Conquista y ocupación del Tercer mundo  

Posted by Fernando in

Oscar A. Troncoso

© 1973

CEAL - Centro Editor de América Latina. Cangallo 1228

Indice

Conquista y ocupación del Tercer mundo

Indice

El primer imperio mundial

Las Indias Occidentales

Civilizaciones prehispánicas de América

La conquista española

Los Cronistas de Indias

Estructura de las colonias españolas

El capital comercial

Las compañías colonizadoras

El oriente y los cipayos

Africa y la esclavitud

Motivos económicos del saqueo colonial

El imperialismo inglés y el librecambio

El reparto del mundo

La diplomacia del dólar

Bibliografía

En el estudio del proceso de expansión europea sobre América, Asia y Africa, muchas veces los historiadores distrajeron su atención con hechos anecdóticos. Los fantásticos relatos de Marco Polo sobre sus andanzas en China, Birmania y Japón se trasmitieron como leyendas por varios siglos; la prioridad de Erico el Rojo o Cristóbal Colón en el descubrimiento de América ocupó a numerosos eruditos; los conocimientos de navegación de portugueses y españoles no dejaron también de ser considerados desde el punto de vista de los preceptos teológicos.

En cambió, Erasmo de Rotterdam puso de relieve en sus escritos la necesidad de impulsar un estudio científico desligado de las ataduras dogmáticas religiosas. El sentido crítico de los escritores humanistas posibilitó el encuentro de una nueva visión del mundo y Nicolás Copérnico osó sostener que la Tierra no era el centro del sistema planetario. La dominación de la península balcánica y Constantinopla por los turcos, entre otros hechos políticos, dificultaban el comercio con Oriente, por lo que se imponía la necesidad de buscar la vía marítima de conexión con las Indias para la provisión de artículos suntuarios (sedas, perfumes, terciopelos, porcelanas) y, en particular, las especias, que dejaban grandes beneficios a los comerciantes. Dicho proyecto se tornó factible con el conocimiento de la brújula, el empleo del compás y la nueva teoría, que ganaba adeptos, acerca de la redondez de la Tierra.

Durante el período que abarcan los siglos XV al XX se produjo una expansión colonial que fue, fundamentalmente, incentivada por el afán de lucro y se ejecutó “sobre sociedades precapitalistas con diferente expresión de modos de producción primitivo”. En ellas existía la explotación, observó Luis F. Rivas, “pero estable ida a partir de una determinada relación de equilibrio ecológico y social que fue destruida, dislocada, deculturada. Esta acción operará en dos niveles que podemos llamar estructural y superestructural. En el primer caso la destrucción, paralización o modificación de la economía será consecuencia inmediata: allí donde el campesino (recolector o cazador) había obtenido una combinación estable de recursos para sostener un nivel de vida mínimo, la movilización separada y diferenciada de esos recursos como objetos de compraventa puso en peligro esa relación mínima. En todas partes el predominio de las mercaderías produjo una crisis ecológica”. En el aspecto superestructura) “debe reconocerse que si bien las sociedades tradicionales mantenían una común finalidad con la clase dirigente y con los objetivos sagrados —agregó el mismo autor refiriéndose a las zonas coloniales—, los europeos incorporan con su nueva explotación de la tierra, objetivos que sólo tienen como destinatario el provecho máximo y la gloria particular de ellos mismos”. Las características principales del proceso de la conquista quedan resumidas en las pautas mencionadas: los colonizadores buscaban riquezas fáciles y la formación de una economía basada en la producción de excedentes; los colonizados, en cambio, tenían el sentimiento de participar en un trabajo que ni redundaba en beneficio de su sociedad tradicional ni la transformaba de manera positiva y superadora. Ese es el hilo de Ariadna de la expansión europea y la ocupación colonial.

El primer imperio mundial

El cuarto hijo del rey de Portugal, Juan I, fue el pionero de los descubrimientos portugueses, después de participar en expediciones contra los musulmanes en Marruecos. Hacia 1415 el príncipe Enrique se dedicó a estructurar una escuela de navegación, astronomía y geografía, en la que se reunió la mayor cantidad posible de informes sobre tierras desconocidas, libros y mapas. Merced a esos datos, los portugueses lograron llegar, sucesivamente, al cabo Bojador (1433), al cabo Blanco y al cabo Verde (1441), al Ecuador (1471), la desembocadura del Congo (1485). Dos años después una gran tempestad arrastró a Bartolomé Díaz hacia el sur y alcanzó el Océano Indico, aunque no llegó a conocer su destino. A su regreso bautizó a la punta sur de Africa con el nombre de Cabo de Buena Esperanza, tales eran sus anhelos de retornar a Lisboa. En 1498 el decidido Vasco de Gama retomó el camino recorrido por Díaz, remontó la costa oriental de Africa, pasó por Mozambique y finalmente arribó a la India, superando los temores y la superstición de la tripulación, que creía en la existencia de monstruos marinos, en zonas de aguas hirvientes y en piedras que atraían a los barcos al fondo del mar para provocar su naufragio. Despejado el camino de las Indias por el Océano Indico, los portugueses comenzaron a tomar todas las medidas para usufructuar su descubrimiento con exclusividad. En primer término impusieron el terror, destruyendo a los barcos extranjeros que encontraban en la ruta recién abierta, y Alfonso de Albuquerque, sucesor de Vasco de Gama, reforzó el dominio apoderándose de Socotora y Adén (1513) en la entrada del mar Rojo y de Ormuz (1515), el lugar más estratégico del golfo Pérsico, llegando a controlar los puertos más importantes de los únicos caminos que habían de seguir las mercancías de Oriente para llegar al Mediterráneo. El primer gran imperio colonial de Europa siguió avanzando hacia el este, ocupó Malaca (1511), en el estrecho que separa el golfo de Bengala del mar de la China, luego Java, las Molucas, llegó a Cantón (1517), en la costa China. Tres años más tarde una embajada portuguesa era recibida en Pekín.

Portugal era un país demasiado pequeño para defender sus dominios, tan increíblemente extensos para la época, por lo que se limitó a ocupar cierto número de lugares en la costa, sin intentar internarse en los territorios. Acumulaba productos exóticos, particularmente las solicitadas especias, que eran despachados a la metrópoli.

“Las comunidades agrícolas de Europa, antes del siglo XVII al menos, padecían un déficit crónico de forraje de invierno para el ganado —puntualizó J. H. Parry en ‘Europa y la expansión del mundo’—. Gran cantidad de bestias tenían que ser sacrificadas cada otoño, y su carne conservada para el consumo invernal, salándola o adobándola. De ahí la constante e inagotable demanda de especias para el condimento y la conservación. La sal era el preservador más común y barato, y mucha de la provisión de sal de la Europa occidental venía de Portugal. Aparte de la sal, las especias preservadoras se producían todas en los países tropicales: la pimienta, la especia más común, en la India; la canela, en Ceilán, y la nuez moscada y la macis en Célebes y otras islas de las Indias Orientales. El jengibre era un producto chino, aunque una clase inferior se daba también en Malabar. El clavo, la más preciada de las especias preservadoras, venía de la más reducida área productora, unas cuantas islas pequeñas del grupo de las Molucas.”

Albuquerque, con sus oportunos ataques a los árabes, se constituyó en la pieza fundamental del comercio portugués porque con la destrucción de sus competidores provocó la escasez de especias y su consiguiente alza de precio. Los venecianos, que monopolizaban su comercialización, eran sus principales compradores, y cuando éstos pretendían fletar sus propias naves, la corona portuguesa, en Ceuta, les impedía el paso por el estrecho de Gibraltar. Sin descuidar detalles, el verdadero fundador del imperio colonial portugués envió al Papa un hermoso elefante de regalo. León X accedió a las peticiones de Albuquerque y mediante una bula dio su bendición a Portugal, concediéndole todas las tierras que conquistara a los infieles, no sólo en Africa y en la India sino en cualquier otra región. El nuevo modo de vida impuesto a los pueblos asiáticos tuvo vastas consecuencias, señaló K. M. Panikkar. En primer término, predominó el poder marítimo sobre el terrestre; las comunidades orientales, que basaban su economía sobre la producción agrícola y el mercado interno, debieron abastecer repentinamente las necesidades del comercio internacional; y la irrupción europea provocó la aparición de una clase comercial nativa, aliada con intereses mercantiles foráneos.

Las Indias Occidentales

En esa época los mayores emporios comerciales eran Venecia y Génova; Florencia, en cambio, fue el prototipo del centro industrial. En esta última florecieron los establecimiento de crédito, bancos y de cambios.

La riqueza florentina era de tal magnitud que le permitía tener ejércitos a sueldo y hacer grandes empréstitos a los reyes. Una familia de banqueros, la de los Médici, llegó, en el siglo XV, a ser tan poderosa que tuvo bajo su completo dominio a la ciudad. Por su parte, los venecianos se jactaban de ser los dueños del Adriático: disponían de una flota de 3.100 barcos y se decía que poseían todo el oro de la cristiandad. Los genoveses se enriquecieron con las Cruzadas y tenían grandes condiciones para la navegación. Las caravanas que atravesaban Turquestán llegaban a orillas del mar Caspio y seguían luego hasta el Mar Negro, donde cargaban los barcos genoveses, que tenían almacenes fortificados en los principales puertos musulmanes del Mediterráneo Oriental. La caída de Constantinopla en mano de los turcos y su establecimiento a orillas de ese mar tuvo como inmediata consecuencia la ruina del comercio de Génova. Precisamente un navegante genovés, Cristóbal Colón, que creyó posible el viaje a las tierras de las especias por el oeste, descubrió América por un error de cálculo, porque supuso que en el lugar en que está ubicada la isla de San Salvador encontraría a Japón. Sin saberlo, conquistó para España nuevas tierras, a las que, persistiendo en su equivocado concepto, llamó Indias Occidentales. Los tres nuevos viajes de Colón, durante los cuales descubrió las Antillas y tocó el continente americano, llegando a la desembocadura del Orinoco, hicieron pensar a muchos que los nuevos territorios no pertenecían a Asia. En previsión de que así fuera, el rey de Portugal, Juan II, decidió —entre el primero y segundo viaje de Colón— reclamar su derecho a parte de esa zona. Fernando e Isabel, teniendo en cuenta que el Papa era español y por lo tanto iba a favorecer sus conquistas, solicitaron la mediación de la Santa Sede, única autoridad internacional reconocida entonces. Alejandro VI expidió una serie de bulas que confirmaban la posesión española sobre las nuevas tierras y trazando una frontera imaginaria de norte a sur, cien leguas al occidente de las islas Azores y de Cabo Verde, dispuso que la tierra y el mar al oeste de dicha línea sería el área de exploración exclusiva para Colón y los navegantes que le siguieran a las órdenes de la corona. Portugal manifestó su discrepancia y, merced a la labor de sus diplomáticos plenipotenciarios, logró que la línea que servía de límite fuera trasladada 270 leguas más al oeste. Gracias al tratado de Tordesillas, firmado en 1494 de acuerdo con el arbitraje papal, los portugueses tuvieron derechos legales sobre Brasil, aún no descubierto. A pesar del monopolio concedido por el Papa a los soberanos españoles, varias expediciones rivales habían partido hacia el Nuevo Mundo, como algunos lo denominaban. Enrique VII de Inglaterra concedió licencia a Juan y Sebastián Caboto, quienes en 1497 recorrieron la mayor parte de las costas de América del Norte, desde Groenlandia por el Labrador, Terranova, Nueva Escocia y Nueva Inglaterra. El florentino Américo Vespucio visitó en 1499 las costas de América del Sur, ya reconocida por Colón, y escribió una serie de cartas que, en una compilación alemana, tuvieron gran difusión, por las interesantes narraciones de sus viajes. A este hecho atribuyen la mayor parte de los eruditos que, finalmente, prevaleciera el nombre de América para designar las nuevas tierras.

