incompatibles con su carácter sacerdotal y con el mismo hábito eclesiástico que viste” y pone en guardia a los católicos contra la tentación de seguir “las erróneas y perniciosas doctrinas que el padre Torres propone en sus programas”.

Se le plantea entonces a Camilo un drama de conciencia. Por un lado, estaba persuadido de que debía seguir en su trabajo político. Por otro lado, se cernía sobre él la amenaza de una censura eclesiástica por dedicarse a esas actividades siendo sacerdote. Entonces decide renunciar al ejercicio de su ministerio sacerdotal. El 24 de junio redacta su petición de “reducción al estado laical”, que le es concedida al día siguiente por el cardenal. Ni en la carta dirigida a su obispo ni en la declaración a la prensa publicada conjuntamente se advierte amargura. “En la estructura actual de la Iglesia”, escribe en esta última,

“se me ha hecho imposible continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto externo. Sin embargo, el sacerdocio cristiano no consiste únicamente en la celebración de los ritos externos”.

Es el imperativo del amor cristiano el que lo ha llevado al sacerdocio. Pero el amor cristiano ha de ser eficaz. Como sociólogo se ha dado cuenta de que la única manera de hacer eficaz este amor es mediante la revolución. Como nadie ha levantado la bandera de la revolución de manera capaz de producir un gran movimiento de masas, continúa, “he resuelto entregarme yo, realizando así parte de mi labor de llevar a los hombres por el amor mutuo al amor de Dios”. Pero esta entrega a la causa revolucionaria “es una labor que actualmente riñe con la disciplina de la Iglesia actual”. De ahí que, paradojalmente, deseando ser fiel a esta disciplina por una parte, y a su conciencia por otra, pide que lo liberen de sus obligaciones clericales “para poder servir al pueblo en el terreno temporal”.

Cristianismo y revolución

El conflicto con la autoridad eclesiástica no fue para Camilo Torres un conflicto con su fe cristiana. Al contrario, el cristianismo fue para él la fuente inspiradora y el hilo conductor de su pensamiento y de su acción. Su visión del cristianismo es simple, como lo son todas las grandes ideas motrices. No supo articularla en una concepción teológica original pero sí en un proyecto de vida audaz y consecuente, no reflexionó sobre la teología sino que realizó actos sobre los que la teología debería reflexionar. Para él, el cristianismo consiste fundamentalmente en el imperativo de amar al prójimo, pero de amarlo eficazmente. Todo aquello que contribuya a darle eficacia a este amor es cristianismo y debe ser asumido por los cristianos; y es cristiano aunque se encuentre fuera de las fronteras visibles de la Iglesia institucional. Su vocación y profesión de sociólogo no es, desde este punto de vista, una fuente inspiradora colateral. La sociología le ofrece, como ciencia positiva que es, los mejores instrumentos para mirar objetivamente la realidad. Ella le hace descubrir las contradicciones en que vive la sociedad latinoamericana y colombiana. Ella lo conduce a la conclusión de que la única manera de salir del impase es la revolución. En otras palabras, ella lo ilumina sobre las condiciones de la eficacia del amor que el cristianismo le inspira. De ahí que la trilogía: sociólogo, cristiano, sacerdote, no sea para él una partición tricotómica de su pensamiento y de su acción, sino tres aspectos de una misma realidad, la de su vida y compromiso. Desde este punto de vista, él ve su decisión de dejar de ejercer el sacerdocio ministerial como una recuperación del sentido más auténtico del mismo sacerdocio. Así escribe:

“Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los cristianos”… “La comunidad cristiana no puede ofrecer en forma auténtica el sacrificio si antes no ha realizado, en forma efectiva, el precepto del amor al prójimo”… “Sacrifico uno de los derechos que amo más profundamente: poder celebrar el culto externo de la Iglesia como sacerdote para crear las condiciones que hacen más auténtico ese culto”[11]

