Los genocidios en el siglo XX  

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Fernando Brumana

© 1973

Centro Editor de América Latina — Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Los genocidios en el siglo XX. 1

Vietnam: La política genocida. 2

Ataque a la población civil: 7

Ataque a instalaciones civiles: 8

La guerra ecológica: 9

Brasil: La civilización genocida. 10

Palestina, el genocidio progresista. 18

Capitalismo y genocidio. 24

Los genocidios cotidianos 26

Bibliografía. 28

El caso armenio. 29

El escándalo europeo: El nazismo. 30

Genocidio es un término de reciente introducción. Fue el jurista polaco Raphael Lemkin quien lo utilizó por primera vez, allá por los años treinta. Recién en 1948 se convierte en figura jurídica internacional, por un acuerdo de las Naciones Unidas, acuerdo no refrendado por los Estados Unidos. Este acuerdo no condenaba solamente los genocidios, sino también su mera intención. Este es su texto:

“En la presente convención, por genocidio se entiende uno cualquiera de los actos antes mencionados, cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:

a) Homicidio de miembros de grupo.

b) Atentado grave contra la integridad física o moral de miembros del grupo.

c) Sometimiento intencionado del grupo a condiciones de existencia que habrán de producir su destrucción física, total o parcial.

d) Medida que tienda a dificultar los nacimientos en el seno del grupo.

e) Traslado forzoso de los niños del grupo a otro grupo.”

Esta concepción de genocidio ha sido considerada demasiado estrecha por muchos juristas; el propio Lemkin ya advertía que

“el genocidio no significa necesariamente la destrucción inmediata de una nación o de un grupo nacional, el exterminio masivo de todos sus miembros. Implica igualmente un plan concertado que tienda a la destrucción de este mismo grupo. Un plan de este género tiene como objetivo la desintegración de las instituciones políticas y sociales, de la existencia económica, de la cultura, de la lengua, de la salud de los individuos pertenecientes al grupo...”.

La declaración de las Naciones Unidas, así también como la sorpresa y el horror con que las potencias occidentales han reaccionado frente a algunas de las masacres que han sucedido en este siglo, muestra que hay un claro propósito de eludir responsabilidades frente a ellas. La pregunta que surge es la siguiente: estas masacres que periódicamente conmocionan al mundo entero, ¿son producto de la locura y la maldad de algunos, o tienen raíces más profundas, raíces que no todos quieren ver, que no todos quieren que se denuncien?

Para contestar esto, vale la pena comprobar primero la esencia de los tres mayores genocidios que se cometen hoy: el del pueblo vietnamita, el de los indios brasileños y el de los palestinos. No son estos los únicos etnocidios que están actualmente en vías de realización. Solo son los más masivos y significativos.

Vietnam: La política genocida

El imperialismo no acepta, no puede aceptar, la existencia de pueblos que, escapando a su esfera, intenten construir una sociedad que borre las condiciones de explotación sobre las que este vive y se reproduce.

Cuando esto, a pesar de todas las preocupaciones, ocurre, se hace necesario acabar pronto con la piedra de escándalo. Los bloqueos, el ahogo económico y político, el sabotaje, y, en última instancia la intervención militar son las herramientas que volverán todo a la “normalidad”. Si el mero hecho de impedir a un pueblo realizarse como tal según su voluntad, debe ser considerado como genocida, mucho más debe serio la bestialidad devastadora con que, en las situaciones límites, el imperialismo responde a la resistencia de la nación agredida.

Hay varias maneras de intentar destruir la voluntad de un pueblo. La más perfecta, la más completa, es destruir a ese pueblo. En Vietnam, este es el camino elegido por los yanquis; pero no por capricho, no por arbitrariedad.

El general francés Leclerc ya había advertido a principios de la década del 50: “No hay solución militar.” Es que no era un misterio el espíritu de las masas. El propio Eisenhower, respecto a la situación planteada por la capitulación francesa, dice en sus memorias: “En general, todos estaban de acuerdo en que, en caso de elecciones, Ho Chi Minh sería elegido Presidente del Consejo”. Ante esto se plantea el dilema: retirarse o aniquilar. La geopolítica norteamericana sólo podia dar como valida la segunda respuesta.

Países como Francia o Inglaterra, cuando llevaban a cabo sus guerras coloniales (Indochina, Argelia, Malasia, Chipre, etc.) debían parar la matanza en determinado momento; de lo contrario la guerra dejaba de tener sentido. Es decir, el móvil de esos países era continuar el saqueo colonial en el territorio en el que luchaban; aniquilar la población se volvía entonces un contrasentido. y ésta es la contradicción que los ha llevado continuamente a la derrota. Los Estados Unidos en Vietnam están en una situación totalmente diferente; su interés no es básicamente económico, no se trata de defender sus inversiones en esa nación, sino es esencialmente político. Ya no se refiere exclusivamente a este país del Sudeste asiático, sino que se integra como una pieza clave en toda la estrategia que los yanquis, como superpotencia imperial, emplean a nivel mundial. Vietnam importa como frontera, como cerco de China y de la revolución mundial. Los norteamericanos, luego de la derrota de Chiang Kai Shek, habían decidido levantar un muro de contención (la verdadera cortina de hierro) alrededor de China. Vietnam constituía uno de los elementos esenciales de esa política, a la que la victoria del Viet Minh en 1954 daba un golpe muy grave. Por otra parte, la política exterior de los Estados Unidos en el Sudeste asiático se manejaba con un presupuesto, la “teoría del dominó”. Esta entendía que la pérdida (es decir, la liberación) de uno de los países de esta región, llevaba inexorablemente a la de los demás, así como en una hilera de fichas de dominó paradas verticalmente la caída de la primera arrastra a las demás. Vencer al pueblo vietnamita se convertía pues, en el hecho absolutamente prioritario de la política imperialista.

Pero hay más; la guerra de Vietnam hubiera querido tener una ventaja adicional, el efecto demostración. En palabras del general Westmoreland, “hacemos la guerra en Vietnam para mostrar que la guerrilla no puede prosperar” Indochina ha sido convertida por los yanquis en un escenario donde, paradigmáticamente, la contrarrevolución iba a ahogar a la revolución.

Como esto no ha sucedido, y como lo que está sucediendo demuestra lo contrario, los norteamericanos no encuentran otro remedio que desangrar al pueblo vietnamita. Y esto es muy importante, si bien los cadáveres son vietnamitas, somos todos los pueblos del tercer mundo los que estamos en la mira de los fusiles de los marines, en las pantallas de guía de bombardeos. Como dice Sartre: “De esta suerte, los vietnamitas se baten por todos los hombres y las fuerzas americanas contra todos. Realmente, no figurada ni abstractamente. Y no sólo porque el genocidio sería en Vietnam un crimen universalmente condenado por el derecho de gentes, sino porque, poco a poco, el chantaje del genocidio se extiende a todo el género humano, apoyándose en el chantaje de la guerra atómica, es decir, del absoluto de la guerra total, y porque este crimen que se realiza todos los días ante nuestros ojos, convierte a todos aquellos que no lo denuncian, en cómplices de los que lo cometen, y para mejor servirnos, empieza por degradarnos. En ese sentido, el genocidio imperialista no puede más que radicalizarse, pues el grupo a quien se intenta alcanzar y aterrorizar a través de la nación vietnamita es a todo el grupo humano”[1].

En 1954 (aún participaba Francia en la guerra) el 70% del esfuerzo económico cayó sobre los hombros del Tío Sam; en dólares eso significó más de 1.500 millones. Aun era una guerra barata; en 1970, el presupuesto bélico para Vietnam alcanzó a 81.542 millones de dólares.

El intento de ganar convencionalmente la guerra, es decir con masacres convencionales, fracasó.

Se entra, entonces, en un nuevo tipo de guerra.

En 1962, siguiendo la experiencia inglesa en Malasia, se monta una serie de operativos en gran escala que convierte al país en un enorme campo de concentración. Se partió de la misma premisa de la que parte la guerra revolucionaria: el guerrillero se mueve en la población como un pez en el agua; de lo que se trataba entonces, era de secar el estanque. Esto se lleva a cabo de la siguiente manera: se ocupa un poblado, se lo desaloja, se confiscan los depósitos de arroz y el ganado, se lo incendia, se transplanta sus habitantes a “aldeas estratégicas”. A veces se invierte el proceso, se incendia primero y después se desaloja a los sobrevivientes...

Los campesinos capturados son seleccionados; por un lado mujeres, niños y ancianos; por el otro, los hombres entre 15 y .45 años; éstos son considerados ineluctablemente sospechosos de pertenecer al FLN. A los primeros se los envía directamente a las “aldeas estratégicas”; para los segundos comienza el interrogatorio que para muchos seguirá en tortura y para algunos en muerte. Los que sean considerados efectivamente combatientes serán liquidados o irán aparar a las cárceles, los otros (se los designa “hoi chanh” - pasados) son clasificados como desertores, y pasan a los campos de “brazos abiertos”, donde se los catequizará a favor de los ocupantes y del gobierno títere. Cuando se los declare “recuperados” serán trasladados a los campos donde están sus familiares. La operación fue inicialmente exitosa, en junio de 1963, el 62% de la población (8.737.463 personas), ya estaban concentradas. Luego vino el desastre, en octubre de 1966 7.000 de las 8.000 aldeas concentracionarias habían sido destruidas por sus propios pobladores.

¿Cómo son estas aldeas con las que los fantoches saigoneses querían comenzar una nueva era para el país? Veamos las declaraciones de un oficial de los servicios de inteligencia norteamericanos: “Empleé la expresión “pozos de basura” a falta de un eufemismo mejor. Las condiciones en que se ven obligados a vivir los habitantes de estos campos son espantosas. En general, falta agua; hay, tal vez, una fuente para 200 personas, o, en otros casos, hay que ir a buscarla. Cuando la tienen para beber y para cocinar se pueden considerar felices: por lo general, no queda nada para los cuidados higiénicos. Las letrinas, cuando las hay, son de la peor especie. Los habitantes de los campos apenas tienen nada que hacer durante la jornada: están ahí esperando que el tiempo pase” (1). En los campos se imparte instrucción ideológica. Esto significa que todo el día, los altavoces, que al igual que los alambres de púa rodean la aldea, bombardean con propaganda a los “refugiados”. He aquí un informe de un grupo de auxiliares gubernamentales sobre la ayuda prestada en el campo: “5.289 (diferentes) pastillas a pacientes, 2.200 litros de desfoliantes; 250 acres terraplenados por bulldozers para mayor seguridad, 524 horas de Psywar (guerra psicológica), cuatro conciertos de música”. Paralelamente, se declaran extensas zonas como de “tiro libre”, es decir zonas donde se dispara contra cualquier persona; como dicen los soldados yanquis “los únicos vietnamitas buenos son los vietnamitas muertos”. Y como último cerrojo de los campos de concentración, el incendio de los arrozales, la deforestación, la destrucción de los cultivos; en una palabra, la eliminación de todos los recursos que independicen a los campesinos de sus invasores. De ser el mayor exportador de arroz de la zona, Vietnam se ha convertido en su mayor importador. En 1965, cifra ya envejecida, 7.000 Km2 de cultivos y de bosques habían sido devastados.

