Los conflictos del medio oriente  

Posted by Fernando in

Santiago Raffo

© 1972

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

Los conflictos del medio oriente. 1

Índice. 1

La Primera Guerra Mundial 2

El sionismo y los movimientos nacional-burgueses 2

Antisemitismo y fascismo. 2

Colonización judía de Palestina. 2

El Medio Oriente y la Segunda Guerra Mundial 2

La crisis de Suez 2

Las revoluciones nacional-burguesas 2

La Guerra de los seis días 2

El problema palestino. 2

BIBLIOGRAFIA. 2

Palestina desde sus lejanos orígenes 2

Desarrollo de los sectores industriales judíos y árabes 2

Los palestinos 2

El panorama político contemporáneo está dominado por dos fenómenos paralelos y aparentemente contradictorios. En forma simultánea se agudizan las guerras y la violencia (Indochina, Irlanda, las múltiples guerrillas de Asia, Africa y América latina) y florecen las negociaciones de alto nivel entre fuerzas tradicionalmente antagónicas (Conferencia de París sobre Vietnam, reunión cumbre indopaquistaní, tratado para la reunificación de Corea, visitas de Nixon a Pekín y Moscú, acuerdo sobre Berlín, convenios directos entre las dos Alemanias, Conferencia de Seguridad Europea, etc.).

En Medio Oriente, en cambio, ocurre lo contrario. Sobre el fondo de una tregua precaria y tensa, la guerra ha cesado, al menos temporaríamente, y sólo revive a través de esporádicos episodios terroristas o choques aéreos de alcance limitado. Sin embargo, sigue siendo el único foco de tensión mundial que no es objeto de negociaciones directas entre las partes en pugna. Es imposible comprender todas las dificultades que jalonan la situación de Medio Oriente y bloquean los esfuerzos de paz, sin considerar que la formación del Estado de Israel fue un elemento decisivo para el crecimiento del nacionalismo árabe.

Israel y el drama de los palestinos fueron el fogonero de los movimientos militares que comenzaron en Siria para alcanzar luego su más alto grado de desarrollo y eficiencia en Egipto bajo el liderazgo de Nasser. Estos movimientos fueron un esfuerzo apreciable por modificar el atraso de las sociedades árabes sumergidas por una legendaria dependencia de potencias imperialistas. Pero, por las peculiaridades de su formación histórica, las naciones árabes encontraron en sus militares al grupo nacional más concentrado y ejecutivo capaz de llevar adelante esa tarea.

Ese condicionamiento histórico marcó las características negativas de este proceso: falta de participación popular, burocratismo, excesos verbales a los que se dio categoría de realidad y la evidencia de que el atraso era mucho más difícil de superar de lo que se esperaba a comienzos de la década del 50.

La Guerra de los Seis Días fue la prueba de fuego de esta coyuntura y desmoronó el castillo de ilusiones que los pueblos se habían forjado con el endeble cemento de los discursos y proclamas. Sin ningún fundamento Nasser se dejó llevar por amenazas de destrucción y de exterminio contra Israel, alimentó el fanatismo nacionalista de la derecha judía y asistió impávido al derrumbe de su ejército. La Guerra de los Seis Días demostró la falta de madurez de los regímenes árabes y la superioridad israelí, basada en el modernismo de su organización económica, político y militar. No sólo reveló el atraso socioeconómico de los árabes, sino la ignorancia política de las masas, derivadas: del culto personalista del nasserismo, de su ideología estrechamente nacionalista, de la ausencia de algo que se parezca a una discusión libre. EI ejército egipcio no podía contar con la iniciativa individual de sus soldados y ofíciales, que esperaban órdenes de arriba hasta para las operaciones preventivas más elementales. La incuria militar fue sólo un índice de la debilidad profunda de todo el organismo socio-político. Ahora bien, hoy que las misiones comerciales y diplomáticas ocupan cada vez más el lugar de los “agentes subversivos”, parece evidente que pronto la “mesa de negociación” habrá de albergar a los representantes árabes y judíos en la búsqueda de acuerdos básicos que aseguren la paz. Mientras tanto el conflicto sirva para enmascarar las contradicciones internas, o se busque la mediación de grandes potencias para que presionen sobre el adversario, la guerra seguirá pesando como una pesadilla sobre ambos pueblos.

