La revolución de Africa  

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María Elena Vela de Ríos

© 1971

Centro Editor de América Latina — Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Los europeos en Africa.

Los imperios negros

Las primeras resistencias

La ofensiva imperialista.

Organización de las colonias

Inversiones y salarios

Las reacciones anticoloniales

Las independencias en la zona británica.

La independencia del Africa francesa.

El Magreb se conmueve.

El Africa negra francesa.

La independencia del Congo belga

BIBLIOGRAFIA.

Los rebeldes primitivos

Para muchos, la revolución en Africa comenzó en 1960, año en el que diecisiete nuevos países inscribieron sus nombres en el mapa del Continente. En realidad, el movimiento que así se manifestaba había empezado mucho antes, casi al mismo tiempo que la instalación de los imperios, con la resistencia —es verdad que esporádica y rápidamente sofocada— de las poblaciones locales ante la intrusión extranjera. Fue una primera etapa de la rebelión liberadora, deformada por la historia tradicional, que la convirtió en una lucha despareja entre negros (o árabes) salvajes, y héroes blancos (exploradores, misioneros, militares), obligados a arrostrar mil arteros peligros para cumplir su misión civilizadora.

Después vino el silencio. La victoria de los europeos culminó con el reparto más o menos equitativo del botín, y Africa, lo mismo que Asia, no fue más que una colonia explotada por metrópolis rivales.

El edificio tan cuidadosamente construido parecía eterno, hasta que las dos guerras mundiales de la primera mitad de nuestro siglo permitieron descubrir que estaba resquebrajándose. Durante todo el período la toma de conciencia de los pueblos colonizados se había acelerado, y los conflictos les permitieron aumentar su presión y exigir a las metrópolis la restauración de su soberanía. Esta vez los africanos no cejaron en sus esfuerzos y la victoria fue para ellos: sus partidos políticos, sus organizaciones sindicales y hasta sus movimientos religiosos fueron utilizados para movilizar a las masas y la “ola de los pueblos de color” se volvió incontenible. Donde no estaban comprometidas en una guerra desquiciadora —como en Argelia— las potencias prefirieron retirarse y admitir la independencia política de sus ex colonias. Así se llegó a ese año de 1960, que pareció anunciar el fin de la era colonial. Pronóstico aparentemente confirmado por los acontecimientos posteriores, pues durante los años que siguieron muchos otros territorios se sumaron al número ya considerable de los nuevos Estados africanos, quedando en el Continente solo unos pocos enclaves del poder imperialista, en los que hoy se manifiestan, también, movimentos en pro de la independencia.

Los europeos en Africa

Por dos veces los europeos se lanzaron sobre Africa: la primera en el siglo XVI, contemporáneamente con la conquista y colonización de América, y la segunda en el siglo XIX, cuando la revolución industrial estaba en pleno auge. En ambas oportunidades supusieron —y más tarde descubrieron que en esto habían tenido razón— que el continente poseía fabulosas riquezas y una abundante mano de obra que ellos podrían utilizar. Pero se equivocaron al creer que dominarlo sería fácil, pensando que no existían allí organizaciones políticas capaces de enfrentarlos ni civilizaciones desarrolladas que resistieran el embate de la superioridad blanca. Los primeros descubridores fueron cautos con respecto al Africa del Norte, donde sabían por experiencia que los Estados árabes les impedirían avanzar, y prefirieron proseguir hacia el sur, donde se instalaron a lo largo de las costas, fundando discretas factorías: justo lo necesario para alimentar el comercio de esclavos y proveer de escalas a los barcos que transitaban hacia el Indico y América. De modo que cuando se aproximaba el redescubrimiento de Africa, ésta seguía siendo la tierra de los clanes y las tribus, los hombres desnudos y supersticiosos y las civilizaciones primitivas. Así se explica la sorpresa de los nuevos dominadores cuando en muchas regiones que creían presa fácil se encontraron con hábiles guerreros y jefes adultos capaces de contener durante años la penetración imperialista.

Los imperios negros

Esto no asombraría si nos estuviéramos refiriendo a lo que se ha dado en llamar el “Africa blanca”, es decir, la zona cuyo límite sur coincide aproximadamente con el desierto del Sahara y que sabemos regida desde tiempo atrás por los musulmanes, creadores tradicionales de ejércitos entrenados y sólidos Estados. Pero estamos hablando del “Africa negra”, esa región a la que siglos enteros se consideró como una de las más atrasadas del mundo. Hoy todos admiten que durante la Edad Media florecieron allí imperios poderosos (y dinastías reales) que dominaron poblaciones disímiles, organizaron el comercio internacional, aseguraron el orden y mantuvieron ejércitos aguerridos y suntuosas cortes. Algunos de sus nombres se han vuelto familiares porque los nuevos países africanos los adoptaron después de la independencia, como por ejemplo Ghana y Mali, aunque hubo muchos otros, menos conocidos pero no menos importantes, como el reino de Monomotapa, constructor de las impresionantes murallas de Zimabbwe (en Africa oriental) o los reinos bantú, confederaciones amplias que se consolidaron en el Africa central. Algunos historiadores (Oliver y Fage), retomando clasificaciones realizadas por los antropólogos, vinculan a estos reinos con una antigua civilización sudánica, originaria del Alto Nilo y difundida en regiones muy dispares del continente. Este viejo fondo común habría perdurado a través de muchas vicisitudes —nacimiento y muerte de imperios; hegemonía de unos sobre otros— y se manifestaría en algunos rasgos que todos conservan, especialmente el gobierno monárquico, la burocracia administrativa (para el cobro de impuestos y tributos a las poblaciones sometidas) y una organización económica basada por un lado en el comercio de larga distancia, alimentado por ciertos productos muy codiciados en la época —marfil, pieles, oro, cobre, sal, nueces de cola— y por el otro en el trabajo de comunidades aldeanas, encargadas de mantener superestructuras de gobierno, administración y defensa.

Las primeras resistencias

No faltaron problemas en el Africa del Norte, donde los europeos debieron incrustarse en el seno de poblaciones que poseían un alto grado de organización política, un antiguo sentimiento de nacionalidad y una religión monoteísta de la misma jerarquía que el cristianismo.

A pesar de ser posesiones turcas, tanto el Magreb como Egipto tenían sus propios gobernantes, que reconocían una vaga soberanía al sultán de la Puerta, y actuaban de hecho con gran independencia. De buen o mal grado admitieron la ingerencia extranjera, que en todos los casos se justificó por motivos financieros: se trataba de asegurar para los capitalistas británicos y franceses la recuperación de préstamos concedidos para la puesta en marcha de la infraestructura de estos países. Por eso al comienzo adoptó la forma de un mero control sobre la actividad económica nacional, ejercida por consejeros o comisiones asesoras designados por los prestamistas. Pero esto fue solo el inicio, después llegaron colonos y se produjo una transferencia casi total de poderes desde los soberanos locales hacia los asesores extranjeros, legalizados por acuerdos de protectorado. Esta fue la chispa que desató la rebelión en todas partes, obligando a los invasores a enviar ejércitos para dominar a los sublevados, a realizar operaciones de “pacificación” que aplicaban la táctica de tierra arrasada, o a bombardear las ciudades insumisas. Los argelinos conservan el recuerdo del levantamiento de Abd el Kader, sultán de Mascara y último gran fundador de imperio, vencido en 1847 después de quince años de guerra continua, así como la “pacificación” de las tribus de la Kabilia, que culminó con la destrucción de los olivares y el traspaso de las mejores tierras de manos de sus propietarios a las de los colonos franceses. Los egipcios no olvidan el bombardeo de Alejandría, que los ingleses realizaron en 1882 como represalia por la rebelión de Arabi Pachá, y que inició una ocupación de su país que duró 54 años.

Los tunecinos relatan la gesta de los krumires, contra quienes Francia envió en 1881 una expedición punitiva, y, por fin, los marroquíes reivindican la acción de las tribus del Atlas y la más tardía rebelión de Abd el Krim, que levantó en un mismo movimiento liberador a las poblaciones de los dos Marruecos.

La ofensiva imperialista

Por valerosos que fueran estos movimientos, no pudieron impedir que los imperialistas se adueñaran de todo el continente. Es verdad que en la primera mitad del siglo XIX las posesiones eran aún modestas y por lo general no superaban la línea costera, pero ya en 1885 los principales pretendientes pudieron reunirse en Berlín, en un congreso que hizo historia, y allí, sobre un mapa vacío, siguiendo líneas imaginarias (paralelos y meridianos) que no tenían en cuenta la realidad humana ni geográfica subyacente, se repartieron treinta millones de kilómetros cuadrados.

Sin embargo, Berlín no fue el punto máximo de la búsqueda de territorios, sino por el contrario, marcó el comienzo de la verdadera “carrera” colonial de los países occidentales. Africa vio llegar oleadas de misioneros, exploradores y comerciantes, que llevaban la Biblia y la “civilización” en una mano, y en la otra armas y productos de comercio, y, poco después, las columnas armadas que ocuparían el interior. Era frecuente que unos y otros se dedicaran a hacer firmar a jefes iletrados cartas de concesión de nuevos territorios, que estaban destinados a redondear las cabezas de puente ya adquiridas. Gracias a estos procedimientos, los franceses, los ingleses y los belgas se quedaron con la parte del león y dejaron muy poco disponible para los que venían detrás. Alemania e Italia llegaron más tarde y sus posesiones no fueron ni tan extensas ni tan duraderas como las de las demás metrópolis. Al terminar la primera guerra mundial las colonias alemanas pasaron a manos de sus vencedores y al terminar la segunda las italianas adquirieron rápidamente la independencia. Completado el reparto, Africa entraba en la historia por haber perdido su libertad.

