El Imperialismo económico  

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Carlos Avalo

© 1971

Centro Editor de América Latina — Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Distribución del poder económico.

El imperialismo, producto del desarrollo del capitalismo.

La naturaleza económica del capitalismo.

La concentración del capital

Las corporaciones y el capital financiero.

La economía de los monopolios

El imperialismo y las crisis económicas

La intervención estatal

El poder económico de las naciones

La inversión de capitales

La inversión de capitales y las empresas multinacionales

La crisis del dólar

El mercado mundial y el desarrollo desigual

La revolución colonial y el neo-imperialismo.

NOTAS.

BIBLIOGRAFIA.

Distribución del poder económico

En su acepción más general se entiende por imperialismo la extensión del poder político de un estado sobre otro. Más específicamente, el imperialismo moderno consiste en el dominio y la influencia que los países capitalistas más desarrollados ejercen sobre los menos desarrollados, a partir de una relación de explotación económica.

De esta definición queda excluido el colonialismo practicado por algunos países de Europa antes de las últimas décadas del siglo pasado, así como cualquier otro tipo de dominación política y económica que haya tenido lugar en épocas más lejanas. Tampoco se incluyen, dentro de esa definición, las posibles ventajas que puedan obtener unilateralmente en sus relaciones económicas algunos países denominados socialistas sobre otros de similar estructura política y económica.

La salvedad se debe a que el tipo de explotación o de relación desigual que pueden darse en los casos que se excluyen provienen de factores radicalmente distintos a los que determinan el imperialismo económico contemporáneo. Como esos factores van a quedar aclarados a lo largo de las próximas páginas, aquí no resta más que puntualizar que la diferencia básica con aquellos casos proviene de que los fenómenos propios del imperialismo económico son una consecuencia exclusiva del sistema capitalista imperante en la actualidad, o, más concretamente, de la explotación a que da lugar el predominio del capital monopolista sobre el mercado mundial. La más superficial observación de las estadísticas muestra que la disponibilidad de bienes y servicios por países o la gravitación de las diferentes naciones en el intercambio internacional dista mucho de ser uniforme. Así, desde el punto de vista de su grado de desarrollo económico, el mundo puede dividirse entre países ricos y países pobres. En 1965 podía estimarse que el mundo estaba poblado por unos 3.325 millones de habitantes y que el producto bruto generado por todos los países durante ese año ascendía a 2 billones de dólares (2.000.000.000.000 dólares). No obstante, nada más que el 12,7% del total del producto se originaba en los países capitalistas atrasados, que, por otra parte, reunían el 48 por ciento de la población mundial. Los países capitalistas más desarrollados, que contaban con el 19 por ciento de la población, concentraban el 58,3 por ciento de la renta, y los países socialistas, con el 33 por ciento de la población, reunían el 29 por ciento del producto. Restringiendo la observación al área capitalista, los contrastes se hacen aún más evidentes: el 82 por ciento del producto correspondía a los países más avanzados, con el 27 por ciento de la población, mientras que el 18 por ciento restante se repartía entre los países atrasados, con el 73 por ciento de la población (Cuadro 1). Las diferencias parecerían ser menos espectaculares si se toman en consideración las tasas anuales del crecimiento económico. En el quinquenio comprendido entre principios de 1964 y fines de 1968 los paises capitalistas desarrollados incrementaron su valor agregado total en 29%, mientras que los países atrasados crecieron en 28%. La desigualdad, de apenas 1% para el período, puede parecer ínfima, pero hay que tener en cuenta que la diferencia de riqueza entre unos y otros es descomunal. Los países desarrollados crecieron en cinco años un 29% sobre un ingreso neto inicial más de cuatro veces mayor que el de los países menos desarrollados, de tal manera que el incremento del producto bruto en valores absolutos entre 1964 y 1968 fue de aproximadamente 310.000 millones de dólares[1] para los primeros, y de 68.000 millones de dólares para los segundos.

La sola mención de esas cifras descarta para siempre, y dentro de la actual organización económica prevaleciente en el mundo, que alguna vez los países atrasados puedan igualarse o siquiera acercarse a los países de mayor desarrollo. El abismo se hará cada vez más grande en términos absolutos y relativos, porque la masa de excedentes que pueden acumular los países avanzados es mucho más considerable que la de los países atrasados, crece a mayor velocidad y se acumula sobre una riqueza ya existente mucho mayor.

Las cifras anteriores no tienen en cuenta para nada la densidad demográfica, dado que los países capitalistas más pobres reúnen cerca de la mitad de la población mundial. Considerando la gravitación de la población, las diferencias relativas se amplían aún más. Los datos expuestos para 1965 indican que el producto bruto per capita alcanzaba un promedio de menos de 158 dólares anuales para los países atrasados y de cerca de 1.919 dólares para los países más avanzados. A pesar de que el ingreso promedio per capita era 12 veces mayor en los países industrializados, éstos experimentaron un incremento del 23% por ese concepto en el período 1963-68, mientras que las naciones atrasadas sólo pudieron conseguir en igual período un aumento del 13% en la renta per capita.

Al 31 de diciembre de 1970 el volumen total de las reservas internacionales disponibles en el mundo capitalista (formadas por oro, divisas, colocaciones realizables en divisas, saldos en el Fondo Monetario Internacional y derechos especiales de giro) ascendía al equivalente de 91.550 millones de dólares, pero los dieciocho países más avanzados concentraban el 74,6% del total, mientras que el resto del mundo disponía apenas del 25,4%. La distribución del oro (como componente de las reservas) era aún mucho menos equitativa, pues sobre un monto total equivalente a 37.020 millones de dólares, el 85% estaba en manos de los países más avanzados y sólo el 15% restante pertenecía a las naciones atrasadas con el agravante de que cerca de la tercera parte de este último saldo estaba concentrado en Portugal, Sudáfrica y España. (Cuadro n° 2). En 1969 se produjeron en el mundo 561,7 millones de toneladas métricas de acero crudo, correspondiendo el 45% a Estados Unidos, Japón y Alemania Federal; esos países también reunían el 61% de la producción total de soda cáustica, que era de 20,4 millones de toneladas. En 1969 se elaboraron en el mundo 10,9 millones de toneladas de aluminio en barras, correspondiendo el 39% a Estados Unidos, que también agrupaba el 36% de los 22,7 millones de unidades de automotores (para el transporte de pasajeros de hasta nueve personas); el 22% de los 2.063,8 millones de toneladas de petróleo crudo extraídas; el 57% de los 10,5 millones de toneladas de etileno producidas; el 35% de la generación total de energía eléctrica (4.487.035 millones de Kwh); el 27 de los 26,1 millones de toneladas de fertilizantes nitrogenados; el 20% de los 4,7 millones de toneladas de caucho artificial y el 20% de los 26,2 millones de unidades de heladeras domésticas. Estados Unidos y Japón también reunían en 1969 el 22% de la producción mundial de cemento, calculada en 539,9 millones de toneladas.[2]

