71 - Africa, de la liberación al presente  

Posted by Fernando in

María Elena Vela de Ríos

© 1972

CEAL - Centro Editor de América Latina. Cangallo 1228

Indice

Los problemas heredados 2

La búsqueda de la unidad nacional 4

La concentración del poder político 5

La organización de los partidos políticos 6

La búsqueda de uniones 8

Las reuniones panafricanas 9

Los bloques 10

La Organización de la Unidad Áfricana 11

La elección de un sistema 13

La ofensiva del neocolonialismo 15

Neocolonialismo y subdesarrollo 17

Los nuevos neocolonialistas 18

La inestabilidad de los regímenes Africanos 18

Bibliografía 19

La organización sindical 20

Hace poco más de una década, cuando las potencias colonialistas se retiraron de África, las nuevas naciones que surgieron sobre las ruinas de las antiguas colonias anunciaron al mundo su decisión de conservar y profundizar su independencia y de devolver a sus pobladores la libertad, el bienestar y la felicidad que hasta entonces les habían sido negados por el sistema de dominación instaurado por las ex metrópolis.En ese momento muchos acogieron con escepticismo tales declaraciones, y hoy, cuando al cabo de diez años en que el continente ha sido sacudido por golpes de Estado y desangrado por rebeliones tribales y crueles matanzas aquellos propósitos no se han cumplido plenamente, creen encontrar sobradas razones para justificar su juicio de la primera hora.

Es verdad que estas conmociones parecieran dar razón a los escépticos, pero, como dice Basil Davidson [”Dix ans d’effort en Afrique pour surmonter les problèmes hérités du legs colonial”, ‘Monde diplomatique’, diciembre 1970]. “En 1970, África está en cierto modo en mucho mejor posición para tratar sus problemas de lo que estaba en 1960. La inestabilidad puede seguir siendo la norma general; temibles dificultades económicas pueden subsistir… (pero) los Africanos han adquirido, por primera vez en tan vasta escala cuantitativa o cualitativa, un dominio inicial sobre su condición real y sobre las perspectivas de este mundo del siglo XX”, pues, “de un extremo al otro de este continente perturbado se comprueba una creciente toma de conciencia de la profunda crisis de estructuras en la que está inmersa toda el África, sean cuales fueren los aspectos en que se manifiesta. Aun si la década del sesenta no hubiera producido más que este resultado, no serían diez años perdidos.

“En verdad, han aportado algo más. Ahora existe en África una generación de jóvenes que por lo menos han esbozado la experiencia de la vida urbana e industrial como miembros de sociedades que se dirigen a sí mismas, o que, por lo menos, saben que serán capaces de dirigirse en el porvenir. En un sentido profundo y por fin real, África comienza a conocerse y a comprenderse a sí misma”.

Los problemas heredados

Los colonialistas habían dividido al África con la mayor arbitrariedad, al azar de las conquistas y los tratados de reparto, sin tener en cuenta para nada la realidad geográfica ni las exigencias humanas. De este modo, había recortado caprichosamente las selvas y los desiertos, dividido los grupos étnicos y puesto en contacto distintos, modos de vida y de relación, sin el menor esfuerzo por integrar las regiones en un todo coherente. Sin embargo, como en cada zona colonial había territorios “ricos” y territorios “pobres”, así como zonas más “adelantadas” y otras más “atrasadas”, para mayor comodidad de manejo y economía de esfuerzos, habían reunido lo que antes habían separado en grandes conjuntos que agrupaban zonas más o menos complementarias, a las que se imponía una forma común de organización institucional, amén del estilo de explotación propio del sistema colonialista. Así, Francia había creado dos grandes unidades administrativas, el África Ecuatorial Francesa (AEF) y el África Occidental Francesa (AOF) que, en la última época del imperio, poseían sus propias asambleas territoriales y diputados que se integraban a los organismos políticos metropolitanos. Estas creaciones y concesiones no eran antojadizas: puesto que en cada uno de estos conjuntos había algún país con mayor desarrollo económico o político —Costa de Marfil y Senegal en AOF; Gabón en AEF—, la administración central metropolitana utilizaba sus recursos para enjugar los déficits de las zonas más pobres y sus hombres ilustrados como auxiliares en la burocracia local. Inglaterra trató de hacer algo semejante en 1953, al constituir la Federación de África Central, pero tuvo menos éxito pues las notables diferencias en recursos y evolución política de los tres Estados (las dos Rhodesias y Nyassaland), como el violento racismo de Rhodesia del Sur impidió que la unión se conservara, tanto, que en 1961 el estallido de la despareja federación liquidó las esperanzas del Imperio. Conseguida la independencia, los nuevos países aceptaron casi sin discusión las fronteras existentes, calculando, quizás, que el impulso nacionalista que había acelerado el proceso de liberación permitiría superar la desquiciadora herencia.

Y sin embargo, los nuevos países eran muy poco viables desde más de un punto de vista. Los había demasiado extensos, con escasísima población y regiones casi desérticas, como Mauritania, esa vasta soledad de 1.085.805 km2, donde nomadizan poco más de un millón de hombres aislados de casi todo. Los había también extremadamente pequeños, como Gambia, esa franja estrecha a lo largo del río, de apenas 350.000 habitantes, que no supera los 321 km de largo ni los 32 km de ancho. Los había bien comunicados, con amplio litoral y antiguos establecimientos costeros bien preparados para el contacto con el mundo, como Senegal, y los había interiores, sin posibilidades de salida, creados para depender de sus vecinos, como Zambia, país de negros, encerrado por un agresivo cinturón de Estados racistas. Aun así, no discutieron demasiado. Salvo algunos rozamientos sin mayor trascendencia entre Ghana y Togo a propósito de la anexión de lo que había sido el Togo británico, o las quejas de Dahomey por las tendencias centrífugas de los yoruba del este —que ansiaban incorporarse a Nigeria—, no hubo conflictos que enfrentaran a los países por cuestiones territoriales. Todas estas limitaciones fueron asumidas, del mismo modo que se asumirían otras más peligrosas todavía.

Y estas fueron, naturalmente, las que tenían que ver con el elemento humano, es decir, con la antigua y anquilosada organización tribal. Si bien el sistema colonial, al imponer los cultivos de exportación, la explotación intensa de los recursos mineros, la obligación de pagar impuestos y el trabajo forzado había minado las bases económicas de la estructura de las tribus, no había culminado orgánicamente su obra incorporando plenamente a esos hombres al sistema capitalista de producción y dotándolos de formas más modernas de relación sociopolíticas. Por el contrario, en muchas regiones había reforzado el poder de los jefes tradicionales convirtiéndolos en intermediarios dilectos entre la administración extranjera y el pueblo colonizado y había dejado subsistir y hasta fomentado las viejas querellas entre grupos y regiones antagónicas. Allí donde coexistían elementos arabizados e islamizados y antiguos troncos de negros paganos (a veces cristianizados), habían favorecido sistemáticamente a los primeros, agudizando aun más el resentimiento de los doblemente sometidos. Por eso en el Chad, los sara, hombres negros, habitantes del sur y antiguos esclavos de los árabes, todavía hoy aceptan de mala gana la preeminencia de los musulmanes del norte, del mismo modo que en el Sudán las poblaciones negras que habitan las tres provincias del sur se resisten a la unificación con los islamistas del norte. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Casi no hay país Áfricano que no presente una multiplicidad alucinante de grupos que a veces refuerzan su rebeldía apelando a su originalidad religiosa y otras se niegan a la integración invocando el pasado autonomista de su “patria regional”. Sin embargo, el caso más grave es el de los estados llamados “multirraciales”, pues en ellos una minoría blanca, heredera de los privilegios y los prejuicios antes detentados por la metrópoli, impone su dominación a una mayoría “de color” (negros, pero también mestizos y asiáticos) desprovista de derechos y explotada en forma aun más intensa que en la época colonial. Es el caso de Rhodesia y del África del Sur, para no citar sino los países “independientes”.

Todavía hay más: la economía colonial ha dejado tras de sí países dedicados a la monoproducción —agrícola o minera—, cuyos recursos dependen casi exclusivamente de un solo producto o de un solo tipo de productos, condenados a ser proveedores de materias primas para los países industrializados y compradores de manufacturas, fundamentos de un intercambio desigual que ha permitido hablar de un “saqueo sistemático del Tercer Mundo”, y, naturalmente, del África. Los nuevos países son económicamente insuficientes, a pesar de encerrar en algunos casos enormes riquezas, y, la explotación de éstas y la apropiación y equitativa distribución de los beneficios que podrían producir es el más acuciante problema que se plantea a sus gobernantes, así como la causa última de sus dificultades actuales. Por lo tanto, construir la unidad nacional, contrarrestar las tendencias a la balcanización y superar el subdesarrollo eran las tareas más urgentes que reclamaban la atención de los estadistas Africanos y a ellos se abocaron desde la primera hora, una vez acallada la euforia de los primeros tiempos, cuando la recién descubierta libertad parecía la panacea universal. Casi todo estaba por hacer y los instrumentos idóneos para lograr aquellos objetivos debían forjarse a fuerza de ensayos y contramarchas que muchas veces costaron la vida a sus creadores.