Organización de las colonias

Una vez instalados, los europeos se dedicaron a organizar sus nuevas posesiones. Hubo dos tipos de relación reconocidas oficialmente: el protectorado y la colonia propiamente dicha. En el primer caso —que se aplicó en la región mediterránea y después en las ex colonias alemanas— las naciones “protectoras’ ejercían teóricamente un mero control sobre autoridades tradicionales; en el segundo, la presencia imperial se hacía sentir directamente. Sin embargo, en lo que respecta al aspecto político, hubo algunas diferencias entre los sistemas aplicados por cada nación dominante. Inglaterra puso en práctica el indirect rule (gobierno indirecto) que consistía en dejar en manos de los jefes autóctonos ciertas atribuciones inferiores reservando para el gobernante nombrado por Londres y unos pocos funcionarios blancos el control de estas actividades y la puesta en marcha de la colonia. Francia, más centralizadora, entregó a una administración europea la conducción total de los territorios; Bélgica aplicó un estricto paternalismo sostenido por tres pilares: la administración colonial, la iglesia católica y las empresas capitalistas mientras Portugal, por su parte, recurría también al paternalismo, pero esta vez basado sobre la imposición “educativa” del trabajo obligatorio. Cualquiera que fuere el sistema político imperante, todas las metrópolis compartían el mismo criterio respecto de la función económica de las colonias: la colonización no se había hecho para desarrollar económica y socialmente a las regiones dominadas sino para explotar las riquezas latentes en ellas en beneficio del capitalismo imperial. Puesto que “la colonización y el desarrollo de la economía capitalista están en una relación dialéctica estructural” (Isnard), las superganancias originadas localmente eran enviadas a Europa para aumentar allí las posibilidades de inversión, crear nuevas oportunidades de empleo, acrecentar los salarios y permitir una mayor especialización.

Por el contrario, en Africa se asistía al proceso opuesto: “desinversión” en hombres y capitales, salarios fisiológicos, limitación de la capacitación profesional. El empobrecimiento del Continente era la contrapartida lógica del enriquecimiento metropolitano.

Para lograr ese objetivo final, todos los sectores de la producción —agricultura, comercio, industria— fueron organizados sobre una base monopolista y con vistas a la exportación.

En el sector agrícola, los cultivos de subsistencia fueron reemplazados o rechazados hacia regiones menos fértiles, por la nueva agricultura de plantación, practicada por grandes empresas (o empresarios) en enormes latifundios que concentraban la labor de millares de campesinos desarraigados de sus tierras. Las plantaciones se dedicaron al monocultivo de algunas especies —cacao, café, maní, hevea (caucho), vid, etcétera— que no estaban destinadas a satisfacer el consumo local sino a venderse en el exterior. Las consecuencias de esta reorientación de la agricultura fueron de muy diversa índole y afectaron a la sociedad africana en todos sus niveles. Por un lado, las organizaciones tradicionales —la tribu, la aldea, la familia— que se basaban sobre la agricultura de subsistencia o la ganadería itinerante, practicadas por la comunidad sobre tierras también comunes, y que exigían abundante mano de obra, predios extensos y propiedad colectiva, perdieron toda base de sustentación. Aldeas y tribus fueron trasladadas o dispersadas y sus tierras atribuidas a los colonos blancos o a las empresas capitalistas, mientras los indígenas eran concentrados en reservas, instalados en zonas estériles u obligados a trabajar como peones para sus nuevos amos.

Por consiguiente, los hombres aptos para la producción huyeron de un medio que no les ofrecía ya grandes perspectivas de supervivencia, se emplearon en los latifundios o fueron a engrosar las filas de desocupados que esperaban un salario de las nuevas empresas. La pérdida de este potencial humano transformó a muchas aldeas en “cáscaras vacías”, habitadas casi exclusivamente por mujeres, niños o ancianos; desorganizó a la tribu, que ya no pudo desempeñar su papel de estructurador social y trastornó la familia por la dispersión de sus miembros. En su lugar, las plantaciones se convirtieron en el factor determinante de toda la vida de una región, acaparando las inversiones, reordenando la sociedad y dominando la política local. Este fue el caso de Liberia, coto cerrado de la Firestone Rubber Co., empresa de capitales norteamericanos, que poseía diez millones de heveas y requería 30.000 hombres para su explotación. En 1951 ella sola proveía al país del 90% de sus exportaciones, y de hecho lo había convertido en su propiedad privada. El ejemplo de la Firestone destaca otros órdenes de efectos que conviene citar: las distintas regiones africanas se especializaron en algunos de estos productos, de ahí una dependencia estricta con respecto al mercado internacional y el condicionamiento de toda la economía local por las bruscas fluctuaciones de los precios externos. Tanto más por cuanto la transformación de las cosechas y la comercialización de los productos no se realizaban en el lugar ni estaban en manos africanas, sino que se reservaban para los metropolitanos o sus intermediarios extranjeros. Sólo en casos excepcionales los africanos podían dedicarse a eses tipo de agricultura, y cuando así ocurría —como en la Costa de Marfil— se creaba en el territorio una pequeña burguesía rural, estrechamente dependiente del capitalismo metropolitano. El comercio respondió a cánones similares: grandes sociedades de importación-exportación monopolizaron la actividad de uno o varios territorios, a través de cientos de sucursales y millares de intermediarios. En Africa occidental francesa, desde el Senegal al Congo, actuaban solo dos compañías, la Sociedad Comercial del Oeste Africano, y la Compañía Francesa del Africa occidental, que seguían aplicando el conocido mecanismo del comercio de trata: en el mismo mercado el campesino autóctono vendía sus cosechas y compraba artículos de importación, y la compañía acumulaba ganancias que superaban el 100% del valor de los productos.

Más importante aún fue el papel de la industria. Hasta la Segunda Guerra Mundial las colonias se limitaron a proveer a las industrias europeas las materias primas indispensables para su desarrollo. Sus inmensos yacimientos de cobre, zinc y uranio (copperbelt o cinturón de cobre centroafricano), de manganeso (Marruecos, Gabón), bauxita (Guinea, Ghana), y fosfatos

(Africa del Norte) atrajeron la inversión externa y movilizaron miles de trabajadores. Se constituyeron enormes empresas dedicadas a la explotación del subsuelo, que llegaron a dominar toda la vida de una región. Este fue el caso de la Unión Minera del Alto Katanga, propietaria exclusiva de los filones de esa provincia congolesa y la vecina Rhodesia. Ella sola empleaba al 42% de la población adulta masculina del lugar y manejaba todos los resortes económicos y políticos del Congo. De hecho, la administración belga estaba a su servicio y las misiones católicas acudían presurosas cuando había que sofocar alguna veleidad reivindicatoria de los asalariados locales. Su omnipotencia era tal, que todo el mundo sabía que en Katanga “se nace en una cuna de la Unión Minera y se es enterrado en un ataúd de la Unión Minera”, lo que, de paso aumentaba las ganancias de por sí fabulosas de la tentacular empresa. Sea como fuere, la actividad industrial dio origen a una nueva clase social: el proletariado obrero, hasta entonces inexistente en Africa. Poco numeroso y sin posibilidades de acción hasta fines de la Segunda Guerra Mundial, fue sin embargo un factor decisivo en la lucha por la independencia.

Una estructura de explotación tan sin resquicios, solo pudo organizarse en Africa gracias a la expresa colaboración de los gobiernos metropolitanos y las administraciones territoriales. A ellos les correspondió realizar las obras de infraestructura necesarias para facilitar la inversión de capitales y proveer de mano de obra barata a las diferentes empresas.

Sabemos, en efecto, que las potencias coloniales realizaron en Africa obras de infraestructura nada desdeñables: mejoraron los puertos, trazaron caminos, instalaron ferrocarriles, construyeron diques y edificaron ciudades. Pero el mapa y la historia del continente nos enseñan que los puertos tenían como único fin asegurar los contactos con Europa y dar salida a los productos locales, que los caminos y los ferrocarriles no estaban destinados a favorecer el comercio interno ni a facilitar las comunicaciones sino a acelerar el traslado de mercancías hacia los puertos de embarque; que la única finalidad de los diques era producir energía eléctrica barata para los complejos industriales o irrigar las tierras de las plantaciones —como fue el caso del dique de Edea en Camerún, construido para servir a las industrias Pechiney, o del de Gezira, en Sudán, para regar las tierras algodoneras— y que las ciudades albergaban sólo a los europeos. Dicho de otro modo: el erario público asumió los gastos ocasionados por todas estas creaciones para que los capitales privados pudieran actual tranquilamente en el comercio, la plantación, y la extracción minera.