Los portugueses Gaspar y Miguel Cortereal exploraron la isla de Terranova en 1500 y Pedro Alvarez Cabral llegó por casualidad al Brasil. Todos buscaban un paso que permitiera atravesar el continente y continuar el camino hacia las Indias: el español Vicente Pinzón descubrió la desembocadura del Amazonas (1500); Juan Díaz de Solís tocó Yucatán y México (1508) y en otro viaje, buscando un paso por el sur, encontró el Río de la Plata (1514), lugar donde fue ultimado por los indígenas. La solución al problema fue lograda por Hernando de Magallanes, un portugués al servicio de España, quien halló el estrecho que luego llevaría su nombre (1520); se internó en un gran océano al que llamó Pacífico y desembarcó en las Filipinas (1521), lugar en el que murió en combate con los nativos. El viaje fue continuado por Sebastián Elcano; éste volvió a Europa por el sur de Africa, llegando a Sanlúcar el 6 de setiembre de 1522, concretando el primer viaje alrededor del mundo, fantástica hazaña de navegación para la época. Anteriormente, por tierra, Vasco Núñez de Balboa atravesó las montañas del istmo de Panamá y descubrió el mismo Océano Pacífico (1513), al que bautizó Mar del Sur, y solemnemente tomó su posesión en nombre del rey de España. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, realizando dos nuevas hazañas, cruzó el nuevo continente desde el Golfo de México hasta el Pacífico (1536) y se internó por el Brasil hasta el Paraguay (1542).

“El foco del universo comercial se desplaza desde el Mar Latino hacia el Atlántico. El sol de Venecia y demás ciudades italianas cae en su ocaso. En esa hora apasionante, la historia tendrá por hijos favoritos a España y Portugal y luego también a Inglaterra, Francia y Holanda —describe el chileno Volodia Teitelboim en ‘El capitalismo y la conquista de América’—. Baja asimismo el telón del brillante acto mercantil que tuvo por escenario predilecto el Mar Báltico. El teatro se ha vuelto inmenso. Abarca la suma de los océanos y cuatro continentes, dos de los cuales, vírgenes, serán brutalmente desflorados por el conquistador.” En Europa la conmoción se advertía con claridad, “despuéblanse las ciudades interiores. Los hombres, en inquietante éxodo, se vuelcan sobre los puertos. Presas del fetichismo del mar, quieren vadearlo cuanto antes, pues sólo la excitante aventura ultramarina pondrá término a la áspera miseria del terruño. Aquel que logra alistarse en el navío que parte hacia el lejano país indiano cree a pies juntillas disponer de un pasaje para la tierra cuajada de minas de oro y plata y de piedras preciosas. Brotan como hongos organizaciones de navegantes y mercaderes. Famosa fue la empresa conocida por el pintoresco título de Misterio y Compañía de los aventureros y mercaderes para el descubrimiento de regiones, dominios, islas y lugares desconocidos, que financia a navegantes, soñadores y piratas, en ese tiempo en que estas categorías solían identificarse”.

Civilizaciones prehispánicas de América

En el momento de su descubrimiento América estaba habitada por pueblos cuya existencia era completamente ignorada por los europeos. Algunos vivían en grupos de chozas formando poblaciones estables que tenían una organización social y productiva no demasiado complicada: cultivaban el suelo o vivían de la caza; existían también grupos nómades. Otras tribus habían llegado a un importante grado de civilización; así fue como en México, América Central y Perú los españoles se encontraron frente a sociedades altamente organizadas. En esa época, los más grandes focos culturales del continente eran los constituidos por los mayas, que vivían en la península de Yucatán, parte de México, Guatemala y Honduras; los aztecas, en México; los Chibchas, en Colombia, y los incas, que ocupaban el actual territorio del Perú. Los conquistadores españoles encontraron a la civilización maya en decadencia: sus ciudades estaban destruidas o estancadas, pero eran un testimonio del brillo de su pasado. Tenían amplios conocimientos astronómicos; su escritura era la más adelantada de las usadas por los aborígenes de América; cultivaban la pintura y descollaban en la alfarería y cerámica. Edificaron grandes y bellísimas construcciones, labraron muy bien la piedra, esculpieron estatuas y sobresalieron en el bajorrelieve.

La Confederación Azteca era, en cambio, una poderosa reunión de diversos pueblos. La tierra pertenecía a la comunidad y la sociedad era de carácter igualitario. No había diferencias sociales y los funcionarios públicos eran electivos y renovables. Sus distintas categorías establecían las únicas diferencias existentes, según el carácter militar, político o sacerdotal del cargo público que desempeñaban. La agricultura era considerada como una labor honrosa: preparaban muy bien la tierra, el cultivo era esmerado y los canales y acequias por ellos construidos aseguraban el riego. Tenían ciudades más importantes que muchas europeas. La capital de México, Tenochtitlán, edificada en medio de un lago, fue descripta con asombro por Hernán Cortés:

“vemos todos los días cosas tan sorprendentes que apenas si podemos dar crédito a nuestros ojos —escribía al emperador Carlos V—. La ciudad es tan grande como Sevilla y Córdoba, las calles principales son muy anchas y muy derechas. Hay varias plazas grandes que sirven de mercado; entre ellas hay una, más grande que la ciudad de Salamanca, rodeada de pórticos, donde más de 60.000 almas compran y venden continuamente y en gran cantidad todos los comestibles y todas las mercaderías que encuentran en el resto del Universo”.

En la meseta de Bogotá (Colombia) estaban radicados los chibchas, que se encontraban divididos en cinco jurisdicciones territoriales en permanente lucha intestina cuando arribaron los conquistadores. Eran tejedores habilísimos, trabajaban los metates y conocían las diferentes aleaciones, sabían construir calzadas bien empedradas y empleaban puentes colgantes hechos con fibras vegetales para vadear los ríos. Los jefes militares y civiles vivían en palacios que eran verdaderas fortalezas y en la ceremonia consagratoria de cada uno de ellos se cumplía un fastuoso ritual: el jefe era despojado de sus ropas comunes y su cuerpo cubierto con una sustancia pegajosa sobre la que espolvoreaban oro en polvo, a sus pies se ofrendaban presentes del dorado metal y piedrerías; luego, acompañado de cuatro grandes sacerdotes, se alejaba en una balsa hasta el centro del lago, donde hacía ofrenda a los dioses arrojando joyas al agua. De allí surgió la leyenda de El Dorado, que hablaba de un país inmensamente rico, donde el soberano “se cubría todos los días con renovada capa de oro”. Esa historia fue un poderoso polo de atracción para los conquistadores y originó gran parte de las expediciones que exploraron el continente. Era la réplica del fabuloso reinado del Preste Juan en suelo asiático. En la misma forma se divulgaron relatos acerca de un imperio situado mucho más al sur, inagotablemente rico. Se trataba de la zona dominada por los Incas, que se extendía desde el sur de Colombia hasta el río Maule, en Chile; su principal escenario era el actual territorio del Perú y parte de Bolivia. Manco Capac, profeta político-religioso que decía descender del sol, fue el unificador de los numerosos grupos culturales del lugar, entre los que se encontraban los aimarás y yuncas; fundó el Cuzco con suntuosos templos y palacios, sólidas fortalezas y estratégicos bastiones defensivos, digna capital de tan vasto imperio. La del Inca era una monarquía de carácter patriarcal y a él pertenecía todo el reino con sus tierras, cereales, ganados, minas y manufacturas; los funcionarios reales estaban encargados de repartir los productos del trabajo entre la población; por ello Louis Boudin escribió sobre “El imperio socialista de los Incas”, pese a que tiene que ver muy poco con la acepción postmarxista del término socialista.

Para la comprensión histórica de la etapa de la conquista y de la primera época colonial es muy importante tener en cuenta la existencia de esas culturas indígenas, tanto por lo que fueron en sí mismas como por la atracción que ejercieron sobre los españoles.

“Ostentaban los mismos caracteres generales que la primitiva del Viejo Mundo —advirtió Salvador Canals Frau en “Las civilizaciones prehispánicas de América”—. Se basaban principalmente en el cultivo de un cereal, el maíz, habían domesticado varios animales, como la llama, el cuis y el pavo. La sociedad estaba estratificada, con esclavitud, aristocracia, monarquía divinizada y trabajo especializado. Por su parte, la técnica contaba con progresos comparables, ya que conoció el trabajo de los metales, las embarcaciones a vela, la cerámica de alta calidad, las construcciones megalíticas; se contaba con un principio de escritura y se disponía de suficientes conocimientos astronómicos y matemáticos como para elaborar con ellos un calendario de 365 días similar al del otro hemisferio.”