En 1970, el comercio mundial ascendió a 311.260 millones de dólares; en valores de exportación, 220.240 millones correspondieron a los países capitalistas desarrollados; 57.700 millones a los países capitalistas en vías de desarrollo y 31.220 millones a los países no capitalistas. A estas cifras, de por sí bastante significativas, pueden agregársele los siguientes datos: si en 1970 la participación de los países capitalistas desarrollados en las explotaciones mundiales alcanzaba al 70.7% del total, diez años antes su gravitación era menor (63,7%); por otra parte, el destino de las exportaciones de esos países fue, en su gran mayoría, otras naciones del mismo grupo. Además, entre 1963 y 1970 las exportaciones mundiales de todos los productos crecieron en 81% en tanto que las de origen industrial se expandieron en 103%. En el mismo período los precios de los productos primarios exportados se elevaron en 7%, mientras que las cotizaciones de los productos manufacturados subieron en 17%. Surge así una diferenciación neta entre el mundo de los países centrales industrializados y la periferia menos desarrollados. Naturalmente, no existe entre ambos grupos un límite preciso, ya que unos pocos países —como Australia o Nueva Zelandia— podrían ubicarse en una franja intermedia, pero, como se verá más adelante, constituyen una excepción con respecto al resto de la periferia. La coexistencia, en pleno siglo XX, de dos mundos diferenciados de atraso y abundancia no es una casualidad, porque esos dos mundos tienen entre sí una relación peculiar de dominio y de explotación de los más desarrollados sobre los menos desarrollados.

El imperialismo, producto del desarrollo del capitalismo

Esa relación de explotación no surge tampoco del poder político de sometimiento de unos estados sobre otros, sino de la naturaleza misma del modo de producción imperante en el área capitalista del mundo y de su forma histórica específica contemporánea.

Las relaciones desiguales entre las naciones subsisten también entre los países denominados socialistas, pero como ellas no se derivan del poder económico del capital monopolista no es correcto encuadrarlas dentro del imperialismo económico moderno, y por esa razón no serán analizadas aquí.

Aún los países socialistas —y sobre todo los más atrasados— sufren también y de manera indirecta las consecuencias económicas del predominio del capital imperialista sobre el mercado mundial, porque no pueden sustraerse más que parcialmente a las influencias del intercambio comercial capitalista y a las oscilaciones de los precios internacionales. La fuerza económica de los países socialistas reside en la nacionalización de los medios de producción y en el planeamiento racionalizado, sistemático e integral. Pero la debilidad relativa de esas economías se basa, a su vez, en el atraso heredado del pasado, en el predominio del capital monopolista en el mercado mundial y en el aislamiento relativo de esas mismas economías, es decir, en las limitaciones que tienen para utilizar plenamente los recursos de la economía mundial, aún por medios de tipo capitalista, como el intercambio comercial sin trabas y el uso de los créditos internacionales. El imperialismo aparece como la dominación económica de los países capitalistas más avanzados sobre los más atrasados, pero este fenómeno obedece —en realidad— al predominio que ejercen sobre la economía mundial las grandes corporaciones capitalistas que tienen su sede en los países avanzados.

El imperialismo, por consiguiente, es el producto, de la explotación del capitalismo más concentrado sobre los trabajadores y la población del mundo, incluso la de los propios países desarrollados, aunque esa explotación —por efectos de la desigualdad del desarrollo y de la conformación de la economía mundial— se hace más evidente e intensa en los países atrasados y, dentro de ellos, en los que mantienen de mayor grado de dependencia con los centros de poder del capital monopolista.

Por esa razón, el imperialismo económico no puede separarse del modo de producción capitalista. Es una consecuencia de su propio desarrollo histórico, y para entenderlo hay que detenerse a analizar los factores que le dieron origen, el proceso por el cual el capitalismo de libre competencia se transformó en capitalismo monopolista o imperialismo.

La naturaleza económica del capitalismo

En el régimen de producción capitalista los objetos necesarios para el consumo de todo tipo revisten la forma de mercancías, o productos que sólo se pueden obtener en el mercado a través del cambio. Toda la sociedad capitalista está organizada para producir y consumir mercancías y todos los miembros activos de la sociedad están ligados —directa o indirectamente— a la producción de mercancías. Pero los medios de producción (máquinas, materias primas, establecimientos industriales) necesarios para producir las distintas mercancías son de propiedad privada, no de todo el mundo, sino de un grupo social relativamente reducido. La burguesía es la clase social que dispone del monopolio de los medios de producción. La inmensa mayoría de la población, en cambio, vive de su salario, es decir, vende en el mercado lo único de que dispone con valor económico: su propia fuerza de trabajo, que se convierte así en una mercancía que reviste un carácter peculiar, pues su utilización en la actividad productiva crea nuevos valores que exceden en mucho su propio valor.

El capitalista le paga al obrero un salario, que representa el valor de la fuerza de trabajo en las condiciones sociales medias imperantes en ese momento, o más exactamente, el costo de la reproducción de la fuerza de trabajo (alimentos, indumentaria, vivienda y otros gastos para el trabajador y su grupo familiar, considerados mínimos y necesarios para que el obrero pueda reconstituir su fuerza de trabajo), pero se apropia del excedente. Si la jornada de trabajo es, por ejemplo, de ocho horas, es posible que cinco o seis horas sean suficientes para generar un valor equivalente al costo de la reproducción de la fuerza de trabajo; en ese caso, las dos o tres horas restantes constituyen el excedente o plusvalía.

El capitalista utiliza parte del excedente para su propio consumo, para pagar los impuestos al Estado, los salarios a los trabajadores improductivos y los intereses y las rentas a otros capitalistas, pero otra parte muy importante la invierte en ampliar el proceso productivo, incorporándolo al capital original. De esta forma, el excedente, que es un producto social, resulta apropiado en forma individual por el capitalista, que dispone de él a su arbitrio y según las condiciones del mercado y las perspectivas de mejorar o no sus ganancias. Si las perspectivas de rentabilidad son adversas, el excedente puede quedar parcial o totalmente inmovilizado, y entonces sobrevienen los períodos de crisis. La acumulación y las ganancias capitalistas dependen de la magnitud de los salarios pagados con respecto al excedente generado y al capital total empleado.

Las ganancias totales y la tasa de ganancia (relación entre las ganancias y el capital total empleado) se reducen cuando aumentan los salarios, siempre que permanezcan invariables los demás factores. La razón es sencilla: si aumentan los salarios (o sea el trabajo pagado), disminuye el excedente (o sea el trabajo no pagado).

El capital total empleado en la producción no permanece invariable en el mediano y largo plazo, porque a medida que la sociedad progresa, es mayor la dotación de equipos y maquinarias por cada obrero ocupado. El capital total empleado consiste en medios de producción y salarios. La disminución de la participación total de los salarios con respecto al capital total empleado, debido a la incorporación de capitales en forma de máquinas y equipos, genera una disminución en la tasa de ganancia, porque también en este caso se reduce el monto de las ganancias obtenidas con respecto al capital total empleado.