Inversiones y salarios

Y en verdad, los capitales llegaron. Por lo general, las grandes sociedades inversoras estaban respaldadas por los bancos metropolitanos, aunque hubo casos en que la magnitud de la empresa asumida hizo necesario recurrir al esfuerzo conjugado de los capitales internacionales.

Algunos ejemplos pueden ser ilustrativos: el Banco de París y de los Países Bajos inició la explotación del dominio colonial francés por intermedio de innumerables “holdings”. Algunos de ellos fueron la Compañía General de Marruecos y la Omnium de Minas, que compartieron el control de los transportes, la producción de energía, la explotación de minas, las industrias alimentarias y la construcción inmobiliaria de todo Marruecos, extendiendo después su acción —directamente o por compañías subsidiarias— hasta Argelia, el Africa Negra y Madagascar. Otro caso notable fue el proyecto de creación de un complejo del aluminio en Fria (Guinea), que requirió el aporte de casi todas las industrias de aluminio del mundo occidental. Más tardíamente comenzó a actuar en Africa el capital norteamericano; en vísperas de la independencia poseía el 50% de las acciones de la industria del cobre en Rhodesia del Norte, el 49% de las acciones de la compañía minera que extraía el hierro y el manganeso del Africa francesa, y, en Sudáfrica, sus ganancias equivalían al 30% del capital invertido.

Por último, cabe señalar que toda esta riqueza provenía de una mano de obra abundante y barata que la administración se empeñaba en crear. Por una parte, casi todas las colonias padecieron el flagelo del trabajo forzoso, disfrazado como “contribución personal” para la puesta en marcha de la infraestructura, o como adquisición de salario para el pago de impuestos. Por la otra, puesto que no poseían una población abundante, se aplicó una política generalizada, que tendía a “fabricar negros”, con el objeto de aumentar el ejército de trabajadores. No era otro el fin de las medidas adoptadas para erradicar las enfermedades endémicas, evitar la muerte de niños, contrarrestar las prácticas anticonceptivas y prolongar la vida de los adultos. Es probable que también intervinieran en este caso consideraciones de tipo humanitario, pero la frase citada es suficientemente elocuente como para despojar al evidente esfuerzo sanitario de propósitos altruistas. Lo cierto es que en Africa la curva demográfica se modificó, mostrando un neto predominio de los grupos más jóvenes, que desde entonces fueron empleados localmente o enviados a las metrópolis cuando escaseaban allí los obreros no especializados. Francia albergaba, en la década de 1950, más de medio millón de norafricanos carentes de toda calificación, que desempeñaban las tareas despreciadas por los obreros metropolitanos y constituían un subproletariado indeseable, relegado a condiciones económicas y sociales que ningún europeo hubiera acepado. Pero más todavía: la abundancia de trabajadores permitía fijar los salarios locales a un nivel estrictamente fisiológico. Los abusos en este sentido fueron tan desorbitados, que los gobiernos intervinieron en varias oportunidades para establecer salarios mínimos. En las zonas más industrializadas, donde había obreros europeos —los “pequeños blancos”— o coexistían varias comunidades de diferente nacionalidad (como en Africa del Sur y oriental), la colonización impuso tasas de salarios diferentes para cada grupo, aun si las condiciones de trabajo eran las mismas. “A cada raza su salario”, era el principio, y en esta escala descendente, el negro ocupaba siempre el lugar inferior. El caso extremo se observó en Sudáfrica: en 1926 se sancionó legalmente la “barrera de color”. Esta implicaba innumerables vejaciones sociales y limitaciones políticas para los autóctonos, pero, lo que era más grave todavía, implicaba que tenían vedada toda perspectiva de especialización laboral y que los trabajos calificados sólo podían ser desempeñados por los blancos. De este modo, la masa de trabajadores, constituida por los negros, estaba siempre peor pagada que la estrecha y exclusivista capa de proletarios blancos.

La colonización fue, pues, un todo coherente. Un sistema creado para el exclusivo enriquecimiento de las metrópolis y en el que todas y cada una de sus manifestaciones concretas actuaba como disolvente de las sociedades tradicionales. Pero el capitalismo, que en el siglo XIX había sido capaz de reordenar la sociedad de Europa occidental sobre bases modernas, no ofreció al Africa del siglo XX idénticas posibilidades y se limitó a crear una economía específica sin gran poder de estructuración social.

Las reacciones anticoloniales

Las dos guerras mundiales y la crisis de 1930 habían actuado como detonante entre las poblaciones colonizadas, acelerando su toma de conciencia y reforzando la antigua corriente de resistencia. Si por un lado aquellos acontecimientos contribuyeron a acentuar los efectos de dominación, exigiendo de las colonias una erogación mayor en hombres y productos, por el otro habían provocado el eclipse momentáneo de las metrópolis y contribuido a destruir el mito de la superioridad del hombre blanco. La primera serie de hechos demostró a obreros y campesinos que debían unirse para contrarrestar los efectos de la crisis o expresar sus reivindicaciones y la segunda permitió refutar el mito simétrico de la propia inferioridad y recuperar los valores propios de civilizaciones atacadas por siglos de colonialismo.

A partir de la década del 30 en todo el continente surgieron o se desarrollaron asociaciones de ayuda mutua, movimientos de reagrupación tribal, cultos y asociaciones religiosos, que fueron otros tantos canales a través de los cuales los hombres se encontraron, se trasmitieron un mensaje de esperanza y pasaron las voces de órdenes de la rebelión. Las metrópolis no se engañaron sobre el sentido profundo de estas instituciones aparentemente inocuas: las cárceles albergaron a Simon Kimbangu y a Pedro Matsaw, difusores de un cristianismo que prometía, junto con la llegada de un Cristo negro, la liberación del pueblo elegido; los franceses no vacilaron en sustraer de la obediencia al sultán de Marruecos —considerado peligroso— a los bereberes del protectorado; los ingleses realizaron la persecución sistemática de los Mau-mau de Kenya, acusados de terrorismo. Pero el movimiento era incontenible y así como en el Congo Lumumba contó con el apoyo de las iglesias kimbanguistas, Nkrumah en Ghana recuperó para sí el trono de oro de los Ashanti. Es más, los primeros sindicatos y partidos políticos nacieron a veces en el seno de estas asociaciones de ayuda mutua, o grupos religiosos, lo que en ocasiones significó también, que estas agrupaciones, aunque más modernas, fueron incapaces de superar el marco estrecho de sus orígenes.

Por su parte, las metrópolis no sólo recurrieron a la represión, sino que trataron de aliviar el malestar y la tensión en sus colonias promoviendo algunas reformas que controlaran el movimiento. Por un lado, trataron de satisfacer las reivindicaciones menos peligrosas restaurando las autoridades tribales, admitiendo el derecho consuetudinario o instalando “centros extraconsuetudinarios” (Congo Belga) donde los africanos tenían cierta intervención. Por el otro, procuraron restaurar y mejorar la agricultura tradicional creando “centros de desarrollo comunal” y pomover el progreso económico y social de los territorios poniendo en marcha planes —quinquenales, decenales— que debían modernizar y acrecentar la producción, absorber la desocupación, dotar de un mínimo de autonomía a la economía local. De hecho se trató de un nuevo pacto colonial que a través de las inversiones de infraestructura, una relativa industrialización y el mejoramiento de algunos centros urbanos no disminuyó sino que acrecentó la dependencia africana. Por último, realizaron ciertas concesiones políticas que, destinadas al grupo más activo y politizado de los “evolucionados”, debían permitirles perdurar y reorganizar los imperios sobre bases más liberales. Todo fue inútil: en cuanto un territorio conquistó su independencia, los demás siguieron y casi todo el continente recuperó la libertad.

Sin embargo, nada fue demasiado fácil. Europa había perdido casi todas sus posesiones asiáticas y no estaba dispuesta a dejar escapar la última zona colonial que aún le quedaba. De manera que la historia de este período es el recuento de concesiones y represiones, y de una lucha, a veces sin cuartel, entre dominadores y dominados.

Las independencias en la zona británica

En la zona británica el proceso fue comparativamente menos violento. El gobierno inglés manejaba sus posesiones según el modelo que ya hemos esbozado: autoridades locales controladas por administradores británicos, y un gobernador asesorado por dos consejos, un ejecutivo y un legislativo, con funciones meramente consultivas y sin ninguna representatividad, pero que podían evolucionar para dar cabida a diputados electos. Desde 1947 el Ministerio de Colonias admitía que debían realizarse algunas reformas —a través de Conferencias Constitucionales reunidas en Londres o en los mismos territorios— que podían llegar a la concesión de la autonomía interna y aun de la independencia, “para no perder colonias sino ganar miembros del Commonwealth”, lo que no afectaba de ningún modo los intereses británicos.