No obstante ello, existían disparidades fundamentales. “La civilización indígena americana —agrega el mencionado autor— no dio importancia al principio de la rueda, pese a haberla conocido también, y careció por tanto de rodados y del torno del alfarero. Tampoco conoció el trigo ni la cebada, ni el vidrio ni el hierro ni el verdadero arco arquitectónico y los animales domesticados pertenecen a especies distintas de las euroasiáticas. Ni supo unir la fuerza de tiro de un animal a una azada, por lo que sus cultivos agrícolas ignoraron un instrumento tan útil y simple como es el arado.” La contrapartida fueron algunos adelantos intelectuales del nuevo mundo: “los mayas, por ejemplo, supieron dar un valor distinto a las cifras de acuerdo con su posición e inventaron un símbolo para la nada: el cero. Cosa que nunca llegaron a conocer, no ya los egipcios y sumerios antiguos, sino que ni siquiera los posteriores griegos y romanos”. Los factores decisivos para la conquista fueron la pólvora y las armas de fuego que conocían los europeos y aterrorizaban a los nativos de América. La artillería de campaña y las culebrinas de mano —primer esbozo de fusil— otorgaron poderes políticos y militares. Invistieron al invasor de características sobrenaturales ante los indígenas y contribuyeron en mucho para solidificar su autoridad y apurar la destrucción de las civilizaciones precolombinas.

La conquista española

Como los portugueses en Asia, los españoles en América ocuparon en un principio solamente cierto número de lugares en las costas, sin tratar de penetrar en el interior. En Oriente existían las especias que reportaban pingües ganancias; en las tierras descubiertas por Colón se buscaba oro con febril anhelo. El incentivo que movía a los hombres a internarse en el continente eran las noticias trasmitidas por los indígenas acerca de zonas en que había abundancia del precioso metal. La isla Española (actuales República Dominicana y Haití) fue la base de operaciones desde la cual partieron sucesivas expediciones a las Antillas, Tierra Firme y México.

En somera relación, se destacaron: Juan Ponce de león, que conquistó Borinquen (Puerto Rico, 1508), Diego de Velázquez ocupó Cuba (1511), donde se descubrió el uso del tabaco, que fue adoptado por los europeos; el ya mencionado Ponce de León, buscando la Fuente de Juvencia, que, según se decía, restituía la perdida vitalidad en los cuerpos ancianos, recorrió una por una las islas del archipiélago de las Bahamas (1513) y llegó hasta la península de Florida; Pánfilo de Narváez alcanzó México (1528); Hernando de Soto descubrió el río Mississipi (1541) y realizó incursiones por Florida, Carolina del Sur, Georgia, Alabama y Arkansas. La hazaña que empequeñeció a las mencionadas fue la conquista de México por Hernán Cortés. Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva, en el transcurso de las primeras recorridas por diferentes zonas de América Central, tuvieron datos precisos de la existencia de un imperio de enormes recursos.

El que fuera el prototipo de los conquistadores españoles desembarcó en la costa mexicana en 1519 y fundó el puerto fortificado de Veracruz para asegurarse un punto de apoyo en la costa. Audaz, fanático y valiente, Hernán Cortés tomó decisiones que parecen más dignas de integrar un relato de aventuras fantásticas que páginas de historia real. Quemó sus propias naves para obligar a las tropas a no retroceder jamás; en su conquista fue ayudado por un mito mexicano merced al cual fue confundido con el dios-héroe Quetzalcoalt, que iba a volver como vengador del pueblo azteca; los caballos completaron la escenografía que exaltó la superstición de los indios, pues esos animales, desconocidos por los nativos, resultaban seres fantásticos; las armaduras relucientes con que se cubrían los soldados y los cañones, cuyos disparos les parecían truenos portátiles, convencieron al emperador Moctezuma y a su corte de la inutilidad de una resistencia contra lo sobrenatural y aceptaron el predominio de Cortés. Los invasores se excedieron y provocaron una violenta sublevación en la que casi fueron aniquilados; el jefe español y veintitrés de sus fieles se salvaron milagrosamente en aquella que pasaría a la historia como la “noche triste”. Después de un año, repuesto del descalabro, reocupó la ciudad, tomó prisionero a Guatimozin, sucesor del anterior emperador, a quien inmediatamente hizo ejecutar junto con sus más cercanos colaboradores. El resto del territorio mexicano, con una superficie cuatro veces mayor que la metrópoli, fue rápidamente sometido, recibiendo el nombre de Nueva España. Desde esa flamante posesión salieron expediciones que dieron como resultado el descubrimiento de California, el completo reconocimiento del golfo de México y la conquista de América Central. Hasta allí llegaban continuos informes de un territorio situado más al sur, particularmente rico en metales preciosos. Dos capitanes, pobres y analfabetos —Francisco Pizarro y Diego de Almagro—, conquistaron el imperio de los Incas en un derroche de audacia y valentía, aprovechando las disensiones internas del reino. En un drama saturado de sangre engañaron y mataron al Inca Atahualpa; atacaron y ocuparon el Cuzco, completando la ocupación del resto del Perú en 1533. Pizarro hizo decapitar a Almagro y los soldados de éste, a su vez, asesinaron al flamante gobernador de la nueva colonia. En el Alto Perú las minas de plata de Potosí (actual Bolivia) se hicieron mundialmente famosas por su riqueza.

Los aventureros españoles no cejaban en sus exploraciones por lugares inhóspitos y, en algunos casos, incursionaron por las montañas más altas del planeta. En 1520 habían llegado a Nueva Andalucía (Venezuela); dieciocho años después hallaron abundantes minas de oro en Nueva Granada (Colombia); Pedro de Valdivía, antiguo teniente de Pizarro, inició la conquista de Nueva Toledo (Chile) en 1540. Recién en la segunda mitad del siglo XVI Sebastián Caboto y Diego García recorrieron más detenidamente la zona del Río de la Plata, descubierto por Solís, no obstante que Buenos Aires había sido fundada por Pedro de Mendoza en 1536 y Asunción al año siguiente por Juan de Salazar.

La fantástica aventura que significó la colonización española en América despertó una polémica que se puede sintetizar analizando dos estudios diametralmente opuestos. Para el norteamericano Carlos P. Lummis, autor de “Los exploradores españoles del siglo XVI”, los conquistadores fueron “los caminantes” de América y, asombrosamente, exalta

“el espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática y más humanitaria que la de Gran Bretaña y la de los Estados Unidos juntas”.

Los mismos hechos para el historiador mexicano Genaro García en su obra “Carácter de la conquista española en América” resultan bastante diferentes. “Los españoles realizaban sus conquistas haciendo a los naturales una guerra sin cuartel llevada siempre a sangre y fuego…”; con abundante documentación demuestra “que, efectivamente, la monarquía española tuvo entero conocimiento desde temprano acerca de todos los males que causaban sus súbditos en las Indias; nos lo hace ver Carlos V en la cédula que expidió en Granada a 17 de noviembre de 1526”, en cuyos fundamentos se reconocía que los indios eran tratados peor que si fueran esclavos. Y continúa García: “los naturales eran vistos por sus dominadores españoles como más semejantes a bestias que a criaturas racionales”.

Los Cronistas de Indias

España obtuvo el más alto grado de poder mundial bajo el reinado de Felipe II (1556-1598). Durante ese período alcanzó la unidad política y religiosa; la unificación territorial de la península, con la conquista de Portugal; el dominio en Europa de la mayor parte de Italia, con Cerdeña, Sicilia, el reino de Nápoles y el Milanesado; el Franco-Condado, Artois, Flandes y los Países bajos; su imperio colonial en América era inmenso. La lucha por el catolicismo constituía el pensamiento predominante del soberano español; de ahí que consagrara los recursos que cada año sacaba de las minas de oro y plata de Perú, México y Colombia a la propagación de su credo religioso. Desde su retiro en El Escorial trataba de descubrir y extirpar la herejía en sus propias posesiones y en los países extranjeros: “cuando España se mueve, la tierra tembla” era el refrán en boga. Los frailes del Santo Oficio —los inquisidores— eran sus delegados, investidos con plenos poderes para “atender por sobre todas las cosas a los intereses de la religión católica”. Por la Ordenanza 15 de Poblaciones, Felipe II dispuso que “los que fueren a descubrir por mar y tierra” debían informar sobre las costumbres, religión y formas de vida de los indios, así como también sobre las riquezas naturales de la región; para ello se previó la creación del cargo de Cronista de Indias. En virtud de la naturaleza del origen de esas funciones, en todos los escritos de los cronistas se aprecia una pronunciada tendencia religiosa que justificaba las arbitrariedades y atropellos de los conquistadores por su finalidad supuestamente evangelizadora. En un principio se conocieron los Comentarios, Memoriales, Cartas o Relaciones de los jefes de cada expedición, escritos por Colón, Hernán Cortés, Pedro Cieza de león, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y otros. Así el descubridor de América, refiriéndose a los indígenas, decía:

“muy sencillos, de buena fe y espléndidos con cuanto tienen; ninguno niega lo que posee a quien lo pide y convidan ellos mismos aun para que se les ruegue. No cierran sus heredades ni con fosos ni con paredes ni con setos; viven en huertos abiertos, sin leyes, sin libros; sin jueces; de su natural veneran al que es recto; tienen por malo y perverso al que se complace en hacer injuria a cualquiera”.

El vencedor de los aztecas, por su parte, recordaba que cuando fue huésped de Moctezuma “estuve muy bien proveído de todo lo necesario y visitado de muchos de aquellos señores”; “… habría quedado el negocio de los españoles muy bien puesto… si los soldados… refrenaran un poco la mucha codicia que traían de riquezas, la cual les impedía tanto que no les dejaba sosegar para tener un poco de paciencia en aguardar felicísimas coyunturas que se ofrecieron para entregarse en paz toda esta tierra”. La misma actitud se repetía en todas las comarcas: por cada villa que fundaban los españoles destruían muchos pueblos indígenas. Acerca del valle de Motupe, en el Perú, donde los Incas tuvieron palacios y sepulcros de gran belleza, Pedro Cieza de león certificó: “con las guerras pasadas falta mucha gente de los primeros; los edificios y los aposentos están deshechos y desbaratados y los indios viven en casas pequeñas”.

Los eruditos hicieron con posterioridad una distinción entre los cronistas oficiales y los historiadores de Indias. El segundo grupo estaba constituido por los acompañantes letrados de los conquistadores, los misioneros y los nativos que se ocuparon de comentar los sucesos que ocurrían en la tierra nueva.