La búsqueda de la unidad nacional

En la etapa previa a la independencia, los movimientos anticolonialistas del África negra habían logrado coherencia y eficacia gracias a un nacionalismo muy particular, en nada comparable a las ideas nacionales en auge en Europa y América en el siglo XIX, y que había sido definido por los “hombres de la emigración”, es decir los negros descendientes de aquellos esclavos arrancados a su patria y traídos a América para servir al amo blanco. Se trataba del panÁfricanismo, noción lanzada a la palestra por Du Bois y que, despojado del racismo agresivo de Marcus Garvey, había triunfado en el Congreso de Manchester 1945, preconizando la unión de todos los sometidos negros para enfrentar al frente también unido del imperialismo. En ese congreso, Kwame Nkrumah, Jomo Kenyatta, George Padmore y muchos otros adhirieron con entusiasmo a la noción de “nación negra”, una idea-fuerza que, en el ámbito local, permitiría superar la balcanización, el tribalismo y los regionalismos, y, en el ámbito mundial, insuflaría a todos los hombres de color un impulso de solidaria reivindicación.

En 1947, L. S. Senghor, futuro presidente de Senegal, creó en París la revista “Presence Áfricaine”, para reivindicar la grandeza de la civilización Áfricana, tan injustamente denigrada y postergada durante siglos, y publicar trabajos que sacaban del olvido a tan apasionante pasado.

Basándose sobre estos criterios de estilo universitario e influido por su formación cristiana, el poeta y estadista senegalés definió e impuso su concepto de negritud, como un conjunto de valores espirituales propios del hombre de color que le devolvían su dignidad humana y lo incitaban a rechazar violentamente el imperialismo colonizador, la servidumbre y la asimilación a sistemas ajenos, lo mismo que el bienestar económico que para algunos hubiera podido derivar del estado de sujeción. Casi simultáneamente, en la conferencia panÁfricana de Accra de 1958, K. Nkrumah, el jefe del Estado ghanés, creyó necesario esclarecer su posición lanzando a la consideración de los Africanos una nueva idea, la de personalidad Áfricana, a la que definió como “un concepto filosófico revolucionario; un ideal que se realiza en la acción”. Con ello no rechazaba la exaltación del “ser negro” realizada a través de la negritud, pero relegaba al concepto de Senghor al papel de “un mito verdadero”, al que le faltaba el realismo y la vigencia de este “credo político dinámico”, capaz de elevar a los países Africanos a un lugar de primera línea en el concierto mundial. Esta vez se trataba de un nacionalismo continental, no universal de la raza, que, sin rechazar el pasado inmediato procuraba sin embargo incorporarlo como factor de cohesión. La personalidad Áfricana, concentrada así en un marco geográfico más concreto y explícito que el del panÁfricanismo de los primeros tiempos y dotada de una proyección política ausente en la negritud, sería el factor determinante para conseguir en el propio continente la tan ansiada unidad y, fuera de él, la vigencia internacional que sólo podían darle el neutralismo positivo y el no-alineamiento, únicas posiciones posibles para un Tercer Mundo que todavía no se había construido a sí mismo.

Aunque esta incesante búsqueda de definiciones llenó un importante capitulo de la historia de los nuevos países y sirvió de estímulo para una renovada actividad de los intelectuales negros, no bastó, en la práctica, para nuclear a los pueblos en un movimiento en pro de la empresa nacional. Había que encontrar medios más concretos y accesibles para movilizar a las masas y éstos fueron de variada índole: la concentración del poder, la organización de los partidos políticos y los sindicatos, y la búsqueda de uniones interregionales o continentales.

La concentración del poder político

Siguiendo el modelo provisto por las metrópolis coloniales, los nuevos gobiernos surgieron de elecciones realizadas en los territorios de las futuras naciones, por mayoría simple y con sufragio universal. Por lo general, los elegidos contaron con abrumadora mayoría de votos, y los coeficientes de votantes —99%, 87%— fueron muy superiores a los habituales en países de más larga tradición sufragista. El estilo institucional de los primeros tiempos era el de la democracia liberal y parlamentaria, de uso en Francia, Inglaterra y Bélgica, es decir, en los centros coloniales. Se elegía un jefe del Estado (el presidente) y un jefe del gobierno (primer ministro), responsable este último ante la asamblea legislativa, cuya moción de censura implicaba la caída del gobierno. Se trataba de un sistema de delicado funcionamiento y equilibrio inestable, resultado de una larga evolución de las instituciones en los países europeos y adecuado a la organización socioeconómica y política propia del capitalismo pero poco apto para responder a las expectativas de las naciones negras.

Por un lado, la extrema proliferación de partidos políticos en algunos países, donde se habían organizado sobre una base tribal o regional —como en el Congo ex belga—, conspiraba contra la integración nacional y paralizaba la acción de gobierno; por el otro, el ejecutivo bicéfalo surgido muchas veces de una fórmula transaccional —como en el Camerún— favorecía los razonamientos permanentes entre los dos titulares y la puja constante de los respectivos partidos para imponer sus propios puntos de vista. Aun en los binomios más armoniosos, como el integrado por Senghor y Doudou Thiam en Senegal, las diferentes interpretaciones personales sobre el futuro del país creaban también una inestabilidad que en la mayoría de los casos se resolvía por la eliminación de uno de los gobernantes. Con o sin reforma constitucional —puesto que en ciertos casos el esquema anterior no se aplicó ya desde las primeras elecciones, como por ejemplo en Malí— el sistema se transformó hasta imponerse el ejecutivo unipersonal, donde el jefe del gobierno es al mismo tiempo el jefe del Estado, aunque todavía responsable ante la Asamblea y designado por ella. El caso extremo lo constituyen los regímenes de tipo presidencial, en los que el presidente es “guardián de la constitución, detentador del poder ejecutivo (y) determina y conduce la política de la nación” (art. 36 de la constitución del Senegal). Además, comparte el poder legislativo, puede disolver a la Asamblea y apelar al referéndum. A todos estos poderes constitucionales, el presidente agrega un indudable prestigio personal que acrecienta su influencia sobre las masas. La primera generación de estadistas negros surgió del grupo de hombres ilustrados, diplomados en el extranjero —Senghor, Nkrumah, Azikiwe, Kenyatta— respetados por su sabiduría y considerados por su ciencia. Muchos de ellos habían participado en las lides políticas en la época colonial e intervenido en los reordenamientos previos de los imperios —Houphuët Boigny, de la Costa de Marfil— o en la tratativas conducentes a la obtención de la independencia —Lumumba, Nyerere—. Eran auténticos “padres de la patria”, a los que se atribuía el conocimiento de lo que era mejor para el país y la capacidad para ponerlo en práctica. Aun así, como todas estas consideraciones eran válidas para la delgada capa de evolucionados y los habitantes de las ciudades en países donde la mayoría de la población seguía viviendo en el campo y compartiendo muchas de las creencias ancestrales, los líderes de la primera hora no desdeñaron recurrir a símbolos más comprensibles para sus conciudadanos y rodearse del fasto propio de los antiguos gobernantes. Algunos reivindicaron su parentesco con los lejanos y gloriosos reyes del pasado, como Modibo Keita, auténtico descendiente de los reyes de Mali, y otros recuperaron de manos coloniales los viejos atributos del poder, como hizo Nkrumah con el trono de oro de los ashanti. Que esto los llevara a convertirse en gobernantes carismáticos, hacedores de la ley y el clima (tal como se empeñan en afirmar algunos historiadores europeos) es algo bastante discutible, aunque no se puede negar que poseían carisma, ese don misterioso que permite a un gobernante comunicarse con su pueblo e interpretarlo.

La organización de los partidos políticos

Las primeras agrupaciones políticas nacieron bajo el régimen colonial, al compás de las parsimoniosas concesiones que las metrópolis hacían para acallar los insistentes reclamos de las poblaciones del continente. Así, a partir de la segunda mitad de la década del cuarenta proliferaron las filiales Áfricanas de los partidos metropolitanos, como por ejemplo, las del partido socialista en el África de dominación francesa; las organizaciones de origen tribal, como el partido ABAKO, que actuaba en el Congo belga; los movimientos de proyección nacional, como el Consejo Nacional de Nigeria y Camerún, dirigido por Azikiwe, el Partido de la Convención del Pueblo, fundado por Nkrumah, o el movimiento Nacional Congolés, dirigido por Lumumba, y, por último, uniones más ambiciosas, que en cierto modo reproducían la unidad administrativa impuesta por los dominadores, como la Unión Democrática Áfricana, dominada por Houphoûet-Boigny en el África Occidental francesa o la Convención Áfricana, organizada por Senghor como una opositora de la anterior. Una vez producida la independencia, el pluripartidismo floreció repentinamente, pues a las viejas agrupaciones vinieron a agregarse otras nuevas, creadas apresuradamente por quienes ambicionaban desempeñar un papel político en los nuevos Estados y creían conveniente dotarse a sí mismos de un arma adecuada para la lucha por venir. De este modo casi todos los territorios se vieron conmovidos por una corriente de división y subdivisión de los ya desmigajados movimientos y, salvo el caso de partidos inconmoviblemente mayoritarios, como en Guinea, los gobiernos tuvieron que constituirse sobre la base de frágiles e inestables coaliciones. En la zona que había sido de obediencia inglesa, se reprodujo sin grandes cambios (Ghana) el esquema metropolitano de un partido en el gobierno y otro en la oposición hasta que la frecuencia de las crisis impuso la necesidad de modificarlo.