La Primera Guerra Mundial

Poco antes de esta guerra, Palestina comprendía los actuales territorios de Israel y Jordania, es decir una superficie de 116.000 kilómetros cuadrados, y aproximadamente 500.000 habitantes. El Jordán recorre al país de norte a sur, casi en su centro, para perderse en el Mar Muerto. Más de la mitad del país era desértico o semidesértico y un 60% de sus habitantes eran nómades y seminómades.

El grueso de la población sedentaria se componía del conjunto heterogéneo de razas y pueblos que ocuparan sucesivamente el Medio Oriente, con una diversidad arábico-levantina de religiones, costumbres e idiomas.

Dos olas de inmigrantes llegadas a Palestina en 1881 y 1900-1910, provenientes de Rusia, la primera, y de Polonia y Europa Central, la segunda, constituían el núcleo del movimiento sionista moderno por un retorno en masa de los judíos a su antigua patria. Estos primeros sionistas, en su mayoría intelectuales de origen pequeño-burgués, preconizaban el retorno a la tierra bajo la influencia de ideas confusas de nacionalismo, misticismo religioso y socialismo utópico. Se establecieron en aglomeraciones agrícolas, en tierras compradas a los señores feudales árabes con la ayuda de subsidios y donaciones reunidas a través del mundo por sociedades judías de beneficencia. Eran sesenta mil, aproximadamente, antes de la primera guerra mundial.

Administrativamente, Palestina dependía de la autoridad del gobernador turco de Siria. Por su escasa importancia desde todo punto de vista, se la consideraba una subprovincia. En el aspecto económico era un país pobre. La fabricación de jabón a base de aceite de oliva constituía su única industria. El jabón y los frutos cítricos, sus únicas exportaciones a los países limítrofes. Por lo demás, su población vivía de una producción agrícola y de una artesanía que respondían a métodos medievales, y del pequeño comercio local.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, los problemas del pueblo judío tomaron un carácter de orden internacional. A partir del triunfo de la revolución burguesa en Inglaterra y en Francia, y la instauración del régimen capitalista en un gran número de países de Europa y en Estados Unidos, el problema de los judíos en dichos países y las persecuciones seculares parecían haber concluido. En los países como Inglaterra y Francia, donde la burguesía había eliminado al feudalismo mediante revoluciones violentas, y donde la autoridad de la Iglesia, sostén del antiguo régimen, se encontraba disminuida, los “ghettos” fueron prácticamente suprimidos y el antisemitismo teóricamente abolido. No obstante, los pogroms organizados en Rusia, Polonia y otros países de Europa oriental hacia fines del siglo XIX, luego el “affaire” Dreyfus en Francia, hicieron comprender a ciertos judíos que no podía haber para ellos seguridad y dignidad bajo la Iglesia del liberalismo burgués, como no las hubo bajo la del feudalismo. El sionismo, movimiento de retorno del pueblo judío a la Tierra Prometida, encontraba sus bases ideológicas, y las dos guerras mundiales no tardarían en darle sus bases materiales.

En vísperas de la primera guerra mundial, varias potencias coloniales tendían sus redes y se enfrentaban para capturar la herencia del ya en descomposición Imperio Otomano, que ocupaba entonces la mayor parte del Medio Oriente árabe y dentro de ella Palestina.

En 1914 estallaba la guerra, y con ella, una nueva partición de mundo y del Medio Oriente quedaba librada al encadenamiento de los hechos. En 1915, Turquía entraba en guerra junto a Alemania. Un año después Inglaterra firmaba un acuerdo bipartito con Francia, acuerdo denominado Sykes-Picot por el cual convenían la repartición de la Turquía asiática después de la victoria; Inglaterra se reservaba Palestina e Irak; Francia, Siria y Líbano. Sólo entonces Gran Bretaña comprendió la importancia estratégica de Palestina y comenzó a interesarse en la dominación de un territorio que podía servir como base estratégica para la custodia del Canal de Suez y como valla entre Siria, controlada por Francia, y los dominios británicos a lo largo de la ruta de la India. Fue en el curso de la primera guerra mundial, en 1917, cuando lord James Balfour, secretario de Estado en el Ministerio de Relaciones Exteriores del gabinete de su majestad británica, hizo su famosa declaración por la cual Inglaterra se comprometía a “facilitar la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la victoria”; en ese momento los países árabes estaban bajo la dominación turca unos, bajo la inglesa otros, como Egipto.