Fernando Colón, segundo hijo del descubridor, escribió la Historia del Almirante de las Indias con el objeto de reivindicar a su padre de injustas acusaciones. El fraile dominico Bartolomé de las Casas fue el más notorio defensor de los indígenas. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias los describió como seres tranquilos y apacibles; “en estas ovejas mansas entraron los españoles como lobos y tigres cruelísimos de muchos días hambrientos”. En sucesivos capítulos enumera cómo despoblaron y asolaron todo lo que encontraron a su paso. Gonzalo Fernández de Oviedo dejó un Sumario de la natural historia de las Indias, aclarando que escribía sin la “autoridad de algún historiado a poeta, sino como testigo de vista” y, como tal, afirmó “que la pólvora contra los indios es incienso para el Señor”. El Inca Garcilaso de la Vega, tanto por su origen americano como por el valor histórico de sus Comentarios Reales, merece especial atención. La primera parte de su obra trata de las tradiciones, religión, supersticiones, usos y costumbres de los indios; la segunda narra el descubrimiento y conquista del imperio de los Incas por los españoles y la guerra civil desatada entre éstos. Bernal Díaz del Castillo, autor de La Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, fue uno de los acompañantes de Cortés, pero no se detuvo en el protagonista, sino que supo describir el marco multitudinario. Francisco Antonio Pigafetta, el veneciano que acompañó a Magallanes y Elcano, detalló el viaje que hicieron los españoles alrededor del mundo. Poco tiempo después comenzó a tomar cuerpo la leyenda sobre la existencia de una fabulosa “Ciudad de los Césares”, en el sur de América… “es una ciudad encantada de la que todos tienen noticias, pero a la que nadie pudo hallar —se lamentaba Pedro Sarmiento de Gamboa—, populosa, esplendente de riquezas, a tal punto que en su aledaña campiña se ara con arados que tienen rejas de oro”. Las desventuras de la primera fundación de Buenos Aires fueron puntualizadas por el aventurero alemán Ulrico Schmidl en Viaje al Río de la Plata y por el fraile Luis de Miranda en Romance Elegiaco, donde aludiendo a las privaciones que padecieron escribió: “allegó la cosa a tanto / que, como en Jerusalen, / la carne de hombre también / la comieron”. Las ventajas y desventajas de la conquista de América fueron también relatadas por Agustín de Zárate, Francisco López de Gomara, Alonso Enríquez de Guzmán, Gonzalo Jiménez de Quesada y, entre otros, el milanés Girolamo Benzoni, quien en su Historia del Nuevo Mundo censuró las crueldades contra los indígenas que alimentaron la “leyenda negra” de las conquistas que tantas polémicas desató.

Estructura de las colonias españolas

El Consejo de Indias, con sede en España, era la autoridad suprema en materia colonial. Todos los funcionarios de América le estaban subordinados y su jurisdicción se extendía a los asuntos civiles, militares y eclesiásticos; la parte comercial correspondía a la Casa de Contratación de las Indias.

“Cuando castellanos y portugueses tocan las costas americanas, la existencia de un activo mercado internacional europeo es un hecho desde hace mucho tiempo —afirma Sergio Bagú en Economía de la sociedad colonial—. Un hecho que está reacondicionando toda la economía continental. Castellanos y portugueses, al ponerse en contacto con esta nueva realidad americana, estuvieron movidos por una misma necesidad, por un igual propósito: hallar algo que pudiera ser vendido en el mercado europeo con el mayor provecho posible.”

Las expediciones lusitanas descubrieron el palo brasil, en el territorio que luego llevaría ese nombre, de fácil extracción y ubicado en la zona costera. Los españoles, en cambio, desarrollaron la explotación de los yacimientos de oro y plata en primer término; luego auspiciaron la siembra de plantaciones que los proveyeran de materias primas, que no se daban con tanta abundancia ni tan baratas en la metrópoli. Los beneficios se repartían entre los Adelantados y la Corona. Recibía el nombre de Adelantado el particular que celebraba un contrato o capitulación con el rey, comprometiéndose a equipar y costear, por su cuenta y riesgo, una expedición destinada a la conquista y colonización de determinado territorio de América, cuyos límites eran establecidos de antemano, debiendo fundar ciudades, fortines y evangelizar a los indios. Por su parte, el soberano le cedía los derechos del gobierno político y militar sobre la zona capitulada, alentando así el esfuerzo individual de aquellos que iniciaban la empresa. Después de medio siglo de existencia se comprobó que se enfrentaba el interés político del gobierno con el comercial del Adelantado, que sólo aspiraba a obtener las mayores ventajas económicas. El rey Felipe II reemplazó entonces a los Adelantados por los Gobernadores, que fueron funcionarios que se diferenciaban de los primeros por representar a la autoridad del monarca en sus respectivas jurisdicciones, y cumplían sus funciones como simples delegados a sueldo, ejerciendo el gobierno civil y militar. Como estaban subordinados a virreyes o capitanes generales recibían sus órdenes, pero el rey era el que intervenía en cuestiones de fundamental importancia; los principales territorios eran gobernados por los virreyes. Existía un virreinato en México y otro en Lima; más tarde se crearon los de Nueva Granada y del Río de la Plata; las zonas de menos extensión eran dirigidas por Capitanes Generales. Controlaban a los funcionarios de más importancia altos tribunales de justicia llamados Audiencias, que además tenían derecho de inspección.

Los españoles, como representantes de la raza blanca conquistadora y colonizadora, gozaron de preminencias dentro de la población colonial: ocupaban las principales funciones públicas, eran los poseedores de la tierra y monopolizaban el comercio; la entrada de los extranjeros estaba prohibida, salvo en los casos en que tuvieran un permiso especial, por el que debían pagar elevadas tasas. Los indios fueron considerados esclavos —de acuerdo con el pensamiento de la época— y muchos expedicionarios llevaron cargamentos a Europa para venderlos como tales. Las disposiciones de los Reyes Católicos para evitar ese comercio fueron violadas o deformadas, ya fueran las enmiendas, las reducciones o las misiones, estas últimas a cargo de los religiosos. El régimen de encomiendas fue aplicado en todas las colonias españolas del Nuevo Mundo y exigía al indio el trabajo personal o el pago de un tributo. En su mayor parte se organizaron contando con el esfuerzo individual de los indios, que dependían en forma absoluta de los encomenderos y llevaban una vida equiparable a la de un esclavo. Existieron dos formas de encomiendas: la mita, que consistía en el trabajo periódico, por turnos, y el yanaconazgo, por el que eran destinados al laboreo de las tierras y cultivos como si fueran objetos de labranza, en perpetua servidumbre. Fray Bartolomé de las Casas denunció la increíble mortandad de nativos que esos métodos provocaban y en 1542 se sancionaron ordenanzas, conocidas como Leyes Nuevas, a fin de atenuar las disposiciones anteriores. Estas medidas dieron lugar a la importación de negros esclavos, que fueron empleados en los cultivos de caña de azúcar en las Antillas, sustituyendo a los indios sometidos al régimen de las encomiendas; más tarde se generalizó el tráfico de buques negreros, que volcaron su carga en América elevando el número de esclavos. Los jesuitas crearon un sistema original de economía en sus Misiones, que tuvo un desarrollo considerable en el Paraguay y en el norte argentino. La tierra era considerada “posesión de Dios” y sus productos se almacenaban en los depósitos de la Orden; a los indios se les otorgaban sectores de terrenos en proporción al número de miembros de cada grupo y debían pagar un tributo anual por su utilización; todo el ganado, elementos de labranza y el inventario eran propiedad de los jesuitas. La industria artesanal adquirió un incipiente desarrollo, pero los artículos manufacturados eran comercializados por la Orden, que tenía su propio ejército y policía.

La Iglesia Católica llegó a ser la propietaria territorial más poderosa de América y una gran inversora de dinero en préstamos e hipotecas dado que —como lo indicó Bagú— la estructura política y económica permitió una precoz y cuantiosa acumulación de capitales, derivados de las explotaciones mineras, de los productos de la tierra (cacao, azúcar, tabaco, etc.), el comercio, el tráfico negrero, el diezmo y las donaciones piadosas.

El capital comercial

El desarrollo de las Cruzadas, que abrieron nuevas rutas en el intercambio con Oriente, varió el estilo comercial de fines de la Edad Media y fue la causa de la quiebra de muchas casas señoriales del occidente europeo, con lo cual comenzó la decadencia del feudalismo. Posteriormente, la enorme masa de oro y plata que transportaban desde América los galeones españoles fue invertida en la península ibérica en la adquisición de productos industriales de Europa y Asia, en el soborno de jefes militares y de espías, en el sostenimiento del gigantesco aparato burocrático de la monarquía española. Los metales preciosos eran derramados sobre todo el viejo continente y gran parte engrosó las arcas de los mercaderes intermediarios holandeses; en menos proporción ingresaron en las de los industriales y comerciantes. Esencialmente la tierra había sido, hasta entonces, la principal riqueza y estaba en manos de la nobleza; el oro y la plata hizo que los burgueses fueran tan ricos como los nobles y, desde entonces, no cesó de aumentar su influencia social y política. Además, los descubrimientos tuvieron importante papel en la crisis religiosa que provocó la Reforma y en el gran movimiento de ideas del Renacimiento, que hicieron florecer en forma admirable las artes y las letras. España y Portugal disfrutaron durante casi todo el siglo XVI de la hegemonía colonial del mundo, mientras que Holanda, Inglaterra y Francia intentaban entrometerse con escasos resultados. Fracasaron sus sucesivos intentos de encontrar la ruta noroeste de América hacia la China y la India, pero cuando fue descubierto Canadá, en 1542, los franceses comenzaron su colonización con 200 hombres.

Los marinos ingleses iniciaron la ofensiva con cierta discreción, pero rápidamente su acción se transformó en piratería. Atacaban a los galeones españoles despojándolos de su carga y luego les prendían fuego. No cejaban en su empeño, a pesar de que, cuando los capitanes ibéricos lograban tomarlos prisioneros, eran ahorcados o entregados a la inquisición como herejes.

El más famoso corsario, Sir Francis Drake, fue el segundo en dar la vuelta al mundo; durante sus viajes saqueó las costas de Chile y de Perú, apresó arcos y a tal punto alcanzó su audacia que llegó a atacar puertos españoles. A Drake y a sus “perros del mar” les debió Isabel de Inglaterra el triunfo sobre la Armada Invencible (en 1588) y la provocación continua a las potencias coloniales. Se presentaron frente a los puertos de La Coruña, Lisboa y Cádiz; a este último, el más importante y rico de España, lo ocuparon, saquearon y lo destruyeron incendiándolo en 1596. El favorito de la reina, Walter Raleigh, fue el fundador de la primera colonia inglesa en América del Norte, denominada Virginia.