El aumento de la composición orgánica del capital (o aumento del capital invertido en máquinas) está impulsado por la competencia entre las distintas empresas, ya que en la lucha por la mayor penetración de los mercados cada capitalista debe mejorar continuamente las condiciones de productividad, aumentando la dotación de máquinas e introduciendo innovaciones tecnológicas. En realidad, el proceso es mucho más complejo, pero aquí se trata sólo de marcar las líneas fundamentales. Muchos autores ponen en tela de juicio que la tendencia comprobada al aumento de la composición orgánica del capital provoque una tendencia evidente a la baja de la tasa de ganancia. Uno de los factores contrarrestantes lo constituye el aumento en la productividad del trabajo derivada de la incorporación de nueva tecnología.

La concentración del capital

La lucha competitiva entre las distintas empresas, el progreso tecnológico, la ampliación de los mercados y el aumento de la composición orgánica del capital fomentaron, en el capitalismo de libre competencia que tuvo su auge en los siglos XVIII y XIX; la desaparición continua de empresas marginales, y el fortalecimiento de las empresas más grandes y poderosas de cada rama industrial, desarrollando una tendencia hacia la concentración.

La revolución industrial de fines del siglo XVIII posibilitó la aparición y el desarrollo del capitalismo fabril, pero la segunda revolución industrial —operada precisamente un siglo después—, que incorporó a la vida económica el petróleo y la electricidad, aceleró aún más la concentración del capital, a tal punto de que en algunas ramas de la industria —la siderurgia, entre ellas— la libre competencia entre numerosas empresas empezó a ser sustituida por el predominio decisivo de unas pocas. El capitalismo de libre competencia comenzó a evolucionar así —más o menos durante la séptima década del siglo pasado— hacia el capitalismo monopolista, donde las pequeñas empresas no desaparecen, sino que integran las franjas marginales del mercado, permanentemente acosadas por el fenómeno de concentración de los grandes monopolios.

La concentración industrial amplió la dimensión de los negocios empresarios, pero incrementó también la magnitud de los riesgos y poco a poco los capitalistas se vieron obligados a concertar entre ellos acuerdos tendientes a limitar o renunciar a la competencia por medio de bajas unilaterales en los precios, procedimiento que durante un largo período había sido usado para afirmar la penetración de cada empresa en el mercado. Con ello se introdujo la práctica de una regulación del mercado, y la idea de que el capitalismo podía coexistir perfectamente con un control de ese tipo.

Las corporaciones y el capital financiero

Los acuerdos entre los capitalistas comprenden una variada gama de posibilidades, que van desde el convenio voluntario hasta las fusiones directas de empresas. Los arreglos voluntarios o “acuerdos de caballeros” generalmente se instituyen para no vender determinados productos por debajo de cierto precio. Esos acuerdos pueden evolucionar hacia verdaderas asociaciones de regulación de precios o hasta los pools, que incluyen un reparto del mercado en cuotas prefijadas. Este tipo de asociaciones reviste un carácter transitorio.

Por el contrario, los cártels son asociaciones de empresas independientes a través de acuerdos más estables y perfeccionados. Los holdings constituyen un grupo de empresas que conservan cierto grado de independencia —sobre todo desde el punto de vista jurídico—, pero con un control financiero común. Finalmente, los trusts son verdaderas fusiones de empresas, que pueden ser horizontales (reunión de empresas de una misma rama) o verticales (que abarcan distintas ramas de la producción, generalmente para establecer el control de los insumos y las materias primas).

Las corporaciones son grandes sociedades anónimas que recurren a cualquiera de las combinaciones recién enunciadas y que han adquirido un lugar de privilegio en el mercado.

El sistema de las corporaciones permite que los grandes capitalistas puedan diversificar sus negocios comprando acciones de distintas sociedades y dando lugar —a la vez— a que otros capitalistas menores participen del capital de las corporaciones sin poder alcanzar nunca el control efectivo, mientras que una capa burocrática administrativa subordinada a los grandes capitalistas se encarga de la dirección real de los negocios, sin tener participación importante en la propiedad del capital. El requerimiento, por parte de la industria, de una masa de capitales cada vez más grande hace necesario un volumen de crédito cada vez mayor, es decir, de recursos monetarios que los prestamistas y banqueros adelantan a los capitalistas de la industria y el comercio a cambio de la percepción de un interés. De esa manera, los capitalistas prestamistas intervienen indirectamente, a través de los bancos en la apropiación de plusvalía.

Muchos de ellos, a través de los créditos, empezaron a controlar efectivamente a grandes empresas, y pronto se convirtieron en verdaderos ejes de la concentración del capital, a tal punto que llegaron a tener una actuación dominante en la formación de las corporaciones. Ese hecho dio lugar a que, en 1909, el teórico alemán Rudolf Hilferding, en su libro “El Capital Financiero”, otorgara una función decisiva a los bancos en la era del capital monopolista, pero pronto la experiencia se encargó de demostrar que si bien los bancos cumplen una acción muy importante en el proceso de concentración, no alcanzan a sustituir a las grandes corporaciones industriales. Por el contrario, poco a poco muchos bancos fueron cayendo bajo el dominio de los grandes monopolios industriales, que utilizaron sus funciones financieras para acrecentar y consolidar su predominio. El control que ejercen las grandes corporaciones sobre al economía mundial es de tal magnitud que el economista chileno Osvaldo Sunkel expresó en el 39º Congreso Internacional de Americanistas, celebrado en Lima en agosto de 1970, que “la estructura económica del mundo está dominada por 187 empresas, que a su vez cuentan con 10.000 subsidiarias en la mayor parte de los países del, globo”. La Unión de Bancos Suizos publica regularmente el monto de las ventas y las utilidades de las principales empresas industriales y comerciales del mundo capitalista. En la lista correspondiente a 1963[3] se observa que el total de las ventas de las 100 mayores corporaciones ascendía 1.386.200 millones de francos suizos, que representaban un equivalente de 321.000 millones de dólares. Esta cifra superaba holgadamente el producto bruto aportado por el conjunto de los países atrasados en ese mismo año y representaba el 21% del producto bruto generado en el conjunto del mundo capitalista. De esas cien empresas, 66 eran norteamericanas y reunían el 71,8% de las ventas del grupo; 10 eran alemanas, con el 7,8% de las ventas; 7 eran británicas, con el 5,8%; 2 eran anglo-holandesas, con el 5%; 6 eran japonesas, con el 3,5%; 3 eran italianas, con el 2%; 3 eran francesas, con el 1,7%; 2 eran holandesas, con el 1,7% y una era suiza, con el 0,7%. Las empresas no norteamericanas reunían en conjunto el 28,2% de la facturación del grupo. Dentro de cada país capitalista la concentración asume parecidas características, y en ese proceso aparecen, en primer lugar, las firmas que integran la lista anterior o sus subsidiarias. En los Estados Unidos, las 50 empresas más importantes reunían en 1969 un volumen de ventas similar al total del producto bruto generado por todos los países capitalistas atrasados.[4] La facturación correspondiente a 1969 de la primera de esas empresas, General Motors, que era de 24.295 millones de dólares representaba, por sí sola, una suma superior en 25%, aproximadamente, al producto de la Argentina para ese año.