Entonces, ya sea que partieran del pluripartidismo, del bipartidismo o del sistema de “partido dominante” fue una especie de necesidad común llegar a la instauración del partido único. Este parecía ser el medio más idóneo para luchar contra las paralizantes rivalidades, movilizar a la población y presentar un frente unido ante las intromisiones del imperialismo al que, en muchos casos con sobrada razón, se denunciaba como responsable de esos conflictos. Es verdad que en algunos casos, y en la medida en que la avasallante personalidad del mandatario era el determinante político principal, el partido único sirvió también para destruir una oposición que muchas veces era la auténtica defensora de la independencia nacional (Costa de Marfil). Sekou Touré, el guineano, fue el precursor y el creador de un modelo que otros Estados imitarían para la organización del partido único. Munido de una sólida experiencia en la lucha reivindicativa gracias a su antigua militancia en el sindicalismo, enfrentado al problema de llevar hasta sus últimas consecuencias su propio desafío a la metrópoli francesa (Guinea respondió “no” a de Gaulle), y teniendo que construir su país partiendo de cero, se pronunció por la corriente más radical y se puso a la tarea de convertir a Guinea en un Estado socialista. Contaba con el apoyo de un brillante equipo de colaboradores inmediatos y de cuadros escasos, pero fieles y entusiastas. La primera tarea fue crear en las aldeas y barrios de las ciudades células que trasmitieran las directivas del partido y sirvieran de cabeza de puente para la politización y movilización de las masas. Ellas eran las encargadas de incitarlas a trabajar colectivamente, y también en forma voluntaria y gratuita, para suplir la carencia de medios económicos. Antigua idea de Touré, que desde sus épocas de sindicalista había pensado que si se ponía al servicio de la nación todas las energías del pueblo se podía superar el atraso y lograr la independización definitiva. El partido se convertiría así en la piedra angular del funcionamiento del país entero, aunque no se diera a su función el espaldarazo constitucional: “Si ponemos en la constitución que el partido es el órgano supremo de la nación, estaremos de acuerdo con la realidad. Pero no sabemos cuáles serán las realidades del futuro” declaraba el presidente y secretario general del partido al diario “Horoya”, órgano oficial, el 9 de noviembre de 1963.

Las células locales a su vez originaban comités de aldea (en el campo) o de barrio (en las ciudades) que se reunían en federaciones para cada región administrativa. En la cúspide de la pirámide partidaria estaba el Buró político nacional, encargado de fijar las normas generales para la organización del país y de controlar el cumplimiento de esas normas por los funcionarios del gobierno. Todo era sometido a su discusión y control, desde el nombramiento de los más encumbrados magistrados hasta las cuestiones internacionales, pasando por la política económica, el manejo de las empresas estatales y la puesta en marcha de los planes de desarrollo. El partido era, en cierto modo, superior al poder y se confundía con la nación, gracias a una permanente acción de reclutamiento en todos los rincones del país. El presidente era a la vez el Secretario general del partido y como tal, responsable ante el Buró por su actuación; diputados y ministros no eran más que militantes encargados de impulsar la aplicación de sus directivas. Es más, los lineamientos futuros de la política presidencial eran expuestos por Touré ante los grandes congresos partidarios, que realizaban la crítica y los ajustes necesarios. Hasta 1964 la armonía entre el gobierno y Buró fue permanente, pero a partir de esa fecha hubo varias reorganizaciones internas y el Comité central vio disminuir sus atribuciones que fueron asumidas paulatinamente por el Presidente.

Es probable que estos cambios se debieran a los fracasos parciales de la política económica realizada durante esos años, lo que obligó a Touré a tomar personalmente las decisiones más trascendentes, sin que por ello se creara un “culto de la personalidad”, tentación frecuente de los presidentes Africanos ubicados a la cabeza de partidos únicos.

Sindicatos, organizaciones socioprofesionales y religiosas aparecen vinculados directa o indirectamente al PDG, que promueve oficialmente desde las organizaciones juveniles hasta las peregrinaciones a la Meca (hay un 78% de musulmanes en Guinea). El ejército ha demostrado su lealtad al régimen y al Presidente y sus cuadros superiores se mantuvieron subordinados al poder civil, por lo menos hasta 1965, lo que es una buena performance en un continente sacudido por frecuentes insubordinaciones de las fuerzas armadas. En el país no hay oposición organizada: todas las críticas deben expresarse dentro del partido y respetando el principio del centralismo democrático, lo que no impide, sin embargo, que se hayan desenmascarado varios complots, generalmente organizados desde el extranjero, destinados a conmover un país que se mantiene firmemente —hasta ahora— en la línea difícil y peligrosa de resistir los embates del neocolonialismo.

En el mismo estilo se organizó la Unión sudanesa, partido único de Mali, hasta el golpe de Estado del 19 de noviembre de 1968 que depuso a Modibo Keita. Como el PDG, la unión sudanesa se asentaba sobre una red de comités locales en el campo y en las ciudades, que permitía movilizar rápidamente a los militantes. Había también organizaciones complementarias para jóvenes y mujeres y una central sindical firmemente vinculada al Partido. Hoy se pueden encontrar ejemplos de partidos únicos en el África ex francesa en la República CentroÁfricana: Movimiento de la Evolución social del África negra; el Congo Brazzaville: Movimiento Nacional Revolucionario; Costa de Marfil: Partido democrático de la Costa de Marfil; Mauritania: Partido del Pueblo mauritano; Chad: Partido progresista chadiano. En cuanto a las naciones que fueron de obediencia inglesa, salvo Ghana durante el gobierno de Nkrumah y el Sudán actual, no adoptaron oficialmente el sistema de partido único aunque sí lo aplicaron de hecho, como en el caso de Kenia o Tanzania, donde el prestigio y la influencia de sus presidentes hace perder vigencia a todo intento de oposición organizada.

La búsqueda de uniones

Aunque por lo general los países Africanos trataron de crearse personalidades propias y organizarse como Estados nacionales dentro de las fronteras heredadas de los imperios (salvo dos casos: el de Somalia, resultante de la unión de las antiguas Somalías italiana y francesa en 1960, y el de Tanzania, integrada por Tanganica y Zanzíbar en 1964) hubo varios intentos de constituir federaciones o confederaciones destinadas a paliar sus limitaciones geográficas, a compensar sus insuficiencias económicas y, a veces, a unificar sus posiciones políticas. En 1959 Sekou Touré, de Guinea, firmó un acuerdo de unión con Ghana que sería “el núcleo de los Estados Unidos de África”, que se constituirían a imitación de los de Norteamérica. Para ello, debían realizarse contactos permanentes entre los jefes de los dos países y armonizar sus políticas respecto de cuestiones de defensa, política exterior y economía. Aunque la unión no se concretó en ningún texto jurídico, de hecho la armonía existió, hasta el punto que el depuesto Nkrumah se refugió en Guinea y recibió en ella honores de jefe de Estado. Fuera de esta provocativa experiencia, apenas liberada el África occidental de la presión colonialista, Senghor lanzó la idea de una Federación de Mali, integrada por Senegal, Sudán, Alto Volta y Dahomey. Su opositor fue el presidente de la Costa de Marfil, Houphüet-Boigny quien trabajó activamente para lograr la sección de voltenses y dahomeyanos (a los que incorporó a una agrupación propia) y, poco después (1960), se separó también el Sudán (que tomó el nombre de Mali y adhirió a la unión Ghana-Guinea en 1961).

Más estable fue, en cambio, por creación de Houphüet-Boigny, un mero acuerdo entre Estados de orientación conservadora llamado Consejo de la Entente o Unión Sahel-Benin (1959), que preconizaba la unión aduanera de sus integrantes (Niger, Costa de Marfil, Alto Volta y Dahomey) y la constitución de un fondo de solidaridad. Renovados sus acuerdos aduaneros en 1966, se incorporó el Togo y se transformó el fondo de solidaridad en un fondo de ayuda y garantía de préstamos. Por su parte, los Estados de la ex África Ecuatorial Francesa constituyeron también en 1959, una Unión aduanera de África ecuatorial que sería la base de un futuro mercado común y se encargaría de la representación común ante los organismos internacionales. En 1960 no aceptaron la propuesta del entonces primer ministro del Congo-Brazzaville, Fulbert Youlou, de constituir la Unión de las repúblicas de África Central (URAC), con atisbos de organización supranacional (relaciones exteriores y defensa común). Por fin, transformada la primera agrupación en Unión aduanera y económica de África central, recibió en su seno al Camerún.

Casi simultáneamente, en marzo de 1961, se reunió en Gaundé una conferencia de doce Estados de habla francesa que adoptó una carta común y constituyó la Organización Áfricana y malgache de cooperación económica (OAMCE), y en setiembre, el mismo grupo constituyó la Unión Áfricana y malgache (UAM), de carácter político, apoyada por Francia y destinada a estrechar los vínculos con la ex metrópoli. Muy criticadas por las naciones de tendencia más radical, las dos agrupaciones se fusionaron en la Unión Áfricana y malgache de cooperación económica (UAMCE) en 1964, y en 1965 adhirieron a ella Ruando y Congo Kinshasa. La agrupación ampliada volvió a cambiar su nombre —esta vez se llamó Organización común Áfricana y malgache (OCAM)— y se dio una carta de constitución definitiva en 1966. Tal como estas sucesivas modificaciones indican, la asociación tuvo una vida agitada, no exenta de sobresaltos, provocados en parte por el alejamiento de algunos de sus miembros (Mauritania) y en parte por las acusaciones de favorecer el neocolonialismo que le hacían sus detractores. Sin embargo, gracias al apoyo permanente de Francia y el Mercado Común Europeo, pudo mantener su cohesión bastante tiempo.