La Inglaterra protestante fue la más encarnizada enemiga de la España católica. Poco antes Holanda se había sublevado contra el dominio español y Felipe II trató de someterla utilizando feroces métodos, pero los insurrectos, con ayuda de los ingleses y franceses, triunfaron después de treinta años de lucha.

A los marinos holandeses los llamaban “los carreteros del mar” porque monopolizaban el transporte de las mercaderías procedentes de Oriente, desde Lisboa, hasta los puertos del norte de Europa. En el momento mismo en que los Países Bajos se separaban de la tutela de Felipe II España contraatacaba anexando Portugal y quedando, en consecuencia, dueña de su imperio colonial. Holanda, no pudiendo continuar su intercambio comercial — que se había constituido en la principal fuente de recursos—, decidió extender su influencia hacia Oriente y América.

El primer paso fue dado con la formación de la Compañía de las Indias Orientales, dependiente del gobierno, que recibió autorización para ocupar y efectuar fundaciones en las colonias portuguesas. De esa manera cayeron en su poder el Cabo de Buena Esperanza, algunos puertos de la India y de Ceylán, Malaca y las islas de Sonda. Con esos triunfos Holanda se convirtió en una gran potencia colonial y comercial. A principios del siglo XVII comenzó sus primeras tentativas de colonización en el Nuevo Mundo, llegando a la actual bahía de Nueva York (1609). Cinco años después los holandeses se establecieron en la isla de Manhattan y, poco más tarde, ocuparon el territorio de las Guayanas, las islas Curazao y Bonaire, en las Antillas, posesiones que sirvieron de base a un comercio activo de contrabando practicado con los puertos de las colonias cercanas. Fundaron entonces la Compañía de las Indias Occidentales, que obtuvo el monopolio del tráfico comercial con América del Sur. Para ello su escuadra se dedicó a atacar a las naves españolas y, como Portugal estaba sojuzgado, ocuparon puntos estratégicos en Brasil.

El sistema holandés de colonización ofrecía “un cuadro de corrupción, asesinato y vileza que no es posible superar”, aseveró Carlos Marx. “El predominio del capital comercial supone siempre un sistema de saqueo —afirmó en “El Capital—, al igual que su desarrollo entre los pueblos comerciales, tanto de la época antigua como de la moderna, directamente unido al saqueo violento, a la piratería, al robo de esclavos, a la subyugación de colonias; así ocurrió en Cartago, en Roma y, posteriormente, con los venecianos, los portugueses, los holandeses.” Para Marx los holandeses fueron el “modelo de país capitalista del siglo XVII”. Habían invertido en el comercio quince veces más que los ingleses, poseían diez veces más barcos que Inglaterra y las tres cuartas partes del tonelaje mundial.

Las compañías colonizadoras

España, a la muerte de Felipe II (1598), había entrado en una paulatina declinación y, poco a poco, fue perdiendo su ejército, armada, recursos, renombre y colonias. La estrella ascendente de Holanda comenzó a molestar el comercio de Inglaterra y Francia. Los holandeses mantenían choques, cada vez más frecuentes, en el Océano Indico, en el Atlántico, en América, en Oriente y en Africa, especialmente con los ingleses. Seis mil barcos de Holanda navegaban por el mar Báltico, cerrando a Inglaterra el comercio con los países de la zona de donde importaban materiales indispensables para la construcción naval (madera, cáñamo, brea); también entorpecían la actividad pesquera y enviaban más barcos y mercancías a las posesiones inglesas que la misma metrópoli. Oliverio Cromwell encaró el problema después que fue derrocada la monarquía. El rey Carlos I había sido ejecutado y se estableció la república, una vez derrotadas Irlanda y Escocia. Al día siguiente de la victoria frente a los escoceses el parlamento votó el Acta de Navegación (9 de octubre de 1651), cuyas disposiciones imponían a todo barco europeo que traficara con Inglaterra la obligación de llevar los productos de su país de origen; también establecía que las mercancías de Asia, Africa y América no podían ser transportadas sino a bordo de navíos ingleses. El Acta, que estaba dirigida contra el comercio y la navegación holandesa, provocó una guerra que duró dos años y terminó ventajosamente para los insulares, relegando a los derrotados a un segundo plano. Marx comentó que “la historia de la decadencia de Holanda, como nación de hegemonía comercial, es la historia de la sumisión del capital comercial al capital industrial”.

Hasta ese momento eran consideradas como grandes potencias Inglaterra, España, Francia, Austria; Holanda, Turquía y Suecia; con la decadencia de los tres últimos países mencionados se inició en el panorama mundial una variación en la correlación de fuerzas. España mantenía con dificultad los restos de su antiguo esplendor y Francia, a través de un lazo dinástico, intentaba coparticipar en el imperio americano. Así se originó la guerra de la Sucesión (1701-1713), que, fundamentalmente, fue una guerra colonial. Por iniciativa de Guillermo III de Orange se formó una coalición integrada por Inglaterra, Austria, Holanda, Portugal y Prusia contra Luis XIV, que pretendía para su nieto Felipe el trono español. Los ingleses no podían tolerar esa sucesión porque el hecho podía provocar un desequilibrio en toda la política mundial, y la lucha se prolongó por más de once años, hasta que, con la paz de Utrecht (1714), España pasó a ser regida por los Borbones, pero sin que Felipe V uniera su destino con su abuelo. Al mismo tiempo, por el tratado, se reconocían los derechos de Inglaterra sobre Gibraltar, ocupado diez años antes, sobre Terranova, zonas del golfo de Hudson en América del Norte y se le concedió el “asiento”, es decir, la exclusividad de introducir anualmente 4.800 negros esclavos en las posesiones españolas del Nuevo Mundo. Simultáneamente comenzaba su desarrollo industrial. Francia tenía colonias en todo el mundo conocido y los ingleses asomaban siempre como rivales, ya fuera en América del Norte y Sur como en levante, Africa, India y otras partes de Asia. La guerra de sucesión de Austria (1741-1748) fue otra etapa de esa enconada disputa por la hegemonía colonial y mercantil. En América se enfrentaban los gobiernos inglés y francés por intermedio de sus representantes; en la India y adyacencias asiáticas la lucha comercial tuvo un carácter menos aventurero y la explotación era más planificada, a través de la iniciativa privada, que se asociaba para formar compañías o sociedades colonizadoras.

Las organizaciones de ese tipo fueron estructuradas casi simultáneamente en Inglaterra y en Francia. La primera compañía inglesa para las operaciones con las Indias Orientales se constituyó en 1599, a fines del reinado de Isabel; la similar francesa fue fundada en 1604 por los comerciantes de Saint-Maló, bajo el reinado de Enrique IV.

La que constituyó el prototipo de sociedad colonizadora inglesa fue la Compañía de Virginia (1606), en América, cuyas bases estaban reglamentadas legalmente por un documento utilizado para la formación de sociedades mercantiles por acciones. Un individuo podía obtener una acción mediante dos formas: invirtiendo dinero de acuerdo con el costo en que se estimaba el establecimiento de un colono o emigrando por su cuenta a Virginia. En un principio, todas las tareas se realizaban en común; luego la tierra debía ser repartida entre los accionistas, en forma proporcional a su inversión. El gobierno de la compañía estaba formado por el conjunto de personas que poseían acciones; más tarde, elegían la Asamblea Directiva. Dicho cuerpo podía dictar leyes que no fuesen contrarias a las de Inglaterra y establecer impuestos, pero carecía de control legal sobre el gobernador, que era designado desde Londres. “Por tanto, Virginia y la mayoría de los establecimientos coloniales ingleses posteriores —destacó J. H. Parry— tenían los gérmenes del gobierno representativo, pero no los del régimen parlamentario.” Entre los colonos predominaban los mercaderes, artesanos y campesinos, en su mayor parte procedentes de la metrópoli, que habían huido de persecuciones religiosas y políticas y su traslado a América era efectuado, no por una temporada, para enriquecerse rápidamente, sino para siempre, para echar en el nuevo país los sólidos cimientos de una economía capitalista. La primera Compañía de Oriente fundó en el golfo de Bengala la factoría de Madrás, que muy pronto se convirtió en una ciudad importante y centro de todas las operaciones inglesas en la India.

En Francia, comerciantes, banqueros, nobles y, a veces, ayuntamientos de ciudades prósperas como las de Lyon, Ruán, Burdeos, Nantes, etc., constituyeron sus Compañías. El capital social se empleaba para construir y equipar buques, pagar empleados, enviar agentes a los países con los cuales se proponían traficar y comprar mercaderías. Posteriormente se solicitaba al gobierno el monopolio comercial de la zona cuyas riquezas deseaba explotar y, además, el derecho de sostener tropas destinadas a vigilar sus establecimientos o a defenderlos de cualquier agresión. Así se fundaron las factorías, basadas en la concesión sobre cierta extensión de terreno en la que construían almacenes, depósitos donde se guardaban las mercancías que compraban los agentes y algunas casas destinadas a los empleados, todo ello rodeado por murallas con bastiones. Las compañías francesas de Oriente escogieron, en un principio, las islas del Océano Indico, especialmente Madagascar, y las tierras vecinas de la isla Mauricio. En 1695 se reconstituyó la principal sociedad colonizadora, que se convirtió en una empresa nacional en la que toda Francia podía tener intereses y no como sucedió antes, cuando solamente eran los capitalistas portuarios. La Compañía de las Indias Orientales fundó entonces, en Bretaña, la ciudad de L’Orient (1666), cuyo nombre indica el interés que los guiaba, y allí instaló sus talleres de construcción, arsenal, el puerto destinado a los barcos y los almacenes generales. Amplió sus operaciones en la India estableciendo una serie de factorías en Bengala (Chandernagor), a orillas del Hugli, uno de los brazos del Ganges; en el sudoeste de la India (Pondichery) y en la India (Maya), durante el período comprendido entre 1676 y 1688.

El objetivo principal de esas empresas colonizadoras era el traslado a Europa de las mercaderías de las regiones coloniales (telas de algodón o indianas, sedas, especias, metales preciosos y productos agrícolas) para su comercialización en el viejo continente Como las grandes sociedades mercantiles llevaban una rigurosa administración que efectuaba sus balances anuales, el excedente o beneficio era repartido en cuotas o dividendos por acciones. En la época de su mayor esplendor las compañías eran uno de los mejores negocios para invertir dinero; la holandesa de las islas de Sonda dio dividendos de hasta el 63%, o sea, más de la mitad de beneficio anual del capital invertido.