La contrapartida del devastamiento es obvia; imposibilitados de todo trabajo productivo, para los campesinos comienza la desagregación moral; una población de trabajadores es convertida en lumpemproletariado. Las fuentes de vida serán en adelante la mendicidad, el robo, la prostitución. 70.000 prostitutas censadas en Saigón, 10.000 en Hue.

Hasta ahora hemos hablado de la guerra oficial; de las operaciones a la luz del día, a las que se invita a la prensa, a observadores extranjeros, etc. Al lado de esta guerra (que por supuesto ya es genocida) existe otra; la que conocemos por escándalos como el proceso al teniente Calley.

Mi Lay ha sido sólo una entre la enorme cantidad de masacres cometidas por los soldados yanquis o sus alcahuetes nativos. Ngan Son, Duy Xuyen, Cho Duoc, Chau Son, Cam Le, Yen Ne, An Thoi, An Dinh, La Bong, Phan Nam, y tantos otros poblados podrían contar la misma historia.

El teniente coronel Saul Jackson decía a sus tropas: “Les vais a dar duro a esos vietnamitas, hacedlo sin piedad, quiero ver cómo el suelo se bebe la sangre vietnamita”.

En las operaciones en los poblados hay un momento ritual, un minuto de locura: “si se nos disparaba desde un pueblo, teníamos lo que se llamaba nuestro minuto de locura: los tanques y ametralladoras se desaforaban un buen rato contra todo cuanto hubiese en el pueblo, viviente o no, puesto que el ejército consideraba, mientras no se consiguiese información más amplia, a todo vietnamita como vietcong”[2].

También llegaba la hora del fetichismo.

“Durante cierto tiempo en la 173° brigada aerotransportada se había tomado la costumbre de cortar las orejas a los cadáveres enemigos después del combate, para guardarlas como recuerdo (...). El poseedor del mayor número de orejas estaba considerado como matador de vietcongs N° 1. De regreso al campo de la base tenía derecho a cerveza y whisky gratuitos”[3].

Por su parte, el gobierno de Saigón mantiene alrededor de 150.000 prisioneros políticos y de guerra en campos de concentración. Chi Hoa, Pulo Condor, Phu Lo¡, son los más conocidos, los más terribles. Pulo Condor fue piedra de escándalo hace pocos años, cuando una delegación de parlamentarios yanquis lo visitó de improvisto. Pudieron ver a los prisioneros amontonados en jaulas inverosímilmente pequeñas, con las piernas colgando fuera de ellas y secándose al sol; son las llamadas “jaulas de tigre”, a las que el ejército norteamericano conocía desde hacía tiempo, pero que recién fueron denunciadas en esa ocasión. La intención de la dictadura saigonesa es matar o inutilizar a la mayor cantidad posible de prisioneros. Veamos el discurso de recepción que el jefe de esta prisión dio a un grupo de nuevos presos:

“En Pulo Condor han muerto tantos prisioneros como ladrillos se han empleado en construir la prisión. Esta isla está lejos del continente, lejos de vuestros amigos. Nadie hay que pueda protegeros. En la prisión de Pulo Condor se aplica el método de los americanos, que consiste en hacer morir gradualmente (... ). Hay ya en esta prisión millares de enfermos que están con un pie en la sepultura”[4].

Otro aspecto del genocidio es el ataque aéreo, tanto sobre la República Democrática de Vietnam como sobre las zonas liberadas del Sur. El ataque a la República Democrática de Vietnam apunta a desorganizar y destruir toda la vida nacional. Es una guerra total, no restringida a objetivos militares sino extendida a toda una población y a sus medios de vida. La filosofía de esta guerra está inmejorablemente expresada por el general Westmoreland: “Vamos a someterles a una terrible sangría (...) hasta que la cosa tome proporciones de catástrofe nacional y que tengan con ello para decenas y decenas de años”. Más lacónicamente el gobierno norteamericano prometió a Vietnam devolverlo a la edad de piedra. Este regreso a la pre-historia tiene diversas vías:

Ataque a la población civil:

Los monstruosos bombarderos octorreactores y sus hermanos menores que asolan Vietnam no están provistos solamente de bombas de magnitud correspondiente. Gran cantidad de los explosivos arrojados, son relativamente pequeños, o, en su defecto, son grandes bombas-madre, que portan gran cantidad de pequeñas bombas. Estas tienen poco o ningún efecto contra instalaciones, su objetivo es la carne humana. Son las bombas anti-persona. Tienen apetitosos nombres frutales: Bomba ananá, bomba naranja; son envases metálicos, rellenos de centenares de pequeños balines impulsados por un explosivo tres veces más potente que el TNT, su alcance llega a los 15 metros. No sólo bombas, también minas, explosivos retardados, etc. También artefactos cazabobos que atraen particularmente a los niños. La finalidad de estas armas no es tanto matar como herir gravemente. En este mismo sentido recientemente se han introducido armas antipersonales de esquirlas plásticas, indetectables por los rayos X. La finalidad de esto es saturar y trabar el funcionamiento sanitario de la RDV y del FLN; por otro lado un inválido es considerado más perjudicial que un muerto, puesto que si ninguno de los dos puede servir a los esfuerzos de producción de guerra, el inválido sigue consumiendo bienes y necesitando servicios.

El equipo tecnológico yanqui también posee productos químicos antipersonales. 1) Incendiarios: a) Napalm (gelatina de nafta), llega a temperaturas de 1.300° C, y el super-Napalm a los 2.000° C; b) fósforo blanco y termita, llega a los 3.000º C; c) magnesio, llega a los 3.900° C. Estos productos son muy adherentes al cuerpo y siguen ardiendo y fundiendo la carne mucho tiempo. Además de los efectos directos, su eficacia se basa en los secundarios, debidos a la toxicidad de los elementos empleados.

2) Gases. Actualmente están en uso tres tipos diferentes, el CN, el DM y el CS. El fin declarado es inmovilizar tropas enemigas, o controlar contingentes sospechosos, sin derramar sangre. Pero el “New York Times” declara: “Estas clases de gas pueden resultar mortales para los niños muy pequeños, las personas de edad, los enfermos del corazón y de los pulmones”. Algunos testimonios sobre el efecto de los gases revelan sus verdaderos resultados: “El 28/1/65, en Phu Lac, 100 muertos entre la población; el 13/5/65, en Vnh Chau, 30 muertos entre los 146 habitantes intoxicados; el 5/9/65, en Phuos Son, 47 pulverizadores expelieron gas CN, 100 habitantes intoxicados, casi todos mujeres, niños y ancianos, etc., etc., etc.”.

Ataque a instalaciones civiles:

Aparte del ataque a centros poblados que han devastado una impresionante cantidad de casas, los bombardeos han tenido también otros blancos preferenciales. Hospitales, templos de todos los cultos, escuelas, fábricas de artículos de primera necesidad, cooperativas, granjas, etc. El ataque a la leprosería de Quinh Lap, investigado por el médico francés F. Kahn, es un ejemplo de la ferocidad de estos bombardeos. Esta leprosería más que un hospital era una verdadera ciudad que albergaba unos 2.600 leprosos. Conocida mundialmente por su labor terapéutica, estaba alejada de cualquier eventual objetivo militar; por otra parte sus instalaciones estaban debidamente identificadas con cruces rojas en los techos. En junio de 1965, luego de numerosos vuelos de reconocimiento, es atacada por primera vez. Los responsables de la leprosería, sintiéndose amparados en su calidad de institución sanitaria, pensaron ingenuamente que el ataque había sido un error. Pero al día siguiente saldrían de su engaño.” (...) a las 13.45 horas, varias oleadas de aviones lanzaron bombas de todo tipo que causaron 120 muertos y más de 1.000 heridos, de los cuales 19 murieron a causa de sus heridas. Las últimas oleadas ametrallaron con cañón de 20 milímetros y con ametralladora pesada a los leprosos que huían en todas las direcciones de las explosiones e incendios”[5]. Poco después, otro ataque aéreo, bombardeaba y ametrallaba las cuevas, a 5 kilómetros de la leprosería, donde los enfermos habían ido a refugiarse; el resultado fue de 34 muertos y 30 heridos. Evacuados los leprosos varios kilómetros más lejos, fueron vueltos a atacar. En total han sufrido 39 ataques, a pesar de haber sido continuamente denunciado su carácter civil. En el primer trimestre de 1967 se bombardearon 170 escuelas, 149 iglesias y 80 pagodas. Veamos los efectos de los ataques, en ese mismo periodo, en una sola provincia de la RDV, la provincia de Nghe An. Viviendas destruidas: 10.379, establecimientos sanitarios: ocho hospitales, una leprosería, tres farmacias, dos enfermerías; iglesias destruidas: 28; escuelas destruidas: 66; embarcaciones de pesca hundidas: 743; incursiones aéreas contra redes y obras hidráulicas: 893; obras hidráulicas dañadas: 7”[6].