De ambas partes de las diversas fronteras, la oposición árabe no tenía aún su razón de ser. Solo una vez terminada la guerra y estando todo el Medio Oriente ocupado por Inglaterra y Francia en nombre de mandatos delegados por la Sociedad de Naciones, se manifestaron las primeras resistencias árabes contra el “hogar nacional judío en Palestina”. Esas pocas voces que pretendían alzarse en representación de todos los pueblos árabes para impedir la inmigración judía en Palestina, eran en realidad las de los jefes políticos pertenecientes al feudalismo y a la burguesía comercial, ligados todos ellos a Inglaterra. No podía aún nacer un movimiento nacional árabe en sociedades que vivían bajo un régimen feudal; que, fuera de las grandes ciudades, se hallaban diseminadas en territorios desérticos y semidesérticos donde el camello y el asno constituían los únicos medíos de locomoción, donde la producción era estrictamente agrícola y de artesanía y donde el comercio se limitaba a intercambios y mercados locales.

El sionismo y los movimientos nacional-burgueses

El sionismo nació entre el fulgor de los incendios provocados por los pogroms rusos de 1882 y en el tumulto del caso Dreyfus, dos acontecimientos que revelaron la agudeza que alcanzó el problema judío a fines del siglo XIX. El acelerado proceso de acumulación capitalista de la economía rusa, luego de la reforma de 1863, hace insostenible la situación de las masas judías en las pequeñas ciudades. En Occidente, las clases medias desmenuzadas por la concentración capitalista, comienzan a volverse contra el elemento judío cuya competencia agrava su situación. El estallido en Francia del “affaire Dreyfus” impulsa a Teodoro Herzl a escribir su libro “El Estado Judío”, y a fundar el movimiento sionista (independientes de los movimientos judaicos orientales). Herzl escribió en sus diarios: “Cuando ocupemos la tierra… expropiaremos poco a poco la propiedad privada en los Estados que se nos asigne. Trataremos de desanimar a la población pobre alejándola más allá de la frontera, procurando empleo para ella en los países intermedios y negándole cualquier empleo en nuestro país… Tanto el proceso de expropiación como el de eliminación de los pobres deberá ser llevado adelante discretamente y con circunspección”. La cuestión judía se convierte en una cuestión nacional, cuya solución corresponde a los propios judíos. Según A. León,

“desde el principio el sionismo apareció como una reacción de la pequeña burguesía judía (que aún constituye la base del judaísmo) duramente atacada por la creciente ola de antisemitismo, sacudida de un país a otro, y que procura alcanzar la Tierra Prometida para sustraerse a las tempestades desencadenadas sobre el mundo moderno”.

Si bien el sionismo es fundamentalmente una reacción contra la situación creada al judaísmo por la combinación de la destrucción del feudalismo y el amplio desarrollo del capitalismo, afirma que constituye una reacción contra el estado de cosas existente desde la caída de Jerusalén en el año 70 de la Era Cristiana. El sionismo ve en la caída de Jerusalén la causa de la dispersión y, en consecuencia, el origen de todas las desventuras judías en el pasado, el presente y el futuro. Producto, en realidad, de la fase imperialista del capitalismo, sostiene el sionismo que su origen se remonta a un pasado más que bimilenario.

La ideología sionista, como toda otra ideología, no es más que el reflejo desfigurado de los intereses de una clase. Es la ideología de la pequeña burguesía judía, asfixiada entre las ruinas del feudalismo y el desarrollo del capitalismo. Sin embargo, la refutación de las fantasías ideológicas del sionismo no niega las necesidades reales que le dieron origen: el antisemitismo moderno, el mejor agitador en favor del sionismo.

Como todo movimiento nacional, el sionismo tiende espontáneamente a compararse con los otros movimientos nacionales, pero en realidad, los fundamentos de unos y otros son totalmente diferentes. Para Lenin:

“El capitalismo en desarrollo conoce dos tendencias históricas en la cuestión nacional. La primera consiste en el despertar de la vida nacional y de los movimientos nacionales, en la lucha contra toda opresión nacional, en la creación de Estados nacionales. La segunda es el desarrollo y la multiplicación de vínculos de todas clases entre las naciones, el derrumbamiento de las barreras nacionales, la formación en general de la política, de la ciencia, etc. Ambas tendencias son una ley universal del capitalismo. La primera predomina en los comienzos de su desarrollo, la segunda distingue al capitalismo maduro, que marcha hacia su transformación en sociedad socialista”.