Los monopolios no son entes abstractos que despliegan su acción en forma misteriosa. Están integrados por empresas cuya propiedad pertenece a personas de carne y hueso, que deciden el futuro de media humanidad. Por eso es incorrecta la posición ideológica o política que hace descansar la “responsabilidad” por las acciones de esas empresas en ciertos y determinados países. No son los países en forma abstracta los “responsables”, sino las oligarquías industriales y financieras que ejercen el predominio de las relaciones económicas en el mundo capitalista; y lo aseguran mediante el control político de los distintos estados nacionales, generalmente subordinados a los dictados de esa oligarquía, a cuyo servicio se subordinan. Los principales grupos financieros e industriales de Estados Unidos son: el grupo Morgan‑National City Bank, que controla la United States Steel Corp. (acero), la General Electric, la Kennecott Copper y la Phelps Dodge (cobre), la American Telegraph and Telephone Co., además de redes ferroviarias y empresas de seguros; el grupo Kuhn-Loeb (familia Warburg), que posee la Western Union, bancos y ferrocarriles; el grupo Rockefeller, que domina el Chase Manhatan Bank y la Standard Oil, entre muchas otras; el grupo Mellon, que domina la ALCOA (primer trust de aluminio del mundo), la Gulf Oil y la Westinghouse; el grupo du Pont, con decisivo predominio en el mercado de productos químicos, de automóviles, aviones y caucho (du Pont de Nemours, General Motors, U.S. Rubber, Bendix); el grupo de Chicago, principal trust de la carne congelada y de la maquinaria agrícola; el grupo del Bank of América, con enorme gravitación en la actividad bancaria, los servicios públicos y el comercio del algodón.

En Alemania Occidental pueden mencionarse el grupo Farben (química y bancos); el grupo Thyssen (siderurgia y carbón); el grupo Mannesman (siderurgia y carbón); el grupo Siemens (electricidad y electrónica) y muchos otros. En Japón, la Mitsubishi, la Mitsui y la Sumitomo. En Italia, Montecatini, Edison, Fiat y Pirelli. En Gran Bretaña, la Imperial Chemical, Unilever, British Motor, Shell y Dunlop.

La economía de los monopolios

El objetivo más importante de la producción en el sistema capitalista es la obtención de una ganancia para el propietario de los medios de producción, porque si el capitalista no consigue ese propósito su interés disminuye y pronto se decide a reducir el monto de su inversión. Como ya se explicó anteriormente, a medida que aumenta la composición orgánica del capital, la tasa de ganancia tiende a disminuir, pero al producirse el tránsito del capitalismo de libre competencia al capitalismo monopolista se advierte un movimiento de recuperación en las ganancias; este es, precisamente, uno de los propósitos más importantes del proceso de monopolización.

En principio, la concentración de las empresas y la producción en gran escala tienden a disminuir los costos unitarios por unidad producida, pero -además- la oferta concentrada de sus productos o la demanda concentrada de sus insumos que realiza la corporación gigante introduce la posibilidad de determinar los precios. Las áreas más monopolizadas de la economía tienen, por consiguiente, mayores posibilidades de operar con tasas de ganancia elevadas, obtenidas en perjuicio de otros capitalistas (por el dominio del mercado) o por medio de la reducción de los costos de producción unitarios, fenómeno que implica una mayor explotación de la fuerza de trabajo.

Pero las mayores ventajas de que disponen las grandes corporaciones para obtener ganancias pueden verse parcialmente anuladas por la necesidad de realizar grandes inversiones y por el incremento de los gastos improductivos de todo tipo. En síntesis, puede afirmarse qUe si bien no es tan seguro que la gran corporación obtenga sustanciales mejoras en la tasa de ganancia con respecto a la vieja empresa capitalista, sí se puede aseverar que aquella controla o domina de una manera incomparablemente mayor las distintas fuerzas del mercado que gravitan negativamente sobre la ganancia.

El imperialismo y las crisis económicas

Periódicamente, la tasa de ganancia de las empresas sufre declinaciones más o menos intensas que precipitan las crisis. Posteriormente, al iniciarse los períodos de expansión, las tasas de ganancia se reconstituyen. La proporción de plusvalía de que se apropia el capitalista industrial depende, en lo inmediato, del nivel de los salarios y de la tasa de interés que debe pagar a los capitalistas que le han prestado fondos para invertir en el proceso productivo, ya que los otros factores determinantes de la ganancia —la productividad del trabajo, los gastos improductivos y de distribución y las rentas y alquileres— tienden a cambiar con mayor lentitud, en períodos más amplios de tiempo. En el corto plazo, cuando el ciclo de producción está en alza, hay gran demanda de fondos para invertir y de mano de obra disponible. A medida que los fondos prestables por los bancos y las sociedades financieras se van haciendo más escasos, la tasa de interés sube. Y también, a medida que aumenta la ocupación, los salarios reales que se pagan son cada vez más altos. De esa manera, llega un punto en que la tasa de ganancia del capitalista se reduce demasiado; las empresas se desenvuelven con dificultades y, finalmente, los capitalistas industriales deciden contraer las inversiones.

La menor inversión resiente la producción y a poco andar se inicia un período de contracción económica. Los industriales utilizan menos fondos y reducen la ocupación de mano de obra, con lo que aumenta el desempleo y los capitales monetarios disponibles. La tasa de interés y el nivel de los salarios tiende a reducirse y entonces se inicia un nuevo período de reconstitución de la tasa de ganancia, a partir del cual se reanuda la inversión y el conjunto de la economía vuelve a entrar en un período de auge.

La aparición del capital monopolista introdujo cambios importantes en los movimientos cíclicos de la economía, especialmente en los períodos de crisis. Aun cuando la crisis más grande del capitalismo tuvo lugar en la década iniciada en 1930 (o sea, en pleno auge del capital monopolista), la creciente intervención estatal motivada por esa crisis y posibilitada por la estructura monopólica del capitalismo tendió a debilitar posteriormente los impactos de las crisis.

Después de la segunda guerra mundial el capitalismo no soportó ninguna crisis grave. Basta recordar para ello las suaves depresiones de 1948/49; de 1953/54; de 1957/58; de 1960/61 y, finalmente, la que el mundo capitalista experimentó con intensidad diversa en 1970, aunque ésta podría confluir hacia una crisis más grave.

La intervención estatal

La intervención creciente del Estado en la economía puede mencionarse como el factor decisivo para la estabilización de los ciclos.

Su acción se ha encaminado a otorgar mayor estabilidad a la inversión, debido a que en un amplio sector de la economía las empresas trabajan para el Estado, que les garantiza precios y tasas de ganancias estables. A su vez, la creciente actividad del Estado está determinada —especialmente en Estados Unidos— por el crecimiento de los gastos militares y de defensa y de las misiones espaciales, y también por la sustitución parcial de la actividad privada en la explotación de algunos servicios públicos y en el desarrollo de la técnica y la investigación. Sobe la base del mayor potencial económico, el Estado puede —a su vez— otorgar subsidios directos o disimulados a las empresas que se encuentran en dificultades, así como a distintos grupos sociales que pueden ser afectados por la coyuntura (el caso más típico es el del seguro de desempleo para los desocupados en algunos países capitalistas muy avanzados).