Por lo general, el proceso respondió en casi todas partes a un modelo común: permiso para organizarse política y sindicalmente a los africanos de cada territorio; acción de estas organizaciones —pacífica o violenta según los casos— para conseguir mayores poderes y mayor representatividad de los Consejos integrados ya por los nativos; ampliación progresiva del derecho de sufragio, partiendo del voto calificado —exigencia de educación o rentas— para llegar habitualmente al sufragio universal; africanización de la administración y el gobierno; concesión de la autonomía interna y establecimiento de un sistema parlamentario, con primer ministro, gabinete, cámaras y responsabilidad ministerial; fijación por acuerdo de la fecha de independencia; concesión definitiva de ésta; ingreso del nuevo Estado al Commonwealth (Comunidad Británica de naciones). Sin embargo, el estilo particular en que cada una de estas etapas se fue cumpliendo en los distintos territorios dependió en verdad de las características propias de cada zona, derivadas tanto de sus antecedentes históricos y geográficos como de la influencia de la colonización. Donde el grupo de colonos blancos era relativamente abundante y sus intereses dependían de la perduración de la supremacía europea, el proceso fue largo y sangriento (Kenia) o la independencia fue una declaración unilateral que tendió a conservar aquella preeminencia (Rhodesia del Norte). Donde las disidencias tribales y las oposiciones religiosas reforzaban diferencias de desarrollo entre regiones distintas, se adoptaron soluciones federales más o menos definitivas (Nigeria) o el federalismo fue meramente una etapa más que se debía superar (Ghana). Donde el estatuto previo era el de protectorado, el proceso fue rápido y sin enfrentamientos (Togo). Por fin, cuando los territorios eran muy pequeños y sin grandes riquezas, la metrópoli no se aferró a ellos (Sierra Leona) y éstos a su vez procuraron unirse a un Estado más amplio para asegurar su supervivencia (Gambia, Togo). Las colonias inglesas del Africa occidental, que habían provisto las primeras bases de penetración, y en cierto modo eran más evolucionados políticamente consiguieron la independencia sin graves enfrentamientos con la metrópoli y sirvieron de ejemplo a las demás colonias. Ese fue el caso especialmente de Ghana (la ex Costa de Oro), un territorio que pese a la diversidad de los grupos étnicos que lo habitaban, a las diferencias religiosas que agitaban a sus pobladores y a la oposición económica y política existente entre el norte —donde predominaban los propietarios feudales— y el sur —donde se había constituido una clase media progresista y activa y un proletariado urbano y minero de cierta importancia— fue el primero en independizarse y en actuar internacionalmente como Estado soberano. En 1946 Londres incluyó algunos africanos en los Consejos, con la idea de satisfacer las peticiones políticas de los evolucionados. Una reforma tan tímida no tardó en levantar protestas y en 1949, después de un período de cierta agitación socia¡, se organizó el Partido de la Convención del Pueblo (CPP) conducido por Kwame Nkrumah. Una sólida red de filiales urbanas y rurales permitió al líder movilizar a las masas, y en 1952 Ghana poseía ya un gobierno responsable y Nkrumah era su primer ministro. En su discurso inaugural éste se confesó socialista, marxista y cristiano y aseguró que su gobierno lucharía contra el imperialismo en todas sus formas. Una definición tan radical desató la intensa oposición de las minorías musulmanas y feudales y, para aquietar los ánimos, Nkrumah tuvo que sacrificar parte de su programa democrático y centralizador y admitir una constitución federal. La independencia fue conseguida en 1957 (y el mismo día el Togo independiente se incorporó al nuevo Estado) y en adelante el jefe del gobierno pudo imponer sus propias ideas sobre la centralización del país. En cambio Nigeria, más corroída por las disensiones internas, sólo poseía la unidad creada por la presencia imperialista. En el territorio se hablaban 248 dialectos, coexistían nueve grupos étnicos y se contraponían tres grupos religiosos distintos. El descontento de los evolucionados comenzó a manifestarse a través de asociaciones profesionales, sindicales y deportivas que enunciaban el deseo de los africanos de conquistar una mayor participación en la conducción de la colonia.

En 1944 comenzó a actuar el primer partido político, el Concilio Nacional de Nigeria y Camerún —NCNC— dirigido por Nmandi Azikiwe, que pedía simultáneamente un gobierno nacional elegido por sufragio universal y una mayor educación que facilitara la participación popular en la actividad política. El déficit de este movimiento era que representaba casi exclusivamente a un solo grupo étnico —el de los ibo— y que carecía de organización masiva. Inglaterra respondió con una primera constitución que dio mayoría a los africanos en el consejo legislativo y organizó consejos regionales para cada una de las principales zonas del país. La reforma no dejó satisfecho a nadie, y nuevos partidos surgieron en el norte y en el oeste para ejercer una presión más constante. En 1953 Londres decidió acelerar la marcha hacia el autogobierno, y al año siguiente el país poseía un gobierno responsable y una organización federal. La independencia se proclamó en 1960 y poco después le siguieron Sierra Leona (1961) y Gambia (autonomía interna en 1963).

En el Africa oriental, donde Inglaterra poseía cuatro territorios —Tanganica, Kenia, Uganda y Zanzíbar— la situación se complicaba por la presencia y superposición de grupos raciales diferentes —colonos blancos, población autóctona, minorías asiáticas—, el atraso político de los indígenas y la influencia de jefes nativos que reivindicaban más la conservación de su propio poder y la preeminencia de su tribu que la independencia territorial.

Tanganica, la menos evolucionada, fue sin embargo la primera en independizarse. En esto influyó su condición de “territorio bajo tutela” —y por tanto su derecho de presentar ante los organismos internacionales las peticiones y quejas de su población— y el escaso interés que los colonos europeos —unos 20.000 blancos instalados en las ciudades costeras— y los capitales metropolitanos tenían en ella. En 1951 los africanos habían organizado una “Asociación africana de Tanganica” (TAA) que pidió a Londres la integración de los consejos (hasta entonces con abrumadora mayoría blanca) con una representación al menos igual de representantes negros. En 1954, de esta primera asociación surgió el TANU (Unión Nacional Africana de Tanganica) dirigido por Julius Nyerere. El partido decidió preparar a las poblaciones para recuperar la independencia, oponerse a cualquier tendencia separatista que expresara ambiciones tribales o regionales, exigir la posibilidad para los africanos de ser propietarios de tierras y favorecer el desarrollo de cultivos de exportación realizados por los negros. Ante las reticencias de Londres Nyerere hizo presentaciones ante la ONU y exigió públicamente que la metrópoli fijara un calendario estableciendo las etapas a través de las cuales se concedería la independencia al territorio. Desde 1958 el TANU ganó permanentemente las elecciones, y en 1960 el pueblo se pronunció en favor de la independencia, celebrada al año siguiente.

Kenia, en cambio, se liberó más tarde y a costa de muchas vidas y luchas sangrientas. Era un territorio con las 5/6 partes de tierras desérticas y 1/6 de tierras fértiles y clima acogedor. Desde temprano los ingleses se habían reservado la mayor parte de ese pequeño paraíso, relegando a los agricultores kikuyu hacia inhóspitas reservas. Esto había convertido a la colonia en una región de tensiones latentes, agravadas por la presencia de 150.000 indios y 50.000 árabes que monopolizaban el comercio minorista. En 1944 empezó a actuar la primera organización política, el KAU (Unión Africana de Kenia), constituida casi exclusivamente por los kikuyu. La KAU dirigió huelgas obreras, marchas sobre las ciudades de los campesinos expulsados de sus tierras y manifestaciones masivas. El gobierno respondió con una cruel represión policial y la negativa a hacer la menor concesión a los africanos.

En 1951 el movimiento encontró su líder en Jomo Kenyatta, quien supo imprimir al partido un cariz abiertamente político. Los europeos se empeñaron en desprestigiar al naciente nacionalismo local y amenazaron con reprimir por la fuerza las actividades de los “sediciosos”. En esa circunstancia empezó a actuar el grupo mau-mau, una organización político-religiosa que adquirió la forma de una sociedad secreta, se dio un programa en el que se especificaban claras reivindicaciones políticas —búsqueda del autogobierno—, conquistas sociales —recuperación de tierras, igualdad de salarios—, y un abierto rechazo de la influencia europea: abolición del cristianismo, restauración de las costumbres tradicionales, ceremonias iniciáticas. En 1952, para responder a algunos atentados realizados por la secta contra la propiedad y las personas de los blancos, la administración decretó el “estado de urgencia en la colonia, y, con el pretexto de que los nacionalistas apoyaban el movimiento mau-mau, arrestó a los principales jefes (Kenyatta) y disolvió los partidos políticos, mientras recluía en campos de concentración a miles de kikuyu. Fueros años de confusión, matanzas indiscriminadas y represión desorbitada que relegaron a la clandestinidad al movimiento independentista, pero en 1955 el gobierno aflojó la presión, permitió la reanudación de la actividad partidaria y prometió una conferencia constitucional para 1960. Ese año el antiguo KAU cambió su nombre por el de KANU (Unión Nacional Africana de Kenia) y se convirtió en el único movimiento de carácter nacional y antitribal apoyado por los evolucionados de las ciudadas y las tribus mejor organizadas. Pidió la libertad de Kenyatta, que fue designado presidente del partido y decidió concurrir a las elecciones para luchar legalmente contra la multiplicación de pequeños partidos tribales y separatistas que habían nacido al calor oficial. En 1962, después de muchas tratativas, Kenyatta fue liberado y pudo asistir a la conferencia constitucional reunida en Londres. Allí se concedió el autogobierno a la colonia con un sistema tan complicado y paralizante, que durante un año el país continuó desgarrado por las huelgas, la proliferación de agrupaciones subversivas y las amenazas de secesión. Kenyatta restableció el orden y afrontó las elecciones en 1963, de las que salió victorioso. Ese mismo año Kenia se convirtió en país independiente y el mismo día se proclamó la libertad de Zanzibar. Uganda la había conseguido el año anterior, gracias a la instauración de una constitución federal que permitía conciliar el particularismo de los pequeños monarcas locales y las aspiraciones centralistas del partido de Milton Obote, de manera que cuatro nuevos Estados reforzaban ya el grupo independiente.

