005 - De la revolución francesa a la conspiración de los Iguales.  

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Marta Bonaudo de Magnani

© 1972

Centro Editor de América Latina – Rincón 87

Impreso en Argentina

Índice

El mundo rural

El mundo urbano

La revuelta aristocrática y la crisis del "antiguo régimen"

La revolución burguesa y las primeras jornadas populares

Ideología y organización de los sans-culottes

Los sans-culottes frente a la burguesía moderada (1789-1793)

Los sans-culottes en la república jacobina (1793-1794)

La culminación del movimiento sans-culotte (1794-1795)

Babeuf y el primer movimiento comunista

Bibliografía

En un discurso de 1793 Jacques Roux critica la libertad burguesa

26 de agosto:Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano

Cronología política de Francia

Fragmentos del "Manifiesto de los plebeyos"

El régimen de la monarquía absolutista, derrocado en 1789, dio lugar a una serie de revueltas y conflictos que se prolongaron durante quince años.

El proceso que conocemos como Revolución Francesa no se articula sobre una sola revolución sino sobre una serie de revoluciones, revueltas y conflictos que se van encadenando, de manera muy compleja, en medio de las crisis económicas y las guerras que sacuden a Francia durante las últimas décadas del XVIII.

El "antiguo régimen", el de la monarquía absolutista, comienza a derrumbarse a partir de las revueltas aristocráticas que se producen entre 1787 y 1789. La burguesía mercantil y financiera, arrastrada, junto con el pueblo, por la nobleza en crisis, hace en esas revueltas su aprendizaje político, aquel que le permite ponerse al frente de la revolución de 1789 y elaborar su programa, el de la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano". Pero el personaje actuante, el que sale a la calle, el que lucha y se sacrifica durante las jornadas de julio y de octubre, y también durante las que vendrán después, es el pueblo. Un pueblo que durante los años de la Revolución Francesa recibirá muy poco a cambio de ese sacrificio.

Sale el pueblo a la calle en 1789 acosado por la crisis cerealera y vitícola, por la desocupación —producto de la retracción industrial—, por el aumento constante del precio de los alimentos, por el deterioro de los salarios. Tanto en la ciudad como en el campo lleva adelante múltiples acciones. En los medios rurales, y aunque a veces ataque frontalmente al sistema feudal, vuelve o queda limitado a las "revueltas de hambre" y a las "tasaciones populares". En la ciudad, en cambio, los sansculottes (denominados así porque habían dejado de usar el calzón corto), apropiándose muchas veces de las consignas burguesas, comenzaron a ejercer fuertes presiones en el proceso.

Fraternidad de consumidores más que de productores, grupo heterogéneo articulado en torno de artesanos y tenderos pobres que arrastraran tras de sí a los asalariados, no podrá, a causa de esa misma heterogeneidad, elaborar un programa coherente, pero le irá dando a sus luchas un contenido político cada vez más fuerte, aprendido en las asambleas populares, en las seccionales, en la Guardia Nacional, en el nuevo periodismo ideológico. Los sansculottes serán la vanguardia de los movimientos populares en esos años.

Mientras tanto, la burguesía moderada, que gobierna de 1789 a 1793, emprende con una clara política de clase la reorganización y la racionalización de la nación, transformándose poco a poco en la única beneficiaria de la revolución. Si a los campesinos les hace algunas concesiones, que señalan el derrumbe definitivo del mundo feudal, a los trabajadores de la ciudad no les hará ninguna. A las constantes acciones llevadas a cabo por los sans-culottes, a los primeros planteos laborales, responderá con la Ley Le Chapellier, en 1791, mediante la cual se prohíbe todo tipo de organización obrera. Pero el proceso continúa; las rebeliones rurales y urbanas acompañan a las jornadas de 1792, que terminan con la monarquía e instauran la República, y, un año después, provocan la caída de los moderados, de la Gironda, y el ascenso al poder de los jacobinos, liderados por Robespierre, representante de la pequeña burguesía. Actúan en el partido de los jacobinos grupos de la más diversa extracción: desde la nobleza liberal, y fracciones de la burguesía y el clero hasta los sans-culottes. Los jacobinos, una vez en el poder, poco hacen por las masas que los habían apoyado: la ley del sufragio universal no se pone en práctica; la ley del "máximo de precios y salarios" es mal aplicada. Pronto los sans-culottes, los hebertistas, los "rabiosos" de Roux, comienzan a presionar y los jacobinos se separan de ellos para fortalecerse y llevar adelante su política.

Pero el aislamiento les resulta fatal y son derrotados por los grupos de la burguesía moderada, que retoman el poder. De nada vale entonces la rebelión de los sans-culottes, en 1795. Fuertemente reprimida, y la "Conspiración de los Iguales", del año siguiente. La burguesía comienza a llevar adelante una política represiva, acorde con la defensa de sus intereses económicos, que cierra el ciclo de las revueltas populares por muchos años.

Poco les quedará de todo este proceso a los campesinos sin tierra, a los asalariados, a los obreros de las manufacturas, a los aprendices y oficiales de las antiguas artesanías, a las masas de semiocupados. ¿Quiénes son los que realmente los expresaron? ¿Quiénes son los que en esos momentos difíciles trazaron por lo menos un rumbo que pudiera ser recuperado por el proletariado posterior? Hombres y grupos de trágica trayectoria: Roux, líder de los "rabiosos", que termina suicidándose antes de pasar al tribunal que lo va a juzgar; Babeuf, el jefe de "La Conspiración de los Iguales", que acaba sus días en la guillotina. Hombres como ellos son los que ponen en tela de juicio el pensamiento burgués de la Revolución Francesa. Las condiciones no estaban dadas para que ambos, en momentos de escaso desarrollo industrial y sin una clase obrera afianzada, pudieran triunfar, pero sus acciones y sus palabras serían base y punto de partida del movimiento obrero posterior.

Roux, quien había dirigido importantes acciones en los momentos anteriores al ascenso de los jacobinos, había dicho en 1793:

"La libertad no es más que un fantasma cuando una clase puede sitiar por hambre a otra, cuando el rico con su monopolio tiene derechos de vida y muerte sobre el pobre",

atacando así en su centro mismo la ideología burguesa de la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano" y ahondando el camino que seguirían grupos como los de Babeuf, quien, en el Manifiesto de los Plebeyos, publicado en La Tribuna del Pueblo en 1795, exigía una revolución total:

"¡Que el pueblo tome la primera idea verdadera de la Igualdad ¡Que estas palabras: ‘igualdad’, ‘iguales’, ‘plebeyismo’ sean las palabras de unión de todos los amigos del pueblo! ¡Que el pueblo ponga a discusión todos los grandes principios! ¡Que el combate se centre sobre el famoso tema de la igualdad propiamente dicha y sobre el de la propiedad!"

En pocos años se producen en Francia hondas transformaciones, se abren y cierran procesos que habrían de influir enormemente no sólo en la historia posterior de Francia sino en la de muchos otros países. ¿Qué ocurrió realmente durante la Revolución Francesa? ¿Qué importancia tendría esa revolución para el movimiento obrero? Para contemplar estas preguntas debemos volver atrás, explorar el proceso tanto en sus aspectos políticos como en los económicos y sociales, conocer cómo era la Francia rural y urbana, heterogénea y conflictual, en la cual estalló la revolución de 1789.

El mundo rural

A fines del siglo XVIII Francia era un país predominantemente agrícola: el 90% de su población vivía en el campo. La relación señorial y de servidumbre, los modos de producción feudal, persistían con fuerza en ese mundo rural. El mercado de mano de obra asalariada era casi inexistente. Los rasgos básicos de esa realidad eran: por un lado la presencia de una masa de campesinos sujetos a obligaciones consuetudinarias; por otro, la existencia de un reducido número de propietarios ausentistas (los que vivían en la ciudad y dejaban sus campos en manos de administradores), que eran los que se apropiaban del excedente económico generado por el trabajo del campesinado. Las condiciones de vida de este variaban mucho según las regiones, pero en todas partes la situación era de extrema miseria. En los niveles más bajos de esta sociedad, niveles en los que se podía caer fácilmente, vegetaba un submundo de mendigos y vagabundos, de trabajadores estacionales, migrantes permanentes del campo a la ciudad, participantes espontáneos de las revueltas que cada tanto conmovían al mundo campesino. Desertores, aprendices fugitivos, sirvientes, aventureros, se volcaban a los caminos impulsados por el hambre y la epidemia y sembrando a su vez el terror. Algunos se instalaban precariamente en las proximidades de las aldeas y eran tolerados en la medida en que podían ser utilizados como mano de obra marginal (para cavar fosas, podar setos, cargar carbón, etc.). Cercanos a la situación de estos se hallaban los proletarios rurales, cada vez más numerosos. No componían en realidad un grupo homogéneo. Al lado de los jornaleros agrícolas, en general libres, y participando de una condición muy semejante a la de ellos, observamos a un gran número de campesinos cuyas tierras propias o alquiladas, eran insuficientes para la subsistencia del grupo familiar. Para complementar su economía debían, por lo tanto, trabajar como asalariados o aparceros en los campos vecinos o como mano de obra de la industria rural. Un escalón más arriba subsistía una masa de campesinos libres (pequeños propietarios, arrendatarios o aparceros), ligada a la explotación de sus parcelas y de las tierras comunales que complementaban su economía proporcionándoles pasturas a sus animales, leña, paja, etc. Utilizaban en su trabajo métodos arcaicos y herramientas primitivas y tenían como objetivo fundamental subsistir con lo que producían. Generalmente estaban sometidos a las imposiciones de los señores feudales, los propietarios de la tierra. Debían pagar las rentas e impuestos y estaban obligados a realizar para ellos todo tipo de labores. Si el campesino permanecía en la tierra del señor pronto se veía envuelto en una densa red de restricciones y limitaciones que lo privaban de la mayor parte de sus ingresos y que imposibilitaban su independencia económica. El recurrir a la Corte para exigir que se cumplieran las exigencias feudales no le proporcionaban mayores beneficios pues las apelaciones se hacían a través de los tribunales señoriales.

A las obligaciones debidas al señor se sumaban un impuesto especial anual, el diezmo, que debía entregar a la Iglesia y los impuestos directos o indirectos que recaudaba el Estado. A lo largo del siglo, y como consecuencia de la reacción feudal —que aumentó el peso de las cargas, acaparó gran parte de las tierras comunales y restauró antiguos derechos—, de la creciente presión impositiva del Estado y de las crisis que asolaron la agricultura francesa, se acentuó la proletarización de esta capa de la población campesina.

Los estratos más altos del campesinado estaban constituidos por los grandes propietarios o arrendatarios rurales. La aristocracia feudal, laica o eclesiástica, conformaba el sector más importante de propietarios rurales. La propiedad noble laica, alrededor de un quinto de la propiedad total, gozaba de importantes exenciones impositivas, lo mismo que la eclesiástica, poseedora de una décima parte del suelo. Propietarios ausentistas en su mayor parte, los nobles dependían de las rentas de sus propiedades, que, generalmente mal administradas, les resultaban insuficientes, sobre todo a partir de la inflación. Para contrarrestar la disminución de las rentas, los señores feudales, especialmente los más pobres de las provincias, intentaron sacar todo el provecho posible de sus privilegios. Con tal fin hicieron reconstruir los registros que los enumeraban y restituyeron aún los más viejos, caídos ya en desuso. Además, se apropiaron de la tercera parte de las tierras comunales, especialmente de bosques y pasturas, y lucharon por separar sus predios de los de los campesinos, cercándolos aun a expensas de las parcelas de estos. Nobleza de corte o nobleza provinciana, laica o eclesiástica, la aristocracia feudal no dejó, sin embargo, de empobrecerse durante el siglo XVIII. La aplicación a las tierras de nuevas técnicas agrícolas que, como sucedía en Inglaterra, aumentaran los rendimientos, quedó restringida a un pequeño número de nobles que, por otra parte, también procuró, como los burgueses de la época, colocar sus capitales en las nuevas industrias, especialmente metalúrgicas. También se volcaron algunos a las operaciones marítimas financieras de las cuales provenía buena parte de los ingresos de los hombres recientemente ennoblecidos por el rey. la mayoría no obstante, siguió aferrada a sus privilegios de clase y no vio otra salvación que no fuera la reafirmación cada vez más neta de sus privilegios. Al lado de la aristocracia feudal, la burguesía fue también una importante propietaria. Muchas fortunas amasadas en las finanzas, el comercio o el saqueo colonial fueron invertidas en la compra o el arriendo de propiedades agrícolas, signo de prestigio social en una sociedad todavía feudal. Como componentes de esta "burguesía rural" debemos ubicar también a aquellos campesinos enriquecidos en la administración de los señoríos en la explotación de sus propias tierras, que, separándose de la masa del campesinado, constituyeron una clase superior capitalista que arrendaba su tierra la labraba utilizando peones asalariados y que traficaba con ganado, cereales, vino y otros productos agrícolas. Con frecuencia estos grandes arrendatarios desencadenaron la cólera en las masas campesinas puesto que al acaparar tierras en detrimento, especialmente, de los pequeños propietarios contribuían a proletarizarlos. Esta burguesía rural se sentía trabada por las supervivencias feudales, por los derechos colectivos. Sus intentos de modernizar las técnicas de producción, de realizar los cercamientos indispensables para los nuevos cultivos, de dividir y repartir las tierras comunales, de llevar adelante todo aquello que permitiera aumentar el rendimiento agrícola, chocaron siempre con la rígida estructura feudal.