En consecuencia, en el siglo XIX, la época del florecimiento de los nacionalismos, lejos de ser “sionista”, la burguesía judía era profundamente asimilacionista; o, según A. León, “el proceso económico que da origen a las naciones modernas, plantea las bases de la integración de la burguesía judía en la nación burguesa”.

Antisemitismo y fascismo

En el siglo XIX al antisemitismo (movimiento dirigido contra los judíos, no contra los semitas) se le añade el antisemitismo racista, cuyos precursores son el conde De Gobineau, quien en sus obras sostiene la superioridad de la raza “aria” e interpreta la historia desde una perspectiva racista; y H. St. Chamberlain, inglés nacionalizado en Alemania. Sus epígonos establecen la igualdad: ario-germano-alemán. La doctrina de la raza (concepto zoológico primario) y la concepción del social darwinismo, derivada de una falsa interpretación de la teoría darwiniana, son las bases del naturalismo biológico que encuentra su apogeo en el Tercer Reich.

La propaganda antisemita, ha subestimado permanentemente, desde Hitler, hasta Nasser, los motivos reales del antisemitismo moderno, orientándola hacia sus elementos míticos e ideológicos, como “los planes de dominación universal del judaísmo internacional”. Entendido —según A. León— como la lucha de la pequeña burguesía en el mercado interno contra los elementos “extraños” (los judíos), en una época caracterizada por la conquista de mercados exteriores por el gran capital, el antisemitismo, es para él, ante todo, “la máscara ideológica del imperialismo moderno”. El concepto de la “riqueza judía” introducido profundamente en la conciencia de las masas, despierta y actualiza, a través de la propaganda, la imagen del judío “usurero”, contra el cual lucharon largo tiempo campesinos, pequeño burgueses y señores. Para este mismo autor, el éxito del antisemitismo significa históricamente que “el capitalismo logró canalizar la conciencia anticapitalista de las masas en dirección a una forma anterior del capitalismo que sólo existe como vestigio”. El antisemitismo cubre, asimismo, una necesidad actual del capitalismo moderno: fundir a todas las clases en el crisol de una “comunidad racial” opuesta a las otras razas. Pero así como es necesario fundir las diferentes clases en “una sola raza”, es preciso que esta raza no tenga más que un sólo enemigo: “el judío internacional”.

La propaganda árabe, por su parte se ha apoyado en premisas menos ortodoxas. En el problema que nos preocupa, el antisemitismo adquiere el carácter de lucha nacional-patriótica, contra un enemigo nacional. Oculta tras la máscara ideológica del antisemitismo, que toma aquí la forma de antisionismo, en tanto que combate la concreción de una burguesía nacional débil contra el avance de los planes de desarrollo capitalista de su contraria. La necesidad de apoyarse en las masas, o más bien de maniobrarlas, no sólo en cuanto a las necesidades de la lucha nacional, sino en cuanto a que la única posibilidad de competencia con su adversaria se apoya en la explotación de las mismas, lleva al nacionalismo burgués a sustentar su dominación de clase en un instrumento ideológico fácilmente aprehensible por las masas populares: el antisemitismo o antisionismo.

A tal punto ha llegado esta propaganda, que los ideólogos del “socialismo nacional” árabe no han vacilado en asimilar el judaísmo al capitalismo; el antisemitismo al socialismo y a la economía dirigida para la guerra a la economía dirigida socialista.

Enfrentados como dos formas de nacionalismo burgués, la existencia de uno se ha transformado en la condición de existencia del otro.

Colonización judía de Palestina

El conflicto judeo-árabe había comenzado teóricamente con la declaración del ministro inglés lord Balfour sobre la creación del “Hogar Nacional Judío” en 1917, y prácticamente con el mandato británico en Palestina en 1920. Es evidente que el deseo de numerosos judíos, dispersos por el mundo, de aumentar la minoría ya existente en Palestina y crear con ella un Hogar Nacional o un Estado judío, afectaba en primer término a los habitantes de Palestina, la mayoría árabe y las minorías restantes. Pero esos elementos confrontados en la escena del conflicto por una Palestina árabe o judía, no eran los únicos. Entre bastidores actuaban fuerzas e intereses muchos más poderosos.