El Africa central —las dos Rhodesias y Nyassaland— provocó dolores de cabeza más agudos a su metrópoli, por dos órdenes de factores estrechamente vinculados: la riqueza minera de la zona y la presencia activa de capitales ingleses y norteamericanos (con incontables ramificaciones en los territorios vecinos, y por ende, con posibilidades de influir en el proceso de independencia), y la acción de los blancos locales empecinados defensores de la segregación racial como único medio de conservar su preeminencia. Por esto el conflicto adquirió un doble cariz: la lucha de los africanos para conseguir la independencia interna, frente a la presión de los colonos blancos y de los capitales extranjeros, y las pretensiones separatistas de la población europea que se concretó en la secesión con respecto a la metrópoli.

Los tres territorios tenían notables diferencias tanto en su estatuto político como en sus posibilidades económicas y en su organización interna. Rhodesia del Sur tenía una población europea —157.000 en 1952—, que acaparaba las 3/4 partes de la renta nacional del país aunque sólo era el 8% de la población, y que en su mayoría eran considerados súbditos británicos. Desde 1923 poseía un gobierno responsable, que había puesto en práctica la conocida política de coparticipación (partnership) con respecto a la población negra, la que consistía esencialmente en permitir la participación política de los africanos que demostraran “un nivel de vida civilizado”. Los detentadores del poder local afirmaban que no había la menor barrera electoral, pues el negro que ansiara influir sobre los destinos del país no tenía más que demostrar su “capacidad” —instrucción, rentas— para adquirir por “vía natural” el derecho de voto. Argumento falaz, que las cifras se encargaban de desmentir, pues en 1951, con una población de 1,7 millones de negros, sólo 433 poseían el tan cacareado derecho de voto. Por supuesto, los blancos aspiraban a obtener el estatuto de Dominio, para decidir por sí mismos una política racial que les era tan evidentemente favorable. Rhodesia del Norte era un protectorado, también con neto predominio blanco, aunque sólo se tratara de 32.000 europeos, ocupados en explotar las riquezas mineras y dominar a 1,9 millones de negros. Aquí Londres ejercía una mayor vigilancia, con el único propósito de evitar que el territorio cayera en la órbita de la Unión Sudafricana. Por último, Nyassaland, más pobre en recursos naturales, albergaba también la menor proporción de colonos blancos. Por esto mismo, desde 1948 los africanos pudieron ingresar al consejo legislativo e intervenir en cierto modo en el gobierno local. Sólo el temor ante las represalias de los europeos explica la parsimonia con que procedió el Colonial Office al fijar el calendario de la concesión de la independencia. En 1953 Gran Bretaña reunió a los tres territorios en la “Federación del Africa central”, entregando su gobierno a los colonos blancos. La nueva creación despertó la enconada oposición de los evolucionados, sobre todo porque la escena política tenía como protagonista principal a Roy Welensky —primer ministro de la Federación— un activo sostenedor de la segregación racial y la independencia frente a Londres, sólo para sofocar mejor los movimientos nacionalistas. El nacionalismo concentró su artillería contra la Federación: los partidos políticos y las organizaciones culturales movilizaron a las masas en una vasta y permanente acción de desobediencia civil, huelgas y boicots, sobre la que no hicieron mella las violencias y represiones desencadenadas por los racistas. En 1959 la tensión era tal que Welensky y Whitehead (primer ministro de Rhodesia del Sur) recurrieron a la declaración del “estado de urgencia” para disolver los partidos y encarcelar a los jefes. Londres creyó llegado el momento de intervenir, y envió una misión investigadora cuya conclusión fue que la Federación debía desaparecer si los territorios solicitaban paulatinamente su propia secesión. Welensky intentó en vano resistir la decisión metropolitana y tuvo que resignarse a la autonomía de Nyassaland, un territorio donde en 1961 se constituyó el primer gobierno negro de la casi extinta Federación. El país se llamó entonces Malawi y su jefe fue Hasting Banda. En 1964 obtuvo la independencia completa e ingresó como miembro del Commonwealth.

La secesión de Nyassaland no afectaba a los intereses políticos y económicos de los blancos, pero cualquier movimiento en Rhodesia del Norte, rica en minas de cobre, provocaría la resistencia de los colonos. Londres procedió con pie de plomo, pero aún así, el mero intento de conceder a los africanos cierta paridad en el legislativo, enunciada por Inglaterra en 1961, despertó las iras de Welensky que amenazó recurrir a la fuerza para “proteger a la federación”. Los medios conservadores, las grandes sociedades mineras y los colonos lo apoyaron tan ardientemente que sólo el desastre económico que se cernía sobre el país (como consecuencia de la agitación de los africanos y la represión del ejército), los hicieron ceder. En 1962 se impuso una solución de compromiso que concedió la mayoría en el gobierno a los partidos negros, y en 1963 se pidió la secesión. Al año siguiente se proclamó la independencia y el nuevo Estado se llamó Zambia. Hacia 1961, en la ya casi difunta federación sólo quedaba un último bastión: la Rhodesia del Sur. El primer ministro Whitehead aspiraba a reconstituirla anexándose la rica zona minera (cobre), mientras procuraba aquietar la agitación africana con algunas concesiones y el clamor mundial con tímidas medidas de integración racial. Sin embargo en ninguno de los dos campos tuvo el menor éxito, pues Inglaterra se opuso a sus afanes expansionistas y los colonos blancos se encargaron de aherrojar su “liberalismo” derrotándolo en las elecciones. Un partido de extrema derecha, el Frente Rhodesio, asumió el poder en 1962 y el “orden” fue restablecido a través de nuevas y más severas leyes represivas. Desde 1963, fecha en que Inglaterra disolvió oficialmente la federación, el conflicto entre blancos y negros en Rhodesia se volvió cada vez más agudo: mientras los africanos se exasperaban, los blancos se endurecían en su posición; Londres se negaba sistemáticamente a conceder la independencia del territorio y el gobierno de lan Smith respondía acentuando la segregación. Por fin, en noviembre de 1965 se produjo la declaración unilateral de la independencia, contra la que nada pudieron las medidas condenatorias adoptadas por Londres. Poco a poco prevalecieron las consideraciones económicas, y la nueva nación reingresó al concierto mundial, dotada de un nuevo título de nobleza: el de enclave directo para la reacción neocolonialista. El último reducto del imperialismo inglés en Africa desapareció poco después (1966) cuando el antiguo protectorado de Bechuanaland obtuvo su independencia y cambió su nombre por el de Botswana.

La independencia del Africa francesa

En las posesiones francesas el proceso de liberación se produjo en forma muy diferente. Por un lado, la metrópoli, que acababa de sufrir la pérdida de sus colonias asiáticas, estaba menos dispuesta a admitir un estrechamiento de su zona de influencia. Por el otro, el afán racionalista de los galos no admitía el pragmatismo que había permitido a Inglaterra acomodarse en cada caso a la situación local —por lo que, ante los reclamos de los africanos, respondía con grandes construcciones constitucionales que englobaban al imperio en su totalidad—, por el otro todavía, los colonos blancos —abundantes en la región mediterránea— se encargaban de complicar la situación provocando enfrentamientos triangulares, y, por último, los súbditos de París, que habían tenido pocas oportunidades de hacer un aprendizaje político previo sólo actuaron al compás de los reacondicionamientos del Imperio. Hasta 1936, cuando se impuso en Francia un gobierno de Frente popular, que permitió la organización de la vida sindical y política en las colonias, éstas sólo poseían un pequeño grupo de “evolucionados” a los que se había concedido la ciudadanía francesa. El Comité francés de liberación nacional, organizado a partir de 1942, aceleró el proceso prometiendo a las poblaciones sometidas, como contrapartida de su colaboración con el esfuerzo de la resistencia, que una vez alejado el peligro nazi se organizaría una nueva comunidad en la que desaparecerían la discriminación racial, los trabajos forzosos y la inicua explotación económica de los territorios de ultramar. Estas promesas fueron confirmadas por de Gaulle en 1943, y comenzaron a concretarse en la Conferencia de Brazzaville (1944), donde se admitió la participación de algunos delegados africanos en la futura Asamblea constituyente. En 1945 se reunió la primera conferencia constitucional, donde hicieron sus primeras armas los representantes de las colonias, alineados dócilmente en los partidos metropolitanos. Al año siguiente aparecieron los primeros síntomas de nacionalismo, cuando los delegados argelinos y malgaches expresaron su deseo de acceder rápidamente a la independencia, aunque conservando ciertos vínculos con la metrópoli. Los conservadores franceses se inquietaron ante estos propósitos —por tímidos que fueran— y la nueva constitución, que instauraría la Unión Francesa, significó poco más que un cambio de vocabulario. Es verdad que el preámbulo establecía que Francia y los “pueblos de ultramar” gozarían de iguales derechos y deberes, pero es verdad también que en el articulado de la constitución se iba restringiendo tan generoso principio hasta restablecer de hecho la supremacía metropolitana, sobre todo en los organismos centrales de la Unión. A las poblaciones autóctonas les quedó como único medio de expresión la participación en las asambleas locales, elegidas por el sistema de sufragio restringido y de colegios electorales separados para blancos e indígenas. Evidentemente, la nueva construcción era un fracaso, y fue incapaz de impedir la pérdida de Indochina (1954), la independencia de los protectorados de Africa del Norte (Túnez, Marruecos, 1956) y la sublevación de Argelia (1954). Francia se encontraba de nuevo como al principio: con un imperio convulsionado y envuelta en una guerra colonial. Debía salvar al menos al Africa negra, único puerto de paz de la conmovida Unión, y tratar de evitar el naufragio de un barco que hacía agua por los cuatro costados. Este fin tuvo la llamada ley cuadro, puesta en vigencia en 1956. Si bien conservaba el principio de la república “una e indivisible”; se embarcaba también por el camino de una amplia descentralización administrativa de los territorios. Concedía el sufragio universal, ampliaba la competencia de las asambleas elegidas, permitía el ingreso de los africanos en los cargos públicos y liberalizaba todo el sistema, con el único fin de evitar el riesgo de una federalización que hubiera aterrorizado a los medios colonialistas. Tanta generosidad pareció a los metropolitanos un hecho difícil de superar, y más bien se sorprendieron desagradablemente cuando descubrieron que los africanos no se satisfacían con cesiones tan intrascendentes.