La división de la tierra comunal era, tal vez, uno de los problemas más debatidos y contradictorios del mundo rural. Mientras el reparto de las tierras comunales proporcionaba una esperanza a los sin-tierra y nuevas posibilidades de expansión a los acomodados (que proponían una división proporcional a las cantidades de tierra y capital que ya se poseían), no beneficiaba a los pequeños campesinos que sacaban provecho de esas tierras, en especial para el pastoreo.

El mundo rural se nos muestra por lo tanto pleno de matices y oposiciones, de tensiones latentes, particularmente en los grupos bajos, que llevaron adelante con frecuencia revueltas de hambre. Frente al viejo orden, sin embargo, la diversidad de grupos y objetivos pareció esfumarse pues los privilegios señoriales, el yugo de los impuestos, y la escasez de tierras afectaban no sólo a los campesinos sin tierras sino también a los pequeños propietarios y a los más acomodados. Pero estos grupos serán incapaces de concebir por sí mismos un programa de renovación social, y deberán unirse para llevar adelante sus reivindicaciones al "tercer estado", es decir, al sector social compuesto por los no privilegiados: burgueses, artesanos, tenderos, obreros, campesinos, etc.

El mundo urbano

El desarrollo urbano en la Europa del siglo XVIII era muy limitado. En Francia, París era, con casi medio millón de habitantes, la única ciudad que podía ser considerada verdaderamente grande. Sólo dos o tres ciudades más, como Lyon, habían logrado superar los cien mil habitantes. También las ciudades situadas cerca de los puertos marítimos y relacionadas con el comercio exterior, como Marsella, Burdeos, El Havre, Nantes, habían experimentado cierto crecimiento. El resto estaba constituido por una multitud de pequeñas ciudades provincias que vivían a expensas de la economía de la comarca. La sociedad que puebla estas ciudades grandes y pequeñas es más compleja y heterogénea que la rural.

En los umbrales inferiores de la sociedad urbana estaban los proletariados urbanos (su heterogeneidad justifica el plural), los cuales constituían la mayor parte de la población de las ciudades. Estos grupos no poseían ni propiedades inmobiliarias ni medios de producción. Al lado de un pequeño grupo de trabajadores especializados en oficios delicados (construcción, mueblería, herrería) se hallaba una masa cuya calificación profesional era extremadamente precaria e inestable. Parte de ellos trabajaban en la gran manufactura, en tanto otros eran aprendices ti oficiales en pequeños talleres. Por último, existía un gran número de obreros estacionales, que desempeñaba simultáneamente varios oficios y que acudían a París y las grandes ciudades durante la primavera y el verano para buscar trabajo. A pesar de que la revolución industrial no había comenzado aún en Francia, como había sucedido en Inglaterra, había en ciertas zonas importantes concentraciones de obreros, especialmente en el área textil, rival de la inglesa. Hacia 1791 en Rouen y Lille trabajaban alrededor de 60.000 obreros, en Elbeuf alrededor de 20.000, 14.000 en Sedán y, en Lyon, la gran productora de seda del sur, 58.000 entre mercaderes, maestros tejedores (cuya condición difería muy poco de la de los asalariados y oficiales). En París, especialmente, los obreros se hallaban diseminados en diferentes barrios. La mayoría vivía, sin embargo, en el centro. Las secciones ubicadas entre el Sena y los Boulevards contaban con 21.884 obreros, con una media aproximada de 19 obreros por empresa. Allí se concentraban las fábricas de telas y las sombrererías algunas de las cuales llegaron incluso a ocupar doscientos o trescientos obreros.

Las secciones del centro ofrecían una media de veinte obreros por patrón con un total de 5.897 (Louvre, Oratoire, Halles), mientras en la margen sur del Sena se agrupaban 5.656 obreros, con una media de 16 por empresa. Barrios como el de San Antonio y San Marcelo no poseían en ese momento ni una población obrera importante ni grandes empresas. El primero contaba con 4.519 trabajadores (unos catorce por patrón), en tanto el segundo tenía 5.577 (aproximadamente 20 por patrón). Pero ellos eran, en cambio, el reducto principal de artesanos y tenderos.

Las condiciones de vida de estos grupos eran muy difíciles, lo que los hacía muy vulnerables: salarios bajos, que obligaban a recurrir al trabajo de toda la familia, incluso de los más pequeños; jornadas de sol a sol; explotación por el maestro artesano o por el comerciante empresario de la industria domiciliada, etc. Esta vulnerabilidad se vio acrecentada por el analfabetismo, la alimentación desequilibrada, la higiene nula y también por la inclinación a dejarse llevar por pánicos y rumores. Sólo un reducido sector de ese proletariado tenía una conciencia crítica de su situación: el de los que trabajaban en los oficios más calificados (como los de la madera, cuero, metales, libros) y que desde ciertas agremiaciones, perseguidas por el Estado y la Iglesia, trataron de luchar por sus salarios y sus empleos. Las únicas organizaciones de la época, hermanadas de aprendices o compañeros y sociedades de ayuda mutua, eran insuficientes y carecían de toda experiencia en la lucha social. El mundo textil, tal vez el más importante en cantidad, estaba mucho menos organizado y era menos consciente de su situación, a causa, posiblemente, de su escasa calificación, su bajo nivel de vida y de la fuerte demanda de trabajo. Dependientes, oprimidos, sistemáticamente encerrados en su condición, con pocas o ninguna posibilidad de ascenso, los obreros estaban siempre expuestos, en los momentos críticos, tan frecuentes a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, a convertirse en subproletariado de ocasión, oscilando entre la mendicidad, las changas agrícolas o urbanas y la marginación (delincuencia, incapacidad, etc.)

Por encima de este nivel se hallaba la pequeña burguesía artesanal y comercial que imprimió su cuello al mundo del trabajo, particularmente en París. Dueños de pequeños talleres o jefes de taller, tenderos, pequeños rentistas o funcionarios modestos, ofrecían una gran diversidad de ocupaciones y status. Se concentraban especialmente en París, en los suburbios y en torno a las empresas productoras de artículos de lujo. Pese a las diferencias que los separaba, existían ciertos elementos que permiten definirlos como grupo. Generalmente eran propietarios del taller, la tienda o la casa; contaban con uno o varios empleados, permanentes o temporarios; poseían cierto grado de instrucción y solían desempeñar modestas funciones públicas.

Artesanos y tenderos organizados en gremios o corporaciones, sufrían intensamente, por un lado, el peso de los impuestos, el monopolio y los privilegios de la nobleza, la falta de derechos políticos, y por otro tenían en las grandes empresas, en la concentración capitalista de los medios de producción, una fuerte competidora que acabaría por destruirlos, proletarizándolos. Las clases dominantes urbanas pertenecían a la aristocracia feudal o la burguesía. Habitaban en la ciudad, en general, los grandes nobles, miembros de la vieja nobleza, nobleza de espada constituida por grandes familias de militares, y en algún caso participaban de la vida de la corte y residían en Versalles. A su lado estaba la nobleza nueva, nobleza de toga, cuya creación y crecimiento, particularmente acelerado a lo largo del siglo XVIII, era consecuencia lógica del aumento de riqueza de la burguesía y del empobrecimiento de la corona. Mediante cartas o cargos los reyes ennoblecieron, a partir del siglo XVI, a negociantes, grandes armadores, financistas, militares de alta graduación y a los mejores servidores y funcionarios de la monarquía. Aunque la nobleza de espada y la nobleza de toga tendieron a entremezclarse, se fue reafirmando a lo largo del siglo XVIII una aguda división de intereses entre una y otra, que culmina con la ofensiva que realiza la vieja aristocracia, hacia la década del 80, con el fin de monopolizar los altos cargos de la iglesia, el ejército y el estado. La monarquía había abandonado desde hacía tiempo el papel creado para ella por Luis XIV. Este le había dado una estructura verdaderamente acabada al "antiguo régimen", al crear, junto con Richelieu y Mazarino, una verdadera maquinaria administrativa centralizada que se gobernaba desde Versalles y en la que la voluntad real decidía, en última instancia, la política a seguir en cualquier aspecto de la vida de la nación. Luis XVI, rey de Francia y representante de Dios sobre la tierra en virtud de la teoría del derecho divino, al carecer de la capacidad y la autoridad de su ilustre predecesor, permitió la infiltración aristocrática en el gobierno, lo cual favoreció las intrigas y la política familiar, impidiendo una conducción vigorosa y coherente. En ese intento de detener la amenazante marea burguesa que protagonizó la vieja aristocracia, la más beneficiada fue la nobleza de corte, que utilizó su influencia para fortalecer su posición no sólo a expensas de la nobleza nueva sino también de la provinciana. Esta quedó relegada a las funciones más secundarias y en vano intentó que se restablecieran sus Estados Locales y que la monarquía se aislara de la influencia cortesana. Estas grietas que se observan dentro de la clase irán gradualmente alterando el equilibrio de fuerzas y debilitarán tanto a ella como a la maquinaria del absolutismo centralizado. Tampoco la burguesía, durante el siglo XVIII, constituye una clase compacta y única. Burguesías diferentes, pero emparentadas entre sí, se desempeñaron como eficientes engranajes del "antiguo régimen". Su actividad se desarrollaba, en primer lugar en el mundo de los negocios. La categoría más alta dentro de este grupo correspondía a los financistas, cuya fortuna provenía no sólo de la recaudación de impuestos o de los préstamos al rey sino también de las actividades comerciales. Banqueros abastecedores de los ejércitos, oficiales de finanzas formaron una verdadera aristocracia burguesa vinculada muchas veces con la aristocracia feudal. Relacionados con este grupo encontramos a los burgueses dedicados básicamente al comercio. En general, estos hombres de negocios se habían abierto camino por sí mismos o ayudados por favores, licencias o monopolios reales. En cada ciudad de alguna importancia y en los principales puertos marítimos, se hicieron las fortunas más importantes, amasadas no sólo en el tráfico simple de mercancías sino también en la trata de esclavos y en el saqueo de los pueblos coloniales. Algunos reinvirtieron sus ganancias en la tierra, en tanto otros financiaron cierto desarrollo industrial dependiente del comercio: el de la industria domiciliada. El sistema feudal significó un verdadero escollo para el desarrollo de la industria capitalista en Francia y por ende para el surgimiento de una verdadera burguesía industrial. Aunque existieron algunas grandes manufacturas centralizadas (Los Gobelinos en París, Van Robe Bros en Picardía, Dietrich, de metales, en Lorena, etc.) éstas fueron verdaderas excepciones. La gran industria se veía trabada por las estrictas reglamentaciones del sistema de gremios, que impedían aumentar más allá de cierto límite el número de trabajadores asalariados y el monto de la producción. A esto se sumaban la rígida determinación de las características del producto, el sistema de patentes especiales para la organización de una manufactura, etc. Buscando liberarse de tales restricciones la industria emigró al campo, a la aldea, donde no le tocaban las reglamentaciones de los gremios y donde podía encontrar mano de obra barata. Comerciantes-empresarios comenzaron a impulsar esa industria domiciliada que minó definitivamente las bases del sistema de gremios. Pero, en su conjunto, la industria francesa chocaba con un límite que parecía infranqueable: la estrechez del mercado interno, determinada por el escaso poder adquisitivo de la gran masa de la población —el campesinado—, obligada a autoabastecerse con productos domésticos. Esto condujo a la Industria francesa a extenderse preferencialmente en aquellas ramas cuyos productos estaban destinados al consumo de las clases altas de la población —aristocracia feudal o burguesía— o bien a artículos de lujo que soportaban el alto costo de embarque a otros países. El tráfico comercial de los productos se veía entorpecido y perjudicado asimismo por los peajes y las aduanas interiores, de las cuales, en muchas oportunidades, fue responsable directa la aristocracia. Todos estos factores retardaron en Francia el advenimiento de la revolución industrial. La indignación de la burguesía llegó a su límite en 1786, cuando el gobierno firmó con Inglaterra un tratado por el cual se reducían los impuestos a la importación de las mercancías inglesas a cambio de que se redujeran a su vez los impuestos de importación al vino francés que se enviaba a Inglaterra. Este hecho imponía, sin lugar a dudas, un nuevo sacrificio a la burguesía manufacturera francesa en favor de la nobleza latifundista.