La guerra ecológica:

Una guerra dirigida contra una nación poco industrializada como la RDV no podía basarse solamente en la destrucción de sus fábricas o en el devastamiento de sus centros urbanos. Ya hemos visto cómo, en el Sur, las fuerzas de ocupación debían destruir los fuentes de vida para garantizar su política de “aldeas estratégicas”. En el norte esta destrucción se ha llevado mucho más lejos; el objetivo es cambiar en forma tal el habitat de la población nordvietnamita como para hacer imposible la vida humana. El primer blanco han sido los cultivos; millones de hectáreas han sido arrasadas por desfoliantes, por incendios, por bombardeos. El ganado ha sido afectado indirectamente por la destrucción y contaminación de la vegetación o directamente por la introducción de plagas. Enormes extensiones de terreno, antiguamente fértil, ha sido convertido en erial; su humus se ha trastocado, por el calcinamiento de las bombas, en un polvillo seco y estéril. Enormes cráteres llenos de agua estancada se han vuelto focos infecciosos de primera magnitud. Hasta aquí lo tradicional.

El ejército de científicos que elaboran las nuevas armas y las nuevas tácticas de guerra, han conseguido subir un escalón de esta guerra total. Se ha inventado la guerra geofísica. Esta consiste en modificar artificialmente las condiciones climáticas de una región. “Los resultados de estas modificaciones climáticas -lluvias torrenciales que modifican, exageran y prolongan la temporada del monzón- son análogos a los producidos por las campañas masivas de desfoliación: conducen a una alteración profunda e irreversible de la flora y la fauna de la región y provocan la muerte, enfermedades y el hambre de centenares de miles de civiles. Como en el caso de la guerra biológica y química, el objetivo de la guerra geofísica es aumentar la miseria de la población no combatiente y la destrucción de los recursos económicos de los pueblos atacados”. Esta nueva técnica bélica, tal como se ha desarrollado hasta el momento, tiene la doble ventaja adicional de su economicidad y seguridad. Nubes que se calcula que en poco tiempo serán llevadas por los vientos sobre el objetivo, son tratadas con ioduro de plata, lo que produce las torrenciales lluvias. El ioduro de plata es muchísimo más barato que las sofisticadas bombas utilizadas por los yanquis; además, en esta operación se puede utilizar cualquier tipo de avión; y por último, el operativo se puede llevar a cabo fuera del área de acción de la defensa antiaérea (sobre el mar de China, p. ej.). Otro tipo de tratamiento de las nubes provoca una lluvia acidulada que es altamente eficiente para provocar interferencias en los radares. De esta manera, en octubre de 1971, se provocaron las inundaciones más graves de los últimos 25 años. La eficacia de este nuevo tipo de guerra se monta sobre una operación paralela: la destrucción de diques. La importancia de los diques en la vida vietnamita es difícil de exagerar. Existen miles, desde pequeños túmulos de tierra, hasta las gigantescas obras de hormigón; la regulación que efectúan de las aguas permite la creación de un equilibrio entre las dos catástrofes que, no existiendo estas obras, se alternarían periódicamente: sequías e inundaciones. Si bien la denuncia pública sólo alcanzó eco en 1972, es desde 1965 que estos ataques tienen lugar, y sólo la enorme capacidad de trabajo y de inventiva del pueblo vietnamita ha evitado el desastre total.

Que nos hayamos referido exclusivamente al crimen sufrido por los vietnamitas no significa que sea el único ocurrido en este conflicto. Ha habido masacres de la minoría camboyana en Vietnam del Sur, así como también, luego del golpe de Estado en Lon Nol, masacres en Camboya de la minoría vietnamita. Genocidios simétricos que tienen como raíz y como fondo la guerra imperialista. Por otra parte, las propias minorías nacionales en los Estados Unidos, son afectadas. Negros, “chicanos”, portorriqueños, son enviados como carne de cañón a Vietnam. Un solo dato: el porcentaje de soldados de estas minorías destacados en la Infantería de ocupación ha llegado a triplicar el porcentaje que estas minorías ocupan en la población total americana.

Brasil: La civilización genocida

La ocupación de una tierra por invasores civilizados hace que sus habitantes se muevan entre dos destinos límites: la destrucción y la esclavitud. Asia, África, América Latina, han vivido todas las instancias, han agotado todas las posibilidades de este dualismo.

La primera reacción civilizada frente a lo conquistado fue la codicia absoluta, la rapiña absoluta. La Ciudad de los Césares, El Dorado, de eso se trataba. Todo territorio “nuevo” comenzó siendo un callejón obscuro donde se asaltaba a los nativos a punta de espada o de trabuco, donde se violó, se quemó, se destruyó, se masacró. Luego vino la pausa meditativa, lo que había para llevarse ya estaba atesorado en los cofres de ultramax. La hora de los delincuentes sacados de las cárceles para llevar las banderas de las majestades europeas a las nuevas tierras ya había pasado. Venia ahora la paciente tarea del despojo sistemático. Había que hacer trabajar a los semi-hombres que se había encontrado. Algunos de éstos, cuyo sistema social, previo a la conquista, era lo suficientemente avanzado, que estaban adaptados a la labor colectiva, fueron encadenados a las minas, a las plantaciones; a los otros, no hubo más remedio que tratar de exterminarlos. Y hubo, entonces, regiones donde la demanda de mano de obra era mucho mayor que su oferta; la respuesta a este desequilibrio mercantil, fue el tráfico de esclavos. No fue la peste bubónica, la que diezmó la población africana en el siglo XVIII, fueron los infinitos barcos de los cazadores de hombres negros; que, fueron a parar al sur de los Estados Unidos, a las Antillas, al Brasil, a las Guayanas...

Su destino era servir a la construcción de los imperios de los grandes cultivos, el azúcar, el algodón, el tabaco, el cacao, los nuevos tesoros que habían reemplazado a los tradicionales, los metales preciosos.

Para el negro, para el indio domesticado, hubo un minúsculo lugar bajo el sol en el engranaje de la explotación colonialista. Debían subsistir como raza para poder alimentar a sus amos. Que los indios de los encomenderos murieran como moscas en las minas de plata de Bolivia, que la tercera parte de los cargamentos de negros muriese durante los largos viajes, se podía echar sin problemas a las columnas del Debe y el Haber; siempre habría territorios enormes llenos de carne fresca.

La operación de saqueo en América Latina fue más que provechosa. En el siglo y medio que va de 1503 a 1660, España recibe 16.000 toneladas de plata y 185 de oro, monto que superaba tres veces las reservas europeas anteriores. Por supuesto, los metales no quedaron en la península, éstos fueron drenados casi totalmente a las grandes potencias que comenzaban su desarrollo capitalista; más aún, este pillaje constituyó una de las más poderosas bases de acumulación primitiva que garantizó el entronizamiento de Inglaterra como primera potencia.

Pero, ¿qué ocurría con las razas inaprovechables, indigeribles por el enorme estómago blanco? Lo que ocurre con toda especie vegetal o animal inservible y dañina. A una tierra virgen y fértil, antes de utilizarla productivamente, hay que desbrozarla de malezas, hay que librarla de alimañas. Esto, paso por paso, es lo que se ha hecho con casi todos los indios americanos, salvo en aquellos lugares donde se les pudo explotar como mano de obra esclava o semi-esclava: allí encontraron otra muerte.

El propio Colón no sólo descubrió el continente sino que también fue el descubridor del destino de sus habitantes. “Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente”[7].

El resultado de tan promisorio debut y de varias décadas de igual política, sería dado en cifras por Felipe II; en 1581, según el monarca, ya había muerto un tercio de la población precolombina.

Pero no sólo los españoles han practicado el genocidio, y no sólo lo sufrieron los indios. Veamos, por ejemplo, el consejo que da el general Leclerc a su cuñado Napoleón Bonaparte, respecto a los negros haitianos que se habían levantado: “He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando sólo a los niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros en las llanuras y no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreteras”.

Y ni siquiera era imprescindible una voluntad de exterminio. Preanunciando los mitos pesadillescos con los que las culturas indígenas comprendieron el choque de civilizaciones, el solo contacto con el blanco significaba la muerte. La mitad de la población indígena murió a causa de enfermedades transmitidas por los conquistadores, enfermedades misteriosas como la gripe o la tuberculosis, que asolaban tribus enteras en contados días.

De norte a sur, de este a oeste, la muerte del indio es la gran tradición secular de las tres Américas. En la del Norte, barridos cada vez más hacia el oeste, las necesidades de “espacio vital” del naciente capitalismo, terminará de aniquilarlos en las últimas décadas del siglo pasado. Su memoria permanece, como una segunda muerte, en las películas de cow-boys, en los museos, en las reservas, donde quedan algunos descendientes de los que sobrevivieron, cuidados con el mismo afán con que se conservan especies exóticas, casi extinguidas; entre la filantropía y la atracción turística, ahí están los restos de las grandes naciones indígenas norteamericanas. En el resto, la historia es, detalle más, detalle menos, la misma. En la Cuba de este siglo, por ejemplo, no existe ningún rastro de sus primitivos habitantes; los españoles, el tabaco y el azúcar, se encargaron de ellos. Se cuenta que cuando los españoles estaban por ajusticiar al último jefe indio en Cuba, se le acercó a éste un sacerdote que quería bautizarlo. Catequismo sintético, le explicó su opción: cielo o infierno. El bautismo le garantizaba lo primero.

-¿Los blancos van al cielo? -pregunta el condenado.

-Sí, por cierto.

-Entonces no me bautice, prefiero el infierno. Brasil es el país que elegimos para ver un poco más de cerca el genocidio en marcha. La decisión no es arbitraria; a la masacre de los indios le corresponde en las ciudades, la masacre que ya no tiene un referente racial: revolucionarios castrados por colmillos de perros amaestrados, niños descuartizados frente a los ojos de sus padres, mendigos ahogados por decenas en el mar, rateros mutilados por el Escuadrón de la Muerte... Toda la galería de horrores, no es vana, no es gratuita. Brasil, el Brasil oficial de los mariscales y los fazendeiros, de los aventureros enriquecidos en días y de los políticos más corruptos del continente, este Brasil, tiene una meta, una meta que se logra sobre la despoblación de la selva ,y del mato, sobre el aniquilamiento de toda oposición política, sobre el corte de cuajo de la pequeña delincuencia no subordinada a la gran delincuencia oficial. Esta meta es un “Brasil Desenvolvido”, un Brasil sub-imperialista, que pase a cumplir el papel de gendarme yanqui del hemisferio. Lo que Brasil ha hecho y hace, hoy en Bolivia, está dispuesto a hacerlo en toda Sudamérica. Es por eso importante mostrar una de las fases de su política interior, totalmente coherente con la exterior.