También hay que contar con que las sobreganancias obtenidas por los sectores más monopolizados les permiten sobrellevar sin mayores alteraciones los períodos de depresión de ganancias y también con que la dispersión del riesgo encarada por la gran corporación monopolista, al cubrir varios sectores de la economía, tiende compensar las dificultades en uno o algunos de ellos con ventajas en los otros.

Otro factor tendiente a provocar la estabilidad de la inversión es la planificación económica no sólo de las actividades del Estado, sino también de las encaradas por los “trusts” y por los acuerdos entre grandes empresas. Esa planificación y esos acuerdos tienden a estabilizar el volumen de inversión y a evitar las guerras de precios.

El mantenimiento de un volumen relativamente estable de inversión impide que la demanda global disminuya en los momentos de menor actividad económica, a pesar de que la desocupación siga siendo considerable. El gasto publico y la actividad del Estado alentaron en los ultimos años una gran inestabilidad en el sistema monetario internacional, pero ese parece ser el precio que el capitalismo monopolista debe pagar para evitar la crisis económica y el paro en gran escala. Sin embargo, cuando la actividad económica se debilita, en algunos sectores marginales de empresas medianas y pequeñas en las que no se ha desarrollado el monopolio, la situación llega a ser crítica. Y es en los países de menor desarrollo donde esas crisis son más agudas porque el sector de empresas medianas y pequeñas tiene mayor gravitación.

El poder económico de las naciones

Esa vinculación peculiar de los países desarrollados con los menos desarrollados, que implica un dominio de la economía por parte de las corporaciones y, por consiguiente, de las oligarquías financieras e industriales de los países avanzados, supone una relación de dependencia de las economías de las naciones atrasadas con respecto a las más desarrolladas y, por ende, una situación de predominio de éstas sobre aquéllas.

Esa relación contrapuesta de dominio por un lado y de dependencia por el otro, no se originó con la aparición del imperialismo contemporáneo, sino que existía ya en el mundo como consecuencia de una serie de factores históricos, económicos y sociales de diversa índole, pero puede afirmarse que el advenimiento del período monopolista del capitalismo no ha hecho más que acentuar esas relaciones y darle mayor consistencia al predominio de los países avanzados, hasta llevarlo a un nivel desconocido hasta entonces.

El modo de producción capitalista no apareció simultáneamente en el mundo en un período determinado, sino que —por el contrario— hizo su primera irrupción en el ámbito geográfico de Europa Occidental y desde allí extendió su dominio al resto del mundo, sin liquidar completamente las relaciones de producción preexistentes. El desenvolvimiento del capitalismo, en consecuencia, se asentó sobre una profunda diferencia en el grado de desarrollo de los distintos países y regiones, pero hay que reconocer que el propio motor de la expansión de los mercados capitalistas está constituido, precisamente, por las desigualdades en el ritmo de desarrollo ente diferentes países, sectores de la producción y empresas. Es la falta de desarrollo de algunos sectores lo que induce a muchos capitalistas a invertir en ellos, y lo mismo sucede con los mercados nacionales; pero esas diferencias constituyen la base de la expansión del intercambio mundial. El desarrollo del capitalismo cristalizó la división internacional del trabajo basada en aquella desigualdad, y el imperialismo la agrandó de una manera verdaderamente descomunal. Desde el momento en que el intercambio comercial entre los distintos países del mundo asumió un determinado grado de continuidad e intensidad —con la aparición de la navegación a vapor y el posterior desarrollo. de los ferrocarriles—, fue evidenciándose una división internacional del trabajo en la que los países de mayor desarrollo se dedicaban a la producción de artículos manufacturados y los países coloniales y semicoloniales suministraban las materias primas y los alimentos básicos.

En los ultimos años, especialmente a partir de la segunda guerra mundial, los países de menor desarrollo han visto incrementar considerablemente su producción de manufacturas y algunos de ellos han llegado a exportarlas, pero si en 1955 alrededor del 75% de las ventas de los países industrializados a los de la periferia se componía de productos de ese tipo, en 1970 más del 80% de esas exportaciones seguía correspondiendo a los productos industriales, mientras que la corriente inversa —de materias primas, combustibles y alimentos desde la periferia hacia el nucleo industrializado— tampoco ha variado considerablemente.

Este hecho demuestra que, a pesar de todo, la división internacional del trabajo se mantiene y las diferencias se acentuan, porque el comercio crece con mucha mayor intensidad entre los países industrializados que entre los más atrasados. Además, los precios percibidos por los artículos exportados por los países de menor desarrollo manifiestan una tendencia general descendente, mientras que los precios de los productos vendidos por las naciones industrializadas crecen en forma tendencialmente continuada, provocando el fenómeno habitualmente conocido como “deterioro de los términos del intercambio”. La pérdida de poder adquisitivo de las exportaciones de los países de menor desarrollo para adquirir los productos manufacturados provenientes de los países industrializados ha sido de tal magnitud que en la década comprendida entre 1955 y 1965 los países de la periferia tendrían que haber vendido en este último año un volumen de productos primarios superior en 20 por ciento al que vendían en 1955 para obtener la misma cantidad de productos manufacturados. La crisis en el desarrollo del comercio entre los países avanzados y los atrasados surge precisamente porque el incremento de la demanda efectiva y la capacidad de pago de los países poco desarrollados es inferior al aumento de la oferta de productos manufacturados de las naciones industrializadas, limitando su expansión. Este fenómeno, como se verá enseguida, ha promovido la exportación de capitales desde los países centro‑económicos hacia la periferia menos desarrollada, que según algunos autores constituye la característica más relevante de la época del imperialismo.

La inversión de capitales

El paso de la época del capitalismo de libre competencia al capitalismo monopolista se destaca por la aparición, en los países industrializados, de un proceso de “trustificación”

en las diversas ramas industriales y de convenios y acuerdos entre las grandes empresas. Tanto uno como otro fenómeno llevan implícito una limitación a la inversión. Esto no signiifca que las empresas inviertan menos en la época del capital monopolista que en la de libre competencia, sino que, como consecuencia de los acuerdos entre grupos económicos y de la concentración de los gastos, se invierte menos en relación con la gran masa de excedente que se obtiene, con el propósito de evitar que el exceso de inversión ocasione una gran sobreproducción con caída en los precios y disminución de la tasa de ganancia.

Las empresas monopolistas derivan una parte de esos excedentes hacia los gastos improductivos y el pago de impuestos al Estado, pero el exceso de capitales disponibles subsiste y se torna crónico. Como el capitalista no puede dejar inmóviles sus capitales (salvo en cortos períodos, generalmente provocados por crisis), porque su utilización constituye su única fuente de poder económico, de apropiación de plusvalía y de mantenimiento de su gravitación en el mercado frente a la competencia, busca necesariamente otras áreas de inversión. La exportación de capitales surge así como un elemento esencial del desarrollo del capitalismo en la época del capital monopolista. El aumento de la composición orgánica del capital y la tendencia decreciente de la tasa promedio de beneficio lleva a la formulación de acuerdos y convenios y a la organización de “trusts” en los países desarrollados, proceso que se combina con la exportación de capitales hacia las naciones de menor desarrollo, donde la composición orgánica es más baja por el propio atraso tecnológico y donde la tasa de plusvalía es más alta debido al bajo nivel de los salarios. La exportación de capitales suele convertirse en un excelente negocio para los monopolios, porque a la sobreganancia derivada de su estructura monopólica agregan también la sobreganancia colonial.