Pero una cosa es encontrar en el cristianismo la fuente inspiradora para lanzarse a la revolución, y otra encarar la revolución desde una perspectiva cristiana. Aquí, en cuanto a esta segunda cuestión, surgen una serie de preguntas: ¿tiene el cristianismo un aporte propio para la revolución? En el caso de que la revolución no sea conducida por los cristianos, ¿cuál es la postura de estos últimos frente a medios y fines posiblemente reñidos con ciertos principios cristianos, como la supresión de la propiedad privada de los medios de producción y la violencia? Camilo Torres no dedicó muchas páginas de sus escritos a analizar estos problemas desde el punto de vista teórico. Cuando todavía era estudiante, pensaba que el cristianismo tenía aportes propios. Así, en un artículo intitulado El cristianismo es un humanismo integral, publicado en 1959, escribe que los cristianos “tienen la gran ventaja, sobre el marxismo, de no estar ligados a ningún sistema económico concreto”; de allí que crea que los “economistas católicos” son capaces de dar “respuestas verdaderas” a pesar del cambio de las circunstancias en que se basaban los análisis económicos de épocas anteriores. En cuanto a la propiedad, en 1960 sus ideas son todavía bastante abstractas: defiende una posición que, según él, no es ni marxista ni utópica, sino cristiana, la del “hombre integral, espíritu y materia, factor humano y factor económico social”, de la que se derivaría una concepción que acepta a la vez la influencia de la propiedad sobre el hombre y la del hombre sobre su relación de propiedad. Pero estas ideas no reaparecen en la época en que su compromiso se vuelve más concreto. Quizás ya no le interese cuestionar el “aporte propio” del cristianismo a la revolución, pues ve que toda ella es un “imperativo cristiano” y que la meta de “lograr una planificación técnica en favor de las mayorías” requiere la unificación de todos, por encima de sus credos e ideologías particulares. Ya en esta época piensa que la revolución no va a ser conducida por los cristianos mismos sino por otros grupos, como los marxistas, que se han mostrado, en cuanto grupos, como guías mejor equipados. De ahí que aparezca la problemática de los fines y medios marxistas de la revolución. Torres piensa, concretamente, que la nacionalización de los medios de producción con el fin de controlar las ganancias e inversiones no es intrínsecamente mala; más aún, la colaboración de los cristianos para obtenerla puede volverse moralmente obligatoria. Queda el problema de los otros fines y medios. Aun allí, el rechazo y la abstención no pueden proponerse a priori, piensa él, como actitudes cristianas. Pues “la revolución es una empresa tan compleja que sería artificioso encasillarla dentro de un sistema de causalidad y finalidad tan heterogéneamente malo”. Por lo demás, los cristianos que colaboran en un proceso revolucionario podrán quizás aportar modificaciones descartando “medios y fines malos”. La historia de algunos países socialistas muestran que se pueden desvincular entre sí los medios y finalidades económicos de los principios filosóficos subyacentes al marxismo.

En cuanto a la violencia, en los reportajes que concedió en 1965, se manifiesta en teoría contrario a la violencia: “Siempre he creído que hay que evitar la violencia y que tenemos que buscar los medios pacíficos”. Pero su pensamiento concreto le hace agregar: “Estoy también convencido de que la decisión sobre si los cambios serán por vía pacífica o no, le corresponde mucho más a la clase dirigente que es la que tiene los instrumentos de la represión”. Y en otro reportaje da un paso más: “Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta”.

El Frente Unido del Pueblo

El 12 de marzo comenzó a ser conocida la Plataforma para un movimiento de Unidad Popular. El 22 de mayo la leyó Camilo en la manifestación que le ofrecieron los estudiantes con ocasión de su proyectado y no realizado viaje a Europa. Por esos meses, y sobre todo desde junio hasta octubre, se dedica a propagarla, con una actividad agotadora, por todas las ciudades del país. La Plataforma comienza con una declaración de motivos: se trata de crear un aparato político para las masas que rechazan los partidos políticos y el sistema vigente. Este se hace necesario para que las mayorías se adueñen del poder, actualmente detentado por una minoría que nunca tomará las decisiones de cambios estructurales que afecten a sus intereses.

Luego sigue una breve explicación de diez objetivos: reforma agraria, reforma urbana, planificación, política tributaria, nacionalizaciones, relaciones internacionales, seguridad social y salud pública, política familiar, fuerzas armadas, derechos de la mujer.