Otra zona de la burguesía era la constituída por los que practicaban las profesiones liberales y los que ocupaban cargos en la administración. Los burgueses de las profesiones liberales, hombres de leyes o de letras, estaban imbuidos de una amplia cultura que los convertiría, en 1789, en el sector que proporcionaría el personal para la revolución. Alentados por la monarquía, ubicados en los innumerables tribunales y en la vasta burocracia creada por el "antiguo régimen", tuvieron frecuentemente la posibilidad de enriquecerse e incluso de ingresar en la nobleza. Multiplicidad de categorías, descontento, tensiones, conmovían también al ámbito urbano. Una nobleza insatisfecha, que quería controlar hasta en sus últimas instancias el aparato político-administrativo: una burguesía deseosa de romper con las trabas económicas del "antiguo régimen"; un artesanado disconforme con su realidad, pero temeroso del avance del capitalismo: una masa asalariada, desorganizada, explotada, que buscaba subsistir en momentos en que el costo de la vida subía mucho más rápidamente que sus salarios. Sólo faltaba la coyuntura favorable para que este miedo estallara.

La revuelta aristocrática y la crisis del "antiguo régimen"

El elemento catalizador que transformó las tensiones sociales de Francia en una tremenda explosión fue la bancarrota de la monarquía. Las finanzas reales, deficitarias ya durante el reinado de Luis XIV, terminaron por derrumbarse a raíz de los gastos provocados por la participación francesa en las guerras de la independencia americana. Ya entre 1774 y 1776 se había puesto de manifiesto la imposibilidad de modificar la anticuada estructura administrativa y fiscal del reino, por la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlamentos (tribunales de apelación que, en número de trece, estaban encargados del registro de las leyes y que aspiraban a convertir en derecho de veto su derecho de registro). Ellos se oponían a la abolición de todas las restricciones y desigualdades sociales que entorpecían el desenvolvimiento de los recursos nacionales al impedir el paso a formas administrativas y tributarias más equitativas y racionales. Se desencadenó entonces la guerra, y la victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final. Los ministros de Luis XVI buscaron paliativos para la crisis sin intentar, no obstante, una reforma fundamental que movilizara la verdadera y considerable capacidad tributaria del estado. El déficit ya no podía cubrirse mediante un aumento de impuestos. Esto último hubiese sido aplastante para las masas populares, que en los últimos años habían visto aumentar los precios en un 65% con relación al período 1726-41, en tanto los salarios sólo habían subido un 22%. El único remedio era implantar la igualdad en el régimen impositivo: igualdad regional, puesto que existían territorios privilegiados como Languedoc y Bretaña, y especialmente igualdad entre los súbditos, puesto que la aristocracia gozaba de exenciones fiscales. Una vez que se hubo agotado el recurso del empréstito para hacer frente a la crisis, Calonne, y luego Brienne, los ministros de finanzas, intentaron establecer la igualdad impositiva. Pero ello Calonne convocó en 1787 a una Asamblea de Notables. A ella concurrieron prelados, grandes señores, parlamentarios, intendentes, consejeros de Estado, miembros de las municipalidades y de los Estados provinciales. Estos últimos provenían de asambleas en que se reunían las tres órdenes de una provincia (el clero, la nobleza y el "tercer estado" o sea los no privilegiados) que tenían atribuciones políticas y administrativas. Tal situación parecía brindar una oportunidad a la aristocracia para controlar definitivamente los mandos del Estado. Por esta razón se negó a pagar impuestos sin la contrapartida de un aumento de sus privilegios. Ante su fracaso, Calonne debió dimitir.

Su sucesor, Brienne, decidió recurrir al Parlamento de París. Este rechazó las propuestas del ministro y reclamó la convocatoria de los Estados Generales, los únicos que estaban en condiciones de consentir los nuevos impuestos. El 6 de agosto de 1787 se obligó al Parlamento a registrar los edictos. De acuerdo con ellos se establecía la libertad de comercio de granos y la prestación de servicios se transformaba en una contribución en dinero; se creaban asambleas provinciales en las que el "tercer estado" tenía una representación igual a la de los otros órdenes reunidos, lo cual tenía como objetivo romper la coalición de la burguesía con los privilegiados; y, finalmente, se sometía a la aristocracia al impuesto de la subvención territorial. Al día siguiente el Parlamento anuló como ilegal el registro de la víspera. Se lo desterró entonces a Troyes, hecho que provocó una tremenda agitación, que se extendió a las cortes de provincia y al conjunto de la aristocracia judicial. Brienne debió capitular y los edictos fueron suspendidos. La vuelta del Parlamento a París provocó en la ciudad manifestaciones de adhesión protagonizadas por estudiantes, escribientes, oficiales y aprendices de las industrias suntuarias. El movimiento, que adquirió las características de una verdadera revuelta, debió ser contenido por el mismo Parlamento. Se recurrió nuevamente al empréstito, pero para ello se necesitaba el consentimiento del Parlamento, que sólo concedió el registro con la promesa de convocar los Estados Generales. El conflicto se prolonga y la aristocracia no cede en sus propósitos de obligar al rey a compartir el poder con ella. Para quebrar la resistencia del Parlamento se encargó al guardasellos Lamoignon una reforma judicial. El 8 de mayo de 1788 el rey impuso el registro de seis edictos preparados por Lamoignon. De acuerdo con ellos se creaban nuevos tribunales de apelación y una Corte plenaria compuesta por altos funcionarios sustituía al Parlamento en el registro de los actos reales. La aristocracia perdería de este modo el control de la legislación y de las finanzas reales. Es por esa razón que entonces organiza un verdadero movimiento de reacción en el que participan no sólo los grupos privilegiados sino también el "tercer estado". El conflicto inicial adquiere dimensiones nacionales. Las consignas eran impedir la instalación de los nuevos tribunales, hacer huelga en la justicia, desencadenar el desorden, pedir la reunión de los Estados Generales. La agitación se inclinó hacia la insurrección. Por todas partes estallaron motines. Para conservar sus privilegios, la aristocracia no vaciló en emplear métodos revolucionarios. Nobleza de espada y nobleza de toga se unieron para negar obediencia al rey, llamaron a la burguesía en su ayuda, y ésta comenzó así a hacer su aprendizaje revolucionario. Pero no sólo ella aprendió sus primeras lecciones políticas. A través de la agitación parlamentaria, agitación reiterada a lo largo del siglo XVIII, también lo hicieron las clases bajas, especialmente las parisienses, que convirtieron sus propias revueltas en manifestaciones políticas. En los años 1787 y 1788 se sumaban las pérdidas de las cosechas y una fuerte crisis vitícola, que se traducía en malas ventas y en la baja de los precios del vino y que lesionaba aún más la difícil situación agraria. Ambas repercutían a su vez sobre la producción industrial, ya afectada por la competencia inglesa, al reducir el mercado interno. Junto con esto se restringió para los productos franceses el mercado del Levante a causa de la guerra ruso-turca. La desocupación y la miseria pesaban sobre las clases bajas rurales y urbanas acrecentando su descontento. Es por eso que, aunque presionado por motivaciones diferentes, el pueblo se levantó identificándose con las consignas de los Parlamentos y muchas veces las rebasó.

La aristocracia había entablado la lucha contra la monarquía absoluta y arrastrado al "tercer estado", pero sólo con la intención de establecer sobre las ruinas del absolutismo su poder político y de mantener sus privilegios sociales. Esta alianza dejó a Brienne impotente. Sin otra salida, prometió entonces reunir los Estados Generales para el 1° de mayo de 1789 y dimitió. Su sucesor, Nécker, completó la capitulación de la monarquía: suprimió la reforma de Lamoignon, restableció los Parlamentos y ratificó la convocatoria a los Estados Generales. Las celebraciones por el triunfo se transformaron en verdaderos disturbios. El precio del pan, de 4 libras, había subido de 9 a 11 sueldos en tres semanas y hacia fines de agosto el pueblo bajo de los suburbios y mercados se unió a los empleados del Palacio de Justicia. Las revueltas se tornaron más y más violentas y se extendieron a muchos distritos de París, hubo choques sangrientos entre soldados y obreros y estudiantes, se produjeron muertes y arrestos. Pero esta unión del Parlamento y el "tercer estado" iba a ser efímera. Aunque la primera brecha en el frente del absolutismo estaba abierta, el intento aristocrático de recuperar los mandos del Estado fracasaría por dos razones: primero, por subestimar las intenciones independientes del "tercer estado", y segundo, por desconocer la profunda crisis económica y social que empujaba sus peticiones políticas.

La revolución burguesa y las primeras jornadas populares

Antes de que hubiesen terminado los disturbios el Parlamento se había enemistado ya con una gran parte de sus partidarios al insistir en que los Estados Generales se constituyeran como en 1614, última vez en que habían sido convocados, reuniendo separadamente a cada orden (clero, nobleza y "tercer estado") y en igualdad de representación. Así el "tercer estado" tendría siempre menos votos y las clases privilegiadas controlarían el proceso. Para la aristocracia el voto por orden o estado significaba el triunfo. En París el "tercer estado" hizo inmediatamente frente al desafío y durante el invierno de 1788-89 su campo fue extendiéndose a las provincias. Para ello impulsó una guerra de panfletos que, en poco tiempo, cambió la situación del Parlamento y ganó a su favor a la nación. Sus pretensiones se dirigían básicamente a lograr para el "tercer estado" una doble representación y la fusión de los tres estados separados en uno. El ministro Nécker, aun cuando no era un ardiente defensor de las medidas igualadoras, estaba dispuesto a utilizar al "tercer estado" para frenar a las órdenes privilegiadas, y por eso presionó para reforzar la representación del mismo. En esto fue decisivo el apoyo de la reina, que permitió que se acordara al "tercer estado" doble representación, pero sin modificar el procedimiento del sufragio.

El lema del "tercer estado", símbolo del desafío popular a los privilegios, fue esgrimido en una revuelta en la que el pueblo bajo luchó para alcanzar sobre todo sus propios objetivos y sin dejarse ganar totalmente por los objetivos de los políticos burgueses. La revuelta estalló a fines de abril en el suburbio de San Antonio, una semana antes de la reunión de los Estados Generales, en parte como reacción de los grupos obreros ante las opiniones de los fabricantes, Reveillon y Henriot. Estos, miembros destacados del "tercer estado" de París, se habían lamentado en sus respectivas asambleas de electores de los elevados salarios que se pagaban en la industria. Se desconoce si aconsejaron o no una reducción de los mismos, pero al parecer así lo interpretaron los obreros y artesanos del suburbio. A esto se sumó el aumento exorbitante del precio del pan. Se desencadenaron entonces violentas explosiones de protesta, en las que participaron unos dos mil manifestantes. A los desfiles por los barrios, en los que portaban grotescos figurones que representaban a sus presuntas víctimas, siguió la destrucción de muebles y efectos personales en la casa de Henriot; no así en la de Reveillon, custodiada por tropas reales. Dispersados por el ejército los revoltosos se reorganizaron al día siguiente, el 24 de abril, y mientras se convocaban más tropas, los obreros y artesanos recorrían los barrios reclutando refuerzos por medio de la persuasión o la intimidación. El desenlace se produjo cuando la casa de Reveillon fue arrasada y la Guardia Francesa reprimió violentamente a los manifestantes. Se produjo entonces una verdadera masacre en las estrechas y congestionadas calles del vecindario mientras la multitud se batía a los gritos de "¡Libertad’… no cederemos!", ¡Viva el Tercer Estado!" y "¡Viva Nécker!". Esto demuestra cómo los nuevos slogans "patrióticos", en desacuerdo con la conducta de los revoltosos, iban siendo absorbidos por las clases bajas de París y utilizados, cuando era necesario, en su propio beneficio. La burguesía revolucionaria, sin embargo, confiaba en que podría lograr sus objetivos sin recurrir al riesgoso expediente de convocar a las masas. Para ello organizó una fuerte propaganda, sacando provecho de sus relaciones personales y sociales. Los cafés, como el célebre café Procope, se transformaron en el centro de la agitación. En este clima se realizó la elección de los representantes de los estados. En lo que se refiere al "Tercer Estado" la mayor parte de los elegidos eran intelectuales, abogados, que desempeñan un importante papel económico en las provincias, capitales y negociantes (entre ellos los del importante distrito comercial de la Gironda). Sólo tenían derecho a ser elegidos los que pagaban impuestos directos y habían vivido cierto tiempo en un lugar. Los campesinos pobres y los obreros, analfabetos y sin experiencia política fueron dejados de lado.