Estas asociaciones mayores no excluyeron la posibilidad de otro tipo de acuerdos más limitados y específicos, generalmente destinados a explotar en común una región determinada o a facilitar los intercambios entre naciones vecinas. De este modo, Senegal, Mauritania, Mali y Guinea, a pesar de sus diferencias, procuran llegar a un acuerdo para desarrollar la cuenca del Senegal; los países ribereños del lago Chad aspiran a coincidir sobre la mejor manera de aprovechar sus aguas; Mauritania es la iniciadora de una asociación de países saharianos, y Kenia, Uganda y Tanzania constituyeron en 1967 una Comunidad económica de África Oriental a la que invitaron también a Zambia, Etiopía y Somalía.

Las reuniones panafricanas

De índole más política y pretensiones más continentales fueron los numerosos encuentros en que se quiso llevar a la práctica el ideal panÁfricano.

En 1958 ya se había esbozado una especie de programa panÁfricano que consistía en una decena de objetivos generales y aspiraciones concretas. Algunos se cumplirían paulatinamente, aunque a costa de conflictos y escisiones que, en ciertos momentos, parecieron amenazar seriamente la tan proclamada unidad continental. A grandes rasgos, los Africanos preconizaban la independencia completa de todas las antiguas colonias, conseguida, en la medida de lo posible, por medios pacíficos; la unidad continental, aunque sin menoscabar la soberanía nacional de los nuevos y viejos países; el triunfo del nacionalismo y la democracia, como medios idóneos para liquidar las supervivencias tribales y la opresión interna y externa; la liberación económica, a través de lo que ya se llamaba “socialismo Áfricano” y la reafirmación de la personalidad Áfricana en los organismos internacionales. También aspiraban a lograr la unidad de todos los hombres de color, de cualquier país o continente que fueran. Las primeras conferencias panÁfricanas se reunieron en Accra, la capital de Ghana, por iniciativa de su Jefe de Estado, K. Nkrumah, que pasó al primer plano como paladín de la unidad continental, el neutralismo positivo, el no-alineamiento y la personalidad Áfricana, esas contribuciones del continente negro al acervo mundial.

En abril se encontraron los dirigentes de los ocho Estados que en ese momento eran independientes, y de los cuales sólo dos eran negros. Sus resoluciones finales retomaron algunas de las ideas generales del panÁfricanismo —acción común en organismos internacionales, no alineamiento, emancipación total— y atacaron de frente los tres casos difíciles que atraían la atención mundial —Togo, Camerún, Argelia— condenando enérgicamente la acción del colonialismo francés en esos países y exigiendo el retiro de las tropas metropolitanas. Al mismo tiempo, se pronunciaron contra el racismo y decidieron concretar algunos hechos que tendieran a superar la discriminación racial. En diciembre se reunieron en una Conferencia de Todos los Pueblos Africanos, no sólo los representantes de los países presentes en abril, sino también delegados de los partidos nacionalistas más destacados de las regiones aún dependientes, sindicalistas y delegados de asociaciones menores. El nuevo cónclave tuvo por eso mismo un carácter más panÁfricano que el precedente y sus resoluciones fueron de tono más drástico. Después de condenar enérgicamente al colonialismo y al imperialismo en todas sus formas adhirieron a una “revolución pacifica” en el África, aunque sin negar explícitamente el recurso a las armas. Por primera vez, se habló claramente de una futura Comunidad de Estados libres Africanos, que sería el embrión de una asociación panÁfricana.

En 1961 hubo varias reuniones de los dos tipos —de Estados y de Pueblos— y proliferaron los encuentros entre gobernantes, los intentos de unión regional y las conferencias sindicales. Sin embargo, ya entonces empezaban a dejarse ver algunas fisuras, no sólo porque existían conflictos entre Estados a propósito de reivindicaciones territoriales —Somalía y Etiopía— o tribales —Togo y Ghana, por el grupo ewé— sino también y sobre todo, porque desde 1960 Nkrumah, apoyado por Touré, a través de sus delegados a las asambleas panÁfricanas, insistía ante los demás gobernantes para que adhirieran a aquellos Estados Unidos de África que tanto él como su colega guineano habían inscripto en el acuerdo de Conakry (1959). Por tratarse de una unión política con esbozos de autoridad supranacional, los países más conservadores y celosos de su soberanía lo interpretaban como una limitación de ésta y un intento de afirmar el liderazgo del ghaneano, por lo que objetaron que se trataba de una iniciativa prematura y poco realista (Nigeria). Mientras algunos países parecían inclinarse por las ideas de Nkrumah otros se pertrechaban tras las objeciones nigerianas y así se iban definiendo dos bloques que, sin afectar por el momento la acción común de los Africanos en los organismos internacionales ni plantear un rechazo pleno de los iniciales objetivos del panÁfricanismo, iban sin embargo definiendo “personalidades” aparentemente irreconciliables. La polarización se agudizó a lo largo de 1961, cuando la emancipación masiva de catorce nuevos países introdujo modificaciones en el precario equilibrio mantenido hasta entonces. Por otra parte, tres temas candentes exigían categóricas definiciones y contribuyeron a ahondar aun más las divergencias: los problemas del Congo ex belga, donde se enfrentaban los nacionalistas (Lumumba, Gizenga) y los secesionistas (Kasavubu, Chombe) encaramados en el gobierno central; la guerra de Argelia, que prolongaba un atroz derramamiento de sangre en pro de la conservación del dominio francés y la querella entre Marruecos y Mauritania, puesto que la primera reivindicaba para sí el territorio que la segunda erigía en Estado independiente.

Las distintas opciones sobre estos asuntos y las diversas posiciones respecto del panÁfricanismo fueron nucleando un “África revolucionaria”, que seguía a Nkrumah, apoyaba a los nacionalistas del Congo, al FLN en Argelia y a Mauritania, y el “África moderada”, temerosa de aventuras que pudieran enajenarle el apoyo de las ex metrópolis o llevarla por caminos demasiado radicales. Por lo tanto, ella optaba por un panÁfricanismo laxo, Chombe y Kasavubu, la cautela en el caso argelino y Mauritania. En las conferencias que se sucedieron estas posiciones fueron explicitándose, y, en cierta medida, cada encuentro entre los integrantes de un bloque fue la respuesta a la actitud adoptada por el otro en una reunión anterior. El desacuerdo continuó todo el año de 1962, y sólo a comienzos de 1963 empezó a vislumbrarse la posibilidad de superarlo.

Los bloques

Los moderados, llamados también grupo de Brazzaville o de Monrovia, se reunieron con el nombre oficial de Unión de Estados de África y Madagascar (UAM). Sus integrantes eran fundamentalmente los países que habían constituido el África Occidental Francesa y el África Ecuatorial Francesa y su líder en cierta manera fue el mismo Houphouët-Boigny, que había logrado nuclear a algunos de ellos en organismos regionales económicos y aduaneros. El primer encuentro se realizó en Abidjan en noviembre de 1960, para analizar la posibilidad de una mediación en el conflicto argelino. En diciembre volvieron a reunirse en Brazzaville y decidieron constituir una asociación más permanente, que recibió forma definitiva en Dakar, en enero de 1961. Allí ofrecieron sus buenos servicios para mediar en Argelia y pacificar el Congo, reconocieron la independencia de Mauritania y afirmaron que no aceptarían ninguna unión que implicara la constitución de un organismo supranacional. Con respecto a todos los congresos precedentes, aparecían aquí dos elementos novedosos: el hecho de haber restringido las invitaciones a los países que a priori habían demostrado cierta coincidencia y el deseo de ampliar el bloque hasta incluir varias regiones. En cuanto al grupo revolucionario, se encontró por primera vez en Casablanca, en enero de 1961, a pedido de Marruecos que buscaba aliados en su conflicto con Mauritania. Aunque algunos de los asistentes —Ghana, Argelia, Libia— no coincidían plenamente con su criterio, cambiaron al final su posición para lograr una unidad más sólida. La lista —restringida, también en este caso— incluía además a Guinea, Mali, la República Arabe Unida y a los representantes del GPRA argelino. La presencia de la RAU inclinó al cónclave a condenar a Israel como “base de penetración imperialista”, actitud que hasta entonces había sido ajena al África negra. En la Carta que agrupó las resoluciones finales se incluyeron las tesis de Nkrumah respecto de la unidad, la organización de comités permanentes para aunar la acción política económica y cultural y hasta la organización de un futuro comando supremo de defensa de todos los participantes.

En 1961 los de Casablanca asistieron masivamente a la Conferencia de Países no alineados de Belgrado llevando como propuestas —que fueron aprobadas— la definición del no-alineamiento, el neutralismo positivo y la participación en alianzas militares (como la OTAN o la CEATO). También incluyeron el apoyo efectivo —a través del envío de armas y tropas— a los movimientos de emancipación de todos los países sometidos.

Evidentemente, las propuestas y opciones del África revolucionaria retomaban en su sentido más exacto los objetivos finales del panÁfricanismo y los realizaban en la práctica ya que la acción común de países negros y del África blanca quitaba validez a quienes insistían en la permanencia de las divisiones religiosas o regionales.

El triunfo correspondió finalmente a los revolucionarios. Su permanente prédica panÁfricana obligó a los moderados a retomar el tema en la Conferencia de Lagos (1962) y, finalmente, se logrará el acuerdo para la puesta en marcha de la Organización de la Unidad Áfricana.