Lo que se propone Camilo Torres al propagar esta plataforma en sus conferencias y discursos y, desde el 26 de agosto, con el periódico semanal Frente Unido es unificar a la clase popular y a sus líderes en una conciencia de su opresión y alrededor de algunos objetivos políticos comunes. El segundo paso sería el de la organización popular en comandos. La meta final es la toma del poder. Estos tres objetivos escalonados son repetidos incansablemente en sus discursos y en los diversos “Mensajes” que dirigió en su periódico: a los cristianos, a los comunistas. a los militares, a los no alineados, a los sindicalistas, a los campesinos, a las mujeres, a los estudiantes. Su lenguaje lo hace incisivo, sus descripciones de la situación y de los manejos oligárquicos son dibujos con tintas contrastadas, sus llamamientos a la abstención electoral y al sabotaje de otras instituciones de la democracia formal colombiana son directos.

Por ejemplo, en su Mensaje a los cristianos escribe: “Cuando hay una autoridad en contra del pueblo, esa autoridad no es legítima y se llama tiranía. Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía. El gobierno actual es tiránico porque no lo respalda sino el 20% de los electores y porque sus decisiones salen de las minorías privilegiadas”… “Después de la revolución, los cristianos tendremos la conciencia de que establecimos un sistema que está orientado sobre el amor del prójimo. La lucha es larga, comencemos ya…” En su Mensaje a los campesinos: “Las ganancias que aprovecha el gobierno se emplean en lo que éste llama «funcionamiento», es decir… para comprar armas viejas para matar a los campesinos que han dado el dinero para comprarlas”; y, refiriéndose a los sucesos de Marquetalia, Guayabero y El Pato: “El ejército empieza con la acción cívico‑militar y acaba con los bombardeos, empieza sacando muelas y acaba metiendo bala”. En todos estos Mensajes, como en los editoriales de Frente Unido, en la Plataforma y en sus discursos, insiste en su llamamiento a la unidad de todos, los no conformistas y los no alineados, los miembros de todos los partidos u organizaciones políticas. Insiste también en la organización de comandos en todos los niveles, para tomar conciencia, formarse, formar dirigentes y realizar actos de lucha. A su paso por las ciudades del país, dedica parte de su tiempo a esta organización y a detectar a los posibles enlaces con las fuerzas armadas guerrilleras. El término de esta “lucha larga” será una sociedad socialista:

“Esta plataforma tiende al establecimiento de un Estado socialista, con la condición de que el «socialismo» lo entendamos en un sentido únicamente técnico y positivo, sin ninguna mezcla con elementos ideológicos. Se trata de un socialismo práctico y no teórico”.

Esta acción política de Camilo Torres debe ser enjuiciada críticamente. Lo haremos siguiendo a los sociólogos Elena Hochman y Heinz Rudolf Sonntag, profesores en la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Central de Caracas. En primer lugar, el Frente Unido al que llamaba Camilo era demasiado vasto como para convertirse en una fuerza política verdaderamente unificada. El mismo Torres se da cuenta de ello cuando anota en su editorial del 14 de octubre que “los grupos electores se alejan de la plataforma con cualquier excusa”; que “muchos «revolucionarios» no quieren ir hasta las últimas consecuencias” y que la solidaridad práctica de todos los elementos ideológicos a la que él está llamando “aleja a muchos revolucionarios timoratos que insisten más en la ideología que en la revolución”. En efecto, la vastedad, la vaguedad y la mezcla de metas reformistas con otras verdaderamente revolucionarias en la Plataforma hacen que en el Frente Unido se den cita intereses demasiado contrapuestos para poder realizar juntos una larga marcha revolucionaria. A esto se agrega que muchos de los “no alineados” están unidos, como lo advierte él mismo, “por la persona de Camilo Torres”. Aun sin pretenderlo, aun queriendo evitarlo, Torres ha dado en la tecla del caudillismo que es una de las expresiones de la pasividad y conformismo del pueblo colombiano, permanentemente en el seguimiento de sus “gamonales”.