Con el propósito de dividirse entre ellos la zona después de la guerra, Gran Bretaña y Francia tuvieron que frenar el movimiento árabe por la independencia en Siria, Iraq y Palestina. Considerando que la promesa a Hussein (constitución de un Estado árabe independiente en el Medio-Oriente que incluía a Palestina) fue descartada, la Declaración de Balfour se usó mucho más convenientemente: los inmigrantes sionistas iban a reforzar la dominación británica sobre Palestina. Gran Bretaña no tenía intenciones de establecer un Estado Judío después de la guerra. Un Estado moderno en Palestina significaba una amenaza para las estructuras sociales antiguas de todos los países árabes. Las feudalidades, que ya le servían para otros fines, fueron también aliados naturales que encontró Inglaterra contra la creación del nuevo estado. Hasta entonces, los colonos sionistas iban a desempeñar un doble papel en los intereses del imperialismo británico; por un lado, ayudar a transformar el territorio en una base estratégica adecuada y servir como paragolpe a la reacción de las masas árabes contra el régimen de ocupación; por el otro, convertirse —eventualmente— en socios menores de la explotación económica.

La influencia extranjera en el desarrollo económico, social y político de los países árabes no se detuvo con la caída del imperio otomano. Las dos potencias aliadas en la guerra contra los turcos venían con fines y planes de dominación que habrían de enfrentarse y rivalizar a lo largo de los veinte años transcurridos entre las dos guerras mundiales.

Esta fase de la ocupación francobritánica del Medio Oriente constituye el punto de partida del desarrollo de la conciencia nacional de los diversos pueblos árabes desde el momento en que desapareció el régimen secular de la dominación otomana. Pero habiéndolos libertado de los turcos y de su sistema feudal-teocrático, franceses e ingleses les impusieron en cambio un nuevo tipo de dominación colonial: el Mandato, con toda su gama de contradicciones nuevas. Idénticas en su contenido, las dominaciones inglesa y francesa sólo tenían diferencias de forma. Ambas procuraron mantener el antiguo régimen modificado mediante el injerto de leyes económicas, jurídicas y políticas de democracia burguesa. A partir de entonces, las sociedades árabes se desarrollaron sobre diversas contradicciones:

la alianza oficial y teórica entre Francia e Inglaterra, y su rivalidad práctica.

la voluntad de las potencias mandatarias de mantener el feudalismo en los países árabes, y las leyes económicas objetivas provocadas en parte por la propia explotación-colonial que minaban las bases económicas del feudalismo.

la decisión de las dos potencias de frenar la emancipación de los pueblos árabes reprimiendo sus movimientos de liberación, y la puja a que se veían obligados a recurrir en su rivalidad por ganar la amistad de los árabes.

Todas estas contradicciones, conjuntamente con el desarrollo de las comunicaciones, la instrucción pública y los intercambios comerciales con un mundo exterior más accesible, permitieron el nacimiento de una conciencia nacional en los diversos países árabes, a través del aumento de la burguesía y clases medias y la ruina económica de sectores feudales terratenientes y nómades.

A comienzos de la década del 30, un acontecimiento de orden internacional, engendrado a millares de kilómetros de Palestina, debía modificar el contenido y las perspectivas del conflicto judeo-árabe. La victoria del nazismo en Alemania, con la llegada de Hitler al poder, trastocó los planes políticos en el Medio Oriente, aportando a este conflicto elementos decisivos. Las persecuciones nazis llevaron a Palestina una ola de inmigrantes judíos, cuyos conocimientos científicos y técnicos, al mismo tiempo que el equipo industrial que trajeron consigo, proporcionaron los medios humanos y materiales necesarios al “Hogar Nacional”.

La inmigración, legal o ilegal, engrosó las filas de la comunidad judía, la cual ascendió de 174.000 miembros en 1931, a 630.000 en 1947 (alrededor de un tercio de la población). Gran número de los nuevos inmigrantes eran judíos ricos que traían no sólo capital y conocimientos, sino también industrias enteras (por ejemplo, la industria del tallado de diamante trasladada desde Holanda) y numerosas relaciones comerciales y financieras. Así, con este gigantesco aporte, el sector judío estuvo capacitado para cosechar para Palestina la mayoría de los beneficios del boom económico de los años de guerra.