La primera sesión se realizó el 5 de mayo de 1789. Apenas inaugurada, el conflicto estalló. Mientras el clero y la nobleza se reunían para verificar los poderes de los delegados con el propósito de constituirse en asambleas diferentes, el "tercer estado" vacilaba. Seguir tal procedimiento significaba admitir el voto por orden; rebelarse contra él era entrar en la vía revolucionaria. El 12 de junio el "tercer estado" invitó al clero y a la nobleza a verificar en común los poderes, pero sólo logró el apoyo de algunos miembros del primero. Deseoso de adelantarse a cualquier decisión del rey o de la aristocracia decidió entonces el 17 de junio constituirse en Asamblea Nacional con derecho a reformar la constitución y autorizó provisoriamente la recaudación de los impuestos existentes. La puja con el poder real, aliado a la aristocracia, se acentuó y las divisiones aparecieron en los otros dos estados ya que la mayoría del clero, el de menor jerarquía, y algunos nobles se unieron al "tercer estado". El triunfo, gracias a la presión ejercida, se precipitó y el 9 de julio el rey aceptó y proclamó la Asamblea Nacional Constituyente, bajo cuyo control estaría, de ese momento en adelante, la autoridad real. La revolución jurídica se había cumplido: la soberanía nacional sustituía, en el plano político, al absolutismo real, gracias a la alianza del "tercer estado" con los representantes del bajo clero y la fracción liberal de la nobleza.

Pero el triunfo no era definitivo. Ni el rey ni la aristocracia estaban dispuestos a hacer verdaderas concesiones al "tercer estado". En ese momento no tenían mayores recursos para hacerle frente, pero estaban decididos a recurrir a la fuerza, si fuera necesario, para volver a someterlo.

El rey llamó entonces al ejército para que se congregara en torno de París y de Versalles. La Corte tenía intenciones de disolver la Asamblea. Ante los preparativos militares crecieron las tensiones en París, sobre todo en las masas populares, que desde mayo habían guardado una actitud espectante. La profunda crisis económica ejercía sobre ellas una fuerte presión. Las malas cosechas de 1788 y 1789 habían provocado un nuevo aumento en el precio del pan y en las regiones vitícolas la crisis hacía estragos. A consecuencia de todo esto había disminuido el poder adquisitivo de las masas. La vida era cara; la desocupación en la industria, carente de mercado, se acentuaba; la producción se estancaba o retrocedía. Se señala como responsables de esta situación a los recaudadores del diezmo, a los señores que perciben rentas de especie, a los negociantes que especulan con el alza de los granos. La campaña de propaganda electoral dio a esas masas, desesperadas por la crisis, una perspectiva política al proponerles la idea de liberación de la operación y de la tiranía de los ricos. Para el pueblo el complot aristocrático y la crisis económica estaban relacionados: se pensaba que los aristócratas acaparaban los granos para aplastar al "tercer estado". Los disturbios, muy frecuentes en la primavera de 1789, se multiplicaron en julio y, especialmente, en víspera de la cosecha. La destitución de Nécker fue el detonante que hizo estallar en la capital la revuelta popular del 12 de julio. La contrarrevolución había convertido a las masas en una fuerza efectiva y actuante. Recelosos y hambrientos, los pequeños artesanos, los tenderos, los oficiales y los obreros, los sans-culottes, como se los denominará en ese momento, se lanzaron a las calles de París, exhortados por los líderes burgueses, como Camilo Desmoulins y otros, que dieron la orden de tomar las armas. A los desfiles, en los cuales los manifestantes llevaban bustos de Nécker y de Orleáns, los héroes del momento, siguieron la destrucción de los puestos de aduana, de las barreras, pues los impuestos al vino y a los alimentos eran duramente resistidos por los pequeños consumidores. Entre cuarenta y cincuenta puestos fueron arrasados en el término de cuatro días de revuelta. Se invadieron monasterios, conventos y depósitos en busca de fusiles, espadas, pistolas y también de trigo. La multitud invadía las calles mientras el comandante de la guarnición de París se retiraba al Campo de Marte y dejaba la capital en manos del pueblo. El 13 los electores parisienses del "tercer estado", que habían formado un gobierno provisional en la Municipalidad (la Comuna), alarmados por el curso de los acontecimientos, comenzaron a reclutar una milicia ciudadana o Guardia Nacional (cada distrito o barrio tenía que proporcionar 800 hombres) no sólo para enfrentar la amenaza militar de Versalles sino también para defender de los pobres a la capital.

El 14 de julio la multitud exigió armas. Después de extraer numerosos fusiles de Los Inválidos, los parisienses se dirigieron a la Bastilla, antigua fortaleza, símbolo del poder real, y donde se sabía que se había enviado una gran provisión de pólvora. Las negociaciones pacíficas fracasaron, y armados de picos, de fusiles y de las armas más diversas los parisienses se lanzaron al asalto y obligaron a sus defensores a rendirse. La caída de la Bastilla tuvo gran importancia política. El rey reconoció a la Asamblea Nacional, restituyó a Nécker, licenció las tropas, aceptó a la Comuna de París y permitió que gobernara la ciudad.

El movimiento parisiense repercutió enormemente en el interior. Se desencadenó una serie de insurrecciones en las ciudades de provincia. El pánico se extendió rápidamente por todo el país: el denominado "Gran Miedo" de fines de julio y principios de agosto. Ya en la primavera de 1789 habían aparecido bandas de mendigos y vagabundos, multiplicados por la desocupación, la escasez y la dispersión de las tropas reales después de la victoria popular en París. Una doble crisis había generalizado en ese año los movimientos de protesta rural. Por un lado, la crisis económica; por otro, la convocatoria de los Estados Provinciales, en los que los campesinos constituían una abrumadora mayoría, a fin de que elevaran sus cuadernos de quejas en toda Francia y eligieran representantes para la gran reunión de los Estados Generales. En principio la revuelta asumió la forma tradicional, la revuelta contra la escasez y el alza de precios, y se expresó, desde diciembre de 1788 a julio de 1789, en los ataques a los barcos cargueros, a los graneros, a los funcionarios de la aduana, a los comerciantes y labradores ricos, en los asaltos a panaderías y mercados, en la taxación popular del pan y el trigo, en la destrucción de propiedades, etc.

El miedo a los bandidos, sumado al temor del complot aristocrático y a la crisis, habían acrecentado la inseguridad en las zonas rurales y aumentado la irritación de los campesinos. En todas partes, y en algún grado, estalló la revuelta. A partir del 14 de julio los acontecimientos se desencadenaron con gran rapidez. La atmósfera de pánico creció ante los rumores. Circularon noticias deformadas de lo que sucedía en la capital. Ante el rumor de que bandas de salteadores avanzaban destruyendo todo a su paso, los campesinos se armaron, y así el "Gran Miedo" reforzó la insurrección campesina pues, cuando se hizo evidente que los temores eran infundados, los campesinos se volvieron contra los señores y comenzaron a destruir los castillos y en especial los viejos títulos en los que se consignaban los derechos feudales. Bajo el impacto de la crisis y de los acontecimientos políticos el movimiento campesino pasó de las antiguas protestas contra los precios a los ataques a los cercados, a los derechos de caza y a los bosques reales, y de ahí al enfrentamiento con el sistema feudal mismo.

Ante el cariz que tomaban los movimientos rurales la Asamblea se alarmó. La burguesía no podía dejar expropiar a la nobleza pues ella misma poseía tierras y percibía rentas la Asamblea comenzó a vacilar, y como reprimir por la fuerza al campesinado implicaba recurrir al ejército real, depender del rey, optó entonces por el camino de las concesiones. El 4 y 5 de agosto suprimió algunos anticuados, y relativamente menos importantes, derechos feudales (los privilegios del Estado, los diezmos de la Iglesia, los derechos de caza, la justicia señorial). Pero al mismo tiempo obligó a los campesinos a comprar, en condiciones casi imposibles, los derechos impuestos a la tierra (las rentas, los censos, etc.). El campesino pasó a ser libre, pero no su tierra. El régimen feudal no había sido destruido, pero había recibido un duro golpe.

La Asamblea inicia entonces la obra de reconstrucción: el 26 de agosto emite la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano". En ella se expresa el ideal burgués, los fundamentos del nuevo orden: un estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por contribuyentes y propietarios. Mientras la propiedad se declara derecho imprescindible, y la libertad económica se considera un derecho natural, sólo se conceden derechos políticos a una minoría, la de los "ricos", y ninguna referencia se hace a la libertad de asociación, la que se considera peligrosa.

Pero la revolución no se ha consolidado. La Corte y el Rey, que permanecen en Versalles, tratan de frustrar el programa constitucional de la Asamblea. El rey se niega a sancionar los decretos de agosto en tanto algunos miembros del "tercer estado", temerosos frente a las reacciones populares, proponen fortificar los poderes del rey y de la nobleza. La crisis financiera continúa y el agravamiento de las dificultades económicas permite movilizar nuevamente al pueblo de París.

La primera gran ola emigratoria protagonizada por la aristocracia afectó profundamente al comercio parisiense: numerosos negocios se vieron obligados a cerrar, y se redujo el mercado para los productos de lujo, consumidos básicamente por esa aristocracia. Entre los trabajadores más afectados se hallaban los sombrereros, zapateros, boticarios y también los panaderos y los sirvientes. Desde agosto, los desocupados, encabezados por los aprendices panaderos, recurrieron al Municipio para conseguir trabajo. El 18 de agosto 1.000 oficiales sastres reclamaron un aumento de 10 sueldos en sus salarios y lograron que los maestros se adhirieran a sus reclamos. Mientras tanto, cerca de 4.000 sombrereros y sirvientes participaban en una manifestación en los Campos Elíseos frente a la Guardia Nacional. Sus demandas no sólo eran económicas sino también políticas: pedían que se garantizaran sus derechos de ciudadanos y el derecho de asistir a las asambleas de distrito y de enrolarse en la Guardia Nacional. De ambas actividades se hallaban excluidos por su condición de dependientes serviles.

Solicitaban además que, para resolver el problema del desempleo, se excluyera del oficio de sirvientes a los saboyanos.

También los zapateros y los boticarios solicitaron salarios más elevados, pero se vieron obligados a suspender sus reuniones y a retirar sus demandas. La Comuna tuvo para ellos, como para los restantes, una actitud negativa en tanto el pan seguía aumentando y en setiembre las colas reaparecían en las panaderías. La agitación crecía mientras el rey, cediendo una vez más a la presión del ya débil partido de la Corte, convocaba en Versalles a las tropas (el regimiento de Flandes). Nuevamente la crisis económica y la crisis política se conjugan, y se desencadenan entonces las jornadas de octubre. El detonante fue el "insulto" perpetrado contra la escarapela nacional, pisoteada en el banquete ofrecido el 1° de octubre en honor del regimiento de Flandes. La noticia indignó a los patriotas: Marat llamó a las armas a los distritos, invitándolos a marchar sobre Versalles. El 5 de octubre mujeres del barrio de San Antonio y de las Halles se reunieron iracundas, exigiendo pan, frente al municipio. La revuelta de hambre se transformó entonces en la "Gran Marcha de las Mujeres", las que, apoyadas por los batallones de la Guardia Nacional, se dirigieron a Versalles. La Asamblea y el rey prometieron trigo y pan. El rey aceptó, por otra parte, los decretos de agosto. Los manifestantes penetraron en el castillo y obligaron a la familia real a volver a la capital, seguida por la Asamblea Nacional. Por segunda vez las masas populares habían rescatado a la Asamblea y salvado a la revolución. A partir de entonces, mientras el movimiento campesino continuaba con las revueltas de hambre y los ataques a cercados, sin recuperar su primitivo alcance y vigor, las primeras grandes jornadas urbanas espontáneas comenzaban a convertirse en movimientos políticos de mayor complejidad encabezadas por los sans-culottes urbanos. Tales movimientos irían reflejando no sólo la intensidad de las luchas partidarias sino también, y muy especialmente, la creciente experiencia y conciencia política de los sans-culottes mismos.