Por otra parte, Camilo Torres sobrevaloró sin duda el potencial revolucionario del pueblo y tuvo en menos el peso y la fuerza de los mecanismos represivos del sistema y, sobre todo, la tremenda gravitación de la metrópoli norteamericana, interesada en mantener a los países subdesarrollados en una dependencia estructural. Todo esto contribuyó a que, en la práctica, la organización del Frente Unido se llevara a cabo con mucho mayor lentitud que la prevista por su impulsor y con menos vigor que el manifestado por el entusiasmo popular para vitorear a su líder.

Camilo Torres parte a la guerrilla

El 18 de octubre de 1965, Camilo Torres se va al monte. Ya desde fines del año anterior se había puesto en contacto con elementos de la lucha clandestina, y en julio pasaba algunos días con los guerrilleros del ELN. Durante todo este tiempo ha concebido su lucha pública como una etapa previa a la definitiva lucha clandestina. El 22 de julio escribe a Fabio Vázquez que todos los planteamientos que él hace en sus conferencias y su “agitación” a través del país “no los haría si no fuera por saber lo que ustedes tienen y están haciendo”. Y agrega: “Lo que yo conocí en la montaña ha sido siempre un estímulo, un ejemplo y un apoyo seguro en toda esta campaña de agitación”.

Sin duda esta vinculación fue uno de los elementos que gravitaron en su decisión de ingresar en la lucha guerrillera. Influyeron también en ella, probablemente, tanto el fracaso relativo de la organización del Frente Unido, como de las trabas que advertía en los mismos jefes políticos de las izquierdas, esos “miembros de la «intelectualidad revolucionaria»” que “se devanan los sesos buscando «la fórmula exacta» de la revolución colombiana, entre los anaqueles de sus bibliotecas”. Por otra parte, los partidos políticos tradicionales y el gobierno con las fuerzas armadas veían en la acción política de Torres una amenaza seria y estaban urdiendo ya la red policial y judicial que le impidiera continuar en ella. Por su lado, Torres prevé la posibilidad de un asesinato político en su contra y no quiere que su muerte carezca de significación revolucionaria. Un último elemento que determinó su decisión fue quizá la intuición, sólo apuntada en sus escritos pero no suficientemente desarrollada, de que el sistema político vigente sólo iba a ceder cuando todas sus fuerzas estuvieran minadas y desbaratadas. Hochman y Sonntag piensan que le faltó a Camilo una visión política más vasta y capaz de ver la lucha armada sólo como uno de los eslabones de un proceso político tendiente a la toma del poder. De las cartas de Camilo a Fabio Vázquez y de varios de sus Mensajes se ve que él tuvo esta visión política. Lo que le faltó tal vez fue más bien la paciencia y el talento del organizador para realizar, en un movimiento de vastas proporciones, lo que había intuido. Es cierto que las circunstancias represivas en torno a su persona lo habían casi acorralado en un callejón sin otra salida que la de la guerrilla. Pero estas mismas circunstancias habrían podido ser previstas y conjuradas en un proyecto de más largo aliento. Aunque en el nivel de la estrategia y de la táctica haya que pronunciar quizás un juicio político más bien negativo con respecto a la acción de Camilo Torres, la evaluación de su significado para la revolución latinoamericana no puede terminar allí. Camilo ha llegado a ser un símbolo por su entereza, su valentía, la consecuencia con que él mismo se comprometió hasta el fin en la lucha emprendida. Lo ha llegado a ser también por su confianza total en las masas populares; y, aunque haya sobrevalorado el potencial revolucionario de estas últimas, subrayó como pocos su papel indispensable y de primera línea en cualquier revolución social. Por todo esto se lo ve como uno de esos mártires que quizá sean indispensables en toda causa grande.

NOTAS Y BIBLIOGRAFIA

1 Los datos están tomados de E. Hochman y R. Sonntag, Christentum und politische Praxis: Camilo Torres, cuyas fuentes son principalmente las estadísticas del BID y de la CEPAL de 1966 y 1967.