El auge de la exportación de capitales no significa de ninguna manera que disminuya la importancia de la exportación de mercancías. Sin embargo, las posibilidades de importación de los países periféricos son cada vez más reducidas en comparación con la capacidad de venta de los países más desarrollados. Para superar transitoriamente esa brecha, queda el recurso de la exportación de capitales. Las grandes empresas que no pueden exportar a los países de menor desarrollo por la exigua capacidad de compra de estos o por su escasa disponibilidad de divisas, instalan fábricas en ellos para vender su producción en el mercado interno de esos países, con lo que dan satisfacción también a la colocación del exceso de capitales disponibles mientras se benefician con las sobreganancias coloniales. De esta manera, la exportación de capitales complementa a la exportación de mercancías en la época del capital monopolista. Es bastante difícil lograr estadísticas homogéneas sobre el volumen de capitales invertidos en el exterior por parte de los países más desarrollados. En 1914 es posible que la inversión internacional haya alcanzado una magnitud del orden de los 44.000 millones de dólares, según distintas fuentes citadas por Pierre Jalée.[5] En 1919 el monto total pudo haber descendido, como consecuencia de la primera guerra mundial, a 33.000 millones, para volver a elevarse a más de 47.000 millones en 1929. Después, durante un largo período que parece cerrarse en 1955, el flujo anual de inversiones difícilmente logró pasar el nivel de los 3.000 millones. En la década siguiente, en cambio, la corriente anual de capitales exportados por los países industrializados hacia el exterior se duplicó holgadamente. Hacia 1964, el valor estimado de los capitales invertidos en el exterior era de alrededor de 117.000 millones de dólares, correspondiendo unos 65.000 millones a Estados Unidos; 30.000 millones a Gran Bretaña; 15.000 millones a Francia y 2.000 millones a Alemania Federal. El 70 por ciento de las inversiones norteamericanas eran de tipo directo, y el resto, inversiones en cartera.

La inversión de capitales y las empresas multinacionales

Naturalmente, no todo el capital invertido en el exterior por los países industrializados se dirigió hacia las naciones de menor desarrollo. Ya antes de la segunda guerra mundial había importantes inversiones extranjeras en los países industrializados, pero desde que se inició la última postguerra el movimiento se acentuó considerablemente, a tal punto que en 1966 la suma de inversiones norteamericanas en países europeos podía estimarse en 17.500 millones de dólares, o sea, alrededor del 27 por ciento de las inversiones mundiales de ese país.

El auge de las inversiones entre países capitalistas desarrollados tampoco limita la explotación de la periferia menos desarrollada. Por el contrario, ese proceso es una expresión más de la abismal división del mundo entre países pobres y países ricos.

Al término de la segunda guerra mundial, Estados Unidos tomó a su cargo gran parte de la reconstrucción europea, como única manera de fortalecer al sistema capitalista mundial.

En consecuencia, durante la década comprendida entre 1945 y 1955 un volumen sustancial de sus capitales excedentes tomaron el camino de Europa y Japón.

El vertiginoso desarrollo industrial y tecnológico producido en esa etapa fomentó la concentración de capitales en gran escala y dio a las corporaciones norteamericanas una posición privilegiada en el mundo. La rápida recuperación industrial de Europa Occidental y Japón y la magnitud de las inversiones allí efectuadas acercaron el nivel de vida de esos países al de los Estados Unidos y tornaron aún más profundo el abismo que separa al conjunto de países industrializados de los menos desarrollados. La superioridad norteamericana con respecto a Europa Occidental y Japón es incontrastable en la actualidad y por eso puede afirmarse que la oligarquía industrial y financiera norteamericana que controla los grandes trusts de ese origen ejerce un indudable predominio sobre las relaciones económicas del área capitalista, pero ello no implica una completa subordinación de las corporaciones europeas y japonesas a las norteamericanas, sino la recreación de una competencia comercial entre los grandes países industrializados del mundo similar a la que existió antes de la segunda guerra mundial. Sin embargo, el fenómeno que más caracteriza a esta etapa del imperialismo es la creciente tendencia hacia la concentración internacional, con el predominio de las grandes corporaciones norteamericanas y la internacionalización del capital.

Las empresas multinacionales constituyen uno de los fenómenos más generalizados de la actualidad, pero todavía es prematuro deducir de allí un futuro predominio de ese tipo de empresas.

El dominio de la oligarquía financiera norteamericana sobre el capitalismo se ha acentuado, pero también se ha acrecentado la gravitación de las grandes corporaciones europeas —sobre todo alemanas— y japonesas. La incógnita que se presenta respecto a este punto reside, en todo caso, en determinar si durante los próximos años los grandes monopolios internacionales llegarán a un completo acuerdo sobre todos los problemas que hoy los enfrentan, que implique una verdadera trustificación mundial, o si esa confluencia sólo podrá realizarse sobre la base de un completo predominio de la oligarquía financiera norteamericana.

La crisis del dólar

La creciente gravitación de los monopolios norteamericanos, la magnitud de los capitales exportados por ese país, la mayor intervención estatal en la economía capitalista y la asunción, por parte de los Estados Unidos, de un papel primordial en la defensa militar del bloque de países capitalistas, deterioraron en forma crónica el balance de pagos de los Estados Unidos, de tal manera que el dólar —convertido por imperio de esas circunstancias en una verdadera moneda mundial— se vio sometido a una creciente desvalorización frente al oro y a las monedas de la mayoría de los países avanzados del mundo. La evidencia de que los compromisos que Estados Unidos había adquirido en el corto plazo superaban holgadamente el respaldo áureo generó primero una serie de corridas sobre el oro en previsión de un aumento del precio de ese metal en términos de dólares o, lo que es lo mismo, de una devaluación lisa y llana de la moneda norteamericana, y después una gran demanda de monedas europeas y yens japoneses, que reflejaban la pérdida de capacidad competitiva por parte de Estados Unidos frente a esos países. La especulación contra la moneda norteamericana dejó al descubierto las poderosas contradicciones que subsisten entre los países capitalistas de gran desarrollo industrial y mostró que la supremacía de Estados Unidos no es total. Pero también es cierto que ese país pudo declarar arbitrariamente la inconvertibildad del dólar dejando al sistema monetario internacional sin un patrón fijo de medida e imponer restricciones a la importación que significan el traslado de su propia crisis hacia los otros países avanzados y el resto del mundo, y particularmente de la periferia menos desarrollada.

La debilidad del dólar norteamericano es un producto de la propia fortaleza económica de los Estados Unidos. El desarrollo desigual —propio del capitalismo— y la acelerada concentración económica hicieron de la economía norteamericana la de mayor capacidad productiva y la de más alta eficiencia deL mundo. Ese privilegio convirtió a Estados Unidos en el eje del mundo capitalista y, por lo tanto, en su principal banquero. El dólar, siendo una moneda nacional, tuvo que servir de moneda universal de pagos, de acumulación y de reserva. De esa manera, la crisis interna de la economía norteamericana —largamente postergada por el gasto público, el déficit del balance de pagos y la inflación— se traslada al resto del mundo mediante la avalancha de dólares que ahora son rechazados, promoviendo la más grande inestabilidad cambiarla que se recuerda desde la crisis del 30. Pero esa crisis refleja también el gigantismo económico norteamericano y su tremenda gravitación económica y financiera.