Existían en Palestina, durante este período, dos economías, que verificaban en su carácter antagónico, las mismas leyes económicas que habían determinado el ascenso del capitalismo por sobre el feudalismo en gran parte del mundo moderno. El desarrollo creciente del sector judío de Palestina, era el elemento central que a la par que adquiría un progresivo carácter de economía capitalista independiente, exacerbaba las contradicciones con su contrario, el sector árabe semifeudal, que permanecía ligado por su atraso, a estrechos lazos de dependencia colonial. Las consecuencias del desarrollo del sector judío se manifestaron en que la economía palestina no fue ya predominantemente agrícola para 1936 (según la participación de este sector en la renta nacional). Pero aún el 60% de las fuerzas trabajadoras árabes se ocupaban en la agricultura. El desarrollo industrial que explica este cambio ocurrió principalmente, en la parte judía donde la participación de la industria manufacturera en la renta nacional ascendió de un 26% en 1936 al 41% en 1945, mientras que en la parte árabe decayó de un 13,6% a un 10,8%. Finalmente, hacia 1940, el sector judío copó el control sobre las tres cuartas partes de la industria extranjera de Palestina.

La política económica sionista, estaba basada —según Trabulsi— en tres principios que tendieron a darle finalmente a este sector los rasgos característicos de una “economía cerrada”:

“el ‘sindicato hebreo’, que obligaba a los empleadores judíos a prescindir de los trabajadores árabes y a emplear solamente judíos (los empleadores judíos renuentes recibían compensaciones de la Agencia Judía);

‘compre el producto de la tierra’, reducido a su más simple expresión como ‘compre lo judío’;

‘rescate la tierra’, comprándola principalmente a los propietarios ausentes e instalando inmigrantes judíos para trabajarla.”

Estas medidas económicas restrictivas que caracterizan en general a todo proceso de acumulación capitalista, de constitución de mercados internos y delimitación de fronteras nacionales, se constituyeron en elementos decisivos para la victoria de la colonización sionista, que es la victoria de un sector económico judío altamente industrializado y técnicamente avanzado, sobre una economía árabe semifeudal y atrasada. La Agencia Judía era el organismo supremo del sionismo en Palestina. Estaba integrada por representantes de las diversas organizaciones políticas y sociales judías palestinas (con una mayoría de la central obrera Histadrut), y representantes de las organizaciones sionistas de los países extranjeros que se encargaban de la inmigración, la propaganda y cuanto concernía a la creación del Hogar Nacional. Era el verdadero gobierno de la minoría judía de Palestina. Prácticamente dirigía todas las actividades de los judíos de Palestina y de los judíos del mundo que deseaban instalarse en el país. En el periodo anterior a la creación del Estado de Israel, la Agencia Judía estimuló el desarrollo de las empresas agrícolas de tipo socialista, pues solamente grupos organizados con un gran espíritu de solidaridad podían sobrevivir en las condiciones existentes en Palestina bajo el Mandato Británico. Después de la creación del estado, la Agencia Judía, transformada en gobierno de Israel, habría de cambiar de política. Las granjas colectivas de tipo socialista estaban agrupadas en una sola organización cuyo comité central, tenía representantes en la Agencia Judia. Era el encargado de coordinar todas las actividades de orden general de las granjas que estaban bajo su dependencia: planificación, seguridad, ayuda económica recíproca, salida de los productos, concentración y generalización de las experiencias en todos los dominios, elaboración de los programas de enseñanza, problemas políticos o ideológicos y relaciones con las poblaciones árabes. La Histadrut, que agrupaba a todos los trabajadores judíos, es decir la mayoría de la población judía, no era una confederación general del trabajo de tipo común. Compartía el poder con la Agencia Judía. Poseía sus propias organizaciones, cultural, política, económica, financiera y social. La mayoría de las empresas industriales, las sociedades de transportes y comerciales, le pertenecían; tenía su propio banco. La organización sindical dominaba en los sectores industrial y comercial, y la de las granjas colectivas (kíbutzim) en el de la Agricultura. Los comerciantes burgueses de las diversas provincias árabes nunca fueron nacionalistas mientras existió el imperio otomano. No podían serlo. Faltaban las bases materiales del o de los nacionalismos árabes y esos burgueses no eran más que la imagen provincial de la burguesía turca. Prueba de ello fue su adhesión al movimiento “Nueva Turquía” apenas unos años antes del derrumbamiento del imperio turco. La primera guerra mundial había marcado el fin histórico del feudalismo en el Medio Oriente, creando la posibilidad del surgimiento y desarrollo de las clases burguesa y media. Pero las potencias coloniales que dominaban esta región lograron mantener artificialmente la influencia política de la feudalidad, sin poder evitar su degradación económica, e inhibieron el ascenso de la burguesía y de la clase media en función de sus propios intereses económicos y políticos.