2 Entre 1958 y 1962 fue de un término medio de 54,9 millones de dólares: llegó a 137,1 en 1953; a 131,4 en 1964; bajó luego a 12,9 en 1965, pero alcanzó los 224,0 millones de dólares en 1966. Cf. Hochman-Sonntag (HS), p. 37.

3 Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

4 Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, La violencia en Colombia, 2 vols. Bogotá, 1963-1964.

5 Se trata del ministro de Guerra, Alberto Ruiz Novoa, que declara en mayo de 1964: “Es urgente modificar las estructuras de nuestra sociedad, el gobierno está frenado por los sectores y por las personas influyentes”. Unos meses después, en enero de 1965, Ruiz Novoa tiene que presentar su renuncia.

6 En su ponencia al II Congreso Internacional de Pro Mundi Vita en Lovaina, 1964, Camilo hace ver la adscripción actual de la Iglesia a las clases dirigentes: “A través del poder económico, del poder cultural, político y militar, la clase dirigente controla los demás poderes. En aquellos países en donde la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando además la Iglesia posee gran poder económico y poder sobre los medios educacionales, la Iglesia participa del poder de la minoría dirigente” (CR, p. 326).

Germán Guzmán Campos, El Padre Camilo Torres, Siglo Veintiuno Editores, México, 1968.

Hildegard Lünig, Camilo Torres. Preister, Guerrillero, Furche Verlag, Hamburg, 1969.

Camilo Torres, el cura que murió en las guerrillas, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1968.

Camilo. Obras del cura revolucionario, Ediciones Cristianismo y Revolución, Buenos Aires, 1968.

Ciencias sociales, política y cristianismo

Desde sus primeros artículos o entrevistas publicadas, se advierte muy clara la idea de que cualquier acción política ha de basarse en una sólida observación y enjuiciamiento de la realidad con métodos científicos.

Así lo escribe en junio de 1956, en su Proyecto del Equipo Colombiano de investigación socio-económica que organiza casi desde su llegada a Europa:

1º La crisis más importante en nuestro país es la crisis del elemento humano.

2º La forma más efectiva de solucionar esta crisis es la unión de la juventud alrededor de bases fundamentales: la ciencia, en sus incidencias sociales, y el desinterés en el servicio de la sociedad.

3º Las etapas para la adquisición y realización de los dos elementos anteriores (ciencia y desinterés) serán las siguientes:

a. Formación científica y ética.

b. Investigación sobre las realidades del país.

c. Solución de los problemas investigados.

d. Aplicación de las soluciones”.[12]

A los ojos de Torres, ya desde esa época, la unión de todos los que pretenden transformar la situación económica, social y política de Colombia solo podrá realizarse en torno a la ciencia:

“Todos estamos hartos de discusiones bizantinas sobre teorías, que nos distancian más y más. En cambio, hay un campo en que todas las ideologías se pueden unir: el campo del desinterés y la investigación científica de la realidad […]. Rechazamos todos los dogmas económicos, sociológicos, médicos, psicológicos, etc. En los estudios positivos hay que atenerse a la ciencia. Los individuos deben tener una ideología que no intervendrá en la investigación. Lo importante es que no tengan prejuicios dogmáticos en materias experimentales”.[13]

La necesidad de una investigación científica seria, es vista, pues, por Torres como una necesidad política: la de la unión de todas las tendencias e ideologías para producir un cambio.

Esta idea de la unión, expresada por primera vez cuando se funda el ECISE (Equipo Colombiano de Investigación Socio-económica), lo acompañará siempre y será uno de los pilares de la acción política a la que se lanzará diez años más tarde: la formación del Frente Unido del Pueblo.