El mercado mundial y el desarrollo desigual

La contrapartida de esta fabulosa acumulación de riqueza, poder e influencia en un país y, dentro de él, en un puñado de corporaciones, es la existencia de decenas de naciones paupérrimas, que todavía viven en condiciones de subdesarrollo. Pero la existencia de estas últimas no es algo que nada tenga que ver con lo otro. Hace mucho que los diversos sistemas productivos dejaron de funcionar como mercados regionales más o menos aislados para incorporarse plenamente al mercado mundial. Todo país atrasado ha recorrido —en sus relaciones con los países capitalistas avanzados— distintas etapas de mayor o menor interdependencia, pero en general —y salvo en los períodos de guerras o de graves crisis económicas internacionales— su propio desarrollo capitalista está signado por un aumento sustancial de sus vinculaciones internacionales, tanto en lo que respecta al comercio exterior como, sobre todo, a los créditos y a las inversiones de capitales. En la época del imperialismo y por efectos de la concentración del capital en gran escala y su exportación desde los países avanzados hacia los más atrasados, las relaciones económicas entre estos y aquéllos se intensifican cada vez más. El imperialismo ha llevado al mercado mundial a su máximo desarrollo, pero no por ello ha conseguido unificar la sociedad humana en una estructura capitalista homogénea. Por el contrario, las diferencias entre los distintos países se mantienen e incluso se acentúan, porque el imperialismo lleva a su máxima expresión el desarrollo desigual y combinado que caracteriza la evolución del capitalismo. Por imperio de esa verdadera ley general, que supone una distinta capacidad de acumulación y de concentración del capital en los distintos sectores de la economía, el desarrollo de las diversas ramas de la producción y de las diferentes empresas, así como de las distintas regiones geográficas dista mucho de ser uniforme, aún dentro de los límites de cada país. En la era del imperialismo y en virtud de la mayor concentración y de la exportación de capitales, las diferencias entre los distintos países y —dentro de cada país— entre las diversas ramas de la economía se profundizan hasta un límite nunca antes alcanzado.

En el caso de los países atrasados, la incorporación de inversiones en gran escala no transforma de manera uniforme y general al conjunto de la economía, sino que moderniza relativamente al sector en que las inversiones se producen, creando centros industriales avanzados en medio del atraso general.

El imperialismo desarrolla la productividad en los países atrasados, pero no liquida el subdesarrollo, sino que lo combina con una dependencia más acentuada a través de la integración de los centros industriales o los enclaves con las economías de los países avanzados y, más concretamente, con las grandes corporaciones que realizan la inversión o con los bancos y grupos financieros que solventan los créditos. El desarrollo promovido por el imperialismo acentúa las contradicciones derivadas del crecimiento desigual en los países atrasados, impidiendo en la mayoría de los casos lograr una efectiva unidad política nacional. Hay quienes todavía creen —el desarrollismo, entre ellos— que la industrialización por sí sola basta para asegurar la independencia económica de un país; con lo que queda justificada la promoción masiva e indiscriminada de las inversiones extranjeras. Lo que sucede es que el crecimiento industrial de los países atrasados es un fenómeno histórico inevitable, propio del desarrollo de las fuerzas productivas. Su aparición estuvo condicionada por la gran depresión de la década del treinta y la guerra mundial que la siguió, que desgajó transitoriamente el mercado internacional y debilitó el intercambio de mercaderías y capitales, aflojando en alguna medida el control de los países avanzados sobre los más atrasados.

La revolución colonial y el neo-imperialismo

Ese fenómeno dio origen a la revolución colonial, que se continuó en la postguerra y modificó drásticamente el cuadro de la dominación imperialista. Los cambios introducidos en las economías nacionales de los países atrasados obligaron a extender el proceso de crecimiento industrial a la vez que limitaron o truncaron definitivamente las posiblidades de que la mayoría de esos países siguieran ofreciendo un mercado abierto a las exportaciones de muchos productos de consumo. Pero las mismas necesidades del crecimiento industrial impusieron una sustitución de las importaciones, que pasaron a concentrarse en los insumos para la industria y los bienes de capital. Ante la nueva situación, las grandes corporaciones modificaron sus exportaciones y empezaron a levantar grandes fábricas en los países atrasados, para ganar el mercado desde adentro.

El cambio en la composición de las importaciones no varió el contenido fundamental de la dependencia, como tampoco lo podría variar el próximo y previsible ingreso de los países atrasados en una etapa de desarrollo de las denominadas industrias básicas (petroquímica, siderurgia) y aun, en el futuro, de la producción de equipos. El desarrollo de las fuerzas productivas siempre crea industrias de vanguardia, y especialmente en esta época de acelerados cambios tecnológicos. Pero esas industrias de vanguardia se instalan siempre en los países más avanzados. A medida que los países atrasados agotan las primitivas etapas industriales (bienes de consumo directo, por ejemplo), pasan a estadios más avanzados de la producción fabril, pero siempre llegan a ellos cuando, a su vez, los países avanzados han abierto nuevos horizontes a la industria. En consecuencia, los países atrasados siempre mantienen —con respecto a los países avanzados— una dependencia basada en la provisión de los productos originados en las industrias de avanzada, a riesgo de quedar muy atrasados en su evolución tecnológica, y sin contar con que su propio desarrollo fabril está controlado, en sus sectores más avanzados, por el propio capital imperialista. El mismo atraso que evidenciaban hace diez o quince años muchos países que debían adquirir productos petroquímicos o siderúrgicos en los países avanzados, lo siguen manteniendo en la actualidad cuando deben recurrir a una importación masiva de bienes de capital sofisticados o de asesoramiento tecnológico. Es posible que, por efectos de un desarrollo más completo, existan en pocos países algunas ramas de la industria en que la dependencia haya disminuido, pero pueden considerarse como verdaderos casos aislados que no cambian el fenómeno de conjunto.

Como el proceso de crecimiento industrial fortaleció la gravitación interna de las burguesías nativas, el imperialismo tuvo que hacer abandono paulatino o precipitado, pacífico o violento, de la dominación política directa, y muchos países coloniales consiguieron su independencia política. Pero la antigua dominación se continuó, en la abrumadora mayoría de los casos, por el sistema de la dominación indirecta. Los países coloniales se transformaron en países semicoloniales, con independencia política, y se sumaron a aquéllos que por diversas razones históricas alcanzaron su independencia política en épocas anteriores. Esta evolución política y estos cambios en las formas de la dominación económica dieron lugar a que muchos tratadistas designaran a este fenómeno con el nombre de “neocolonialismo” o “neoimperialismo”. Pero lo que importa destacar es que el fenómeno del imperialismo económico contemporáneo no puede ser separado del problema del dominio del imperialismo sobre el mercado mundial, ni tampoco puede ser visto al margen de las tendencias que marcan la evolución intrínseca del capitalismo como sistema. Desde este punto de vista, el imperialismo es literalmente una etapa superior o más avanzada del capitalismo. Por eso, también, ningun análisis crítico del imperialismo es consistente si no involucra un análisis crítico del capitalismo.