Se calcula que en el año 1500 la población nativa era de 1.100.000; para 1940 la misma fuente da la cifra de 500.000. Darcy Ribeiro, que fue asesor de la Sociedad de Protección del Indígena (SPI), en un cálculo estimativo pero cuidadoso, piensa que en 1957 el número total de indios brasileños no era mayor de 99.700 ni menor de 68.100. El mismo autor informa que sobre 230 tribus conocidas en 1900, 87 ya no existían en 1957. Amniapes, aruas, wayoros, toras, macuraps, caxarabis, miarats, ramas-ramas, iabutis, etc., etc., de ellos no queda ni voz ni memoria, sólo su nombre. ¡Y cuántos más que ni siquiera han dejado nombres, sólo huesos blanqueados por las hormigas! Además, así como se sabe que los búfalos o las ballenas blancas están próximos a ser una especie extinguida, también se sabe qué tribus casi no existen: araras, parecis, wirafeds, maxubits, parintintins, tucumanfeds, tuparis, muras. En 1950 aún vivían 30.000 pacaas novos, la cifra era de sólo 400 en 1968. Los tuparis sumaban 2.000 en la época del primer contacto, en 1948 ya quedaban solamente 180, en 1952, 15, quizás hoy sean otra tribu extinguida. La historia de las matanzas de los indios brasileños es monótona, es siempre la misma masacre repetida según la circunstancia, según el lugar, según el momento. Descubrimiento, conquista, colonización. Cada uno de estos momentos de la iniciación del Brasil, tuvo su fiebre de matanza de indios; al comienzo sólo por diversión, codicia o lujuria. Luego, los primeros intentos de integrarlos como herramienta en el cultivo del azúcar: la caza de indios. Las cuencas de los grandes ríos fueron asoladas por aventureros que iban luego a vender sus cargamentos a los grandes centros productivos; la desnudez de los aborígenes permitía una rápida selección: a los aptos, cadenas; a los otros, la muerte. Un jesuita, a mediados del siglo XVII dice: “Si se piensa que el Amazonas es el más grande de los ríos del mundo, yo digo que la sed de sangre es más grande que el río”. Por último, el fracaso: el indio brasileño no sirvió como trabajador; desde entonces se lo consideró una plaga y se lo trató en consecuencia.

Todos los ramalazos económicos, todas las “fiebres”, del azúcar, del café, del oro, del caucho, de los diamantes, y actualmente del uranio, del petróleo, de metales raros; todos estos sacudimientos que han enriquecido fabulosamente a aventureros y capitalistas, a políticos y a empresarios extranjeros, ha significado la muerte de contingentes enormes. Y no sólo de indios. En la segunda mitad del siglo pasado surge el caucho como la fabulosa piedra de toque del progreso brasileño, pero donde había caucho no había hombres, sólo indios; y donde había hombres, en el nordeste, en la catinga, en el sertao, no había trabajo, no había agua, no había comida, no había nada. El matrimonio de estas dos carencias concluye con un gran éxodo de las nordestinos, a los que se les ha prometido el paraíso. Y el paraíso llega; en 10 años mueren entre medio y un millón de ‘sengrileiros’ (isangradores!), recolectores de látex. Los indios, por supuesto, no se cuentan. En la construcción del ferrocarril que bordea al río Madeira, de un recorrido menor de 400 kilómetros, mueren 10.000 trabajadores: pantanos, paludismo, hambre, fiebres desconocidas, flechas... Cada uno de estos redescubrimientos de El Dorado implicaba una tarea preparatoria para poder trabajar tranquilamente: la eliminación de los indios de la zona. Para lograr éstos hay muchos caminos. Los más directos pasan por las expediciones pacificadoras o punitivas (el efecto es el mismo): se detecta la tribu, se la cerca, se la extermina; la aviación ha traído un gran adelanto al permitir el uso de explosivos, metralla, napalm.

Ejemplo entre miles, este relato del exterminio de un grupo de cintas largas:

“El pequeño avión monomotor ya había hecho dos vuelos rasantes sobre la aldea y ahora, más abajo, casi tocando con las ruedas las hojas de los árboles, se aproximaba con gran ruido. En la maloca, los indios corrían hacia adentro de sus chozas y en medio del terrado las mujeres y los niños lloraban desorientados. De pronto una explosión levanta paja, madera, tierra y trozos humanos. En seguida otra explosión y el avión desaparece sobre la copa de un gran castaño para dar una vuelta más y sobrevolar la aldea. Ganó altura y esta vez vino en picada sobre el campamento. Con el ruido del motor no se puede escuchar el de los tiros, pero en sus ventanas se ve el brazo de un hombre trepidando con el tableteo de una ametralladora. Las personas salen corriendo de las pocas casas que aun quedan y la mayoría cae algunos metros adelante, sin alcanzar la maleza para protegerse. (...) En total vivían allí treinta indios, aunque sólo dos pudieron contar esta historia”[8]. La acción se traslada del aire a la tierra; luego del ataque aéreo, una expedición busca los restos de los Cintas Largas para terminar la faena. “Después de haber ametrallado a un grupo de indios acampados junto al río, los hombres de la expedición oyeron un llanto de criatura, reprimido por la mano de la madre. Para los que debían regresar en la mañana siguiente con la misión cumplida, aquel pequeño sonido demostraba que el servicio no había sido perfecto. Rápidamente encienden las linternas y salen a escudriñar la maleza. Bajo los cuerpos acribillados por las balas estaban escondidas madre a hija. Los hombres que las encontraron hicieron una fiesta. Dos trataban de violar a la mujer y uno pellizcaba a la niña que lloraba, viendo la aflicción de la madre.

En redondo, cerrando el círculo, el grupo se divertía. En ese instante, aprovechando un descuido, la criatura se liberó, corrió en auxilio de la madre y, con rabia, mordió la pierna de uno de los hombres. La mujer aterrorizada trataba de cuidar de la niña y, al mismo tiempo, librarse de los hombres que la violentaban. El hombre con la pierna mordida fue sustituido por otro, alejándose de la india y con odio comenzó a estrangular la criatura. Alguien, queriendo terminar con el espectáculo paralelo que embarazaba al primero, tomó a la niña de manos de su estrangulador y le disparó un tiro de pistola 45 en la cabeza. El cráneo de la muchachita estalló y la sangre salpicó la ropa de los que estaban en círculo. Viendo a la hija muerta, la mujer no resistió y se desmayó. Indefensa en las manos de los asesinos, la india fue violada por todos y luego despedazada a cuchilladas”[9].

Pero no siempre es necesario ser tan directo. Hay otras formas más ocultas, más elegantes, más mortíferas. Cuando en la década del 30 el antropólogo Levi-Straus estuvo en Brasil, un conocido circunstancial le narró una picardía de juventud, una moda de los hijos de la oligarquía brasileña. El juego consistía en conseguir ropas usadas por blancos muertos de enfermedades infecto-contagiosas, luego dejarlas como al descuido en caminos transitados por los indios. Nada más. Una camisa, un pantalón de un muerto de viruela, podía significar (y significó) la muerte de todo un poblado indígena. Lo que estos jóvenes hacían como diversión, guiados por el ideal de un Brasil blanco, los aventureros que querían despoblar una región, por el caucho, por los diamantes, por lo que fuera, lo hacían sistemáticamente, empresarialmente. No sólo ropas contagiosas, veneno. Toneladas de harina, de azúcar, de sal, de cereales, mezclados con cianuro y regalados o trocados a los indios. También el alcohol que enloquece. También arrojar tribu contra tribu en guerras absurdas e interminables. Eficacia y silencio.

Pero estas matanzas voluntarias se hacen cada vez menos necesarias. La mano del blanco, a través de las grandes obras, de los nuevos cultivos, de los latifundios ganaderos, modifica el delicado equilibrio ecológico sobre el que durante siglos, han vivido los indios. “Es la civilización la que mata”. La inmediata relación entre la supervivencia de los indios y el desarrollo económico del Brasil oficial, es decir, su relación inversa, se muestra con toda claridad en el siguiente dato. Si la desaparición de grupos étnicos entre 1900 y 1957 alcanza al 37%, analizando la situación por áreas de producción tenemos que en las zonas agrícolas este porcentaje sube al 60%, en las extractivas al 46%, mientras que en las pastoriles es del 30% y en las no explotadas el 19%. Actualmente la Amazonia presencia un genocidio nuevo, sofisticado, más científico. “Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas o en vías de ocupación por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros”[10]. Esta preocupación la expresa un organismo gubernamental, el Consejo de Seguridad Nacional. Por su parte el diario “Correio da Manha” advierte que: “más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la Iglesia Protestante de Estados Unidos, están ocupando el Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radioactivos, oro y diamantes... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas”[11]. Esto hay que completarlo con otro dato, investigado por la Comisión Parlamentaria de Investigaciones. Hay doscientos mil kilómetros cuadrados de tierra que, curiosamente, forman un cordón que separa la Amazonia del resto del país y que, por compra o usurpación, han parado en manos norteamericanas. El propio gobierno yanqui está comprometido en esta operación: Parece que, según los asesores del Pentágono, el Amazonas sería una zona estratégica clave en caso de guerra atómica...

Por otra parte, los indios, no productivos directamente, pueden traer grandes beneficios en forma indirecta. Los beneficiarios más obvios, y también los más miserables, los más pequeños, son los propios funcionarios del Servicio de Protección de los Indígenas (Prostitución, decía un ex-ministro de Interior). Los alimentos, los remedios, los implementos, que con cuentagotas llegan a las reservas dirigidas por estos hombres, son revendidos o utilizados por ellos. Las jóvenes aborígenes usadas como harem, el resto de la tribu puede dedicarse a pequeños trabajos cuyo producto se mercará en beneficio del “senhor”; también, en algunos casos, los indios ya resignados y despedazados física, moral, culturalmente, son alquilados a los fazendeiros. Pero, al menos, la S.P.I, debe cuidar que sobrevivan de alguna forma; sin indios no hay negocios.