Ideología y organización de los sans-culottes

Los sans-culottes parisienses no constituyeron una clase social. Se hace referencia a ellos como hombres ligados entre sí por una cierta posición común en el proceso económico y por intereses ideológicos semejantes. El sans-culotte era aquel que vivía de su trabajo, ya sea como oficial asalariado, trabajador ocasional, patrón artesano o maestro mercader. No tenía conciencia de clase, en el sentido que iba a tener este término posteriormente, pero sí tenía conciencia clara de las desigualdades sociales. Se puede decir que los sans-culottes constituían una fraternidad, pero no de productores sino de consumidores. En algunas oportunidades ellos mismos trataron de definirse. Algunos lo hicieron por oposición a los "culottes dorados" y a los "vientres vacíos".

Otros intentaron definir al grupo, básicamente, por su función social, el trabajo, pero al no llegar a una definición exacta de su puesto en la sociedad, en tanto trabajadores —por cuanto carecían de una noción clara y distinta del trabajo y de su función social—, sólo lo concibieron en función a la propiedad. Para ellos el trabajo era el fundamento de la propiedad, la cual debía permanecer siempre referida a él. A partir de allí se definieron como pequeños productores independientes, como propietarios, y por ese trabajo personal que realizaban en su tierra, si eran campesinos., o en su tienda y con sus herramientas si eran artesanos. La pequeña propiedad estaba íntimamente ligada a su existencia y su gran temor residía en verse reducidos a la categoría de trabajadores dependientes, de proletarios, a causa de la concentración de la propiedad.

La heterogeneidad del grupo incidió directamente sobre su ideología y sus reivindicaciones económicas. Se caracterizó en primer lugar por su idea del igualitarismo social, el cual suponía la limitación del derecho de propiedad, tan largamente defendido por la sans-culotterie, según las necesidades físicas de cada familia (célula social de base para el sans-culotte). Por otra parte, mientras se mostraba un defensor acérrimo de los precios máximos, en tanto consumidor, poco hizo por reivindicar los salarios. Esto se explica, en primer lugar, por la gran proporción de pequeños comerciantes y maestros artesanos que había entre ellos y que no tenían interés alguno en el alza de precios, y, en segundo lugar, por la falta de conciencia de clase, lo cual llevaba a oficiales y obreros a aliarse con los anteriores. Sólo veían al enemigo común: el monopolista, el agiotista, el gran burgués ligado a las formas más modernas de producción. La idealización de la pequeña producción independiente, del pequeño taller, los llevaría a enfrentar la concentración de los medios de producción, aun cuando ellos mismos fueran propietarios. Hostiles al capitalismo que amenazaba con reducirlos a la condición de proletarios, se sintieron ligados, sin embargo, al orden burgués porque eran propietarios o aspiraban a serlo. Reivindicaron el liberalismo económico, tan caro a la burguesía capitalista, y defendieron la independencia de la tienda, del taller, de la propiedad rural. Pero al mismo tiempo reclamaron la limitación de dicha propiedad, oponiéndose no sólo a la gran concentración de la propiedad agrícola, sino también, y muy particularmente, a la de la propiedad comercial o industrial.

Todas estas contradicciones reflejan, sin lugar a dudas, la composición social de la sans-culotteria y explican su incapacidad para definir su puesto exacto en la sociedad y, por lo tanto, para formular un programa económico y social coherente.

Si en el plano económico el movimiento tiene características retrógradas, ligadas a formas ya superadas de producción o en vías de superación, en el plano político, por lo contrario, constituye una verdadera vanguardia. Influido fuertemente por la prédica de Rousseau, lanzó entre sus principales reivindicaciones la igualdad de los derechos políticos. Todo su pensamiento político partía de la base de que la soberanía residía en el pueblo y que esa soberanía era inalienable. A partir de esto defendieron el sistema representativo según el cual toda ley era válida en tanto fuera ratificada por el pueblo, sean cuales fuesen sus representantes, y como derecho imprescriptible. E iban más allá: afirmaban el derecho al gobierno directo, considerando que ningún límite debía ponerse a la asamblea de ciudadanos. Un último rasgo definía su concepción política: su afirmación de que había la unidad en torno a la causa revolucionaria. La voluntad general que era la prolongación de la soberanía, debía manifestarse sin discordancias internas. En este nivel era notable la ausencia total de espíritu individualista, en tanto en otros planos, como el económico, los sans-culottes permanecieron ligados al individualismo más estricto.

A partir de las grandes revueltas de 1789 el movimiento sansculotte desarrolló una fuerte actividad política en las diversas secciones de París y en las restantes ciudades. El personal político de las secciones estaba constituido por representantes de los Comités Civiles, en los que participaban, especialmente, los miembros más antiguos y ricos de la sans-culotterie y de los que se hallaban excluidos los asalariados; los Comités Revolucionarios, más democráticos, en los que participaban miembros de las profesiones artesanales, mercaderes y algunos asalariados; y por último los participantes en las asambleas y sociedades seccionales, en las cuales los asalariados estaban mejor representados. El adoctrinamiento político quedó en manos de clubes y sociedades fraternales, que, después de 1790, abrieron sus puertas a los trabajadores asalariados y a los artesanos: el Club de los Jacobinos —llamado así por reunirse en el convento de dicho nombre—, cuya cabeza era Robespierre; el Club de los Feui-llants; el Club de los Cordeleros, dirigido por Dantón y Marat, etc.

A ello se sumó la influencia de muchos periódicos en los que expresaron sus ideas hombres como Camilio Desmoulins, Marat (El amigo del Pueblo), Prudhomme (Las Revoluciones de París), Brissot (El Patriota Francés), etc. Por todos estos medios las ideas de los demócratas y más tarde de los republicanos, se esparcieron por la población de los suburbios y de los mercados. Los resultados de esta nueva etapa de adoctrinamiento se verían rápidamente.

Los sans-culottes frente a la burguesía moderada (1789-1793)

Teniendo en sus manos el poder la burguesía moderada emprendió una gigantesca obra de racionalización y de reforma. En el plano económico, y en el ámbito rural, impulsó el cercamiento de las tierras comunales y estimuló el ausentismo de los propietarios rurales. Pocas satisfacciones recibieron los campesinos, salvo la secularización y venta de las tierras de la Iglesia y de la nobleza emigrada en 1790, que, aunque terminaron por fortalecer a los grandes arrendatarios y cultivadores, que ya eran propietarios, proporcionaron alguna recompensa a los campesinos pobres. Pero el carácter burgués de la política de la Asamblea Nacional Constituyente se pondría especialmente de manifiesto frente a los trabajadores urbanos.

Pese a la revolución triunfante, las condiciones de los obreros continuaron siendo muy difíciles. La desocupación resultante de la reducción del mercado para los artículos de lujo se había acrecentado. Temiendo el descontento consiguiente, el gobierno promovió obras públicas. En el invierno de 1790 a 1791 las condiciones habían mejorado algo y se inició un período de ligero resurgimiento industrial. Aunque el desempleo subsistía en los oficios que producían artículos suntuarios, en los otros había escasez de mano de obra. El momento era oportuno para lograr mejoras en los salarios, que habían aumentado muy poco desde el estallido revolucionario. Los precios, por su parte, se mantenían a un nivel relativamente bajo y estable. El movimiento sans-culotte se vio entonces arrastrado por las masas de asalariados que para apoyar sus demandas comenzaron a organizarse y decidieron recurrir a la huelga. Los primeros en actuar fueron los oficiales carpinteros, quienes en abril de 1791 exigieron un salario diario mínimo de 50 sueldos. El movimiento fue planeado con el apoyo de asociaciones de provincias e incluso con la del Club de los Cordeleros y de periódicos como El Amigo del Pueblo. La campaña era dirigida por la Unión Fraternal de los Carpinteros, la cual había sido reconocida legalmente. Bajo esta presión los principales contratistas aceptaron las condiciones. Sin embargo, una minoría rechazó las propuestas y derivó el problema a la Comuna de París. Esta, lejos de favorecer a los obreros, condenó su asociación, rechazó sus reclamaciones y amenazó con perseguir a sus dirigentes, aunque se les permitió continuar con las reuniones. La Comuna temía que pronto surgieran imitadores en otros gremios, como efectivamente sucedió. Con reivindicaciones similares se levantaron los sombrereros, los tipógrafos (que habían fundado la Unión de Obreros Tipógrafos) y otros.

A principios de junio, ante los insistentes rumores de que se estaba organizando una "coalición general" de 80.000 obreros parisienses, entre los que figuraban los zapateros, los herreros, los ebanistas, etc., la Asamblea, temerosa de las consecuencias de tal coalición, promulgó el 14 de junio de 1791 la ley Le Chapellier. Esta ley sostenía que los obreros, por intermedio de sus coaliciones, estaban resucitando ilegalmente las hermandades y cuerpos corporados que habían sido suprimidos hacía poco tiempo y declaraba ilegales a todas las coaliciones obreras, combinaciones o gremios, quedando sujetos a severas penas aquellos que violaran tal disposición. Sólo Marat protestó ante esta ley. Ni los trabajadores ni los demócratas opusieron objeciones. La ley permaneció en vigencia hasta 1864.

Poco tiempo después, un decreto dio por finalizadas las obras públicas y alrededor de 20.000 obreros quedaron sin trabajo.

La burguesía, a través de la ley Le Chapellier, y con el pretexto de asegurar la libertad de trabajo, dejaba, en nombre de esa libertad, a los trabajadores desarmados ante los patrones.

Al mismo tiempo que reprimía a los obreros la política de la Asamblea originaba nuevos conflictos. Por una parte, el apoyo a una libertad económica incontrolada acentuó las fluctuaciones en el nivel de los precios de los alimentos y creó, especialmente en París, tensiones y animosidad entre las clases bajas. Por otra parte, la sanción en 1790 de la Constitución Civil del Clero, interpretada erróneamente como un intento de destruir a la iglesia cuando sólo tenía por objeto romper los lazos de sumisión con el absolutismo romano, hizo que se sumaran a la oposición la mayor parte del clero y de los fieles. En tercer lugar, el monarca, frente a la sanción de la Constitución de 1791, que instauraba una monarquía constitucional y aseguraba la dominación de las clases poseedoras, sintiéndose respaldado por una poderosa facción burguesa ex-revolucionaria, buscaba en el exterior el apoyo de emigrados y familiares para recuperar su poder.

En junio de 1791 la fallida fuga de la familia real desencadenó un nuevo movimiento popular. No incluyó en éste, como en casos anteriores, el precio o la escasez de alimentos, sino el adoctrinamiento político que habían recibido los sans-culottes. Reunidos en el Campo de Marte, el 17 de julio de 1791, los parisienses, entre los que se destacaba una mayoría de sans-culottes, firmaron una petición exigiendo la abdicación del rey y su reemplazo por una nueva autoridad ejecutiva. La manifestación adquirió características sangrientas pues fue reprimida violentamente por la Guardia Nacional, cuya intervención provocó la muerte de cincuenta manifestantes. Esta masacre, como nueve meses más tarde la guerra, ahondaría las divisiones entre los patriotas. Mientras tanto el rey reconocía la constitución y la Asamblea Legislativa, puntal del nuevo régimen, comenzaba sus sesiones en octubre de 1791.