La confusión más generalizada sobre este punto se refiere a la identidad o asociación que muchos escritores formulan entre la política mercantilista agresiva que algunas potencias practicaron en el siglo XVII y XVIII, y el imperialismo propio de las últimas décadas del siglo XIX y del actual siglo XX. Los monopolios comerciales de la vieja época se crearon más bien para hacer frente a riesgos momentáneos o para aprovechar lucros pasajeros, pero no surgieron como instituciones definitivas. Las potencias mercantilistas también recurrieron a la protección del Estado y a la imposición de limitaciones al comercio de las colonias, pero la índole de la intervención estatal no es de la magnitud y la profundidad actual, donde se ha desarrollado extensamente la propiedad estatal sobre ciertos servicios y medios de producción y donde los gobiernos orientan los negocios privados mediante la política económica.

La limitación a la producción de los países dependientes también existe ahora, aunque de una manera indirecta, pero se deriva de la producción en gran escala y del dominio tecnológico. Por otra parte, la política colonial agresiva era, antiguamente, reflejo invariable de necesidades estrictamente “nacionales”. En cambio, los acuerdos sobre el petróleo, por ejemplo, que tanto influyeron en las modernas guerras imperialistas, no puede decirse que obedezcan a necesidades nacionales, sino a los intereses de los monopolios, que en muchos casos representan a las clases dominantes de varios países. El elemento diferencial, en síntesis, está dado por el carácter del mercado mundial —prácticamente inexistente en aquella época y de importancia primordial en la actualidad— y por la naturaleza de las clases dominantes, derivadas —en uno y otro caso— de diferentes modos de producción.

La única manera de entender el imperialismo económico moderno consiste, en síntesis, en ubicarse dentro de la perspectiva de un análisis crítico e integral del sistema capitalista, tanto en lo que respecta a su específico modo de producción como en lo que hace a la naturaleza de las clases sociales a que ese modo de producción da lugar. De ahí que la superación definitiva del imperialismo no puede encararse fuera de la perspectiva de una sustitución definitiva del capitalismo como sistema de producción a escala mundial.

NOTAS

1) El incremento del producto bruto para el período 1964-68 fue calculado aplicando al producto bruto de 1963 las tasas de expansión mencionadas en los índices tomados del Monthly Bulletin of Statistics y del Statlstical Yearbook, de las Naciones Unidas.

2) Los datos están tomados de The Growth of World Industry, y abarcan 160 paises capitalistas y no capitalistas, para el año 1969 (Edición de las Naciones Unidas, N. York, 1971).

3) Fue reproducida el 7 de agosto de 1970 por El Economista, de Buenos Aires.

4) La lista de las 500 mayores empresas norteamericanas fue publicada por la revista Fortuna, de mayo de 1970.

5) Pierre Jalée: El imperialismo en 1970, págs. 88 y ss., Siglo XXI, México, 1970.

BIBLIOGRAFIA

Lenín, El imperialismo, fase superior del capitalismo (publicada en 1917), con numerosas ediciones en castellano.

Rudolf Hilferding, El capital financiero (1909). Ed. Tecnos, Madrid, 1963.

Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, El capital monopolista. Ed. Siglo XXI, México, 1968.

Nicolai Bujarin, El imperialismo y la economía mundial. Ed. Pasado y Presente, Córdoba, 1971.

Celso Furtado, La concentración del poder económico en los Estados Unidos y sus reflejos en América Latina, Ed. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1969.

Harry Magdoff, La era del imperialismo, Ed. Nuestro Tiempo, México, 1969.

Ernest Mandel, Tratado de economía marxista, tomo II, Ed. Era, México, 1969.

Pierre Jalée, El Imperialismo en 1970, Ed. Siglo XXI, México, 1970.

J. O’Connor y otros, Imperialismo hoy, Ed. Periferia, Buenos Aires, 1971.

Paolo Santi y otros, Teoría marxista del imperialismo, Ed. Pasado y Presente, Córdoba, 1969.

Paul M. Sweezy, Teoría del desarrollo capitalista, Ed. Fondo de Cultura Económica, México (hay varias ediciones).

R. Wolff y otros, Economía política del imperialismo, Ed. Periferia, Buenos Aires, 1971.

Cuadro 1

Distribución mundial de la población y el producto bruto, en 1965

Población

Producto bruto interno

Millones de hab.

%

Millones de dólares

%

Países capitalistas atrasados:

de Asia

1.020

103.000

de Africa

306

50.000

de América Latina

238

77.000

de Europa

50

25.000

Total

1.614

48

255.000

12,7

Países capitalistas desarrollados

607

19

1.165.000

58,3

Países socialistas

1.104

33

580.000

29,0

Total

3.325

100

2.000.000

100,0

Fuente: Los datos básicos sobre ingresa fueron extraídos de Pierre Jalee, “El Tercer Mundo en la economía mundial”, que, a su vez, fueron obtenidos del Anuario Estadístico de la ONU, 1965. Los totales originales fueron redistribuidos, incluyendo a algunos países de Europa en el grupo de naciones atrasadas. Los datos sobre población corresponden a la información dada por la ONU.

Cuadro 2

Distribución de las reservas monetarias internacionales entre los países capitalistas, al 31 de diciembre de 1970

Reservas totales

Oro

Millones de dólares

%

Millones de dólares

%

Países capitalistas desarrollados

68.309

74,6

31.425

85,0

Países capitalistas atrasados

23.241

25,4

5.595

15,0

Total

91.550

100,0

37.020

100,0

Fuente: Datos provisorios del “International Financial Statistics”, del FMI, julio de 1970, excluida Yugoeslavia, que en el original figura ubicada dentro de “Otras áreas desarrolladas”. Fueron considerados países capitalistas desarrollados los siguientes: Estados Unidos, Canadá, Japón, Gran Bretaña, Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Alemania, Italia, Irlanda, Noruega, Suecia, Suiza, Finlandia, Australia y Nueva Zelandia. La inclusión de Irlanda es ciertamente discutible, pero no varía demasiado los datos.


[1] El incremento del producto bruto para el período 1964-68 fue calculado aplicando al producto bruto de 1963 las tasas de expansión mencionadas en los índices tomados del Monthly Bulletin of Statistics y del Statlstical Yearbook, de las Naciones Unidas.

[2] Los datos están tomados de The Growth of World Industry, y abarcan 160 paises capitalistas y no capitalistas, para el año 1969 (Edición de las Naciones Unidas, N. York, 1971).

[3] Fue reproducida el 7 de agosto de 1970 por El Economista, de Buenos Aires.

[4] La lista de las 500 mayores empresas norteamericanas fue publicada por la revista Fortuna, de mayo de 1970.

[5] Pierre Jalée: El imperialismo en 1970, págs. 88 y ss., Siglo XXI, México, 1970.

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