Lo peligroso, lo fatal, son los grandes negocios. Su origen es la tierra. Dar tierra, en el Brasil de hoy, a los indios, es firmar su condena de muerte. Un par de ejemplos. “En 1958 los parlamentarios de Mato Grosso votaron una gran ley que concedía definitivamente una vasta región a los Kadirrems. Curiosamente, no obstante, se las arreglaron para que la Imprenta Nacional publicara sólo dos ejemplares del Boletín Oficial que incluía ese texto. Un ejemplar estaba destinado al Archivo; al otro, los diputados lo llevaron en el mayor secreto a Campo Grande, la ciudad sede de la Oficina de Repartición de las Tierras de Mato Grosso. Esfuerzo final de los diputados. Todos, en su nombre, en el de sus familias, de sus parientes y socios, reclamaron lotes de esa región que acababan de hacer asignar a los indios.

¡A los Kadirrems se les había entregado toda esa tierra sólo para que pudieran quitársela los influyentes del caso, los senhores de la política que montaron cuidadosamente el golpe”[12]!.

Luego la expulsión, el éxodo, el desarraigamiento, la muerte. “Un decreto generoso, firmado por el gobernador de Mato Grosso, reconocía a los Chavantes la posesión de 3.200.000 hectáreas. Unos años después, el 15 de diciembre de 1956, un pequeño texto que consagraba el decreto, que lo ratificaba, incluía una disposición aparentemente rutinaria: “Todas las tierras que no hayan sido demarcadas y registradas dentro de los dos años serán entregadas al Estado”. De esto los indios no sabían nada. Pero el SPI estaba informado. El mismo día en que expiraba el plazo, confiscó las tierras de los Chavantes por “posesión ilegítima”. Y después los pobres ‘senhores’ del SPI las lotearon y vendieron a los grandes ‘senhores’ fazendeiros. Desde luego, todos estaban combinados de antemano entre los interesados, con propinas para los funcionarios protectores de los indios y dominios gigantescos para los compradores enemigos de los indios”[13].

Todos los países de América han tenido su genocidio indio. La Argentina también ha tenido el suyo. Primero, la gran campaña de Roca con rifles Remington que ya estaban en desuso en los Estados Unidos, que ya habían servido para el mismo trabajo en el país del norte, y que la Argentina compró de segunda mano. Luego el genocidio “industrial”. En el norte de la Argentina se pagaba, cierta cantidad de dinero por cada par de patas de cotorra, declarada plaga nacional. En el Sur, a fines del siglo pasado y a comienzos de este, se pagaba por orejas de indio; pero como había cazadores que por no ver acabar demasiado rápido el negocio, hacían la operación en vivo, el precio se puso a los testículos y a los senos. ¡Sterling Pound el par! Cosa curiosa que el precio fuese en moneda inglesa... Y también el genocidio deportivo. Los jóvenes de las familias estancieras no tenían coches fórmula I para divertirse; una expansión módica y útil era probar su puntería con los indios.

Palestina, el genocidio progresista

Tanto para sus protagonistas como para cualquier observador, la construcción del Estado de Israel, como el auge de su ideología, el sionismo, no son comprensibles más que insertos en la política de expansión colonialista de las naciones europeas y de los Estados Unidos. Ya en 1840, frente al intento árabe de formación de un estado independiente que englobase Siria y Egipto, Palmerston, el primer ministro británico, da nacimiento a una política tendiente al favorecimiento de la inmigración judía en Palestina. Esta política de desmembramiento nacional que los ingleses llevaron a cabo en sus zonas de influencia (cuyos efectos en América Latina han marcado claramente su mapa político), es reafirmada en la declaración Balfour, por la que Gran Bretaña insiste en la necesidad de la creación de un hogar nacional judío en Palestina.

Esta declaración tuvo que mantenerse en un tono ambiguo y moderado, ya que los ingleses corrían el riesgo de disgustar a la dinastía hachemita a la que habían prometido su apoyo y a la que hablan utilizado en la guerra contra el imperio Otomano.

Por su parte, los judíos de la Diáspora, habían sido muy poco entusiasmados por la prédica de la vuelta a la tierra prometida. El movimiento sionista, en su nacimiento, fue absolutamente minoritario dentro de las colectividades judías europeas. La mayoría estaba interesada en las modificaciones de la realidad de los países en que vivían, tanto por medio de organizaciones en las que se sumaban a no judíos (partidos democráticos, la socialdemocracia, luego los Partidos Comunistas), como por organizaciones específicas (el Bund). Incluso los movimientos migratorios tenían como meta, no la tierra santa, sino América.

El ser minoritarios no les impedía, mientras tanto, comenzar en pequeña escala la colonización en Palestina, al mismo tiempo que realizar estudios tendientes a su ampliación. Pero, salvo muy pocas excepciones, no se tomó en cuenta el hecho de que Palestina tuviese ya habitantes. Como dice Maxim Rodinson, este desconocimiento, esta indiferencia, no era casual:

“Estaba ligada a la supremacía de Europa de la que se benefician aun sus proletarios y sus minorías oprimidas. En efecto, no hay dudas de que, si la patria ancestral se hubiese encontrado ocupada por una de las naciones industrializadas, fuertemente constituidas, que dominaban el mundo de entonces, bien instaladas desde hacía tiempo sobre un período en el que hubiesen elaborado una conciencia nacional poderosa, el problema de desplazar alemanes, franceses, ingleses, de instalar en medio de sus patrias un elemento nuevo, nacionalmente coherente, hubiese estado en el primer plano de la conciencia de los sionistas más ignorantes y más miserables.

Pero la supremacía europea había implantado, hasta en la conciencia más desfavorecida de aquellos que eran sus partícipes, la idea de que, fuera de Europa, todo territorio era susceptible de ser ocupado por un elemento europeo. (...) Se trataba de encontrar un territorio vacío no forzosamente por la ausencia real de habitantes, sino por una especie de vacío cultural. Fuera de las fronteras de la civilización (...) se podía insertar libremente, en medio de poblaciones más o menos atrasadas y no contra ellas, “colonias” europeas, que no podían dejar de ser (...) polos de desarrollo”[14].

A partir de esta atmósfera, los propios líderes sionistas tomaron conciencia de la indispensabilidad del apoyo de las grandes potencias para lograr su objetivo. Teodoro Herzl, padre del sionismo, aclara cual es el beneficio que implicaría la instalación de los judíos en medio oriente: “Si su majestad el Sultán nos diese la Palestina, nosotros podríamos arreglar completamente las finanzas de Turquía. Para Europa, allí constituiríamos un pedazo de la trinchera contra Asia, seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie. Permaneceríamos, como Estado neutro, en relaciones constantes con toda Europa, que debería garantizar nuestra existencia”[15]. Civilización o barbarie, ese era el dilema. Y todos los pueblos del tercer mundo hemos aprendido en carne propia el significado real de esta “civilización”. Para lograr su objetivo, los sionistas no dudaron en pedir la colaboración de sus peores enemigos. Así, por ejemplo, al primer ministro zarista Phleve, famoso por los progroms que organizaba. O, cosa poco conocida, al propio Hitler. Entre el gobierno del tercer Reich y la Agencia Judía se establece un acuerdo de transferencia de judíos de la Alemania nazi a Palestina. Una circular del ministerio de Asuntos Extranjeros alemán, con fecha del 22 de junio de 1937 dice: “Esta medida alemana, dictada por consideraciones de política interior, favorece virtualmente la consolidación del judaísmo en Palestina y acelera la formación de un Estado judío palestino”. Otro documento de la diplomacia alemana nos atestigua: “La cuestión de la emigración hacia Palestina de los judíos de Alemania ha sido de nuevo resuelta por una decisión del Führer, en el sentido de su continuación”.

Así, buscando el apoyo de británicos o franceses, de rusos zaristas o, luego, del nazismo, e intentando sobornar a las autoridades turcas, muy pocas veces pasó por la mente de los sionistas buscar un acuerdo con los árabes.

Es que pretendían jugar un cierto tipo de competencia con los árabes, en búsqueda del apoyo europeo, fundamentalmente británico. Esto está reflejado en las palabras de la actual primer ministro israelí, Golda Meir, que en 1921 escribe: “Si nosotros nos aferramos aquí, Inglaterra vendrá en nuestra ayuda. No es a los árabes a quienes los ingleses elegirán para colonizar Palestina, es a nosotros”. Los sionistas convertían a los judíos de un pueblo elegido por Dios en un pueblo elegido por los ingleses.

De esta manera la inmigración judía, bajo el protectorado británico, pasó de 56.000 en 1918 a 539.000 en 1943. Esta cifra correspondía a un 32% del total de la población del territorio. En 1939, los ingleses, presionados por las quejas árabes, limitan la inmigración y rechazan la idea del Estado judío. Pero ya la situación de los colonos era lo suficientemente fuerte y coherente como para poder luchar abiertamente por su institucionalización. El conflicto entre judíos y británicos es comparable al que ha existido entre colonos ingleses o franceses y sus metrópolis generadoras. “De manera clásica surgen a menudo tensiones entre metrópolis y colonia, al estar muchas veces trabados los colonos por las reglamentaciones impuestas por la metrópoli (...). Es fundamentalmente el caso en que la metrópoli, encarando una política internacional a escala mundial, debe tener en cuenta los intereses y las aspiraciones de los indígenas”[16].

Al ser desplazados por el cambio de política británica, que en vísperas de la guerra juzgaba más importante el apoyo árabe, comienzan los judíos de palestina su “guerra de liberación”. Guerra de liberación que se asemeja mucho más a los levantamientos de los pied noires, los colonos franceses de Argelia y al terrorismo de la OAS, que a cualquier auténtico movimiento emancipador.

La guerra estaba declarada, al mismo tiempo que contra los ingleses, contra los palestinos. El dirigente sionista Jabotinsky ya había prevenido: “¿Alguna vez se ha visto a un pueblo que diese su territorio por su propia voluntad? De igual manera, los árabes de Palestina no renunciarán a su soberanía sin violencia”. Pero, pese a la defección británica, el sionismo encontró con facilidad apoyo internacional.

La partición palestina decidida por las Naciones Unidas en 1947, tenía como fondo los acuerdos de división del mundo de Postdam y Yalta. Producida la independencia israelí, sería justamente Rusia y los Estados Unidos, los primeros en reconocer el engendro.

Pero hubo alguien que no aceptó esta solución que les hacía pagar el holocausto que en Europa habían sufrido los judíos. “Para las masas árabes, la aceptación de las decisiones de las Naciones Unidas, hubiese significado la capitulación sin condiciones frente a un dictado de Europa, exactamente del mismo tipo que la capitulación de los reyes negros o amarillos del siglo XIX frente a la cañonera que apuntaba a sus palacios”[17].