El oriente y los cipayos

La India, con una superficie siete veces mayor que Francia, estuvo gobernada desde el siglo XVI al XVIII por una dinastía musulmana de origen mogol; de allí la denominación de Gran Mogol que recibía el soberano del imperio indio. La ciudad capital, Delhi, con dos millones de habitantes, asombraba a los viajeros por sus dimensiones, por sus lujosísimos palacios, las extrañas mezquitas, la particular arquitectura de sus edificios y sus enormes murallas. El reinado de Aureng Zeb (1658-1707) significó el apogeo de los mogoles, pero a su muerte, por la debilidad de los gobiernos de sus sucesores, comenzó a desmembrarse el imperio. Los aventureros musulmanes, desde el interior de la India, y otros provenientes de Persia y Afganistan crearon principados independientes; en la región central una potencia hindú, la Confederación Maratha, efectuaba todos los años sus correrías, en las que asaltaba al comercio pacífico y desarmado e invadía a los nuevos reinos, provocando la anarquía.

Esa situación inspiró a los agentes de la Compañía Francesa una lucrativa operación. Rompieron las obligaciones que habían pactado con los principales lugareños para realizar sus operaciones mercantiles sin molestias e intervinieron en las querellas, que se multiplicaban por todos lados. Esta nueva política fue puesta en práctica entre 1735 y 1741; para ello se organizó un pequeño ejército de nativos adiestrados a la europea, a los que se les llamó cipayos. La Compañía ofreció sus tropas a un soberano en dificultades y recibió en pago del servicio el territorio y la población de Karikal; al mismo tiempo se apoderó, poco a poco, del tráfico marítimo en las costas de la India. Mediante esa práctica, en 1754 la zona que pertenecía directamente a la Compañía o que estaba colocada bajo su influencia se extendía a todo lo ancho de la India peninsular desde el Golfo de Bengala al Golfo de Omán, con una población de treinta millones de personas. Para lograr esa situación de privilegio fueron necesarios 2.000 europeos y 4.000 cipayos pertrechados con recursos de la Compañía.

Sin embargo, a los accionistas franceses les interesaban los dividendos y no las conquistas de nuevas provincias, el comercio y no la guerra. Por esa razón un gobernador firmó un tratado con su colega inglés, que retrotrajo la situación a los límites de principio de siglo.

A partir de entonces comenzó la expansión inglesa. Después de la batalla de Plassey los británicos se apoderaron de Bengala y, con el asalto por la fuerza de Pondichery, determinaron la desaparición francesa de la India, en 1761. Los holandeses se habían retirado hacia Indonesia, archipiélago donde su dominio no era disputado; los portugueses tenían su capital en Goa, pero no significaban una competencia porque su potencial marítimo se había reducido, y los daneses, con una factoría en Tranquebar, se limitaban a desarrollar un reducido comercio en China. Otros factores coadyuvaron al aumento de la influencia de los ingleses en el subcontinente. Uno de ellos fue el surgimiento de una poderosa clase capitalista india estrechamente ligada a los mercaderes extranjeros, como señaló K. M. Panikkar, y que sentía un odio ancestral contra la dominación musulmana; este hecho tuvo importancia fundamental en la historia de Asia en general. La fuerza de la Compañía inglesa residía en su carencia de escrúpulos; con todo su poder, se dedicaba al saqueo de los nuevos territorios que estaban bajo su dominio.

“Para un inglés es penoso pensar que desde el advenimiento de la Compañía la condición del pueblo de este país ha sido peor de lo que nunca fue —escribía Richard Becher a los directivos de Londres en 1769—; este hermoso país, que floreció aun bajo los gobiernos más despóticos y arbitrarios, está marchando hacia la ruina.”

Si bien no era dueña de toda la India, Inglaterra tenía en el mar una supremacía indiscutida, que le permitía concentrar fuerzas en cualquier punto de la costa que le fuera necesario.

“En el curso de cien años de guerras los británicos habían impuesto su autoridad desde el Indo hasta Brahmaputra y desde el Himalaya hasta el Cabo Comorin —agregó Panikkar—. Los reinos cuya subsistencia se permitió, como Kashmir, Mira, Gwaliar, Haidarabad, Barona, Travanrur y los estados rajput, aparte de principados menores, fueron convertidos en territorios dependientes, aislados entre sí y carentes de poder contra la autoridad británica”.

En esa misma época los holandeses, en Indonesia, se limitaban a la administración de establecimientos comerciales que tenían como eje principal a Jaarta (rebautizada Batavia). Sumatra, salvo algunos sultanatos sometidos, era políticamente independiente, pero su economía estaba monopolizada por la Compañía Holandesa, la que, en 1756, firmó su primer acuerdo con uno de los sultanes de Borneo, comenzando así su infiltración en esa gran isla.

Debilitada militarmente desde tiempo atrás y con las rutas marítimas copadas por los ingleses, Holanda aplicó a sus posesiones el sistema de dominación indirecta: los sultanes disponían de sus pueblos y la Compañía explotaba los recursos naturales. Por un tiempo, esto dio resultado, pero, paulatinamente, fue generando conflictos que dificultaron las operaciones comerciales, obligando a la anexión territorial directa de Java, en 1760, donde se cultivaba el café, que se había convertido en una bebida popular en Europa desde fines del siglo XVII. El afán de lucro de la Compañía hizo que redujera arbitrariamente los precios que pagaba por ese cultivo a los productores y estos disminuyeron la siembra de café, como ya había sucedido con el arroz. Los holandeses replicaron con la designación de funcionarios encargados de vigilar a los campesinos para que no descuidaran el cultivo, aunque no recibieran el precio justo. Esa arbitrariedad introdujo en las relaciones con los indonesios una sorda resistencia, que, más adelante, facilitó la penetración inglesa.

Africa y la esclavitud

Los árabes dominaron, de diferentes formas, a Africa durante muchos siglos: al norte, mediante la conquista; al este, por el comercio, y al oeste, por la propaganda religiosa. Mucho antes de la aparición de los portugueses habían establecido una cadena de factorías a lo largo de la costa oriental, tales como Mogadiscio, Malindi, Mombaza, Pemba, Zanzíbar, Mozambique, Kiwa y Sófala. De esa manera se fueron construyendo ciudades similares a las de Arabia, donde los nuevos habitantes de esas zonas llevaban la existencia tradicional de su lugar de origen. No se formó un imperio árabe en Africa sino una serie de centros poblados independientes unos de otros, que se dedicaban a intercambiar objetos de metal, textiles, sal y abalorios, por marfil, oro de Rodhesia, ambar gris y esclavos.

Los árabes organizaron caravanas y depósitos en el interior del continente africano e iniciaron la venta de negros esclavos en los mercados de Asia.

La influencia religiosa del Islam tuvo aceptación entre los reyes y los personajes más destacados; los pueblos se mantuvieron fieles a las creencias de sus antepasados. Conquistó progresivamente el Sudán central y oriental, Kanem, los siete principados hausa, Nubia y fundó un estado musulmán en los confines orientales de Shoá, pero los árabes nunca intentaron someter a las tribus ni anexar sus territorios. Abisinia se mantuvo fiel al cristianismo. A principios del siglo XV los portugueses ocuparon la costa atlántica de Marruecos (Mazagán, Arzila, Ceuta) y los españoles el litoral argelino y tunecino (Orán, Bugia, La Goleta). La exploración del litoral marítimo africano por los navegantes lusitanos ya ha sido considerada; solamente es conveniente agregar que tuvo grandes repercusiones en el continente negro. La nueva ruta de especias hacia Europa aniquiló a la economía egipcia y los portugueses desalojaron a los árabes, por la fuerza, de los puertos orientales. La trata de negros también rindió gran beneficio a los comerciantes de Lisboa, que muy pronto ampliarían sus mercados con las colonias españolas de América y las portuguesas de Brasil. El monopolio fue quebrado por los corsarios franceses, quienes luego dirigieron su interés a la región del Senegal, donde, paulatinamente, fueron extendiéndose por San Luis, Podor y Galam, a orillas del río; Gorea, Gasamanza y Albreda, en la costa del mar, así como por las islas Bissagos y Los hasta el río de Sierra Leona. Durante el siglo XVII los africanos conocieron a otros europeos que terciaban en la conquista de sus territorios: los holandeses, ingleses, suecos y daneses. Los representantes de los comerciantes de Amsterdam construyeron establecimientos africanos entre El Mina y San Pablo de Loanda; al este del Cabo de Buena Esperanza, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales fundó, en 1652, el puerto de El Cabo, como centro de sus operaciones en el Indico, que fue regido con una severa legislación: el lugar no dependía administrativamente de los Países Bajos; los colonos debían observar una escrupulosa moralidad, firmar un compromiso de residencia por diez años; comerciar únicamente con holandeses, y se les prohibía toda relación con los indígenas. Para la cría de ganado fueron llevados los campesinos, o boers, que practicaron un pastoreo trashumante que los alejó del centro de dominio de la Compañía, permitiéndoles desarrollar sus tendencias autónomas, alentadas por la religión reformista, que los incitaba a bastarse a sí mismos, tener confianza en su fe, no esperar nada de nadie y a no escuchar más que a Dios, por su palabra transmitida por la Biblia. Un armador inglés llegó a Benin y, posteriormente, otros tres comenzaron a efectuar expediciones regulares llegando, en algunas ocasiones, a mantener choques con los portugueses. Fundaron dos establecimientos, uno a orillas del Gambia y otro en la Costa de Oro; Sebastián Cabot fue nombrado gobernador de los Merchant Adventurers, Compañía británica especializada en el comercio en Africa, principalmente dedicada a la trata de esclavos. Los negreros ejercían una actividad lícita, que nadie consideraba deshonrosa: ni la Iglesia Católica ni la anglicana pusieron dificultades a su desarrollo. Es más, las largas procesiones de negros encadenados fueron justificadas utilizando textos del Antiguo Testamento y con la excusa de tratarse de una forma de convertir a los paganos. Los suecos levantaron Cape Coast, en la actual Ghana, pero al poco tiempo fueron expulsados por los daneses. Incluso los prusianos aparecieron en la Costa de Oro buscando “madera de ébano”, como llamaban los negreros a los esclavos. Otros importantes centros de exportación fueron: el Congo, Angola, Senegal, Gambia, Togo, Dahomey y Nigeria, cuyos sistemas políticos y sociales tenían como fundamento esencial la captura y el comercio de negros. Cuando los prusianos entregaron a Holanda la totalidad de sus posesiones africanas lo hicieron a cambio de una suma de dinero y doce esclavos, seis de ellos amarrados con cadenas de oro.