La Organización de la Unidad Áfricana

En mayo de 1963, y convocada por Hailie Selassie, el soberano etíope, se reunió en Addis Abeba la Conferencia para la unidad Áfricana, a la que asistieron los conductores de treinta países del continente. El jefe abisinio propuso la constitución de la OUA y la adopción de una carta única, que concretaría la orientación panÁfricanista de los presentes. La idea fue aprobada en general con gran entusiasmo pero los desacuerdos salieron a luz cuando hubo que decidir en qué consistiría la unión propuesta y qué instituciones surgirían de ella.

Una vez más, Nkrumah propuso una estrecha unión política que implicaría no sólo la unificación de la defensa, las relaciones exteriores y la diplomacia de los países firmantes sino también el establecimiento de una nacionalidad común y de una zona monetaria Áfricana.

Como era de esperar, un proyecto tan radical tuvo muy pocas adhesiones y despertó el inmediato rechazó de los gobernantes moderados. En su nombre, Ahidjo (Camerún) contrapropuso una mera cooperación en el plano económico y técnico y reuniones periódicas de los Jefes de Estado. Las discusiones amenazaban con hacer fracasar la reunión cuando el emperador etíope puso todo su prestigio en favor de una fórmula transaccional que creó la Organización de la Unidad Áfricana.

Esta vez se creaba un organismo intergubernamental clásico, basado sobre el respeto de las soberanías nacionales, el mantenimiento del statu quo territorial, la no ingerencia en asuntos interiores, y el recurso al arbitraje para resolver los diferendos entre naciones firmantes. A esto se agregaban algunos de los antiguos ideales del panÁfricanismo, tales como la lucha por la liberación total del continente y la búsqueda de la igualdad racial.

Los Estados serían admitidos por simple mayoría de votos y podrían retirarse por decisión unilateral; el organismo supremo sería la Conferencia de Jefes de Estado y de gobierno, a reunirse por lo menos una vez al año. Habría también un consejo de ministros, encargado a la vez de preparar las conferencias cumbre y de velar por la ejecución de sus resoluciones, una serie de comisiones especializadas en el campo técnico, y una comisión de mediación, conciliación y arbitraje.

Surgida de un compromiso, conservador desde sus inicios y sin ninguna posibilidad de ejercer más que una presión moral sobre sus miembros o el resto de los países, la OUA estaba condenada desde su nacimiento a convertirse en uno de los tantos organismos internacionales sin capacidad para la acción efectiva. Entre 1964 y 1966 una serie de fracasos en el propio campo Áfricano desilusionaron a muchos de sus miembros e hicieron resurgir las tendencias divisionistas.

En efecto, en ese período se plantearon por lo menos cuatro problemas acuciantes en los que la actitud de la OUA, aunque generosa en sus resoluciones, mostró vacilaciones e ineficacia real. El primero fue el caso del Congo: ante la intervención de paracaidistas belgas, la ONU encargó a la OUA detener esa ingerencia e interponer sus buenos oficios para la pacificación del país. Se envió una comisión de encuesta que no cumplió su cometido por falta de acuerdo entre sus miembros, y, cuando en noviembre de 1965 Mobutu tomó el poder, la agrupación panÁfricana tuvo que aceptar el hecho consumado. El segundo fue la declaración unilateral de independencia que los blancos de Rhodesia se apresuraron a efectuar para conservar su dominación sobre la mayoritaria población negra. La OUA amenazó a Inglaterra con romper relaciones si la ex metrópoli no hacía entrar en razones a su colonia pero sólo nueve países cumplieron efectivamente esa promesa mientras Rhodesia se burlaba de la condena de sus pares y las demás naciones Áfricanas seguían manteniendo contacto con ella. El tercero fue el intento de enviar tropas y ayuda efectiva a los frentes de liberación actuantes en Angola y Mozambique: a pesar de la insistencia de Tanzania, el apoyo a los revolucionarios no se concretó. El cuarto fue el de la ola de golpes de Estado que se abatió sobre el África entre 1963 y 1965. En el seno de la organización interÁfricana se trató de distinguir entre aquellos golpes que traslucían un efectivo descontento de las poblaciones ante gobiernos reaccionarios y neocolonialistas y los que eran el resultado de un giro a la derecha fomentado por las potencias occidentales y los países moderados, sus agentes en el África. A la larga, no hubo forma de acoger a unos y rechazar a los otros, y, generalmente, después de un lapso prudencial, todos los nuevos gobiernos que solicitaron su incorporación a la OUA fueron admitidos. La OUA tampoco pudo o supo adoptar una actitud coherente al estallar la guerra entre Nigeria y Biafra y, si agregamos a esto la disparidad de criterios respecto de la aptitud que exigía la guerra en Medio oriente, se explica en parte el descrédito de la institución y los intentos de recuperar las antiguas agrupaciones menores, tal como hicieron en 1965 los ex componentes de la UAM —unidos ahora en la OCAM, destinada a luchar contra las veleidades revolucionarias de los países Africanos más comprometidos, con ayuda de las nuevas y viejas metrópolis—, y Senegal, que lanzó poco después el proyecto de la francofonía, para unir, más allá de la OCAM, a todas las ex colonias francesas. En los últimos años la OUA absorbió su tiempo en el análisis de algunos nuevos problemas, también de imperiosa urgencia: el boicot contra Rhodesia; las presiones sobre Sudáfrica tanto para conseguir una situación más justa para su población negra como para lograr que abandone la retención ilegal del territorio de Namibia, la independencia de las colonias portuguesas. Como estas cuestiones afectan de modo directo o indirecto los intereses de las potencias neocoloniales o coloniales, éstas se han lanzado a una campaña de desprestigio orquestada a través de todos los medíos de difusión y concretada en forma de presiones y advertencias a sus miembros más moderados, a los que hacen temer un abandono de parte de sus tradicionales proveedores de fondos. Más aún, preocupados por la guerra con Israel, los integrantes del bloque árabe de la OUA han descuidado su presencia en ella, y esto añade un elemento más a su lenta y paulatina pérdida de influencia. Así está muriendo otro sueño más, de los tantos que se gestaron a comienzos de la década del sesenta.

La elección de un sistema

Enfrentados al problema de optar por un sistema político-económico apto para ser implantado en los nuevos países y a la necesidad de justificar ideológicamente y teóricamente esa elección, los dirigentes Africanos se inclinaron ya fuera por el capitalismo, ya fuera por el socialismo, es decir los grandes modelos provenientes del “mundo exterior”, y que habían logrado, aunque con sentidos totalmente opuestos, superar el subdesarrollo y organizar sólidamente los Estados nacionales. Sólo Costa de Marfil, Liberia y Nigeria optaron abiertamente por la vía capitalista, algunos más se inclinaron por una óptica procapitalista que antepone a la búsqueda de la independencia total el logro del desarrollo económico de un país dentro de sus propias fronteras. Los procapitalistas no se preocupan demasiado por los grandes problemas del continente ni por la solidaridad con los demás países, ni tampoco persiguen una distribución más equitativa de la riqueza, sino simplemente un acrecentamiento de esa riqueza a través de una explotación intensiva de sus recursos económicos latentes. Para ello, creen conveniente recurrir a la iniciativa privada, orientada y controlada por el gobierno que establece planes de desarrollo y a la ayuda externa que brindará los capitales, los técnicos y la tecnología necesaria para aumentar y diversificar la producción. Consecuencia lógica de esta actitud es el mantenimiento de vínculos estrechos y amistosos con las grandes potencias capitalistas y el ofrecimiento de ventajas a los futuros inversores: facilidades para repatriación de dividendos, rebajas impositivas, intereses elevados por préstamos concedidos, promesas de evitar futuras nacionalizaciones, confiscaciones o cualquier atisbo de reforma agraria, posibilidades de estabilidad política y contención de reivindicaciones sociales. Opción conservadora en grado extremo, ha favorecido la penetración económica, política y cultural de las potencias neocoloniales, tanto de las ex metrópolis como de las recién llegadas al campo Áfricano, como por ejemplo Estados Unidos, Alemania Occidental y Japón, lo que valió a las naciones que la escogieron una bien fundada acusación de alineamiento tras los promotores del imperialismo. Muchos más fueron los países que optaron por el socialismo, no por el marxista-leninista invocado en el resto del mundo sino por una especie de vía intermedia entre éste y el capitalismo de desagradables reminiscencias coloniales, que llamaron socialismo Áfricano. A pesar de la generalización de esta tendencia, su misma indefinición ideológica favorece la eclosión de muchas variantes locales que sólo coinciden en algunos puntos fundamentales: la necesidad de basarse sobre una tradición anterior a la colonización, es decir, el antecedente provisto por la sociedad negroÁfricana de carácter colectivista o comunitario que, según ellos es ya socialista; la imposibilidad de aplicar un esquema marxista puro en la medida en que en África no existen clases sociales específicamente diferenciadas y no puede haber lucha de clases; la recuperación y revitalización de los rasgos originales de la cultura Áfricana de donde surgirán los elementos necesarios para encontrar una vía de desarrollo apropiada al continente.

L. Senghor definió estas premisas y les insufló un tono espiritualista y, cristiano que culminó en su afirmación de que la comunidad primitiva era más una “comunidad de almas” que una suma de individuos. Bede Onuoha (de Kenia) agregó que esa sociedad espiritual tenía además una dimensión divina.