El estallido de la guerra con Austria tendría para la revolución inesperadas consecuencias. Dos fuerzas impulsaron a Francia a la contienda armada: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey y la nobleza la guerra significaba la posibilidad de restaurar el antiguo régimen. Para los liberales moderados, encabezados por los diputados del departamento mercantil de Gironda, significaba eliminar la amenaza de la intervención extranjera en favor del rey, con lo cual podrían abocarse a solucionar las perturbaciones económicas y sociales que los aquejaban. Esto último permitiría el fortalecimiento de la posición internacional de Francia y llegar a acuerdos ventajosos con Inglaterra y Austria, ganando territorios para extenderse a las fronteras naturales de los Alpes y el Rhin. Los jacobinos, en cambio, pensaban que la guerra no debía comenzar mientras el rey, considerado traidor, permaneciera a la cabeza del país. Pese a su oposición, la guerra se declaró en abril de 1792. El esfuerzo que ella exigía reanimó el movimiento popular y llevó a la segunda revolución, la de 1792.

Ya en enero París se había visto convulsionado por disturbios generados por la escasez de azúcar y otros productos coloniales, escasez provocada por la guerra civil que había estallado en las Indias Occidentales entre plantadores y nativos. Coincidiendo con esto, el papel moneda circulante (el asignado, es decir el de curso forzoso, creado en esos años y emitido en grandes cantidades) sufría una fuerte devaluación. El movimiento se inició, como sucedía habitualmente, en los barrios de San Antonio, San Marcelo, San Dionisio y en los otros distritos comerciales del centro. Los sans-culottes, considerando, con alguna justicia, que la escasez había sido provocada por comerciantes que retenían las mercancías para obtener precios más elevados y que esgrimían como pretexto los conflictos coloniales, se lanzaron sobre los negocios y depósitos de los comerciantes y mayoristas más importantes exigiendo la venta del azúcar a su precio anterior. Algunos distritos pidieron también la reducción de los precios del pan, la carne, el vino, etc.

El 20 de enero las mujeres encabezaron la revuelta y algunos almaceneros se vieron obligados a vender el azúcar a precios inferiores. Esto continuó en febrero. Se invadieron negocios y se vendió el azúcar a 20 sueldos, se asaltaron conocidos depósitos y el producto comenzó a ser vendido en la calle por los revoltosos, algunos de los cuales fueron encarcelados por el alcalde, lo que provocó la reacción de la población, que peticionó en su nombre a la Asamblea. Fue la primera campaña de tasación popular desde 1775.

Los disturbios se extendieron también a las zonas rurales. Allí, las malas cosechas, la devaluación del papel moneda asignado y especialmente, después de abril, la sorpresiva inflación provocada por la guerra, generaron una gran ola de revueltas que conmovieron intensamente a la gran llanura cerealista del Beauce. No fue el fracaso de la cosecha lo que afectó en especial a los campesinos sino, particularmente, el agotamiento de los mercados por parte de los grandes productores, que venían directamente a los mercaderes de París, abasteciendo las zonas perjudicadas del sur, o acaparaban las mercancías esperando el alza de precios. El movimiento fue iniciado por los artesanos rurales (fabricantes de clavos, herreros, trabajadores del vidrio, etcétera) y fue apoyado en muchas oportunidades por la Guardia Nacional local, que era de extracción campesina. Sofocado en abril, se extendió hasta el otoño y se renovó en noviembre, como movimiento de tasación popular que alcanzó no sólo a los cereales sino también, en algunos casos, a las materias primas que utilizaba cada artesanía. Llegó incluso a imponer a ciertos arrendatarios un alza de salarios. Las Guardias Nacionales locales no ayudaron a sofocar el movimiento, sino que se plegaron a él en la mayoría de los casos. Es por esta razón que para eliminarlo se recurrió a las de otros departamentos. En diciembre habían perdido fuerza en tanto la crisis se superaba y la paz se restablecía. Las grandes jornadas políticas de 1772 eran precedidas y acompañadas, como en otras oportunidades, por las revueltas del hambre. En junio, frente a los reveses militares y el llamado a la defensa de la patria, las sociedades se multiplicaron, en tanto el pueblo se armaba. Mientras la burguesía moderada pactaba con la corte y ésta con el enemigo, los jacobinos organizaban a los sans-culottes, proclamando que la patria estaba en peligro. Los distritos exigieron a destitución del rey, en tanto frente a la Comuna legal se formaba el 10 de agosto la Comuna insurreccional, que, apoyada en los sans-culottes, tenía como líderes prominentes a Robespierre y Marat. El ataque armado a las Tullerías, llevado a cabo por los batallones regulares de fa Guardia Nacional (compuestos en su mayor parte por tenderos, artesanos y jornaleros de París), significó el fin de la monarquía y el preanuncio de una república democrática y popular, fundada en el sufragio universal. La Comuna de París, como las que surgieron en las restantes ciudades, libraron una enérgica lucha contra los enemigos de la revolución. Se inició entonces la etapa del "primer terror", en tanto se reorganizaban la Guardia Nacional y un ejército de voluntarios, que se dirigió al frente. Evidentemente se estaba produciendo un traslado parcial del poder, de la rica burguesía liberal, comercial e industrial, a la media y pequeña burguesía, liderada por los jacobinos.

Ante la guerra, la República adoptó el expediente de movilizar la totalidad de los recursos de la nación a través del reclutamiento masivo, el racionamiento, el establecimiento de una economía rígidamente controlada y la eliminación de toda distinción entre soldados y civiles. El peligro no estaba conjurado. Ante el temor de la invasión se desencadenaron las matanzas del 2 de setiembre en las que murieron en manos del pueblo ciertos sacerdotes refractarios, los que no habían aceptado la Constitución Civil del Clero, y otros prisioneros. El "primer terror" llegaba a su punto culminante.

La invasión austríaca fue detenida en Valmy el 20 de setiembre y la Asamblea Legislativa cedió entonces su puesto a la Convención Nacional, cuya misión sería dar a Francia una nueva constitución. Al mismo tiempo que se proclamaba la República, la Convención, en la que dominaban los diputados girondinos y había escasa representación obrero-artesanal, reafirmaba el derecho de propiedad. En diciembre renacieron los disturbios, dirigidos esta vez por un grupo, denominado de "los rabiosos", liderado por un antiguo párroco, Jacques Roux.

Como no tenían representación en la Convención, éstos actuaban en las secciones de París y tenían gran influencia en la población obrero-artesanal. El movimiento se vio favorecido por una nueva alza de los precios que comenzó en febrero de 1793. Los productos más afectados eran el azúcar, el café, el jabón y las velas de sebo. El estallido popular fue más extenso y persistente que los anteriores y en él se delineó con fuerza, por primera vez, el conflicto básico, aquel que enfrentaba los intereses del pueblo bajo con los de las clases dominantes. Iniciado por una petición de las lavanderas, el movimiento estalló el 25 y adquirió las características de las campañas anteriores de tasación popular. El gobierno lo atribuyó a un complot contrarrevolucionario. Habíase generado en el distrito de Roux, quien, acompañado por Varlet, había atacado a los comerciantes, a los ricos y a los miembros de la Convención, declarando que nada habían hecho para mejorar la situación de las masas populares. Si bien no presentó un programa de reconstrucción económica radical, exigió que se llevase adelante une implacable lucha contra los acaparadores, los agiotistas, etc. En marzo de 1793, cuando estaba en guerra con la mayor parte de Europa los girondinos se dieron cuenta de que la guerra revolucionaria sólo fortalecía a la izquierda, la única capaz de ganarla. Desencadenaron entonces virulentos ataques contra la izquierda y organizaron rebeliones provinciales contra París. Pero un rápido golpe de los sansculottes, el 2 de junio de 1793, los expulsó de la Convención e instauró la república jacobina.

Los sans-culottes en la república jacobina (1793-1794)

Los jacobinos desarrollaron una política económico-social que, aunque liquidó definitivamente todos los remates del feudalismo, retrasó, sin embargo, la transformación capitalista de la agricultura y de las pequeñas empresas. Trabó así el proceso de urbanización, la expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase obrera e incidentalmente el ulterior avance de la revolución proletaria. Tuvo el jacobinismo un corte netamente pequeño-burgués, basado en el derecho indiscutido de la propiedad privada.

En el campo sus principales medidas fueron la completa abolición de los derechos feudales, sin compensación alguna; la devolución a las comunas agrícolas de las tierras amparadas por los señores; la venta de las propiedades de los emigrados en condiciones mas o menos favorables; la división en partes iguales de los comunales cuando los campesinos de la aldea así lo dispusieran. Adoptaron también disposiciones para aliviar la situación de los pobres urbanos, tales como el seguro social para familias numerosas y ciudadanos pobres y las pensiones para ancianos.

Los jacobinos necesitaban contar con el apoyo de las masas para terminar con los disidentes girondinos y los notables provincianos y llevar a cabo su política. Es por eso que dieron cabida a algunas de sus peticiones, con las que ellos coincidían: la movilización general de los precios. El "máximo general" de los precios había sido una vieja aspiración del movimiento popular, esbozada ya en los primeros años de la revolución. Su imposición, el 29 de setiembre de 1793, fue el fruto de la obra de los panfletistas, especialmente de los "rabiosos" y los hebertistas de la presión de los sansculottes y de la guerra. Al alcanzar a la mayor parte de los artículos de primera necesidad, extendiéndose incluso a los salarios, constituyó el punto de partida de un ambicioso programa de control económico.

Incluso en el plano político las aspiraciones de los sans-culottes parecían encontrar satisfacción […] Ella sancionaba el sufragio universal y el derecho de insurrección y otorgaba la seguridad oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno.

Pero las concesiones de los jacobinos no habían solucionado la difícil situación de los que tenían poca o ninguna tierra, quienes, habiéndose liberado del yugo feudal, comenzaban a caer en manos de los campesinos ricos, que habían aumentado considerablemente la extensión de sus tierras. El pan no era suficiente y no podían aspirar a comprar tierras del fondo nacional. Frente a esta situación comenzaron a circular entre ellos planes de nivelación rumores de una posible "ley agraria" que alarmaban a los ricos, los que, por su parte, querían un gobierno capaz de frenar al pueblo. Al mismo tiempo estos últimos se mostraban descontentos frente al "máximo general", que los privaba de ganancias especulativas, y sólo estaban dispuestos a tolerarlo mientras existieran enemigos internos y externos al proceso revolucionario. La represión interna y las victorias de la guerra iban a darles a los propietarios la posibilidad de expresar abiertamente su insatisfacción.

En las ciudades, los grupos obreros y artesanales, por su parte, comenzaban a mostrar su decepción. La ley del "máximo", que sólo afectaba a la distribución de los productos y no a la producción, había significado nada más que un alivio temporario. Toda la producción continuó en manos de la burguesía y de los pequeños patrones y pequeños propietarios. Llevar a efecto la ley dependía de las autoridades locales, que, como provenían de estos grupos, carecían de todo interés en llevar a un cumplimiento estricto el "máximo". Cada vez mas, especialmente los pequeños propietarios se rehusaban pese a las amenazas de la Convención a suministrar productos a precios estables. El gobierno por su parte no estaba en situación de organizar la oferta de productos a estos precios. Ademas si bien el salario fijado por la ley había aumentado en relación a las tarifas de 1790 también lo habían hecho, y en mayor proporción, los precios de las mercancías en el mercado libre en tanto bajaba el valor del papel moneda. A ello se sumaba el hecho de que toda organización combativa estaba prohibida, pues continuaba en vigencia la ley Le Chapellier.

La liquidación de la guerra civil y de la amenaza exterior inmediata favorecieron el desarrollo de una ofensiva de diversas clases sociales, especialmente de la burguesía.

Roux y "los rabiosos", que habían impulsado la llegada al poder de los jacobinos, se lanzaron contra éstos en el verano y el otoño de 1793. Insistían en que nada solucionaba el principio burgués de la igualdad ante la ley si no existía una "igualdad práctica", es decir, una igualdad económica. Criticaban acremente la política jacobina señalando que nada había hecho por el pueblo y amenazaban a la Convención "con las picas de los oprimidos". Los jacobinos expulsaron entonces a Roux y a los otros líderes de los clubes revolucionarios e intentaron trabar su acción en la sección parisiense que los apoyaba. Roux fue aprehendido y se suicidó en agosto de 1793, antes de pasar por el Tribunal Revolucionario. La caída de "los rabiosos" constituyó la primera grieta visible en la alianza entre los jacobinos y los sans-culottes: la Convención limitó los derechos y actividades de las Asambleas de Sección, que habían sido hasta ese momento los cimientos y las palancas del movimiento revolucionario. Pero, burlando tales disposiciones, los militantes populares crearon sociedades seccionales que se multiplicaron con rapidez.