La segunda guerra mundial señaló el comienzo de una nueva etapa de la evolución económica y social, configurada por las características propias de los países árabes y por el desarrollo del capitalismo a escala mundial. Hasta la década del 30, las clases medias de los países árabes no habían tenido organizaciones o partidos políticos propios. Sus representantes militaban junto a los burgueses, abrazando sus reivindicaciones y su causa.

El desarrollo general del Medio Oriente creó condiciones que permitieron la organización independiente de las clases medias. De todas las clases sociales de los países árabes, fueron las que más fácilmente se dejaron llevar por la propaganda fascista. Por otra parte, no hicieron más que seguir la ley general inherente a las clases medias de todas partes del mundo. El fascismo europeo en pleno auge, y particularmente el nazismo, les proporcionaron un modelo orgánico e ideológico.

Las primeras organizaciones políticas de las clases medias aparecieron en el curso de los años 1933-34, en Egipto y El Líbano. Dos hechos lo explican: Egipto era, y es aún, el país árabe, que contaba con una población más numerosa; y El Líbano, el que tenía mayor contacto con el extranjero. Un maestro egipcio, Hassan El-Banna, fue el autor de la primera versión oriental del nazifascismo, en forma de una cofradía políticoreligiosa, los “Hermanos Musulmanes”. Su doctrina estaba basada en la unificación del mundo musulmán, depuración de las taras y de la corrupción social y retorno a los valores y tradiciones del Islam. En El Líbano, Antun Saadé, creó el “Partido Sirio Nacional”. Su doctrina era estrictamente nacionalista, sin alusión alguna a la religión; su fin político era la reconstrucción del gran reino de Siria, esta vez uniendo Irak, Transjordania y Palestina a Siria y El Líbano, países que englobaban poblaciones enteras de musulmanes, cristianos y judíos. El sentido real de la aparición de estos grupos, junto a las “Falanges Libanesas”, organización juvenil de corte fascista, era la reivindicación de la clase media cristiana y su aspiración a la dirección política del país. El desarrollo cuantitativo de esta clase, colocándola en equilibrio con la burguesía, hacía posible esta pretensión.

El Medio Oriente y la Segunda Guerra Mundial

Entre 1933 y 1936, de la Palestina que debía dar a los judíos, de acuerdo a la declaración Balfour, Inglaterra separó una mitad que transformó en Transjordania. Luego permitió oficialmente a la inmigración judía en Palestina, aunque imponiéndole restricciones de orden diverso. Según las estadísticas de esa época, había en Palestina 600.000 árabes y 300.000 judíos. La inmigración árabe no estaba sujeta a ninguna condición ni límite. Las poblaciones árabes de Palestina y Transjordania reunidas, ciudadanas y campesinas y nómades no llegaban a un millón; los judíos constituían la cuarta parte del conjunto.

A partir de las persecuciones en Alemania, comenzó la organización de la inmigración clandestina judía, que fue adquiriendo mayores proporciones con el incremento de los movimientos antisemitas en Europa. Paralelamente, Inglaterra intensificó las medidas de represión del éxodo judío con el Libro Blanco de 1939, que suponía notables concesiones a los árabes.