Por su parte, J. Nyerere (Tanzania) insistió en los aspectos más materiales de esta comunidad primitiva, que velaba por el bienestar de todos sus miembros, y J. Kenyatta habló de sus aspectos “democráticos” por cuanto la solidaridad grupal evitaba las desigualdades y controlaba las tendencias autoritarias de los jefes. Así se creaba una imagen bastante idealizada de las antiguas formas de organización Áfricana y se estructuraba un socialismo al estilo de Proudhon o de Blanc, con un acento puesto más que en el cambio profundo de las estructuras socioeconómicas y políticas heredadas de la dominación colonial o perpetuadas por el neocolonialismo, en la transformación o reforma paulatina de esas estructuras por la acción de cooperativas y mutuales entroncadas con aquella tradición.

Una de las críticas más válidas que puede hacerse a esta posición es que la historia, la antropología y la sociología han desmentido la vigencia real de las supuestas formas socialistas primitivas, por cuanto en el África del Norte y en el África negra antes de la llegada de los europeos existían ya sistemas de organización de tipo feudal, con su secuela de apropiación privada de la tierra, concentración del poder económico y político en manos de una clase dominante, y, en el caso de los reinos sudánicos, monopolios reales y reducción al estado servil de las poblaciones conquistadas. Si a esto se agrega la introducción de la economía monetaria por los colonizadores, el fortalecimiento consecuente de algunos jefes tradicionales utilizados por las metrópolis, el surgimiento de una pequeña pero efectiva burguesía local y el sometimiento general, poco queda del cuadro de la comunidad primitiva pintado por estos socialistas. Pero hay más todavía: la temporaria alianza de clases que permitió la formación de frentes nacionales para conseguir la independencia no oculta la realidad de la existencia de clases sociales y de su eventual lucha por la toma del poder.

Por todo esto, así como por las buenas relaciones que estos países han anudado con las grandes potencias, lo mismo que por las expresas intenciones de crear un “capitalismo reformado y socializado” (Onuoha) o de fijar a este socialismo la misión de “conservar la armonía de la sociedad” a través de la igualdad ante la ley, la libertad individual, el sufragio universal, etcétera se desprende que el “socialismo Áfricano” es una forma atenuada de opción procapitalista.

Entre otros, Senegal, Camerún, Kenia, Uganda y Tanzania adoptaron esta posición, cuyos objetivos son mejorar las condiciones generales de vida gracias a una planificación económica flexible que recurra al cooperativismo, el mutualismo y la ayuda externa como medios idóneos para lograrlo. Tampoco en este caso se habla de nacionalizaciones o expropiaciones de empresas ni mucho menos de abolición de la propiedad privada sino que se utiliza como correctivo de la desigualdad económica el impuesto progresivo y la vigilancia —y a veces la intervención— del Estado. Por último, hay unos pocos países (que han aumentado en los últimos años) que dicen adherir al socialismo científico y al marxismo leninismo. Algunos lo consideran un método apto para proveer de ideas-fuerza a su acción aunque rechazan la lucha de clases (Touré), otros aceptan esta lucha pero la atenúan organizando al país en “grupos de función” (Keita) y otros procuran adaptarlo a las condiciones locales para no crear resistencias insalvables de parte de los sectores menos evolucionados de la sociedad (Nkrumah). En verdad, ninguno de ellos logró transformar totalmente las estructuras económicas de sus respectivos países, en parte porque la acción directa o indirecta del capitalismo internacional fomentó los golpes de Estado que eliminaron a Nkrumah y Keita del gobierno, y en parte porque la necesidad de recurrir al apoyo externo para realizar los objetivos de sus planes de desarrollo impidió la radicalización del proceso (Guinea).

Sin embargo, estos países obtuvieron éxitos mayores en el campo internacional, en la medida en que fueron los primeros en afirmar su independencia de criterios estableciendo buenas relaciones con los países socialistas, reconociendo a la República Popular China, negándose a incorporarse a instituciones que perpetuaban el sistema colonial (zona monetaria, Mercado Común), bregando por un panÁfricanismo efectivo y evitando la firma de acuerdos de cooperación que implicaran pérdida de la soberanía nacional.

En oposición a los otros grupos de Estados, éstos insistían en la distribución equitativa de la riqueza, en la lucha contra la constitución o preservación de clases o grupos privilegiados dentro del país, y en la necesidad de terminar con tabúes y presiones de la sociedad tradicional para lograr una efectiva modernización y el progreso de sus pueblos. Los medios utilizados fueron la puesta en marcha de planes de desarrollo, la intervención estatal en la gestión económica (por la creación de empresas estatales y el control del comercio interno y externo) y el recurso a los cuadros partidarios y sindicales como movilizadores del aporte popular.

La ofensiva del neocolonialismo

La independencia política del África no significó el alejamiento definitivo de las grandes potencias del escenario continental, sino que, por el contrario, dio pie para instaurar una nueva forma de penetración, más sutil y encubierta, que se llama el neocolonialismo y que consiste en preservar la dominación a través del control de la economía de los nuevos Estados. Esta acción se efectivizó a través de tres resortes hábilmente utilizados: la instalación de filiales de las grandes empresas, el manejo del circuito comercial externo e interno y los acuerdos de cooperación, ayuda y asistencia técnica, educacional y militar firmados entre los Africanos y los países occidentales. Las grandes empresas, que dominaban ya todos los sectores de la producción en la época imperial, ofrecieron sus buenos servicios a los gobiernos de turno y continuaron extrayendo del continente negro beneficios equivalentes o superiores a los que solían tener. La única novedad consistió en que algunos nuevos nombres vinieron a agregarse a los antiguos, en que en ciertos casos cedieron alguna participación a los gobiernos u organismos locales y Áfricanizaron sus cuadros o adoptaron la apariencia de una empresa Áfricana. Continuaron siendo grandes empresas multinacionales, con filiales en varios países, aptas para transferir sus capitales y ganancias de una a otra región, según su propia conveniencia, y dedicadas casi exclusivamente a producir las materias primas (sobre todo mineras) o los productos tropicales necesarios para las industrias metropolitanas y el mercado europeo. Su actuación, que en un primer momento pudo provocar una reactivación de la economía nacional al multiplicar el empleo e introducir nuevas técnicas, sigue teniendo los mismos inconvenientes que tanto se han repetido: acentúa la tendencia al monocultivo y a la monoproducción, provoca la emigración de capitales, consolida la dependencia económica del país que las acoge, aprovecha para su exclusivo beneficio las ventajas impositivas, coarta la auténtica industrialización e impide la formación de especialistas locales. Al mismo tiempo, su presencia en África provoca la intervención de las potencias para resguardar sus intereses, mientras sus numerosos agentes y representantes sirven como puntas de lanza para consolidar aquella intervención. Pero el dominio de las empresas no sería efectivo sin un control eficaz del circuito comercial. Para ello, las empresas comerciales son en muchos casos nada más que filiales de aquéllas, que desarrollan su actividad tanto en el mercado interno como en el externo. En ambos casos, es frecuente que recurran a personal extranjero, de la misma nacionalidad que la de la empresa, o de otra, de lejana instalación en el continente: chinos e indios en la costa oriental, sirios y libaneses en la costa occidental. También pueden tener agentes Africanos, pero todos cumplen con la misma función: comprar a bajo precio los productos locales, vender a precios superiores los provenientes del exterior. Es verdad que aseguran el aprovisionamiento interno y favorecen la venta de los productos del país, pero también es cierto que ellos determinan los precios, provocan arbitrariamente las alzas y las bajas, orientan regionalmente el desarrollo (las zonas costeras en desmedro del interior) y, al reservarse el transporte y los seguros, aumentan sus ganancias y anulan toda posibilidad de contacto directo entre el productor y el probable comprador independiente. Por último, los acuerdos de ayuda y asistencia son el más ceñido nudo gordiano que estrangula a los países Africanos. No sólo crean la dependencia con respecto a la política exterior, las comunicaciones, el sistema educacional, las obras asistenciales, etcétera —por cuanto los Africanos se han comprometido a no proceder en forma autónoma en esos aspectos y a aceptar la presencia de miles de asesores técnicos que de hecho actúan en favor de sus respectivas metrópolis— sino que además toda ayuda económica exige para ser concedida una reciprocidad tal que se ha reinstaurado la economía de trata sin más variante que el hecho de que la antigua colonia es ahora un Estado con soberanía política teórica. Si la ayuda es multilateral, su concesión depende de organismos internacionales (el BIRD, por ejemplo) que sólo financian proyectos “rentables”, o de comunidades (la Comunidad Económica Europea) que deben prestar su visto bueno a los planes propuestos. Así se aseguran que las obras serán realizadas por empresas de sus propios países que retirarán de la nación “ayudada” ganancias equivalentes o superiores a la ayuda acordada. Si la ayuda es bilateral, como en el caso de los acuerdos firmados entre Francia y sus ex colonias o entre Gran Bretaña y las suyas, no sólo se exige la atribución de los contratos a las empresas europeas sino que además se utiliza este medio para perpetuar la influencia de Londres o París en territorio Áfricano, mientras se logra la incorporación de los ayudados a la zona monetaria del cooperante. La ayuda permite presionar a los gobiernos demasiado audaces y practicar el chantaje con los indóciles: Alemania occidental retiró su ayuda a Tanzania cuando ésta reconoció al gobierno de Alemania oriental; Inglaterra exigió de Sudán la declaración de ilegalidad del partido comunista. El manejo del circuito comercial permite crear una crisis que haga caer a un líder: Nkrumah fue derrocado cuando el precio del cacao cayó por debajo de su curso normal; las empresas pueden favorecer la secesión de un territorio (como ocurrió con Katanga), imponer a un presidente (Chombe), o presionar a todo un país (la British South África Co. en Zambia). La asistencia militar permite reponer a un gobernante adicto a la metrópoli: León M’Ba, de Gabón, embretado por un comité revolucionario recuperó su sitial gracias a las tropas francesas, o hacer fracasar rebeliones sindicales o militares, tal como hicieron los soldados británicos en Tanganika y Kenia. Por último, cuando estas intervenciones unilaterales son demasiado impopulares, se apela a un organismo internacional, que cumple por cuenta de todos los países capitalistas el papel de vigilancia del continente: fue el caso de la ONU, cuando envió los cascos azules al Congo Kinshasa. Para refutar estos hechos, los neocolonialistas indican que también los países socialistas prestan ayuda y asistencia a los Africanos y que esto también es un medio de penetración y de dominación. Sin embargo, algunos autores, franceses y poco sospechosos de inclinaciones izquierdizantes, admiten que a pesar de los errores cometidos por la URSS y Pekín en sus actuaciones en África, no se puede negar a la primera el hecho de haber contribuido a diversificar la producción y poner en marcha la infraestructura imprescindible sin por ello coartar la independencia de criterio de los ayudados (como en el caso de la RAU) y que la segunda ha dedicado sus esfuerzos a modernizar y diversificar la agricultura, sector dejado de lado por las metrópolis occidentales. A pesar de los vaivenes de la política exterior, que provocaron expulsiones de embajadores, rechazo de técnicos y tensiones frecuentes, en 1968 la URSS tenía acuerdos firmados con 17 países Africanos y China era reconocida por muchos de ellos, antes de ser aceptada en la ONU.