En 1958 el sistema aparecía él también deteriorado, y a las presiones de los africanos venía a agregarse la irritación de la metrópoli por la prolongación inesperada del conflicto argelino. En mayo accedió al poder el general de Gaulle, con la expresa intención de poner fin a la guerra de Argelia y de provocar, por una revisión constitucional, un reordenamiento final del imperio. Así se llegó a la organización de la Comunidad francesa, construcción en la que participaron muchos líderes moderados del Africa francesa. Esta vez triunfó el principio de la asociación, admitiéndose que las ex colonias serían en adelante Estados independientes, dotados de autonomía interna, pero asociados libremente con la ex metrópoli, a través de una serie de organismos centrales en los que tendrían representación. Gozarían de todas las atribuciones propias de los países soberanos, salvo algunas atribuciones comunes que quedaban reservadas para las instituciones de la Comunidad (relaciones exteriores, defensa, moneda, política económica, política estratégica). Sin embargo, por pedido expreso de los participantes, también estas funciones podían ser transferidas a los gobiernos locales, lográndose entonces la independencia total y negociándose con Francia futuros acuerdos de cooperación y ayuda. Tampoco esta vez la realidad correspondió a la legislación: de hecho Francia siguió detentando los resortes fundamentales del poder y la tan pregonada igualdad cedió el paso ante un nuevo pacto colonial. A pesar de esto, el estatuto fue aprobado por referendum masivo en todos los países africanos, salvo en Guinea, que se atrevió a responder “no” a la Comunidad. Por esa “ensoberbecida” respuesta adquirió de golpe la libertad, pero los franceses no se privaron de manifestar su rencoroso encono. En tres meses el país fue abandonado y desmantelado, pues colonos y funcionarios se encargaron de destrozar prolijamente todas las instalaciones, y la ex metrópoli tardó años en perdonar a su hija pródiga. Si hacía falta una prueba, esta era, sin lugar a dudas, suficientemente ilustrativa de la falacia de esa vía hacia la descolonización, supuestamente consentida.

El Magreb se conmueve

Como ya dijimos, Túnez y Marruecos fueron las primeras posesiones franceses que recuperaron su independencia. Esto ocurrió así porque los dos territorios eran protectorados, y, al menos en teoría, seguían gozando de cierta autonomía. Al ponerse en funcionamiento la Unión, hubieran podido optar por el estatuto de “estados asociados”, pero Francia no lo propuso porque eso hubiera significado una revisión de los acuerdos que hubiera podido perjudicarla y los magrebinos no lo pidieron porque dicha asociación no tenía término fijado. Por tanto, el statu quo se mantuvo con la anuencia tácita de las dos partes, y hasta 1950 no hubo cambios que pudieran señalarse.

Sin embargo, desde tiempo atrás el nacionalismo magrebino estaba en acción y, llegado el momento, no tardaría en manifestarse. Así pasó desde 1950.

En Túnez existía desde comienzos del siglo un movimiento que reclutaba sus adherentes entre jóvenes de la burguesía —diplomados, “evolucionados”, funcionarios— y que a partir de una primera agrupación de “jóvenes tunecinos” (imitada de la que se había constituido en Turquía, para acelerar la modernización y democratización del Estado) había culminado con la organización de un partido político, llamado primero Destur (constitución) y después NeoDestur (1927), cuando encontró su líder en Habib Burguiba. Este grupo presentó al gobierno francés en 1950 un “Plan de siete puntos” exigiendo la concesión de una autonomía interna real, a la que respondieron los colonos blancos con una serie de presiones sobre la metrópoli. Hasta 1954 el país se vio conmovido por los atentados terroristas de ambas partes, hasta que París decidió restaurar la autonomía, y, poco después, conceder la independencia. En 1957 Túnez abolió la monarquía y Burguiba fue el primer presidente del nuevo Estado. El proceso fue semejante en Marruecos, donde también se partió de un movimiento “joven marroquí”. El partido local se llamó Istiqlal (independencia) y encontró su líder en el propio sultán, Sidi Mohadmed ben Yousef, que adhirió y sostuvo los postulados nacionalistas. En este caso hubo algunos elementos originales, como ser la creación de un Frente Nacional con amplio apoyo obrero, la violenta represión desencadenada por la metrópoli y los colonos en Casablanca (1952), que provocó cientos de muertos, y la resistencia enconada de Francia ante cualquier intento de internacionalizar el problema marroquí. También cabe señalar que en 1953 la metrópoli logró la abdicación del soberano y lo exiló, poniendo en su lugar a un dócil títere sostenido por los grandes feudatarios musulmanes. La respuesta nacionalista fue la organización de un Ejército de liberación nacional que hizo entrar en razones a París. En 1955 volvió el sultán; en 1956 se reconoció la independencia, y se anularon los tratados de protectorado, negociándose algunos acuerdos de cooperación que permitieron a la ex metrópoli recuperar parcialmente la influencia perdida. El caso más grave y doloroso que Francia hubo de enfrentar fue el de Argelia. También allí existían “jóvenes argelinos”, pero a diferencia de los anteriores, su movimiento no expresaba un rechazo de la metrópoli ni una exigencia de libertad, sino su reconocimiento como “ciudadanos franceses” completos. El verdadero nacionalismo argelino se expresó en otras agrupaciones: en la Asociación de Ulemas (jefes religiosos) creada en 1922, que procuraba simultáneamente la reforma del islam y la recuperación de la nación argelina, y en la Estrella Norafricana, movimiento nacido en Francia, entre los trabajadores argelinos, y que en 1937, trasladado a Argel, dio origen al Partido Popular Argelino, de amplia base popular, dirigido por Messali Hadj. En 1943 el movimiento nacionalista se expresó en el “Manifiesto Argelino”, redactado por Ferhat Abbas, donde se reclamaba la transformación de la colonia en un Estado autónomo y democrático. El líder de este sector —que agrupaba principalmente a la burguesía autóctona— procuró reunir en un solo haz todas las tendencias nacionalistas, a través de un Frente Unico que dio origen a la “Asociación de Amigos del Manifiesto y la Libertad”. Pero en este caso su prestigio retrocedió ante el de Messali, y Abbas, desilusionado, se dedicó a organizar su propio partido. Este fue la Unión Democrática del Manifiesto Argelino, dispuesto a aceptar la permanencia de su país en el imperio francés. Por su parte Hadj fue deportado y sus correligionarios organizaron el Movimiento para el Triunfo de las Libertades Democráticas que después de una serie de escisiones y reconstrucciones, se iría radicalizando, y, en 1954 estaría listo para desencadenar la rebelión. De él surgieron la OS —organización especial—, encargada de preparar la insurrección en todo el territorio; el CRUA —comité revolucionario de unidad y acción— integrado por los jefes “históricos” de la independencia argelina (Ben Bella, Ben Kheda, Boudiaf, Boussouf, Ait Ahmed, etc.)—, el FLN (frente de liberación nacional) y el ALN (ejército de liberación nacional), a los que más tarde adheriría Abbas. El origen lejano de la guerra de Argelia puede encontrarse en las primeras represiones que el gobierno francés, impulsado por su propio afán imperialista y por la presión de los colonos blancos, desató contra los nacionalistas. Uno de estos incidentes, quizá la chispa que desencadenó el proceso, fue la matanza de seis mil argelinos en Setif, en el año 1945, durante la celebración de las fiestas del armisticio. Y en verdad, la represión no era el mejor medio para satisfacer los reclamos de una comunidad que constituía las 5/6 partes de la población del territorio, y que estaba sometida a la doble opresión de la metrópoli y de la minoría francesa —de nacimiento o adopción— que acaparaba para sí la preeminencia social, económica y política dentro del país. Pero no hubo sólo violencia física en la actitud francesa, también la hubo, en todos los sentidos, pues desde 1948 a 1954, se organizó el fraude sistemático —que hacía ganar las elecciones a los blancos—, la persecución de los partidos, el control policial de los dirigentes, y la puesta en marcha de planes de desarrollo que enriquecían a los colonos y a los capitalistas y empobrecían a la población. La rebelión estalló en Aurès el 1° de noviembre de 1954, y se difundió rápidamente en la región de Constantina y Orán. Las fuerzas policiales se vieron desbordadas, y hasta 1958 Francia ocupó un ejército de 400.000 hombres para reprimir a los musulmanes. Todo era inútil. Los rebeldes no sólo contaban con el apoyo de una población harta de abusos y explotación, sino también el movimiento, se iba organizando y estructurando cada vez más, hasta volverse casi invencible. El FLN era ya una vasta red político-militar que había organizado una suerte de administración paralela hasta en las aldeas más lejanas y resultaba inalcanzable para sus perseguidores. La exasperación francesa se manifestó en la famosa batalla de Argel: en 1957 la ciudad fue “rastrillada” hasta sus últimos confines, se encarceló a 30.000 hombres y se condenó a muerte o al exilio a los principales jefes. Pero el prestigio de la metrópoli también se había deteriorado y el gobierno era ya impotente para enfrentar los distintos sectores que habían entrado en el juego. Porque en verdad, el enfrentamiento ya no era meramente entre una potencia y sus súbditos rebelados, tal como la propaganda oficial se empeñaba en repetir. Había ahora otros elementos que complicaban la situación y con los cuales tuvo que entenderse el nuevo presidente, Charles de Gaulle. Por un lado, estaban los colonos, que se sentían exasperados ante la prolongación de un conflicto que afectaba sus intereses y que amenazaba con convertirlos en una minoría sin influencia en el país; por el otro estaba el ejército y sus jefes, irritados al verse envueltos por segunda vez en una guerra colonial desgastadora. El putsch del 13 de mayo de 1958 fue una clara manifestación de este deterioro general y el surgimiento de De Gaulle tendía a ponerle fin, contando para ello con el innegable prestigio del nuevo gobernante. Pero, en lo que respecto a la situación argelina, ya era demasiado tarde para soluciones de compromiso. El pueblo no se contentaba con nada menos que la independencia total y su gobierno insurreccional —el GPRA organizado en Túnez por el FLN— pretendía ser considerado único interlocutor válido en cualquier futura negociación. Francia se sentía acosada por todas partes: el ejemplo argelino amenazaba con difundirse entre las demás colonias; los jóvenes países independientes presionaban en favor de su hermana en los organismos internacionales; la ONU misma pretendía intervenir, y los colonos se negaban a ser abandonados. En 1961 no hubo más remedio que iniciar negociaciones y entonces comenzó el último y más desesperante tramo del largo camino de Argelia. Los colonos desencadenaron por su propia cuenta una guerra de represalia; los jefes del ejército instalado en Argel se sublevaron; la OAS —organización del Ejército Secreto formada por oficiales y colonos franceses— comenzó una cruenta serie de atentados terroristas. Dos años se arrastraron las discusiones, hasta que un referendum, donde el 99,7% de la población argelina se pronunció por la independencia total, dio el espaldarazo a los acuerdos de Evián. El 3 de julio de 1962 se instaló el gobierno independiente, demostrando que la lucha da derecho a la descolonización total.