La advertencia árabe había sido clara. Estos habían reafirmado que “todo ensayo por los judíos o cualquier otra potencia o grupo de potencias de establecer un Estado judío sobre un territorio árabe es un acto de opresión que, será resistido por la fuerza, en estado de legítima defensa”.

La guerra que sobrevino, en la que se enfrentaron 60.000 soldados judíos contra 40.000 árabes, fue ganada por los primeros. La victoria trajo la ocupación de la mayor parte de los territorios otorgados a los árabes por las Naciones Unidas. En el territorio así obtenido comienza la expulsión de los nativos; así nacen los refugiados palestinos.

Echar a los árabes de sus tierras es la consigna del momento. El terror y la confiscación de tierras fueron las armas empleadas por el estado naciente. Así se sucedieron una serie de atentados y asesinatos, voladuras de edificios, ametrallamiento de trabajadores árabes, etc., que tuvo como cúspide la masacre de Deir Yassim. El 9 de abril de 1948, fuerzas israelíes atacaron y devastaron este poblado, al oeste de Jerusalem. El resultado fue la muerte de 250 hombres, mujeres y niños, todos desarmados. Un autor sionista ha escrito al respecto: “Este hecho es de una gran importancia histórica, ya que debería favorecer el nacimiento de una segunda leyenda con ayuda de la cual los terroristas buscaron justificar su acto...) legitimaron, más tarde, la masacre de Deir Yassin porque implicó la fuga despavorida de los árabes que quedaban en el “Estado judío” y disminuyó las pérdidas ocasionadas a los judíos”[18].

Terminada, pues, la Diáspora judía comenzó otro exilio, el de los palestinos. En 1966, 1.300.000 palestinos estaban censados como refugiados por la Oficina de las Naciones Unidas encargada del problema. Estos, privados de su sustento, se han negado a disolverse en los otros estados árabes y mantienen la exigencia de la devolución de sus tierras y sus derechos. La mayoría vive cercada en campos, la mayor parte de los cuales están situados en Jordania, cuyo gobierno, cómplice de los israelíes, actúa respecto a ellos con gran hostilidad.

La ocupación de nuevos territorios, a causa de los nuevos conflictos bélicos que han estallado entre el Estado Judío y los Estados árabes, ha agravado el problema. Por un lado, se ha acrecentado la cantidad de refugiados desposeídos; por el otro, en los territorios anexados, Israel ha actuado de la única manera en que un ejército invasor puede hacerlo contra una población nativa hostil. Esta actitud de ejército invasor se multiplica con el nacimiento de organizaciones populares palestinas que combaten al ocupante. Así, la política israelí, no ha podido dejar de ser una política de terror y represalias. Fusilamientos, encarcelamientos en masa, voladuras de casas, torturas; el idioma de Israel es el mismo que el de los alemanes en el frente oriental. A pesar de la enorme campaña de silencio que el sionismo ha hecho para ocultar sus crímenes, hay informaciones que se han podido filtrar. Tal, por ejemplo, la lista de torturas efectuadas en prisiones israelíes, dada por un ex-prisionero, el secretario de la Unión de Estudiantes Palestinos:

“Se desnuda completamente al prisionero, golpeándolo con un látigo o con palos, sin que se respete ninguna parte del cuerpo y no deteniendo el castigo hasta que la sangre corra abundantemente, y entonces se le echa sal a las heridas.

  • Se aplican cigarrillos encendidos sobre el prisionero.
  • Se le obliga a sentarse desnudo sobre hojas de cactus.
  • Se le colocan sus dedos en el borde de una puerta abierta que se cierra de golpe. Se le arrancan las uñas con tenazas.

· Se inyectan soluciones de pimienta al prisionero. Se ata al prisionero del techo por sus muñecas o tobillos y el interrogador se cuelga de él con todo su peso.

  • Se dan descargas eléctricas a través de los lóbulos de las orejas, los senos y los órganos sexuales.
  • Se introducen mangueras en la boca o en el ano del prisionero dando paso a una corriente de agua.
  • Se realizan actos de sodomía por «especialistas». Se ata fuertemente uno de los brazos del prisionero a las barras de una ventana y el otro en la manija de una puerta cerrada, abriéndose entonces lentamente la puerta en dirección opuesta.
  • Se introducen cerillas encendidas en el conducto urinario genital, aunque en ocasiones se inserta cargas de bolígrafo.
  • Se coloca en las manos de los prisioneros una sustancia química, quizás un irritante nervioso, obligándoles entonces a cerrarlas, con lo que la sustancia produce el efecto de una descarga eléctrica.”[19]

Veamos algunos testimonios de matanzas indiscriminadas. El primero es de miembros de la Cruz Roja británica: “En diciembre de 1967 el ejército israelita impuso el toque de queda en el área de Khan Yunis, en la franja de Gaza. Una noche, un grupo numeroso de personas que trabajaban en el campo y no habían tenido tiempo de saber la prohibición, regresaban en camiones a sus casas, después de haber trabajado durante todo el día. Una patrulla de paracaidistas mató a veinte de ellos, haciéndolos bajar del camión.” El World Council for Peace publica un relato de un civil palestino, Mohammad El-Kudsi, que narra la violación de su esposa y sus dos hijas y el fusilamiento de sus dos hijos a manos de tropas israelíes.

Podría pensarse que acciones de este género son circunstanciales. De cualquier manera las masacres, las torturas son efecto secundario de la central práctica genocida de Israel, el desposeimiento de las masas palestinas, su intento de disolverlas como unidad nacional y cultural. A Israel no le interesa liquidar físicamente a la antigua población del territorio que ha usurpado, lo que le interesa es liquidarlo nacionalmente.

Otro aspecto importante es la deformación brutal que los sionistas han conseguido, durante mucho tiempo, darle a los hechos. Ya hemos visto como, desde el comienzo de su aventura, embanderaban su acción bajo los estandartes de la civilización. La difamación que las masas árabes han sufrido en manos de la propaganda sionista e imperialista ha sido total. Se ha pintado durante décadas a esos pueblos como salvajes embrutecidos que escupían la mano que venía a sacarlos del atraso. Esta operación de guerra psicológica ha tenido como culminación el chantaje que utilizaba la memoria de los millones de mártires de los campos de concentración para justificar su propio dominio colonial. Pero esta propaganda es un arma de doble filo. Cuando los israelíes asesinan, torturan, dinamitan casas, humillan, aterrorizan a todo un pueblo, no hacen otra cosa que reinventar su propio genocidio. Es Auschwitz en las alturas de Golam o en la frontera libanesa, en la Jerusalem jordana o en Gaza; cada palestino sometido, vejado, expulsado de su tierra, encarcelado, masacrado, violado en su condición de tal, es la reedición de las estrellas amarillas, del ácido cianhídrico, de la “noche y niebla” sufrido por el pueblo judío bajo el nazismo. El macabro juego en el que las víctimas de ayer se convierten en los verdugos de hoy no deja a nadie impune. Desde el momento en que un hombre cambia su piyama concentracionarío por una novel reedición de uniforme SS, vuelve normal, vuelve racional la existencia de víctimas y verdugos, pueblos parias y pueblos elegidos; el lugar que se ocupe en esta jerarquía es indiferente, lo fundamental es que se ha optado por la supervivencia de la jerarquía. Si el israelí no ve en los ojos del niño de los campamentos de refugiados palestinos, los viejos ojos del niño concentracionario, es que ha decidido permanecer en el infinito ciclo maniqueo en el que monótonamente adoptará los dos papeles permitidos: víctima y verdugo. Ha puesto el último ladrillo de su infierno que no es sino el último círculo del infierno capitalista.

Capitalismo y genocidio

Estos tres genocidios que hemos descripto, tienen una raíz común. Como búsqueda de dominio político, como conquista y expoliación económica, como cuña occidental en el tercer mundo, son expresión de la estrategia imperialista. Pero si el imperialismo es genocida, no lo es improvisada, accidentalmente. Por un lado, el racismo contemporáneo, base ideológica del genocidio, es su producto. No parece necesario argumentar sobre la falsedad de la existencia de razas superiores e inferiores. Lo que sí hay que recalcar es que la ideología racista es la contrapartida de la aventura colonial con la que, durante cuatro siglos, los blancos han sojuzgado al tercer mundo. Cada vez es más patente, aun para sus propios protagonistas, que la “superioridad” no es un hecho natural, sino una hecho de violencia, una relación de dominio, con f de nacimiento y fecha de defunción, que en grandes partes del mundo ya ha caducado. Esta superioridad de la piel blanca, de determinada forma de cráneo, de cierta posición de los ojos, ha sido impuesta pon la pólvora, por el vapor, por la brújula (¡todos inventos de las razas inferiores!) y, sobre todo, por los lazos mercantiles. Estas últimas décadas, los movimientos liberadores del tercer mundo, han ahogado toda mistificación racista; hoy hay explotadores y explotados, mañana habrá sólo hombres. Por otra parte, veamos la inmediata y profunda relación entre negocio y capitalismo.

La propaganda política de los aliados, durante y luego de la segunda guerra mundial basaba gran parte de sus esfuerzos y de su eficacia en la masacre que en la Europa ocupada por Hitler sufrían los judíos (de los gitanos poco se dijo). Pero, ¿quiénes eran los que se desgarraban las vestiduras ante las atrocidades cometidas por los nazis (a quienes, por otra parte, dejaron las manos libres seis años -1933-1939- durante los cuales las “democracias” no perdieron oportunidad alguna de defeccionar-intervención militar en España, la Anschluss austriaca, los sudetes checoeslovacos? Pero, ¿en nombre de qué podían Francia, Inglaterra, Estados Unidos, o Bélgica condenar moralmente los campos de exterminio hitlerianos? Los malgaches, los argelinos, los tunecinos, los hindúes, los congoleños y tantos otros pueblos conocían desde hacía siglos qué significaba la palabra “genocidio”. En Madagascar, por dar un ejemplo, un año después de finalizada la segunda guerra mundial, un levantamiento indígena cuesta al pueblo malgache seiscientas mil vidas, arrancadas por los liberadores de París. Pero si bien hay genocidios ocultos, también hay genocidios a los que no se ha creído necesario dar ese nombre.