Neocolonialismo y subdesarrollo

Uno de los problemas más acuciantes del África actual es la imposibilidad de alimentar adecuadamente a una población en plena eclosión demográfica.

En parte esto se debe a que, por su clima y por su suelo, grandes extensiones de su territorio son improductivos y es poco probable que en un plazo breve se transformen en zonas agrícolas.

Sin embargo, en gran parte el hecho se explica por el retroceso de los cultivos de subsistencia, que había sido provocado por la penetración europea cuando derivó la mano de obra disponible hacia cultivos industriales y de exportación o hacia los trabajos mineros, y cuando atribuyó las mejores tierras cultivables a colonos blancos que les dieron otro destino que la producción de alimentos para la población local. La independencia no modificó esta situación, por cuanto el neocolonialismo se encargó de perpetuar esa orientación exportadora y de abastecer desde el exterior a los nuevos países. Hoy se calcula que el retroceso de la productividad agrícola de todo el continente es del 2,37 por ciento comparando cifras de 1934-38 y de 1960-64.

La necesidad de comprar afuera los alimentos que podrían producirse en África acentúa el déficit de la balanza de pagos, por cuanto la exportación de sus productos primarios no escapa al principio que vale para todos los países dependientes: sus precios bajan mientras suben los de las manufacturas que se importan. Por ejemplo: las bananas de Costa de Marfil valen un 34 por ciento menos en 1965 que en 1958; el cacao del Camerún un 55 por ciento menos, el café de la República CentroÁfricana un 20 por ciento menos. Una tonelada de café de Costa de Marfil permitía comprar en 1958 veinticuatro toneladas de cemento, pero en 1965 sólo alcanzaba para dieciocho toneladas; una tonelada de cacao camerunés equivalía a 2.700 metros de tela cruda en 1960, pero sólo a 800 metros en 1965. Esto es lo que se llama “deterioro de los términos del intercambio”, que en 1962 se calculó en pérdidas de 11.000 millones de dólares para el conjunto del Tercer Mundo, lo que es igual al 130 por ciento de la ayuda financiera recibida ese mismo año, o lo que, dicho de otro modo, significa que las potencias cooperantes recuperaron con creces lo que habían invertido. Algo semejante ocurre con la inclusión en una zona monetaria. Los países Africanos que habían sido colonias francesas aceptaron su inclusión en la “zona del franco” para dar estabilidad y respaldo a sus respectivas monedas. La condición impuesta por la ex metrópoli fue que todos los bancos de emisión locales tuvieran representantes franceses en sus directorios, que cualquier devaluación debía ser previamente aceptada por París y que todas las divisas poseídas por el país firmante debían ser convertidas en francos franceses y depositadas en Francia. Las consecuencias son fácilmente calculables: cada devaluación del franco —que puede ser decidida unilateralmente— repercute y de hecho es pagada por los demás contratantes, pero las devaluaciones de éstos no son pagadas por París; Francia dispone de una cantidad excedentaria de divisas provista por sus antiguas colonias de la que dispone libremente, y sus empresarios, comerciantes y financieros tienen a su disposición un campo ampliado de operaciones dentro del cual pueden invertir, transferir, retirar o aumentar sus capitales sin enojosas conversiones.

Los nuevos neocolonialistas

Aunque la ofensiva neocolonialista fue más visible cuando sus protagonistas fueron las viejas metrópolis hubo también una acción en el mismo sentido realizada por potencias capitalistas que hoy parecen haber perdido en parte su interés por África. Las principales fueron Alemania occidental y Estados Unidos y de estas la segunda actúa más permanentemente, aunque el continente negro no sea el centro primordial de su interés. Alemania occidental encontró el camino abierto cuando la insistencia de Francia logró que la Comunidad Económico Europea asumiera en conjunto la carga de la ayuda al África negra. Dada las características especiales de su producción, Alemania pudo vender al continente bienes de equipamiento muy bien recibidos, pero dos hechos conspiraron en su contra: que la mayor parte de la ayuda iba a parar a naciones de habla francesa donde París tenía primacía, y que, para acrecentar sus intercambios, hubiera debido descuidar a sus antiguos proveedores latinoamericanos que le interesaban mucho más (Costa de Marfil se quejaba permanentemente de que, habiendo ampliado su consumo de bananas, Alemania siguiera proveyéndose primordialmente en América del Sur. Por lo tanto, limitó su participación al aporte de capitales a empresas multinacionales instaladas en Rhodesia, Katanga y Sudáfrica y a la firma de algunos acuerdos bilaterales). Por su parte, recurre también a Estados Unidos y se concentra en el campo comercial. Los capitalistas norteamericanos invierten en países mineros, como Libia, Guinea, Gabón, Sudáfrica, y tienen participación en las empresas ya instaladas. Poseen el 46 por ciento del capital del Rhodesian Selection Trust con sede en Sudáfrica; el 55 por ciento en la Sociedad de Minas de Mauritania, el 50 por ciento de Sofimer (Gabón), y unos 100 millones de dólares puestos por la American Metal Clímax para ampliar las compañías mineras de Zambia, mientras la empresa Kaiser ha participado en la puesta en marcha del complejo hidroeléctrico sobre el río Volta (destinado a la producción de aluminio) que inauguró Nkrumah en vísperas de su caída. En 1964 los norteamericanos habían invertido en África sólo el 3,7 por ciento de sus inversiones mundiales, es decir, unos 1.625 millones de dólares. Más espectaculares fueron sus progresos en el campo comercial, pues en 1964 sus exportaciones al continente negro eran superiores en un 21 por ciento a las de 1963 y hacia la misma fecha, el 40 por ciento del café exportado por la Costa de Marfil tenía como destinos los puertos norteamericanos. Al parecer, Estados Unidos no pretende entrar en competencia directa con las ex metrópolis, sino sólo llenar los vacíos de poder, prevenir cualquier peligroso giro a la izquierda, cuidar adecuadamente sus intereses económicos y financieros, y mantenerse informada a través de sus embajadas, consulados y agentes de todo lo que pueda perjudicar sus inversiones. Lo que no impide, por supuesto, que la mano de la CIA se vea detrás de cada golpe de Estado, de cada defenestración de algún jefe demasiado audaz.

La inestabilidad de los regímenes Africanos

En estos poco más de diez años de independencia, son incontables los golpes, amotinamientos y sublevaciones ocurridos en el África negra. Sólo siete de los diecisiete gobernantes que habían asumido en 1960 continuaban en sus cargos y entre los diez desaparecidos sólo uno había muerto de muerte natural (León M’Ba, de Gabón), dos habían sido asesinados (Silvanus Olympio del Togo, en 1963; Abubakar Tafewa Balewa de Nigeria en 1966) y el resto depuestos por movimientos militares. Entre tanto, el Congo Kinshasa había sufrido cinco años de agitación (1960-5), Nigeria y Biafra se habían desangrado en una guerra (1967-70), y Tanganica, Kenia, Chad y Gabón habían recurrido a las tropas inglesas y francesas para sofocar levantamientos populares.