Motivos económicos del saqueo colonial

En vísperas de la Revolución Francesa los grandes descubrimientos geográficos que se habían sucedido desde el siglo XV comen. zaron a dar origen a un mercado mundial que nacía del monopolio, la violencia sin embozos y el proteccionismo rudimentario. La acumulación primitiva del capital derivaba del saqueo, el exterminio de pueblos enteros, el robo, la acción de los corsarios y piratas, la servidumbre y la explotación esclavista. El sistema colonial hizo posible el crecimiento del comercio y de la navegación, creando posesiones en todos los lugares del mundo conocido.

Eran colonias toda América, gran parte de la India, Indonesia, sectores de Australia, el litoral de Africa y las islas que se encontraban en esas rutas. Al mismo tiempo se había puesto en evidencia que antiguos países de avan zada cultura, como China, el Imperio Otomano, Irán y Turquía, estaban débiles y, si bien no fueron avasallados, despertaron la codicia y se inició la rapiña.

Las formas y métodos de la explo tación colonial fueron diversos: estaban precariamente adaptados al grado y tipo de evolución de las zonas ocupadas, su pasado histórico y su régimen socioeconómico. Por último, dependían también de la situación mundial y de la competencia entre los países colonialistas. Los españoles y los portugueses introdujeron el feudalismo en los territorios americanos; en las zonas de plantaciones predominaba el esclavismo; en la India y en Indonesia los mercaderes ingleses y holandeses conservaron la dependencia servil que provenía de los sultanes; en las colonias inglesas de América del Norte y Australia se instalaron colonizadores europeos que ocuparon las mejores tierras exterminando a los nativos o haciéndolos retroceder hacia las regiones desérticas, inservibles para los europeos.

“El imperialismo de la Europa del siglo XVIII tuvo algunas características abominables. Fue cruel, cínico y voraz —reconoció Parry—. Unía el egoísmo a la insensibilidad para los sufrimientos de otros pueblos. Claro está que la ambición y la brutalidad habían ido jalonando el curso de la expansión, pero en los primeros sentimiento de admiración, cierto fondo de humildad bajo la barbarie y, a veces, un angustioso examen de conciencia. Es difícil no llegar a la conclusión de que la actitud general de los europeos hacia los no europeos se enmudeció e insensibilizó en el triunfo de la expansión. La familiaridad había producido el menosprecio.”

La expropiación de los bienes de los pequeños productores de mercancías (campesinos y artesanos) y el saqueo colonial eran para Europa parte de una nueva forma de producción. El nacimiento del sistema estatal de crédito, los bancos y la Bolsa estaban estrechamente ligados al sistema de rapiña colonial. La afluencia de metales preciosos de América, en cantidades excepcionales, produjo una revolución en los precios de Europa y cambió bruscamente las anteriores condiciones de vida y comercio.

Hasta entonces, las manufacturas y todas las industrias habían estado en manos de obreros, maestros y contratistas que trabajaban en sus propias casas; la mayoría eran patrones de sí mismos, organizados en gremios o corporaciones. Comenzaron a tomar mayor incremento los capitalistas que alquilaban maquinaria y compraban el producto terminado; en 1765 se terminó de construir la máquina de vapor de Watt, y la industria algodonera fue la primera en pasar al sistema de maquinaria movida por la fuerza hidráulica. Otras industrias reunieron en fábricas a los obreros y el patrono ya no fue más el maestro o capataz.

Inglaterra ocupaba el papel dirigente en las conquistas coloniales. Tenía la llave de la hegemonía comercial y una superioridad sin rival en el mar; de sus posesiones en todo el mundo obtuvo parte del capital que invirtió en la construcción de talleres y fábricas. La revolución industrial disponía de “un fundamento amplísimo, con nuevos mercados de venta asegurados para sus productos manufacturados”.

El imperialismo inglés y el librecambio

La historia mundial registró entonces grandes cambios y acontecimientos de vastas resonancias. Los ingleses arrebataron a los franceses el Canadá en 1759 y doce años después perdieron las trece colonias de América del Norte, que constituidas en los Estados Unidos se transformaron en la primera nación libre del Nuevo Mundo.

La Revolución Francesa con “la declaración de los derechos del hombre”, difundió ideas de soberanía popular, igualdad y fraternidad; la posterior aparición de Napoleón, con su epopeya militar que lo llevó hasta la ocupación de España, ofreció a la América hispánica motivo y excusa para iniciar el camino de su independencia política.

La revolución burguesa en Francia puso de manifiesto que caducaba la vieja política colonial de la violencia y el monopolio, enfermedad congénita del capitalismo en desarrollo. Las Compañías comerciales de colonización sufrían fuertes pérdidas y caían en bancarrota; la absoluta necesidad de adoptar nuevos métodos fue demostrada por la insurrección de los pueblos oprimidos de América, Asia y Africa.

Derrotado Napoleón, el Congreso de Viena (1815) confirmó el dominio mundial de Inglaterra. A partir de entonces el imperio inglés se desarrolló por conquista, por expansión sobre territorios vacantes y por infiltración económica en los países que lograban su independencia política, pero no podían hacer lo mismo con la explotación de sus recursos naturales. Por medio de la conquista ocuparon la India, cuya sumisión se logró en 1856; Birmania, desde 1826 a 1855; en Africa: Egipto ocupado en 1882 y el Sudán egipcio (1896-1908); Natal (1843) y las repúblicas sudafricanas de Orange y de Transvaal (18991902); en Oceanía: Nueva Zelandia (1840-1896). Por expansión pacífica establecieron su dominación en la zona ubicada al norte de Estados Unidos, desde el Atlántico al Pacífico, creando la Federación Canadiense (1867-1871); en Oceanía fundaron las colonias del continente austral (1824-1859) y la Federación Australiana (1901).

Para que nada obstaculizara las comunicaciones con tan vasto imperio (la quinta parte de la superficie del globo terráqueo y la cuarta parte de su población) los ingleses ocuparon los puntos estratégicos marítimos y, así como se habían apoderado de Gibraltar y Malta en el Mediterráneo, ocuparon las islas Malvinas en el Atlántico, tomaron Singapur (1819) y la península de Malaca (1829), en el camino de India a China, y Aden (1839) en la ruta que va de Europa a India.

La infiltración económica levantaba la bandera del librecambio, izada por las comerciantes e industriales ingleses. Hasta principios del siglo XIX se extraían las riquezas de las colonias por la violencia; con el librecambio el saqueo se extendió a países aparentemente independientes, pero en forma más sutil, empleando la táctica de vender a altos precios los productos industriales británicos y de comprar barato materias primas y víveres. El librecambio quebrantó la estabilidad de la economía campesina, mantenida con su tradicional combinación de producción doméstica y agraria, con sus condiciones casi inmutables de reproducción primitiva. Los capitalistas extranjeros procuraron mantener esas formas de explotación, trataron de entorpecer el desarrollo de las industrias locales y de otras fuerzas productivas, de controlar los mercados de venta y “la actividad libre” de las fuerzas espontáneas del mercado. Para esos fines contaron con el apoyo de los comerciantes e intermediarios lugareños, que fueron siempre sus mejores aliados, como socios menores en la empresa. Los ingleses aprovecharon las luchas internas de grupos y de clases que se sucedieron en los países que lograron emanciparse de España en América Central y del Sur para lograr esos y otros privilegios. Eran estados independientes nominalmente, pero en vías de convertirse en semicolonias de la corona inglesa, como lo reconoció el vicepresidente argentino Julio A. Roca, en Londres, en una fecha tan cercana como 1933.

El reparto del mundo

La lucha colonial anglofrancesa no terminó con la derrota de Napoleón; después de un lapso se reinició en 1830, bajo el reinado de Carlos X, cuando el rey de Argel se rindió al cuerpo expedicionario de Francia, que procedió a ocupar toda Argelia, hasta entonces sujeta a la soberanía del Imperio Otomano.

La reorganización del imperio colonial francés siguió con el rey Luis Felipe y no se terminó hasta el reinado de Napoleón III, después de veintisiete años de lucha. Luis Felipe dispuso la ocupación de varias islas del Océano Pacífico, entre las que se encontraba Tahití (1842), y su sucesor prosiguió con Nueva Caledonia (1853), con el ataque a Cochinchina (1859-1867), que fue el comienzo de la conquista de Indochina y el establecimiento del protectorado francés sobre Camboya (1863); en Africa se inició la conquista del Sudán occidental con la ocupación del valle del Senegal (1854-1865). Bajo el gobierno de la Tercera República, y en las últimas dos décadas del siglo XIX, fue cuando se hicieron sistemáticamente las adquisiciones más extensas: Túnez (1881 - 1882), Dahomey (1892), Congo y los territorios del Tchad (1800-1900), Marruecos (1907-1912), todos en Africa; Madagascar (1895), en el Océano Indico; Tonquín y Annam (18821885), en Asia, en guerra con los chinos.

En la segunda mitad del siglo XIX se produjo en Alemania un portentoso desarrollo de la industria y del comercio; con la intención de abrir nuevos mercados para la gran producción germana el emperador Guillermo II ordenó la creación de una importante flota y su cuerpo diplomático desplegó febril actividad. Estos hechos disgustaron a los ingleses porque amenazaban su supremacía marítima y hacían peligrar el imperio colonial.

La diplomacia abría mercados, entablando nuevas relaciones. En Turquía el Imperio Alemán obtuvo la concesión para construir, en la parte asiática, el ferrocarril de Bagdad, que sería el camino más corto hacia el Oriente. Los alemanes acompañaron a esa forma de colonización económica con la ocupación directa en Africa de Togo, Camarones, el sudoeste africano y Africa Oriental Alemana; en Oceanía se instalaron en el nordeste de Nueva Guinea y en algunos archipiélagos inmediatos, luego en las Carolinas y las Marianas, que compraron a España en 1899; en Asia exigieron a China la cesión, en arriendo, de la zona de Kiao-Tcheu, en la península de Chantung. Las colonias germanas eran de mediana importancia y ninguna con la fertilidad necesaria para transformarse en una rica y poblada posesión; para más, la derrota de Alemania en la guerra de 1914-1918 aniquiló su incipiente imperio colonial.