Pero la investigación científica es también requerida, a los ojos de Torres, por el mismo cristianismo. Así lo escribe desde Europa en un informe que envía al primer Seminario de Capellanes Universitarios reunido en Bogotá en 1956. Su punto de vista de entonces puede resumirse así: el “máximo mandamiento” en el cristianismo es la “caridad de Dios y del prójimo”. La caridad, para ser tal, ha de ser un servicio eficaz. La ciencia y la técnica son un medio de ponerse al servicio de los problemas sociales. Las ciencias que estudian estos problemas —ciencias sociales— son ciencias positivas, basadas en la investigación de la realidad. En esto difieren de la filosofía social, que puede o pudo —en cierta tradición europea— desligarse de los problemas concretos para buscar los principios que han de regir normativamente a toda la sociedad.[14]

Las ciencias sociales entre la demagogia y la cobardía

Este tema de la sociología como ciencia basada en la observación de la realidad irá adquiriendo con los años un filo polémico. Así, en 1961, cuando habla en Buenos Aires del Problema de la estructuración de una auténtica sociología latinoamericana, vuelve a acentuar la necesidad de “emplear una pedagogía realista e intransigente en la línea de la prioridad de la observación inmediata sobre el empleo de una terminología hueca y sin sentido”. En esta época —ha vuelto de Europa hace dos años y todavía no se ha producido ninguna ruptura seria con las clases dominantes—, ve aparecer dos peligros que amenazarían la estructuración de una sociología auténtica: el primero consiste en refugiarse en una aparente objetividad científica, incapaz de meterse en los problemas candentes de la sociedad: “cobardía disfrazada de objetividad”; el segundo, en cubrir con palabras aparentemente científicas unas tomas de posición puramente políticas y demagógicas, cayendo en la tentación de la popularidad y descuidando los análisis largos, técnicos, objetivos, únicos eficaces: “demagogia disfrazada de valor científico”. Las estocadas se dirigen, pues, a derecha e izquierda. Al correr de los años (o de los meses) sabrá reconocer mejor su blanco y podrá dirigirse más certeramente a él. No se referirá tanto a la “demagogia” de los políticos de izquierda.

Se irá dando cuenta de que los verdaderos enemigos de la objetividad se hallan más bien del lado de los que, apoyados en una tradición literaria, jurista y filosófica colombiana, insisten en los principios abstractos de una filosofía social normativista en vez de querer ver, con instrumentos técnicos adecuados, la realidad del país. Así, en un escrito de 1964 llamado La ciencia y el diálogo, emite un alegato por la observación empírica y positiva. Ella sigue siendo a sus ojos, lo mismo que en el período lovaniense, la única capaz de establecer las bases de un posible diálogo, puesto que “la política y la filosofía dividen hoy al mundo con fuerzas antagónicas y radicalizadas”. Este alegato está claramente dirigido contra toda una tradición cultural colombiana de corte filosófico y moralista (como lo anotábamos recién), cuya tendencia es siempre la de exigir que cualquiera que observe la realidad y diga simplemente lo que ve se pronuncie además con juicios de valor acerca de lo que ha observado: “que no se contente con analizar y con exponer. Que diga si es bueno o malo, que diga si está de acuerdo con las verdades metafísicas o no”. Pero va más adelante en su alegato que se vuelve así denuncia: esta tradición filosófica y moralista, opuesta a las ciencias positivas, es ideológica porque responde a un encuadre mental producido por la clase privilegiada con el fin (oculto a sus propios ojos) de defender sus privilegios:

“Solamente los enemigos del diálogo sincero pueden oponerse a estas disciplinas científicas positivas. Enemigos del diálogo por ignorancia, por salvar privilegios, por evitar que salgan de su control los que tratan de cultivar una ciencia que no depende de las categorías tradicionales, aunque tampoco esté contra ellas”.