En todos estos acontecimientos ocupó el primer lugar un nuevo factor de poder, el ejército, y casi todos culminaron con la entronización en el gobierno de un hombre uniformado. ¿Puede hablarse entonces de una “sudamericanización” del África, como dicen los observadores europeos? Si la frecuencia de los pronunciamientos y el posterior encumbramiento del sector militar facilitan la aproximación, hay otros datos que, al menos desde ciertos puntos de vista permiten encontrar algunas diferencias no desdeñables. Primero, los efectivos de los ejércitos Africanos son mucho más reducidos que los latinoamericanos, tanto en cifras absolutas como relativas. Segundo: aunque en algunos países llegan a absorber hasta el 20 por ciento de los recursos del Estado, también sus recursos son enormemente inferiores. Tercero: todavía no es una constante que los jóvenes consideren a las fuerzas armadas como una vía segura de promoción social y de acceso al poder. Cuarto: los gobiernos contrarrestaron la posible influencia de los uniformados creando milicias partidarias y fortaleciendo los cuerpos policiales. Quinto: la oficialidad Áfricana tiene menos espíritu de cuerpo, menos sentido de casta y menor politización que sus colegas de otros continentes. Sexto: en los primeros años actuaron, por lo general, al servicio del poder civil y algunas de sus acciones posteriores mostraron que estaban dispuestos a devolver el poder a los civiles (Dahomey). Estas son conclusiones extraídas en varios simposios realizados por militares sobre el papel de las fuerzas armadas en los nuevos países, que incluyen también algunas otras observaciones de gran interés. Algunas, son de tipo psicológico y se refieren al sentimiento de frustración experimentado por la oficialidad de la época de la independencia, formada en las escuelas metropolitanas, integrada al “gran ejército” imperial, adicta a las ideas de jerarquía, orden, dignidad, uniformidad adquiridas durante sus estudios y poco menos que condenada a servir en pequeños cuerpos de más pequeños países, donde aquellos ideales tenían poca vigencia. Por otra parte, muchos de ellos habían luchado en las guerras coloniales —Indochina, Argelia— y debían actuar ahora en países cuyo surgimiento se debía, precisamente, a la lucha anticolonialista. Es natural que no se sintieran cómodos en su nueva situación, pero eso no explica por completo que se decidieran a derrocar al gobierno. Habría que agregar un elemento más: que los acuerdos de ayuda militar han implicado la prolongación de ese contacto con los ejércitos coloniales y una más fácil penetración de la ideología neocolonialista y que todavía los altos jefes siguen formándose en los institutos metropolitanos o en colegios especiales creados por las metrópolis en los nuevos países.

Sin embargo, hay golpes que, lejos de instaurar un gobierno procoloníal, proclaman su orientación socialista (Sudán, 1970). En estos casos, se trata de oficiales jóvenes y de ideología opuesta a la de sus superiores jerárquicos. Esto demuestra que los ejércitos, como los países Africanos, tienen una posición menos monolítica de la que les atribuyen los que agregan, a la vieja división de un África moderada y un África revolucionaria, la de un “África militar”.

Bibliografía

J. Berque y.J. P. Charnay, De I’impérialisme á la dècolonisation, París, Minuit, 1965.

G. de Bosschère, Perspectives de la décolonisation, Paris, Michel, 1969.

Y. Benoit, Idéologies des indépendances Áfricaines, París, Maspéro, 1969.

P. Bairoch, Diagnostique de I’évolution économique du Tiers monde, 1900-1966, París, 1967.

R. Barbé, Les classes sociales en Afrique noire, Paris, Presse de la Cité, 1964.

Ph. Decraene, El panÁfricanismo, Eudeba, Bs. As., 1964. R. Dumont, L’afrique noire est mal partie, Paris, ed. du Seuil, 1962.

E. Friedland y R. Rossberg, África socialista, México, FCE, 1964.

S. Badian, Las vías del socialismo Áfricano, Barcelona, Ed. cultura popular, 1967.

H. Grimal, La décolonisation, 1919-1963, Paris, Colín, 1965.

G. de Lusignan, L’Afrique noire depuis l’indépendance, Paris, Fayard, 1969.

G. Legun, PanÁfricanism, Londres, Pall Mall, 1962.

M. Merle (dir.), L’Afrique noire contemporaine, París, Colin, 1968.

M. Mabileau y P. Meyriat, Décolonisation et régimes politique en Afrique noire, Paris, Colin, 1967.

A. Meister, L’Afrique peut-elle partir?, Paris, ed. du Seuil, 1966.

K. Nkrumah, África debe unirse, México, FCE, 1962. K. Nkrumah, Autobiografía, México, FCE, 1962.

George Padmore, PanÁfricanisme ou communisme, Paris, Presence Áfricaine, 1961.

D. Thiam, La politique ètrangére des états Áfricains, París, PUF, 1963.

S. Touré, Indépendance guinéeene et unité Áfricaine, París, Presence Áfricaine, 1962.

L. V. Thomas, Le socialisme en Afrique, Paris, Le Livre Áfricain, 1966.

Diarios: Monde Diplomatique, Monde Hebdomadaire, Paris; La Opinión, Clarín, Buenos Aires.

La organización sindical

A pesar de sus muy escasos efectivos, puesto que obreros y empleados sólo constituían un 10% de la población (salvo en el “cinturón de cobre” rhodesio o Kenia) los sindicatos Africanos desempeñaron un papel importante en las etapas previas a la independencia, actuando en estrecha vinculación con los partidos políticos y las demás agrupaciones representadas en el Congreso de Manchester. El derecho de agremiación fue reconocido en las colonias de obediencia inglesa desde 1930, en las francesas desde 1937 y en el Congo belga desde 1945, aunque con limitaciones considerables que iban desde la exigencia de que sus miembros fueran alfabetos hasta la prohibición de sindicatos mixtos. En ese período todos los gremios sufrieron la influencia del sindicalismo metropolitano, tanto del “Trade Union Congress” británico como de las centrales francesas o belgas, cuyas divisiones reproducían en el continente negro. En vísperas de la independencia se produjo la ruptura con los metropolitanos y los sindicalistas Africanos afirmaron simultáneamente su derecho a la autonomía y el principio de “neutralismo positivo” con respecto a cualquier asociación internacional. En la zona inglesa surgieron federaciones autónomas (Kenia) o sindicatos íntimamente vinculados al partido predominante (Ghana), pero en la zona francesa se constituyeron centrales regionales que procuraban evitar una balcanización excesiva. En 1959 existían la Confederación Áfricana de Trabajadores Creyentes, la Confederación Áfricana de sindicatos libres Fuerza obrera y la Unión general de trabajadores de África negra, creada esta última por iniciativa de Sekou Touré.

Las federaciones locales o regionales no tuvieron larga vida, pues al lograrse la independencia las seccionales de cada país se vincularon con el partido dominante, y se atribuyeron un papel de activistas con respecto al futuro de sus países.

Así nació una concepción original y muy novedosa del sindicalismo con menos énfasis en la lucha de clase y en las reivindicaciones obreras que en sus congéneres europeos.

El 24 Congreso de la Unión sindical Áfricana reunido en Bamako (Malí) definió claramente este papel teniendo en cuenta las distintas situaciones políticas que podían existir en los países y la necesidad de unificar el criterio de los gremios de posición afín. Como directiva general, se propugnaba la unión sindical dentro de cada país y en el Continente; la defensa de los intereses materiales y morales de la clase obrera y la independencia con respecto a cualquier organización internacional. En los países dependientes o segregacionistas, como las colonias portuguesas, Rhodesia, Sudáfrica, había que organizar a los obreros, profundizar su conciencia de clase y dar contenido social y revolucionario a su lucha por la liberación nacional; en los ya independientes y orientados en sentido progresista, los obreros debían participar activamente en la puesta en marcha de la economía, acelerar el cumplimiento de los planes de desarrollo y mejorar la producción; dar sentido revolucionario al movimiento político y preparar a los futuros dirigentes; en los que se hubieran alienado en el frente capitalista y neocolonialista correspondía realizar actos subversivos, oponer a los intereses imperialistas el frente unido de los obreros y servir de núcleo para la cohesión de los grupos opositores en torno a un auténtico partido revolucionario.

Esta particular actitud del sindicalismo Áfricano se explica por dos órdenes de hechos; por un lado, la heterogeneidad social de su constitución, por cuanto la mayoría de los gremios no agrupaban solamente a los escasos proletarios de los nuevos países, sino también, y sobre todo, a los empleados públicos (muy abundantes en los nuevos Estados), a los profesionales y, en ciertos casos a los trabajadores agrícolas. Por el otro, a la prioridad absoluta que en sus plataformas se atribuía a la lucha contra los monopolios extranjeros, al rechazo del sistema neocolonial y a la crítica a toda forma de discriminación racial. El movimiento sindical consideraba más importante la consecución de estos objetivos que el enfrentamiento con una débil y escasa burguesía nacional, que no era, por el momento, el enemigo principal.

Sin embargo, el sindicalismo sigue siendo en África una oposición latente que recupera su fuerza en los momentos de crisis, y que, llegado el caso, puede ser el elemento determinante de la caída de un gobierno, como ocurrió en Dahomey, en 1963 donde una huelga general de la Unión de trabajadores provocó la intervención del ejército, la caída del presidente Maga y la constitución de un comité revolucionario. Del mismo modo, el deterioro de la situación de los trabajadores y la disminución de los sueldos de los empleados públicos provocaron las huelgas y manifestaciones masivas que culminaron con la caída de los gobiernos de turno en la República Centroafricana y en el Alto Volta en 1966.

Los gobiernos de corte conservador, los surgidos de golpes militares derechistas y los instaurados en países racistas no toleran ninguna forma de sindicalismo simplemente. El encarcelamiento de los líderes más notables, la obligación de obreros y empleados de agremiarse a las asociaciones oficialistas y la persecución de toda agrupación disidente condenan a la desaparición o a la clandestinidad al sindicalismo combativo, tal como ocurrió en la Costa de Marfil en 1962, en Rhodesia en 1964, y en Liberia en 1966.

Aun más grave es la situación en los territorios dependientes —sobre todo en Angola, Mozambique, Guinea-Bissau— puesto que las metrópolis no ignoran que los sindicatos son la única fuerza social organizada capaz de traducir al plano revolucionario el descontento y las ansias de liberación de las masas sometidas.

This entry was posted on Friday, March 31, 1972 at 10:48 AM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comments

Post a Comment