El Africa negra francesa

En el resto de las posesiones, el acceso a la independencia fue más pacífico, salvo en el caso de Madagascar y Camerún.

El despertar político y sindical de estas regiones se produjo a partir de 1936, cuando algunas personalidades destacadas y grupos sindicales adquirieron el derecho de afiliarse a las centrales metropolitanas. Organizada la Unión, los delegados africanos participaron activamente en las instituciones centrales y locales y poco a poco fueron agudizando sus reivindicaciones. Cuando el tono nacionalista parecía demasiado violento, la metrópoli recurría a la “manera fuerte” y liquidaba —al menos por un tiempo— cualquier pretensión liberadora. Así pasó en 1947 en Madagascar, donde miles de “hoyas” fueron masacrados por los colonos y el ejército francés, y en 1955 y 1958 en Camerún, donde los líderes nacionalistas tuvieron que refugiarse en la selva y organizar desde allí la guerrilla. A pesar de estas trabas, los progresos del nacionalismo fueron permanentes. En 1946 nació el primer partido unitario del Africa occidental francesa, el Rassemblement Démocratique Africain (Unión democrática africana) cuya plataforma expresaba que lucharía por la libertad de todos los territorios sin oposición de clases, que llevaría a cabo una acción antiimperialista y que nuclearia a los grupos preexistentes en un gran partido interterritorial. El primer presidente fue Houphouet Boigny, un líder de la Costa de Marfil, que embarcó al RDA en una alianza táctica con el Partido Comunista francés, único que en ese momento sostenía premisas anticolonialistas. El partido realizó una gran agitación de masas —huelgas, manifestaciones, boicot a comerciantes europeos— que provocó la reacción del gobierno y convenció a Boigny de la necesidad de alejar a su agrupación de la influencia del partido comunista en 1950. Esto significó el eclipse del RDA y otros partidos locales tomaron su lugar.

El segundo movimiento de cierta consideración fue el BDS —Bloque Democrático Senegalés— organizado en Senegal (1948) por Senghor, que actuó de común acuerdo con el IOM (Independientes de ultramar) dirigido por Apithy desde el Dahomey. En 1951 ambos partidos ganaron las elecciones en sus respectivos territorios y en 1953 en el congreso de Bobo Dioulasso lanzaron por primera vez la idea de una república federal africana que participaría de la Unión aunque rechazaba el nuevo pacto colonial y la falacia de la idea de “república única e indivisible”. En su lugar se instalarían lazos federales entre la metrópoli y repúblicas con gobierno autónomo.

Cuando se puso en marcha la “ley cuadro” la mayoría de los partidos africanos, reunidos en el congreso de Dakar (1957), se pronunciaron por una reagrupación de los territorios en dos grandes federaciones con instituciones comunes, que a su vez se asociarían con Francia. Sólo Boigny se opuso a esta idea, pero quedó aislado. En marzo de 1958 se organizó en Cotonou el Partido de Reagrupación Africana que ya se pronunciaba por una solución abiertamente federal. Por fin, cuando Francia organizó la Comunidad, todos los partidos coincidieron en reclamar la independencia, y el proceso se aceleró.

Un panorama semejante se observaba en el ámbito sindical. Hasta 1955, los trabajadores del Africa occidental francesa adhirieron a la CGT metropolitana, pero la necesidad de independencia los llevó a organizarse en 1956 en una Confederación general de Trabajadores Africanos (laica), y en una Confederación africana de trabajadores creyentes (confesional). En 1957, bajo la dirección decisiva de Sekou Touré, el líder guineano, se reunieron en Cotonou y crearon la Unión General de Trabajadores de Africa Negra, que en adelante influiría en forma decisiva en el campo político. Frente a la propuesta francesa de ingresar en la Comunidad, ellos fueron capaces de plantear la disyuntiva entre una “Comunidad francoafricana, nuevo aparato de explotación colonial” y “la independencia inmediata, es decir la dignidad”. Posición que llevó al “no” de Guinea, y al rechazo del referendum.

Estos progresos locales en el orden sindical y político demostraban a las claras la madurez alcanzada por las colonias en vísperas de la independencia. Más aún, para superar la balcanización impuesta por el reparto colonial, empezaron a concretarse tentativas de unión entre los territorios. Ya en 1958 el Partido de Reagrupación Africana había preconizado una “confederación multinacional de pueblos libres e iguales, sin por eso renunciar a la voluntad africana de federar en los Estados Unidos de Africa a todas las ex colonias”, retornando así las tesis panafricanistas enunciadas en Accra. Un año más tarde respondiendo al impulso decisivo de Senghor y Keita, se organizó la Federación de Mali, que uniría en un Estado supranacional a Senegal, Sudán, Alto Volta y Dahomey. Los esfuerzos de estos dirigentes fueron contrarrestados por la acción de Boigny, que desprendió del grupo al Alto Volta y Dahomey y formó con ellos, la Costa de Marfil y Niger, otra agrupación, que se llamó la Entente, de vínculos mucho más laxos. La Federación de Mali fue declinando y en agosto de 1960 desapareció totalmente. Al iniciar su vida independiente, Sudán tomó para sí el nombre de Nalí.

Puesto que la Carta Orgánica de la Comunidad preveía la transferencia de las competencias comunes a los Estados africanos, éstos no tardaron en hacer uso de ese derecho. Uno tras otro fueron reclamando la entrega de poderes y adquiriendo por ese hecho la soberanía total. La única diferencia entre ellos consistió en que algunos negociaron simultáneamente los acuerdos de cooperación con París y otros dejaron para más tarde la firma de tales documentos. El año 1960 trajo la independencia para catorce ex colonias de la República Francesa. El imperialismo parecía batirse en retirada.