No tardaron en surgir conflictos en el seno mismo de los jacobinos. El ala izquierda se agrupó en torno a la Comuna de París, dirigida por Hébert y miembros del Club de los Cordeleros. Entre sus exigencias se destacaban el pedido de ampliación de las obras públicas, la construcción de hospitales y casas de habitación para los pobres, el abastecimiento de artículos de consumo diario a precios estables para toda la población y la aplicación despiadada del terror contra los enemigos de la revolución. La Comuna hebertista, buscando el apoyo político de la sans-culotterie, tendió a favorecer a los trajadores y consumidores aplicando la tasa de las mercancías y desinteresándose de la de los salarios, hasta el punto de no respetar la ley.

Como éste era un período de movilización militar y escasez de trabajo, los salarios se triplicaron en relación con los de 1790.

Después de la disolución de "los rabiosos" algunos militantes se unieron a los hebertistas, en tanto que hombres como Dantón (defensor de la nueva burguesía agiotista) y Robespierre (representante típico de la pequeña burguesía) libraban una enérgica lucha contra Hébert y sus partidarios.

La crisis económica latente se agravó a partir de enero de 1794. El "máximo" aseguraba el pan, pero de mala calidad, en tanto la carne, la leche y otros productos alcanzaban precios exorbitantes. El agravamiento de la crisis de subsistencia ponía en conflicto a los consumidores, asalariados y patrones.

Al mismo tiempo, tampoco el máximo de los salarios había evitado que la mayor parte de ellos quedara sujeta al juego de la oferta y la demanda, subiendo, como lo señaláramos anteriormente, por cuanto la demanda de fuerza de trabajo superaba a la oferta. Esto afectó la unidad de la sans-culotterie, que comenzó a disgregarse a causa de su heterogeneidad.

Los hebertistas apelaron a los sans-culottes descontentos y la lucha entre los jacobinos se extendió por todo el país amenazando la existencia misma del gobierno revolucionario. Para crear una corriente de adhesión popular a su política, el gobierno, a través del Comité de Salud Pública, votó en febrero de 1794 la confiscación de los bienes de los enemigos de la República y en marzo ordenó a las comunas hacer listas de los patriotas indigentes para repartir entre ellos esos bienes. Pero la maniobra fracasó. En marzo reaparecieron los disturbios porque el "máximo" sobre los precios había sido liberado y éstos subieron. Volvieron a aparecer las colas en mercados y en las panaderías, en tanto los obreros de los talleres de armas y municiones iniciaron sus reclamos de alza de salarios. En estas condiciones los hebertistas creyeron que podrían intentar una jornada revolucionaria que los llevara al poder, pero, carentes de un programa claro y amplio de demandas económicas que fueran entendidas por las masas, su proclama insurreccional del 4 de marzo cayó en el vacío y el 14, aislados, los jefes Cordeleros fueron arrestados. Las sociedades seccionales se vieron envueltas en la represión al hebertismo. Abatidas las secciones, disuelto el ejército revolucionario, licenciados los comisarios de acaparamiento, controlados los revoltosos, los comités de gobierno centralizaron los poderes y unificaron todas las fuerzas manteniendo un centro único de opinión y de acción, apoyado en la red de clubes jacobinos y sus filiales.

Todo aquello que el movimiento sans-culotte había animado poco antes fue suprimido o puesto bajo el control del Comité de Salud Pública.

Gobierno de circunstancias, el gobierno revolucionario debía evitar todas aquellas medidas extremas que generaran la oposición de los sacerdotes, de los nobles ganados a la causa republicana y, sobre todo, de los negociantes y empresarios necesarios para la organización de la defensa nacional. Pero tal política les enajenaría, sin duda, el apoyo del movimiento popular.

En una política francamente favorable a los poseedores y fabricantes, el gobierno manifestó entonces su firme decisión de reprimir cualquier agitación obrera. Es por esta razón que, ante las demandas de salarios planteadas en abril por obreros del tabaco, yeseros, panaderos, carniceros y trabajadores portuarios, y ante las huelgas, la Comuna realizó arrestos y amenazó con la persecución de quienes abandonaran su trabajo sin autorización. En junio y julio los reclamos aumentaron. Iniciados por los obreros de las fábricas de armas, fueron continuados por los de la construcción, los alfareros, los obreros imprenteros, etc. En medio de la agitación la Comuna decidió publicar, el 23 de julio de 1794, los índices salariales que regirían en la ciudad. La disposición, que no tenía en cuenta los posibles aumentos en los salarios y en los precios, enfrentó a muchos obreros que estaban ante la perspectiva de ver reducidos sus salarios a la mitad, mientras los precios seguían subiendo. Al conjugarse el malestar político que desde la caída de los hebertistas se ampliaba en las secciones de París con el descontento suscitado por la tasa de salarios, el divorcio entre los sans-culottes y el gobierno revolucionario se concretó y en el paroxismo de la crisis política que dividía a los comités gobernantes. Robespierre y los suyos quedaron sin apoyo popular. El 27 de julio (9 de Termidor) la burguesía negociante, los moderados, retomaban el poder ante la indiferencia o la hostilidad de los sans-culottes.

La culminación del movimiento sans-culotte (1794-1795)

Los asalariados, que consideraban a los robespierristas un obstáculo para su movimiento reivindicativo y para la conservación de su nivel de vida, pensaron que, eliminados éstos, la situación cambiaría. Las nuevas autoridades, actuando demagógicamente, suspendieron la aplicación de la tasa y promulgaron posteriormente una nueva tarifa que suponía una considerable mejora de los salarios. Los obreros volvieron a los talleres, pero en noviembre el movimiento se reinició, cuando el gobierno intentó devolver la libertad al mercado, con lo que se reinició el alza de los precios y el rápido descenso de los salarios. Los obreros de los talleres de armas, que habían encabezado el movimiento, vieron cerrarse sus lugares de trabajo. Mientras la inflación recrudecía, se sumaban a ellos grupos de sans-culottes, que querían resistir el alza calamitosa de los precios. Una vez más la revuelta de hambre sustituyó a la huelga. Mientras el trabajo era escaso y casi no existía desempleo, la huelga y la demanda de alza de salarios podían resultar efectivas. En cambio, después de diciembre de 1794, cuando la inflación y el desempleo se afianzaron, los obreros abandonaron la huelga como método de lucha y recurrieron a aquel más tradicional de la revuelta del hambre. Los años de adoctrinamiento y experiencia política a través de las reuniones de las asambleas de secciones, las sociedades, comités y a través de la actuación en la Guardia Nacional y en el ejército revolucionario, formado para asegurar el abastecimiento de alimentos a la ciudad, sirvieron para que surgieran, entre los sans-culottes, líderes capaces que reflejan las aspiraciones sociales y las ideas políticas propias del grupo. La transformación sufrida por éste a lo largo del proceso revolucionario alcanzó su punto culminante en la gran insurrección popular de abril y mayo de 1795. La inflación que acompañó a la clausura de los clubes revolucionarios, después de la caída de los jacobinos, la persecución de los patriotas (Babeuf entre ellos) y el agravamiento de la crisis de subsistencia fueron los desencantos del proceso. Este se inició el 1° de abril (12 de germinal) cuando la Convención se vio invadida por una multitud encolerizada de hombres y mujeres que pedían a gritos ¡Pan! y ¡Constitución del 93! Al día siguiente un movimiento paralelo de inspiración jacobina intentó liberar a algunos de sus líderes arrestados en la víspera por su apoyo a los revoltosos. Panfletos y folletos, entre los cuales se destacaba ¡Pueblo, despiértate; es tiempo!, habían preparado la campaña de agitación que fue reprimida por destacamentos leales de la Guardia Nacional, A medida que la situación, con respecto a los alimentos, empeoraba, los disturbios en calles y mercados recrudecían tornándose más violentos el 20 de mayo (19 de Pradial). Las panaderías fueron asaltadas y las características de revueltas anteriores se repitieron; sin embargo se detectaba una mayor madurez política en el grupo. Los insurgentes llevaban lemas políticos en sus blusas y gorras y tenían objetivos políticos claros: liberar a los presos políticos, restablecer la Comuna de París (suprimida después de la caída de Robespierre), poner en vigencia la constitución del 93 y reimplantar los precios máximos. Por primera vez la dirección no estuvo en manos de grupos políticos externos, aunque tal vez existió alguna influencia de hombres como Babeuf y Buonarotti, que estaban encarcelados. Fueron sus propias consignas las que impulsaron el movimiento. La última resistencia se dio en el barrio de San Antonio, en el cual al cabo de cuatro días, los insurgentes se rindieron para evitar una masacre. A la derrota siguió una fuerte ola de represiones y proscripciones. Los días de las multitudes y las revueltas populares habían pasado y sobrevendrían treinta y cinco años de silencio.

Babeuf y el primer movimiento comunista

Si bien el ciclo insurreccional de las masas en la Revolución Francesa se había cerrado y el movimiento sans-culotte estaba desarticulado, la crisis de subsistencia de 1746, la tensión de la guerra, los sufrimientos, llevarán a una minoría de entre ellos a impulsar un último proceso revolucionario, en el cual, por primera vez y con toda claridad, se parte de un programa en el que la lucha de clases constituye el vértice a partir del cual se propondrían modificaciones estructurales de la sociedad. Correspondería a Babeuf y a su grupo (Buonarotti, Darthé, Marechal) presentar un plan casi completo de comunismo proletario, que no sólo fue el precursor de las doctrinas socialistas posteriores sobre la propiedad y la explotación colectiva de los medios de producción sino también de la idea de la dictadura del proletariado como manera de someter a las demás clases sociales y derrotar todo intento de contrarrevolución. La autodenominada "Conspiración de los Iguales" constituyó un fenómeno nuevo, diferente, en tanto intentó provocar un cambio total de la sociedad existente y de sus instituciones. A diferencia de los "socialistas" del siglo XVIII, más moralistas que revolucionarios y que se contentaban con tibias reformas y soñaban construir modelos de una sociedad perfecta, Babeuf y su grupo partían de una realidad que conocían perfectamente. Este conocimiento marcó la orientación igualitaria y comunitaria del movimiento. Babeuf había palpado personalmente los problemas rurales de su tierra, Picardía, y los años de vida en París le habían permitido conocer bien de cerca las necesidades sociales de las masas urbanas, sus carencias, sus miserias.

El movimiento se organizó en torno a la sociedad "Unión del Panteón", y reunió en un principio a elementos sociales e ideológicos muy heterogéneos que se dispersaron, quedando una minoría al lado de Babeuf, cuando el Directorio disolvió la sociedad. A través de contactos personales y del periódico dirigido por Babeuf, El Tribuno del Pueblo, el grupo intentó atraerse a los numerosos elementos urbanos descontentos, en especial por causa del hambre, pero sólo lograron el apoyo de ciertos sectores sans-culottes, entre los cuales era mínima la proporción de asalariados y proletarios, y predominaban los tenderos y artesanos. La clase obrera no estaba madura para la revolución proletaria pues carecía de fuerza efectiva, dadas las características estructurales que mencionáramos antes. El movimiento no podía tener tampoco eco en el campo, donde ciertos grupos campesinos habían obtenido tierras, reafirmando sus derechos de propiedad razón por la cual no podían apoyar a un movimiento cuyo fin último era establecer la comunidad de bienes y la explotación en común de los medios de producción. Ni siquiera entre sus aliados logró Babeuf que se plasmara una real conciencia ideológica.

El instrumento del movimiento sería el "partido", constituido por un grupo reducido de revolucionarios, el cual prepararía la insurrección y detendría un poder político transitorio, apoyado por los obreros, hasta tanto se pudiera pasar del "gobierno de los hombres" a la "administración de las cosas". Entre los planes de los revolucionarios figuraba una serie de medidas que deberían aplicarse inmediatamente después de la toma del poder. El "Acta de Sublevación" incluía, entre ellas, la incautación de los almacenes de comestibles y la distribución gratuita de pan entre los pobres; la distribución entre aquellos que carecían de toda propiedad, de las propiedades confiscadas a los enemigos del pueblo y a las corporaciones; la abolición de todos los derechos de herencia de manera que la propiedad que aún fuese privada pasase, en el transcurso de una generación, a propiedad comunal. La propiedad pública sería administrada por funcionarios elegidos por el pueblo, que percibirían salarios similares a los de los trabajadores. El trabajo sería obligatoria para todos y sólo aquellos que realizaban un trabajo útil tendrían derecho al voto; la enseñanza se extendería a toda la sociedad y tendría como fin primordial instruir al pueblo en los principios de la nueva sociedad. La conspiración, que se había estructurado a lo largo de marzo y abril de 1796, fue descubierta por una delación y sus miembros arrestados el 10 de mayo. Marechal y Buonarotti fueron deportados y Babeuf y Darthé condenados y ejecutados.