Si Inglaterra podía llevar a cabo su guerra interimperiaista con Alemania era porque durante un par de siglos había conseguido amasar con la sangre de su pueblo y el de sus colonias el potencial económico-industrial que la colocaba en conflicto con el Eje y que le brindaba la capacidad de resolver militarmente este conflicto. Lo mismo para Estados Unidos, Francia, Bélgica, etc. Valdría la pena recordar brevemente la forma en que se levantó este imperio que querría luego ser el abanderado de la libertad y la justicia. 1750 es el año que tradicionalmente dan los historiadores como el inicio de lo que se llama la “revolución industrial” es decir la entronización del capitalismo como forma da producción que revoluciona absolutamente los métodos habituales de elaboración de bienes. Este salto no era un relámpago en cierto claro sino que era el resultado de un largo proceso. Lo que aquí nos interesa ver es el gigantesco costo humano que esta transformación cuesta al pueblo inglés.

Las manufacturas, y luego sus sucesoras, las fábricas, llaman a sus filas una enorme cantidad de material humano, a los portadores “libres” de aquella mercancía: la fuerza de trabajo. Así, algunos expulsados del campo por las leyes promulgadas en beneficio de los terratenientes, otros arrancados de sus oficios artesanales por la aplastante competencia de la industria, comienzan a vivir la nueva época de progreso y abundancia. Progreso y abundancia que obliga a los padres de familia a enterrar a sus hijos desde los seis años, y a veces aun antes, en las fábricas, en las minas, en las fundiciones, diez, doce, catorce horas por día. Generaciones enteras son condenadas a la mutilación moral y física de por vida por una maquinaria enloquecida que siempre les exige más sacrificios. Las condiciones de salubridad de los lugares de trabajo y de vivienda son inauditas, la alimentación escasa y adulterada, aquello que convierte en humana una vida inexistente. Baste una descripción, entre tantas otras, que Marx cita en el Capital, sacada de un respetable diario burgués, el “London Daily Telegraph”:

“El señor Broughton magistrado de condado, declaraba (...) que reina en la parte de la población de la ciudad dedicada a la fábrica de puntillas un grado de miseria desconocida en el resto del mundo civilizado. A las dos, tres y cuatro de la mañana, niños de nueve a diez años, son arrancados de sus sucios lechos y obligados a trabajar por su mero sustento hasta las diez, once y doce de la noche. La flacura los reduce al estado de esqueletos, su talla disminuye, los rasgos de sus rostros se borran y todo su ser cae en una torpeza tal que su solo aspecto da escalofríos. (...). El sistema, es un sistema de esclavitud sin limites, esclavitud desde todo punto de vista, social, moral, físico e intelectual. ¡Qué se puede pensar de una ciudad que organiza un acto público para pedir que el tiempo de trabajo cotidiano para los adultos sea reducido a dieciocho horas! Declamamos contra los plantadores de Virginia y de Carolina. Su mercado de esclavos negros con todos los horrores de los latigazos, su tráfico de carne humana, ¿son acaso más horribles que esta lenta inmolación de hombres que no tiene lugar más que con el fin de fabricar velas y cuellos de camisa para el benefició de los capitalistas. Los cadáveres de Auschwitz y Bergen Belsen son tan horribles como los hindúes muertos de hambre por la competencia inglesa. Idéntico horror que remite a idéntico origen. No es una locura individual ni la avaricia de un grupo de hombres lo que explicará estos holocaustos, éstos a lo sumo se recortarán como un ingrediente subsidiario en un cuadro mucho mayor, el de la irracionalidad frenética del sistema de explotación capitalista. Los campos de concentración no son sino el grotesco remedo de las fábricas, igual perfección técnica, igual cuidado administrativo, igual racionalidad en su mecanismo; la caricatura está en que el “material” humano no entra ya como fuerza de trabajo sino como materia prima. Aquí una manta, un jabón, una pantalla, ya no tienen solamente el trabajo del hombre, sino sus partes físicas, su pelo, su grasa, su piel. Cuando Jonathan Swift recomendaba, en una sátira, la utilización de los hijos pobres como alimento de lujo para las clases poseedoras, al mismo tiempo que reflejaba con tan breve metáfora la situación de su época preanunciaba literalmente las consecuencias del sistema que satirizaba en su nacimiento. Concluyendo, es el régimen capitalista el que, en su lógica, genera los campos de exterminio tanto como generó la muerte en vida (o la muerte lisa y llana) de centenares de millones de seres humanos. La moral burguesa recorta y condena a los primeros, dando por natural a lo segundo.

Esta falta de reconocimiento por parte de la burguesía de sus propias obras, le permite permanecer en la inocencia de la explotación “natural” de sus propios pueblos, en la rapiña voraz de sus colonias, en el desprecio cotidiano de la vida de los otros.

Los genocidios cotidianos

Hemos ya mostrado que lo que la burguesía inglesa hacía con su pueblo durante el establecimiento definitivo del capitalismo no se diferenciaba exclusivamente de las masacres nazis. Las estadísticas de mortalidad infantil y laboral, las tasas de mortalidad por simple inanición, el incremento de enfermedades directamente vinculadas con las condiciones de trabajo, alimentación, higiene y vivienda (la tuberculosis, la más mortífera), las cifras de reclutamiento militar que indican año a año la disminución de estatura de los hombres, todo apunta a aventar cualquier duda en calificar esto como genocidio. Para nosotros el genocidio comienza allí donde a una población se la manipula como exclusiva proveedora de ganancias, ganancias arrancadas sobre su vida y su muerte. Genocidio es también entonces, y definitoriamente, impedir que un ser humano sea un ser humano.

Pero veamos ahora otro tipo de genocidio callado y oculto, muy próximo. Las clases altas argentinas asumen definitivamente el poder a partir de 1853. Su proyecto político es claro: Argentina, apéndice de las metrópolis debe sufrir una metamorfosis que posibilite totalmente, que no haga peligrar tan cómoda situación. Sarmiento, Mitre, Alberdi, serán los portavoces de esta política y los artífices de su realización. Esta metamorfosis civilizadora debía basarse en un cambio de la composición racial de la Argentina que no era otra cosa que el desplazamiento y marginación de la mayoría del país que contradecía tal proyecto político. Tres son las vías que vehiculizan este designio: Una política inmigratoria que ahogase las raíces étnicas de nuestra nacionalidad; los gauchos de la independencia, los de San Martín, de Güemes, de Belgrano, han agotado su “vida útil” con creces, es necesario el recambio por los remanentes del enorme ejército laboral de reserva que se apretuja en Europa, ellos son los más apropiados para permitir a la Argentina el papel de proveedor de materias primas baratas y consumidor de productos industriales de segunda calidad. Luego los teóricos de la pequeña y gran burguesía, los Ramos Mejía, los Ingenieros, los Juan B. Justo, bendecirán esta decisión que les dará el honor de pertenecer a un país de hombres blancos; los olvidados de esta bendición, los criollos mestizados del interior darán décadas después amarga decepción a los hijos y nietos de estos prohombres de la democracia.

Una política cultural que, tanto por la obsecuente y defectuosa copia de los modelos metropolitanos como por la mistificación de la historia aniquilen los vínculos con el pasado nacional. La eliminación de la memoria colectiva de un pueblo, el olvido coercitivo de sus luchas, de sus reales victorias de sus reales derrotas, la “humillación del niño argentino que aprende de memoria esa mala traducción que es el Preámbulo de la Constitución” 1° ¿no apunta a la destrucción de un pueblo tanto como podría hacerlo el napalm o el horno crematorio? Y por último la eliminación física, brutal, de los restos de resistencia a tal política. Cuando Sarmiento (“con la pluma, con la espada y la palabra”) reconocía sólo en la sangre del gaucho su humanidad, e invitaba a derramarla sin resquemor, no componía solamente una figura retórica más. Los civilizadores fusiles mitristas y sarmientinos acometen la última “barbarie” de un pueblo y la vencen. La jugada es completa, un pueblo ha desaparecido, sólo queda un fantasma. Pero este fantasma no tardará demasiado en reencarnarse, y la jugada del exterminio deberá ser repetida; la semana trágica del 19, las masacres del 22 en la Patagonia, el bombardeo de la marina al centro de Buenos Aires el 16 de junio del 55, los fusilamientos de los basurales de José León Suárez en el 56, el ametrallamiento de los combatientes presos en Trelew, todos estos derramamientos de sangre y tantos otros repiten aquellas tristes, inevitablemente inútiles, matanzas con las que las élites instruidas se enorgullecieron el siglo pasado. Conclusión: querer cortar las raíces de un pueblo, ahogar su memoria, borrar su identidad, aniquilar sus vanguardias, es también genocidio. Este apurado panorama deja de lado varias situaciones tradicionalmente caratuladas como “genocidio”. Esto ocurre porque en un caso no corresponden en su real naturaleza al fenómeno analizado, en el otro porque sería apresurado o caprichoso un encasillamiento dentro del marco elegido y exigiría una investigación particular y especifica que los elucidara.

El primer caso es el de los ataques llevados a cabo contra todos y cualquier individuo de una nación ocupante por parte de combatientes de una nación ocupada: es el terrorismo de los guerrilleros argelinos durante su guerra de liberación o de los palestinos en su lucha actual, las incursiones vengadoras de los Mau Mau en Kenya, el envenenamiento de los alimentos preparados por los chinos para los ingleses luego de la guerra del opio.

El segundo caso aludido es el de masacres como la de los ibos en Biafra o la de los bengalíes por parte de los paquistanos. Es decir matanzas donde confluyen oscuras razones de odios tribales o nacionales con las claras razones que hoy mueven los hilos de la política mundial, los intereses de las grandes potencias con el atraso y la discordia favorecidos por ellas.

Bibliografía.

1. “Tribunal Russell”, Ed. Siglo XXI, México, 1968.