La independencia del Congo belga

En contraposición con la agitación temprana de los territorios de obediencia británica o francesa, el Congo belga parecía extrañamente inmóvil. Al comenzar la década del 50 las inquietudes de los “evolucionados” del territorio se satisfacían dentro del marco de asociaciones culturales o de ex alumnos, por lo general bien vistas por la administración, y las de los obreros en la agremiación, permitida desde 1946, en las centrales metropolitanas. Sin embargo, ya empezaban a actuar en estos círculos hombres como Lumumba, Kasavubu y Kashamura, que serían determinantes pocos años más tarde. Entre 1947 y 1955 el gobierno belga decidió aligerar el paternalismo vigente y encaminar al país por la vía de la modernización. Conjuntamente con una más intensa explotación de los recursos locales, se adoptaron una serie de medidas —“matriculación” de los “evolucionados”, integración racial en las escuelas, creación de universidades— destinadas a crear el personal requerido para la puesta en marcha del plan de desarrollo establecido por Bruselas. Mientras esta actitud despertaba la desconfiada resistencia de los colonos blancos, los jóvenes congoleños aprovecharon la ocasión para hacer oír su voz, y, siguiendo el ejemplo de las colonias vecinas, elevaron a Bruselas sus reclamos, en los que exigían una más activa participación política en su propio país. Haciéndose eco de estos pedidos, el rey Balduino consideró conveniente prometer, en 1955, la creación de una comunidad belga-congolesa en la que el territorio obtendría el reconocimiento de su personalidad nacional. Lo mismo que el “Plan trentenal para la emancipación política del Africa belga”, elaborado poco después, no se fijaba un plazo preciso, ni se estatuía un calendario, manteniéndose una deliberada vaguedad que convenía a la metrópoli y a los colonos. Aun así, los africanos se sintieron optimistas y no tardaron en expresar su deseo de constituir una nación congolesa políticamente independiente, pero vinculada a Bélgica por lazos afectivos y económicos. Era una propuesta moderada, a la que respondió del lado tribal el reclamo del grupo bacongo —que estaba organizado en el movimiento Abako, del que surgiría después un partido político— que exigió la emancipación inmediata.

Bruselas se conmovió, y, para evitar que la situación desmejorara, en 1957 permitió la actuación de los congoleses en los Consejos urbanos y provinciales a través de representantes surgidos de elecciones calificadas. La victoria del movimiento Abaño y su líder Kasavubu fue un indicio de la radicalización popular, y esto, unido a la crisis económica que se abatió sobre el país al año siguiente, transformó al Congo en un campo de batalla.

Un sinnúmero de partidos políticos de base tribal surgieron al calor de la nueva situación y todos trataron de capitalizar el descontento de los desocupados y los trabajadores en favor de reivindicaciones generalmente contradictorias. Sólo uno de ellos, el Movimiento Nacional Congolés, dirigido por Patrice Lumumba, planteó los problemas a nivel nacional, procuró contrarrestar las tendencias secesionistas de las tribus o las provincias y planteó como base fundamental de su plataforma la consecución de la automonomía y la independencia. Sin embargo, las posibilidades de evolución pacífica del sistema parecían agotarse y la menor chispa podía desencadenar salvajes enfrentamientos. La oportunidad se presentó en enero de 1959, cuando la policía reprimió ferozmente un mitin organizado por el Abako en las afueras de Leopoldville. Durante dos días la ciudad padeció el terror de grupos desorbitados de blancos y africanos que realizaban matanzas indiscriminadas, y el restablecimiento de la calma mostró las calles cubiertas de cadáveres de piel negra. Mientras el gobierno aprovechaba la ocasión para disolver los partidos y encarcelar a sus dirigentes, Balduino procuraba tranquilizar a la opinión prometiendo una independencia próxima.

El resultado fue contraproducente: los blancos creyeron que su gobierno los abandonaba y se organizaron en “comités de salvación pública” que desencadenaron una nueva oleada terrorista. La conmoción se volvió permanente y esta vez afectó al país en su casi totalidad: hubo levantamientos en las ciudades (Stanleyville), luchas tribales (Kasai), movimientos de desobediencia civil, sublevaciones de la tropa…el desborde era incontenible y Bruselas decidió abandonar un territorio que ya no daba las ganancias de épocas anteriores y que disminuía su prestigio internacional. En 1960 se reunió en la capital metropolitana una mesa redonda con los líderes de los 14 principales partidos políticos africanos y el Congo inició su vida independiente el 30 de junio de ese mismo año. El jefe del Estado fue Kasavubu y el primer ministro Patrice Lumumba. Parecía que la conciliación presidiría el destino del nuevo gobierno, pero las fuerzas centrífugas, fomentadas por los colonialistas, no tardarían en desatarse y culminar con el asesinato del primer ministro, el único que podía oponerse al estallido de particularismos enemigos de la descolonización total. La independencia no significó para el Congo la libertad, sino su conversión en el campo de lucha de los intereses neocolonialistas. En julio de 1962 Ruanda y Urundi, ex protectorados belgas accedieron también a la independencia, y sólo quedaron en Africa las posesiones portuguesas y españolas como últimos reductos imperiales.

Todos los nuevos Estados africanos iniciaron su vida independiente en medio de una euforia general que se empeñaba en imaginar un porvenir preñado de brillantes realizaciones. Hoy, a diez años de esta indudable revolución política, el balance impone un optimismo más matizado: si por un lado observamos las dificultades de toda índole que deben enfrentar los nuevos países, el fracaso de los promisorios intentos de constituir unidades regionales o continentales y los éxitos de la ofensiva neocolonialista, por el otro debemos admitir que la independencia política, aun con todas sus limitaciones, es una condición previa de cierto valor en el camino hacia una independencia total, que, al menos en este sentido, el proceso es irreversible; que las uniones son menos espectaculares aunque más sólidas, y que el neocolonialismo, apoyado por las pocas regiones de supremacía blanca que aún se conservan y los últimos reductos coloniales sobrevivientes, está siendo atacado no sólo en Africa, sino en todo el mundo que aspira a una tierra sin dominadores ni dominados.

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Los rebeldes primitivos

A pesar de que la trata de esclavos (practicada casi sin interrupción desde el siglo XVI, en la costa occidental por los europeos y en la oriental por los árabes), debilitó a muchos reinos, y los conflictos internos terminaron con otros, a comienzos del siglo XIX estaban nuevamente en pie, gracias sobre todo a dos hombres extraordinarios, Usman dan Fodio, el musulmán, y Chaka, el zulú, que lograron el apoyo de inmensas masas populares. Sus sucesores e imitadores prolongaron y multiplicaron la acción de estos precursores, volcando contra el extranjero la fuerza que aquéllos habían desatado.

El primero predicó en la zona sahelosudanesa. Fue un reformador religioso, difusor de un islam purificado que despertó el entusiasmo de las poblaciones y las lanzó a la guerra santa contra los infieles y a la conquista de nuevos territorios. De este impulso nacieron vastos Estados teocráticos, regidos por místicos gobernantes que lucharon contra los invasores con espíritu de cruzada. Es probable que tal reacción obedeciera más al deseo de conservar sus posesiones qué al de defender la independencia local, pero tal consideración no echa sombra sobre su papel de brillantes antecesores de los movimientos de liberación. Entre los más notables de estos expertos jefes de guerra, que estuvieron muy lejos de ser los brutos sanguinarios que se empeñaron en mostrar los historiadores del colonialismo, cabe señalar a El Hadj Omar, el legendario enemigo del francés Faidherbe, pertinaz defensor de sus posiciones sobre el río Senegal; a Samory, que contuvo a los franceses durante seis largos años en la zona oriental de la actual Guinea, y a Rabah, un soldado que se había tallado un imperio en las cercanías del lago Chad y que sólo pudo ser vencido cuando tres columnas galas lo atacaron simultáneamente desde tres puntos cardinales. Mejor entroncados con la traición histórica y más homogéneos en su constitución, puesto que nada debían a la influencia islámica, fueron el reino de Abomey (Dahomey actual) y la confederación Ashanti (norte de Ghana). Aquél asombró a los franceses por la disciplina y el valor de su ejército y ésta exigió a los ingleses tres guerras sucesivas antes de declararse vencida y entregar el trono de oro, símbolo de los espíritus de todo el pueblo.

En cuanto a Chaka, el Napoleón zulú, tuvo como escenario el Africa austral. Con sus hombres transformados en implacable máquina de guerra, arrasó el territorio de Natal, sometiendo o expulsando a sus primitivos habitantes, y gracias a él, la “nación’ zulú entró en la historia.

Sus sucesores se dedicaron a ampliar sus conquistas, logrando dominar toda la región desde Natal al lago Victoria. En sus desplazamientos —que abarcaron más de tres mil kilómetros— empujaron a otras tribus y provocaron profundas conmociones en Sudáfrica. Puesto que simultáneamente se estaba produciendo la migración de los boers y la penetración de los ingleses, los avances europeos tuvieron que realizarse lenta y paulatinamente, dejando para los bantú islotes de relativa independencia en medio de las posesiones blancas.

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