Si bien el movimiento dirigido por Babeuf no fue más que un proceso un tanto marginal en relación con el desarrollo troncal de la Revolución Francesa, constituyó una anticipación de las luchas sociales que se producirían en la Europa del siglo XIX y en las cuales se gestaría el movimiento socialista moderno. Su valor reside también en que, por primera vez, la lucha política dejó de centrarse en la antigua oposición entre clases privilegiadas y no privilegiadas para hacerlo en el antagonismo entre ricos y pobres.

La revolución burguesa triunfa y poco tiempo después genera su primer mito: Napoleón Bonaparte. Comienza así el régimen burgués, sobre el fracaso del movimiento sans-culottes. Pero éste había dejado sus huellas en el movimiento popular, que resurgirían una y otra vez a lo largo del siglo XIX.

Bibliografía

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En un discurso de 1793 Jacques Roux critica la libertad burguesa

…La libertad no es más que un fantasma cuando una clase puede sitiar por hambre a otra, cuando el rico con su monopolio tiene derecho de vida y muerte sobre el pobre. La República no es más que un fantasma cuando la contrarrevolución provoca la subida constante de precios de los productos alimenticios, que ya no pueden pagar, sin verter lágrimas, las tres cuartas partes de los ciudadanos. No se ganará la adhesión de los descamisados a la Revolución ni a la Constitución mientras no se ponga coto a la actividad de los acaparadores. La guerra que en el interior hacen los ricos contra los pobres es más temible que la que el extranjero riñe contra Francia… Desde hace cuatro años se enriquecen los burgueses con la Revolución. Peor que la nobleza territorial es la nueva nobleza mercantil que nos aplasta, pues de continuo suben los precios, sin que pueda verse el final. ¿Acaso es la propiedad de los acaparadores más agradable que la vida de los hombres?"

26 de agosto de 1789: Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano

Preámbulo

"Los representantes del pueblo Francés constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido y el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre; a fin de que esta declaración, constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; con el fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo puedan ser comparados a cada instante con el objetivo de toda institución política, siendo más respetados; con el fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas de ahora en adelante en principios simples e incuestionables, tiendan siempre al mantenimiento de la constitución y del bienestar para todos. En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo los derechos siguientes del hombre y del ciudadano.

Artículo I

Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos, las distinciones sociales no pueden estar fundadas más que sobre la utilidad común.

Artículo II

El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

Artículo III

El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente.

……………………………………..

Artículo XVII

Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de él si no es porque la necesidad pública, legalmente constatada, lo exige evidentemente, y bajo la condición de una justa y previa indemnización."

El 5 de mayo de 1794 un Decreto del Municipio de París enfrenta a los trabajadores

"… gentes mal intencionadas han difundido entre los obreros que trabajan con artículos de primera necesidad sentimientos de revuelta e insubordinación que las leyes revolucionarias castigan con la muerte. Hemos visto cómo casi simultáneamente los picadores de tabaco, los panaderos, los obreros dedicados al apilado, transporte y almacenamiento de madera por vías fluviales exigían a los ciudadanos que les proporcionaban trabajo jornales por encima de los fijados por la ley, celebrando reuniones ilegales, amenazando con no seguir trabajando y, por último, llevando su malevolencia hasta abandonar totalmente su trabajo…"

En un discurso en el club de los Jacobinos, Robespierre ataca a las sociedades populares (16/3/1794)

"… Confiar a las sociedades populares la misión de depurar a los funcionarios públicos (una de las tareas que le asignaba un decreto del mismo año) sería pretender que los puestos quedaran exclusivamente reservados para los miembros de estas sociedades; sería invitar a los ambiciosos a que denunciaran los funcionarios a los que se destituiría para que aquéllos ocuparan sus puestos (…) Esta proposición tiende también a la ruina del gobierno, pues le imposibilitaríais para ejercer una vigilancia activa sobre los funcionarios públicos: anularíais la unidad de acción, dificultaríais la ejecución de las órdenes del gobierno. El sistema de Pitt y del Parlamento de Inglaterra consiste en despojar al gobierno republicano de toda la influencia adquirida estableciendo tantas autoridades constituidas como sociedades populares o intrigantes que quieran agitarlas…"

Cronología política de Francia

1756-1763

Guerra de los Siete Años, en alianza con Rusia, Austria y Suecia, Contra Inglaterra y Prusia.

1763

Se firma la Paz de París y Francia pierde sus posiciones en Canadá y la India.

1775-1783

Francia apoya a Estados Unidos en su guerra de independencia contra Inglaterra.

1789

(5 de mayo) Apertura de los Estados Unidos

(14 de Julio) Toma de la Bastilla.

1791

Se aprueba la Constitución, de carácter monárquico.

(14 de junio) Ley de Le Chepelier contra las asociaciones obreras.

(17 de junio) Se reprime por las armas manifestaciones de masas en el Campo de Marte.

1792

(abril) Guerra con Austria.

(Junio-agosto) La multitud invade las Tullerías. Hay nuevas insurrecciones y el Rey es tomado prisionero.

(10 de agosto) Derrocamiento de la monarquía.

(20 de setiembre). Victoria de Valmy.

(21 de setiembre) Se instala la Convención Nacional. Al día siguiente se instaura la República, que será conocida como Primera República (1792-1799).

1793

(21 de enero) Es guillotinado Luis XVI.

(1 de febrero) Francia en guerra con Inglaterra, España y Holanda.

(2 de junio) Se instaura la Dictadura de los Jacobinos. Gobierno de Robespierre. Agitación de los "rabiosos" de Roux y de los hebertistas. Período del terror jacobino, que dura hasta el 27 de julio de 1794 día que cae Robespierre.

(13 de julio) Constitución republicana jacobina: abolición de los derechos feudales y señoriales.

(29 de setiembre) Se aprueba la ley de "precios máximos".

1794

(27 de julio) Robespierre, derrocado, es guillotinado. La fecha en el nuevo almanaque francés es 9 Thermidor. Entre 1794-1795; reacción thermidoriana, de la derecha burguesa. Aparece el denominado "terror blanco".

(diciembre) Abolición de los precios máximos. Gran desocupación.

1795

(Abril y mayo) Insurrecciones de pobres en París al grito de "Pan y Constitución de 1793", reprimidos violentamente. Napoleón aparece al frente de la represión.

Constitución del Año III

Se crea el Directorio, expresión política de la derecha burguesa. El Directorio existe entre 1795-1799.

1796

La Conspiración de los Iguales, dirigida por Babeuf y Dartés, fracasa y los principales dirigentes son guillotinados.

1799

(9 de noviembre) Golpe de estado de Napoleón Bonaparte (18 Brumario), que derroca al Directorio e instaura el Consulado. Este régimen del Consulado funcionará entre 1799-1804, dominado por la figura militar de Napoleón. Ya desde 1802 Napoleón es designado Cónsul Vitalicio. Se aprueba un nuevo Código Civil.

1804-1814

Primer Imperio y guerras napoleónicas. Desde 1806, Inglaterra establece el bloqueo continental contra la Europa dominada por Napoleón. En 1812 Napoleón se aventura en la desastrosa campaña contra Rusia. La derrota napoleónica se expresa en la entrada dedos aliados a París el 31 de marzo de 1814. Napoleón abdica y se instaura una nueva monarquía constitucional, conocida como la Restauración, en relación al Antiguo Régimen. El nuevo monarca es Luis XVIII (1814-1824). Hay un último intento de reconquistar el poder por parte de Napoleón, conocido como "Los Cien Días", para ser definitivamente derrotado en la batalla de Waterloo (18 de Junio de 1815).

Fragmentos del "Manifiesto de los plebeyos"

Redactado por Babeuf y publicado en La Tribuna del Pueblo el 30 de noviembre de 1795

"… ¡Pueblo, despierta a la esperanza!, acaba con la desesperación que te sepulta (…) Despierta a la vista de un futuro feliz. ¡Amigos de los reyes!, perded toda esperanza de que los males con los que habéis abrumado al pueblo le sometan para siempre jamás al yugo de uno solo. ¡Y vosotros, patricios!, ¡ricos!, ¡tiranos republicanos! renunciad igualmente, y todos a la vez, a vuestras especulaciones opresivas, sobre esta nación que no ha olvidado todavía sus juramentos a la libertad. Una perspectiva más feliz que todo lo que podéis suponer, se abre a su vista. ¡Dominadores culpables!, en el momento en que creéis que podéis azotar sin peligro a este pueblo virtuoso con vuestro brazo de hierro, os hará sentir su superioridad, se liberará de vuestras usurpaciones y de vuestras cadenas, recuperará sus derechos primitivos y sagrados. Desde hace demasiado tiempo estáis jugando con su magnanimidad; desde hace demasiado tiempo le estáis insultando en su agonía (…)

‘El pueblo —decís— está sin vigor; sufre y muere sin atreverse a quejarse’. ¡El orgullo de la nación no se dejará pisar por estas humillaciones! ¡El nombre francés no pasará a la posteridad acompañado de este envilecimiento! ¡Que este escrito sea la señal, la luz que reanime y vivifique todo lo que en otro tiempo tuvo calor y valentía!, todo lo que quemó con llama ardiente por la felicidad pública y la independencia perfecta. ¡Que el pueblo tome la primera idea verdadera de la Igualdad! Que estas palabras: ‘igualdad’, Iguales’, ‘plebeyanismo’ con las palabras de unión de todos los amigos del pueblo. Que el pueblo ponga a discusión todos los grandes principios; ¡que el combate se centre sobre el famoso tema de esta ‘igualdad’ propiamente dicha y sobre el de la propiedad! ¡Que goce esta vez con la moral y que la llene de un fuego sostenido hasta la consumación total de su obra! Que destruya todas las antiguas instituciones bárbaras y que las sustituya por aquellas que son dictadas por la naturaleza y la justicia eterna. Sí, ¡todos los males del pueblo están en el límite; no pueden empeorar! ¡No pueden repararse si no es con un cambio total! ¡Que esta guerra del rico contra el pobre tome un color menos innoble!

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¡Pérfidos o ignorantes! ¿Gritáis que es necesario evitar la guerra civil? ¿Que no hay que echar entre el pueblo la antorcha de la discordia? (…) ¿Qué guerra más irritante que aquella que muestra a todos los asesinos en un bando y a todas las víctimas sin defensa en el otro? ¿Clasificarías de criminal a quien arma a las víctimas contra los asesinos? ¿No es mejor una guerra civil en la que las dos partes puedan defenderse recíprocamente? Que se acuse, si se quiere, a nuestro periódico de avivar la discordia. Tanto mejor: la discordia es mucho mejor que una horrible concordia en la que la gente muere de hambre. Que los partidos tomen posiciones; que la rebelión sea parcial, general, instantánea, que retroceda, que se determine. ¡Nosotros estamos siempre satisfechos! ¡Que el ‘Monte sagrado’ o la ‘Vendéc plebeya’ se formen un solo punto o en los ochenta y seis departamentos! Que se conspire poco o mucho contra la opresión, secretamente o a la luz del día, en cien mil conciliábulos o en un solo, poco nos importa ya que se conspira y los remordimientos e inquietudes acompañan siempre a los opresores. Hemos dado la señal para que muchos se den cuenta; para llamar a muchos cómplices; les hemos dado motivos suficientes y algunas ideas; estamos casi seguros de que se conspirará. Que la tiranía intente, si puede, interceptarnos (…) El pueblo, se dice, no tiene guías. Que aparezcan, y el pueblo desde este mismo instante romperá las cadenas y conquistará el pan para él y para todas las generaciones venideras: Repetimos una vez más: todos los males están en el límite; no pueden empeorar; ¡no pueden repararse si no es con un cambio total! … ¡Que todo se confunda!…, ¡que todos los elementos se envuelvan, se mezclan y choquen entre sí!… ¡Que todo se convierta en caos y que del caos salga un mundo nuevo y regenerado!

Apresurémonos, después de mil años, a cambiar estas leyes groseras."

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