En cambio, los restos de la antigua gran potencia que había sido Holanda se mantenían en regiones muy ricas, como las islas de la Sonda —las Indias Neerlandesas—, la gran isla de Java, con su abundante producción de azúcar y tabaco, y Nueva Guinea Occidental.

En el centro de Africa los dos millones de kilómetros cuadrados del Congo constituían el gran dominio de Bélgica. A España y Portugal les quedaban diseminados los restos de sus antiguos imperios. Esta última conservaba los vastos territorios de Angola y de Mozambique en Africa; las islas Azores, Madera y Cabo Verde en el Atlántico; Goa en la India; Macao en China y el nordeste de la isla de Timor en el archipiélago malayo. España se aferraba, en Africa, a Ceuta y Melilla, a la zona sur de Marruecos, Río de Oro y la Guinea Española; después de haber sido vencida por Estados Unidos y obligada a aceptar el Tratado de París (1898) debió reconocer la independencia de Cuba y ceder al vencedor Puerto Rico y las islas Filipinas, al sudeste del continente asiático. Hacia 1870 Italia logró su definitiva unidad territorial e, inmediatamente, se volcó hacia el exterior, para intervenir en el reparto de colonias en Africa. En Túnez se le anticipó Francia, y entonces se dirigió a Etiopía. Desde 1882 a 1888 ocupó en sus inmediaciones a Assab y Massauah, junto al mar Rojo y Somalia, por el Océano Indico. Cuando el ejército italiano atacó a los abisinios sufrió el desastre de Adua (1896) y debió postergar sus aspiraciones hasta cuarenta años después, durante la dictadura de Benito Mussolini. Previamente, en 1911, Italia se apoderó de Trípoli y de los principales puntos de la costa de Libia, en el Mediterráneo, después de vencer a los turcos, asociados con los árabes.

China, cuya riqueza era conocida desde la Edad Media y que había sido una de las causas determinantes de los primeros viajes de españoles y portugueses hacia Asia, fue el centro de una gran disputa. Los primeros extranjeros que arribaron al Imperio Chino fueron muy bien recibidos, pero la insaciable codicia de que hicieron gala y las brutalidades cometidas determinaron que las fronteras les fueran cerradas durante mucho tiempo. Esta situación se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, ocasión en que los europeos las reabrieron por la fuerza: la guerra del opio (1840-1841), emprendida por los ingleses, les reportó como beneficio Hong-Kong y cinco puertos más; la expedición francobritánica (1858-1860) obligó a los chinos a ceder siete nuevos puertos, ampliando las facilidades comerciales. Los descalabros anotados despertaron también la ambición de Japón, que se sumó a la intención mundial de repartirse el inmenso país, como estaba sucediendo con Africa.

Los nipones, que habían abolido el feudalismo y modernizado su producción conforme a las técnicas más avanzadas, atacaron a China —con la excusa de incidentes en el reino de Corea— y vencieron fácilmente. La paz convenida (1895) les otorgaba los dos puntos estratégicos que dominaban la entrada del golfo de Petchili, al norte Port Arthur y al sur Wei-Hai-Wei, y la gran isla de Formosa. Con el pretexto de evitar el desmembramiento de China intervinieron los europeos (Rusia zarista, Alemania y Francia) e impusieron una revisión de la paz. Japón debió limitarse a Formosa y a una indemnización de guerra; Alemania, como se ha mencionado, ocupó el puerto de Quiao-Tcheu, en una región rica en minas de carbón; Rusia construyó los 6.600 kilómetros del ferrocarril Transiberiano por la provincia china de Manchuria y en su extremo final levantó el puerto militar de Vladivostok (dominador de Oriente), frente al Japón; también se reservó Port Arthur. Francia se quedó con Kuan-Tcheu e Inglaterra con Wei-Hai-Wei (1898). Además obtuvieron facilidades para utilizar las vías navegables chinas, derecho de establecer manufacturas y concesiones de explotación de minas. Poco después estalló la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y los ejércitos zaristas fueron completamente derrotados. Rusia reconoció el protectorado de Japón sobre Corea, le dejó Port Arthur, una parte de la isla Sajalin y Manchuria fue dividida en dos zonas de influencia: el norte era dominio ruso y el sur japón. La expansión de las grandes potencias fue provocada por razones económicas. La gran industria obligaba a buscar mercados en todo el mundo. Esta nueva era de conquistas coloniales se verificó por las fuentes de materias primas y por las esferas de inversión de capitales, después de una lucha cruel por la supremacía económica, política y estratégica. Las zonas de influencia contrarrestaban la encarnizada competencia y la barrera de tarifas protectoras con que se rodeaban los estados industriales. El librecambio era predicado para los países dependientes, mientras los centros imperialistas practicaban el proteccionismo.

La diplomacia del dólar

Las ex-trece colonias inglesas de América, que aparecieron en el concierto internacional de naciones como los Estados Unidos, demostraron pronto ambiciones expansionistas. En breve tiempo la joven república elaboró la doctrina del “destino manifiesto” —consecuencia de un desusadamente rápido desarrollo económico y justificativo moral de su conducta de dominación mundial—, contradictoria con el ideario de libertad y respeto a la ley sostenido en el período constituyente. A través de la guerra contra México (1846-1848) arrebató a su vecino un millón y medio de kilómetros cuadrados de territorio, que pasaron a constituir los estados norteamericanos de Texas, California, Nevada, Utah, Arizona y una parte de Nueva México. Por un tiempo el proceso se detuvo, con motivo de la contienda civil, originada por el antagonismo existente entre el norte industrializado y el sur agrario. Pero una vez liquidada la guerra de Secesión (1861-1865), con el triunfo norteño y la abolición de la esclavitud, continuó su avance hacia el exterior.

Estados Unidos compró Alaska a Rusia (1867) por siete millones de dólares; se anexó las islas Sandwich (1897), conocidas como Hawai; por el ataque armado contra España quedó dueña —como se ha visto— de Puerto Rico y del archipiélago filipino, aumentando con este último su influencia en el oriente asiático. Sus grandes corporaciones frutícolas, petroleras, cupríferas y de toda índole adquirieron enormes extensiones de valiosas tierras, con lo cual se convirtió en el árbitro de la economía de la mayor parte del Tercer Mundo, especialmente en América Central y del Sur.

La “Enmienda Platt” (1901) le permitió disponer de Cuba, anulando implícitamente su dependencia; la revuelta en Panamá y la ocupación de la zona del Canal le dio el cominio de una estratégica vía de comunicación entre el Atlántico y el Pacífico; las declaraciones del presidente Theodore Roosevelt (1904):

“Todo país cuya población se conduzca correctamente puede contar con nuestra cordialidad. Pero un desorden crónico, una impotencia constante para conservar los vínculos que unen a las naciones civilizadas, en América como en todas partes, podrán requerir la intervención de alguna nación civilizada, y en este hemisferio la fidelidad de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe podrá obligarlos, aunque eso les repugne, a ejercer un poder de policía internacional, en caso flagrante de tales desórdenes o de semejantes impotencias”,

significaban concretamente limitaciones de soberanía a los países del Golfo de México y del Mar Caribe; Nicaragua (1912), Haití (1915) y la República Dominicana (1916), quedaron bajo la dirección administrativa norteamericana. El “gran garrote” y “la diplomacia del dólar” estuvieron al servicio de la penetración imperialista y la intervención de Estados Unidos en la guerra mundial (1914-1918) consolidó definitivamente su peso intenacional.

Entre las colonias de los tiempos pasados y la política del capitalismo en la nueva etapa que simbolizaba Estados Unidos había una diferencia sustancial, aunque los atropellos enumerados hicieran presumir que nada iba a cambiar. Los monopolios pasaron a desempeñar un papel decisivo en la vida económica y con la fusión del capital bancario con el industrial comenzó a tener más importancia la exportación de capitales que la de mercaderías. En consecuencia, se procuró dominar financieramente a los países, obteniendo convenios ventajosos, esferas de influencias, concesiones, que permitió a las corporaciones monopólicas acaparar el mayor poder mundial.

La conquista y ocupación de todas las regiones de la tierra que constituirían el Tercer Mundo puede resumirse, finalmente, en períodos tales como: descubrimiento, colonización y saqueo, asociación con la metrópoli y, por último, dependencia económica-financiera y diplomática. A partir de entonces, cuando el colonialismo asumió esas características, los pueblos dependientes se transformaron, cada vez más, en focos de perturbación, de crisis, de conmociones sangrientas por la liberación nacional.

Bibliografía

Salvador Canals Frau: Prehistoria de América, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1950.

Salvador Canals Frau: Poblaciones indígenas de la Argentina, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1953.

Noticias de la Tierra Nueva, Eudeba, Buenos Aires, 1964. Fray Bartolomé de las Casas: Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Eudeba, Buenos Aires, 1966.

Genaro García: Carácter de la conquista española en América y en México, Edit. Fuente Cultural, México, 1945.

Louis Baudin: El Imperio Socialista de los Incas, Edit. Zig-Zag, Santiago de Chile, 1953.

Salvador Canals Frau: Las civilizaciones prehispánicas de América, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1955.

Gustavo Adolfo Otero: Figura y carácter del indio, Edit. Juventud, La Pa: (Bolivia), 1954.

Sergio Bagú: Estructura social de la colonia, Edit. El Ateneo, Buenos Aires, 1952.

J. H. Pa”: Europa y la expansión del mundo, F. C. E., México, 1952.

Carlos F. Lummus: Los exploradores españoles del siglo XVI, Edit. Austral, Buenos Aires, 1945.

Salvador de Madariaga: El auge del Imperio español en América, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1955.

Pierre Bertaux: Africa, desde la prehistoria hasta los estados actuales, Siglo XXI, Madrid 1972. K. M. Panikkar: Asia y la dominación occidental, Eudeba, Buenos Aires, 1966.

Luis F. Rivas: la situación colonial, serie Transformaciones, Nº 83, Centro Editor, Buenos Aires, 1973.

María Elena Vela: Africa, botín del hombre blanco, Centro Editor, Buenos Aires, 1972.

Ch. André Julien: Historia de Africa, Eudeba, Buenos Aires, 1963.

This entry was posted on Saturday, March 31, 1973 at 10:20 AM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comments

Post a Comment