2. E. Galeano: “Las venas abiertas de América Latina”, Siglo XXI, 1972.

3. Revista “Fatos e Fotos”; citado por D. Ribeiro en “Fronteras indígenas de la civilización”, Siglo XXI, 1971.

4. L. Bodard: “Matanzas de indios en el Amazonas”, Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

5. M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

6. Sami Hadawi: Les Refugies arabes. Temps Modernes, Nº 153 bis, París, 1967.

7. G. Rey: “iFedayinl”, Ed. Dronte, Bs. As., 1972.

8. C. Marx: “El Capital”, F. C. E., México, 1946.

9. N. Bey-A. Andonian: “Documentos oficiales turcos sobre las matanzas de armenios de 1915”, 1965.

10. R. Sidi Kaahro: “La desvalidez de la infancia en nuestras Américas”, Revista Otro, Managua, 1972.

El caso armenio

El imperio turco, que durante varios siglos, se había mantenido como dueño del mediterráneo oriental, comienza a desmoronarse en el siglo pasado. Rebeliones de todas las nacionalidades oprimidas van empequeñeciendo cada vez más su territorio. El intento de evitar el desmembramiento del Imperio lleva a los turcos a emprender enormes matanzas: 50.000 griegos en 1922, en Chios, 11.000 árabes en Siria y Líbano, 15.000 búlgaros en 1876, 8.000 yesidis en 1892, 55.000 cretenses en 1896, 55.000 sirios en 1895. La independencia de los Estados bálcanicos y la presión expansionista de las potencias europeas, llevan a que las autoridades turcas modifiquen su estrategia imperial. El imperio hacia el Oeste ya no es posible, surge entonces el ideal panturánico, el sueño de un imperio del Este, que llegue hasta Siberia. Uno de los ideólogos panturánicos, Blanco Villalta dice que

“los diferentes dialectos turcos se hablan con reducidas soluciones de continuidad en una extensa región que toca el grado 21 de longitud en Macedonia y 160 en Siberia”.

Los armenios constituían una de esas “reducidas soluciones de continuidad”, una de esas vallas a la realización del imperio transturánico. La situación geográfica de Armenia, enclavada al Noreste de Turquía, le impediría el destino independiente de las otras nacionalidades dominadas por el Divan y la llevaría al exterminio.

En 1895-96 se había realizado la primera gran masacre, que había dejado un saldo de cerca de 300.000 muertos; en 1909, la matanza se había repetido, pero sólo alcanzó a 30.000. Es en 1915, cuando se da la solución final al problema armenio. Vale la pena transcribir el telegrama del ministro del interior, Talaat Pacha, que daba la orden de exterminio:

“Todos los derechos de los armenios de vivir y trabajar en suelo turco han sido completamente cancelados. Con respecto a esto, el gobierno toma toda la responsabilidad y ordena no hacer excepciones de ninguna especie, incluyendo a las criaturas recién nacidas (...), Haciendo caso omiso a sus protestas, sírvanse evacuarlos, ya sean mujeres o niños e incluyendo a los incapacitados físicos; y no dejen al pueblo turco protegerlos, ya que debido a su ignorancia, atribuye mayor importancia a los valores materiales que a los sentimientos patrióticos (...). En lugar de tomar medidas indirectas de exterminio, usuales en otros países, tales como severidad (en las deportaciones, miseria), podrán ser tomadas medidas directas sin mayores miramientos”.[20]

Así, un par de millones de armenios fueron expulsados al desierto. Algunos murieron de hambre, de enfermedades, otros murieron a bala, a fuego, a cuchillo, a horca. De 2.100.000 armenios que habitaban el Imperio Otomano, quedaron solamente 300.000. La mayoría de los sobrevivientes fueron niños, que separados de sus familias, se los educó como turcos, y mujeres que se hizo entrar en harenes. Pero aun estos sobrevivientes tuvieron otra ración de sangre; luego del ascenso de Kemal Ataturk, a raíz de la derrota de la República de Armenia (creada con territorios rusos y turcos, luego de la primera guerra mundial), se asesinó a otros 100.000 armenios. Tampoco estas matanzas estaban ahora aisladas; en el mismo período los turcos liquidan a medio millón de griegos y 600.000 kurdos, aparte de carnicerías menores contra los árabes.

El escándalo europeo: El nazismo

Si el asesinato de los judíos por Hitler conmueve y espanta a toda la “civilización occidental” es porque, por primera vez, hombres blancos y cultos sufren lo que Europa había hecho sufrir a continentes enteros, de otras gamas de pigmentación y “salvajes”. Lo que realmente horroriza, más allá de la mala fe, es el canibalismo civilizado. Churchill dice: “Nos encontramos frente a un crimen que no tiene nombre”. Y es cierto, no tenía nombre, porque las víctimas de ese crimen hasta 1933 no habían sido blancos, es decir, no habían sido humanos. La Sociedad de las Naciones se había negado, luego de la primera guerra, a proclamar la igualdad de todas las razas; luego de la segunda guerra mundial, las Naciones Unidas elaboran una declaración de condena al genocidio. Es que ahora los blancos conocían el gusto del pan que ellos cocinaban. El genocidio que despertó la conciencia occidental, había durado una docena de años. No había sido el único que cometiera el nazismo, todos los pueblos ocupados por el eje conocieron el mismo destino. El pueblo de Lidice, en Checoeslovaquia, al que las fuerzas de ocupación convirtieron en una nueva Cartago, es el símbolo de todas las atrocidades sufridas por todos los pueblos subyugados por el nazismo. Los gitanos, a su vez, compartieron los campos de exterminio; no era, para Hitler, una raza destinada a la servidumbre, como los esclavos, sino a la muerte.

Pero fue sobre los judíos que se centró tanto la propaganda como la acción nazi. El antisemitismo (el comunismo de los imbéciles, como decía Marx) fue el caballito de batalla de la propaganda nazi, al lado de las consignas de tipo nacionalista y socialista. En 1934, luego de la eliminación del ala populista del nacional-socialismo, el aspecto socialista desaparecía; el nacionalismo que quedaba, era el único posible para una nación metropolitana, el nacionalismo de los junkers y de los grandes industriales; la clase media, como siempre, oficiaba de comparsa. Comienzan entonces las leyes que irían quitando a los judíos todos sus derechos; cuando ya no quedaba ni uno solo, empieza la última parte de la solución final de la “Judenfrage”, de la cuestión judía. Es la operación ‘Noche y nieblas” que, sobre ocho millones de judíos de las zonas ocupadas por los alemanes, aniquilaría alrededor de seis millones. Campos de concentración y ghettos, esas eran las dos bases del plan. Pero no fue una masacre desinteresada, una simple purificación de la futura Europa aria. No eran las rememoranzas atávicas de la sangre alemana las que daban la cadencia, el ritmo de la muerte en los campos y los ghettos. La organización del genocidio se hizo en función de los intereses económicos de Alemania, es decir del capitalismo alemán, de sus grandes monopolios. Los judíos, así como centenares de miles de no-judíos del nuevo imperio alemán fueron utilizados como mano de obra esclava. Los campos no sólo fueron fábricas de cadáveres y sus subproductos, sino que en ellos se establecieron fábricas de todo tipo; fábricas de muebles, de encendedores, embotelladoras de agua mineral, etc, etc. Auschwitz, el mayor campo de exterminio, ubicado en Polonia y que llegó al record de cuatro millones de asesinados, fue el lugar elegido por la empresa Farben para instalar una fábrica de caucho artificial. El director de la empresa escribe en una carta a un colaborador suyo:

“A todo esto, el 7 de abril tuvo lugar la reunión constitutiva en Kattowice, que se desarrolló de modo bastante satisfactorio. Algunas resistencias de parte de pequeños burócratas fueron rápidamente superadas. El Dr. Eckel ha realizado sus pruebas, y por otra parte nuestra nueva amistad con los SS tiene efectos muy benéficos. En ocasión de una cena ofrecida por la dirección del campo de concentración, se trataron todas las medidas que conviene tomar con relación a esa empresa realmente extraordinaria que es el campo de concentración, puesta a disposición de la fábrica de caucho artificial”.

Los SS alquilaban lotes de prisioneros a los grandes industriales. Los beneficios de estos últimos no han sido calculados, pero los SS, según su propia contabilidad, tenían un beneficio de alrededor de 1.600 marcos por prisionero. A estos se les calculaba nueve meses de vida dentro de las fábricas.

La racionalidad de la producción esclava de bienes no podía dejar de ser aparejada por la racionalidad de la muerte en serie. Para la instalación de las cámaras de gases en Auschwitz, el gobierno alemán llamó a una licitación a la que se presentaron las firmas más importantes del ramo. Fue la firma Topf e hijos quien se hizo con el contrato.

Terminados los trabajos, el campo comienza a producir 12.000 muertos diarios, que posteriormente se elevan a 22.000. El gas con que se efectúan las ejecuciones en masa, el CyclonB, fue producido por la ya nombrada empresa Farben; su primer experimento con el gas, hecho con prisioneros de guerra rusos, mostró su gran eficiencia: 850 muertos en pocos instantes. El nazismo no fue más que el sistema político con que el capitalismo alemán consigue salvar la cabeza frente a la brutal crisis que había dejado la primera guerra. Pero caído el nazismo, el sistema social que amparaba no tenía por que ser arrastrado con él. Más aun, para las potencias aliadas occidentales era indispensable que se mantuviese. Pero capitalismo alemán y nazismo habían convivido demasiado tiempo como para que estrechos lazos sanguíneos se hubiesen creado. Eran hermanos de leche, mejor dicho, de sangre. Así es que sobre los ochenta mil directos responsables de las matanzas, solo poco más de cinco mil fueron condenados. De los demás, fieles servidores, la burguesía alemana no consintió en desprenderse.


[1] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[2] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[3] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[4] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[5] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[6] "Tribunal Russell", Ed. Siglo XXI, México, 1968.

[7] E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[8] Revista "Fatos e Fotos"; citado por D. Ribeiro en "Fronteras indígenas de la civilización", Siglo XXI, 1971.

[9] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[10] E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[11]E. Galeano: "Las venas abiertas de América Latina", Siglo XXI, 1972.

[12] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[13] L. Bodard: "Matanzas de indios en el Amazonas", Tiempo Nuevo, Caracas, 1971.

[14] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[15] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[16] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[17] M. Rodinson: Israël, fait colonial? Temps Modernes, Nº 253 bis, París, 1967.

[18] Sami Hadawi: Les Refugies arabes. Temps Modernes, Nº 153 bis, París, 1967.

[19] G. Rey: “iFedayinl”, Ed. Dronte, Bs. As., 1972.

[20] N. Bey-A. Andonian: “Documentos oficiales turcos sobre las matanzas de armenios de 1915”, 1965.

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