Camilo Torres, un sociólogo comprometido

Del período 1958-1963 sólo se conocen tres trabajos suyos y un proyecto de investigación. El primero es su tesis de licenciatura, de la que fueron publicados la tercera parte del primer capítulo: Bogotá, ciudad pre-industrial, y el cuarto capítulo: El nivel de vida de Bogotá. Ensayo de metodología estadística. Este último fue leído en el IV Congreso de Sociología Latinoamericana reunido en Caracas en abril de 1931. El segundo se intitula Las escuelas radiofónicas de Sutatenza-Colombia, publicado en 1961, con la colaboración de Berta Corredor R. El tercero es un trabajo presentado en el Primer Congreso Nacional de Sociología, que tuvo lugar en marzo de 1963; se llama La violencia y los cambios socio-culturales en las áreas rurales colombianas. El proyecto de investigación versa sobre la Asimilación de la familia inmigrante a la ciudad y constituirá un anteproyecto a la vez para su propia tesis doctoral y para el Instituto de Administración Social del que era decano. Entre los capítulos de su memoria de licenciatura y su estudio sobre la violencia se advierte un cambio notable. Por de pronto, el primero suscitó sólo algunos comentarios corteses en la asamblea ante la que fuera presentado; el último, en cambio, no recibió la autorización eclesiástica requerida para su publicación. Entre ambos habían transcurrido cuatro años en los que Camilo ya se había comprometido a fondo en varias áreas de trabajo: en la acción comunal, en la reforma agraria, en la universidad, en la pastoral eclesiástica colombiana. Y en varias de estas áreas había comenzado a encontrar resistencias: el cardenal de Bogotá le había pedido que renunciara a sus cargos en la Universidad Nacional, y sus críticas a la Acción Cultural Popular, dirigida por el fundador de Radio Sutatenza, le habían acarreado la amenaza de una acusación formal ante las autoridades eclesiásticas. Pero hablaremos más adelante de estos conflictos. Volvamos a sus trabajos de investigación sociológica. El estudio sobre El nivel de vida en Bogotá es una muestra evidente de la preocupación del autor por la clase obrera, pues todo él es una comparación entre los índices del nivel de esta clase con los de la clase media. Pero, cuando llega el momento de avanzar una hipótesis de explicación sobre las “condiciones especialmente malas de la clase obrera en Bogotá”, ninguna de las tres causas mencionadas hace referencia a factores de estructura social y política. Sólo se alude a

1) la “falta de rentabilidad financiera de las industrias de Bogotá, cuyos desequilibrios se cubren apelando a los salarios”;

2) la “inmigración demasiado abundante de la mano de obra no calificada”, y

3) el “crecimiento demasiado rápido de la población, lo que impide un ajuste de salarios”.

Llama la atención la sobriedad “científica” de estas hipótesis que solo se refieren a factores económicos y demográficos. Uno podría preguntarse si la sociología no corre el riesgo de ser aquí una ciencia al servicio del sistema, aunque haya que decir en descargo de su autor que no se trata sino de uno de los capítulos de su memoria y que no se le puede pedir a este informe una hipótesis global puesto que el subtítulo de la conclusión había precisado el carácter sectorial y limitado del estudio: “Condiciones especialmente malas en Bogotá”.


[1] Los datos están tomados de E. Hochman y R. Sonntag, Christentum und politische Praxis: Camilo Torres, cuyas fuentes son principalmente las estadísticas del BID y de la CEPAL de 1966 y 1967.

[2] Entre 1958 y 1962 fue de un término medio de 54,9 millones de dólares: llegó a 137,1 en 1953; a 131,4 en 1964; bajó luego a 12,9 en 1965, pero alcanzó los 224,0 millones de dólares en 1966. Cf. Hochman-Sonntag (HS), p. 37.

[3] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[4] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[5] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[6] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[7] Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, La violencia en Colombia, 2 vols. Bogotá, 1963-1964.

[8] Se trata del ministro de Guerra, Alberto Ruiz Novoa, que declara en mayo de 1964: "Es urgente modificar las estructuras de nuestra sociedad, el gobierno está frenado por los sectores y por las personas influyentes". Unos meses después, en enero de 1965, Ruiz Novoa tiene que presentar su renuncia.

[9] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[10] En su ponencia al II Congreso Internacional de Pro Mundi Vita en Lovaina, 1964, Camilo hace ver la adscripción actual de la Iglesia a las clases dirigentes: "A través del poder económico, del poder cultural, político y militar, la clase dirigente controla los demás poderes. En aquellos países en donde la Iglesia y el Estado están unidos, la Iglesia es un instrumento de la clase dirigente. Cuando además la Iglesia posee gran poder económico y poder sobre los medios educacionales, la Iglesia participa del poder de la minoría dirigente" (CR, p. 326).

[11] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[12] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[13] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.

[14] Torres, Camilo: Cristianismo y revolución, Ediciones Era, México, 1970.