La segunda guerra mundial había de provocar un cambio cualitativo en la relación de las fuerzas económicas, sociales y políticas en el seno de los pueblos árabes, así como entre éstos y las potencias coloniales que los dominaban. Dos factores hicieron impacto sobre la totalidad del Medio Oriente, los países árabes en particular, condicionando la evolución general de los movimientos de liberación nacional. Fue, en primer término, la derrota del fascismo internacional, especialmente la de Alemania por el Ejército Rojo, y la aparición de la Unión Soviética como fuerza mundial, a la cabeza del denominado campo socialista, así como la división del mundo entre dos sistemas socio-políticos y económicos diferentes. La entrada del imperialismo norteamericano en la escena del Medio Oriente como potencia rival de Francia e Inglaterra, constituyó el segundo factor que configuró el cambio estructural de la realidad árabe. En el transcurso del año 1943, la independencia de Siria y El Líbano fue oficialmente declarada y reconocida por Francia e Inglaterra. La Conferencia de Teherán, celebrada por los tres jefes de las tres potencias aliadas, Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética, anunciaba la inminente derrota de la Alemania hitlerista y sus aliados, y dejaba entrever la próxima lucha de los pueblos colonizados por su liberación. En el mes de diciembre de 1946, el general Beynet, último representante colonial de la Francia libre en el levante, se embarcó con el último soldado francés en el puerto de Beyrut, sin grandeza ni gloria. La expulsión de Francia, que significó un éxito indudable de Inglaterra en el terreno de la rivalidad imperialista, señaló al mismo tiempo su próxima quiebra y su reemplazo inminente por el poderoso aliado norteamericano cuya ayuda había solicitado. La supremacía inglesa en esta parte del mundo comenzó su declinación definitiva a partir del momento en que los Estados Unidos hicieron su entrada en los campos petrolíferos y políticos del Medio Oriente árabe.

Esta entrada se realiza en el curso e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, en calidad de aliados de Inglaterra, cuyo mantenimiento hubiera sido imposible sin esa ayuda interesada. La etapa de transformación de la solidaridad anglosajona en rivalidad, y luego en franca oposición, duró solamente el tiempo necesario para la eliminación de un enemigo común, el Eje Tokio-Berlín, y de un competidor común, la Francia del general de Gaulle, Este período se extiende, prácticamente, desde 1945-46, época de la expulsión de Francia, hasta 1948-49, en que estalló la guerra judeo-árabe de Palestina, transformada en guerra de la independencia del pueblo judío, que dio el golpe de gracia a la dominación inglesa en el Medio Oriente y provocó el desquiciamiento político y social en todos los países árabes.

La razón principal y directa del desencadenamiento de la lucha entre las organizaciones judías de resistencia a Inglaterra, fue la clausura de las puertas de Palestina a la inmigración judía. Definitivamente aniquilados los ejércitos alemanes, liberada Europa y sus campos de concentración, centenares de miles de judíos que habían escapado a la muerte quedaban en disponibilidad para la inmigración inmediata. Pero la Palestina y sus judíos representaban para Gran Bretaña el instrumento principal en su última tentativa de conservar su dominación en el Medio Oriente y explotar su petróleo. Precisamente en esos momentos, en que elaboraba ya sus planes de colonización postguerra, a través de una alianza concertada con el feudalismo y la burguesía árabe, Inglaterra no podía permitir la creación de un Estado judío en Palestina. Y fue en 1947 en que la lucha tomó un giro decisivo hacia la creación de ese estado, señalando el principio del fin de la dominación inglesa en el Medio Oriente. En el curso de ese año, Inglaterra anunció al mundo su decisión de abandonar su mandato y sus responsabilidades en Palestina. Habiendo agotado todos los medios de su política y de su ejército para vencer la resistencia judía, durante más de dos años, el imperio británico fijó el fin oficial de su mandato: el 14 de mayo de 1948. En la fecha prevista, y mientras el último soldado inglés acababa de abandonar el país, cinco ejércitos árabes pertrechados por Inglaterra, atacaban al pueblo judío de Palestina por cinco frentes distintos. Ese mismo día, en Tel Aviv, Ben Gurión, secretario general de la Central Sindical del Trabajo, anunciaba al pueblo judío y al mundo, el nacimiento del Estado de Israel y la constitución de su gobierno. Con pocas horas de diferencia, el Gobierno de los Estados Unidos, que había ordenado el embargo de las armas destinadas a los judíos, declaraba su reconocimiento de facto del Estado judío, y la Unión Soviética anunciaba su reconocimiento del Estado de Israel “de jure” y enviaba al primer embajador que recibía el nuevo Estado. El conflicto generado entre Inglaterra (potencia mandataria) y el pueblo judío, y la guerra judeo-árabe de 1948, que concluyó con la victoria judía y la constitución del estado de Israel, sólo puede ser explicado como una contradicción insalvable, ya no sólo con el feudalismo árabe o los incipientes movimientos y revoluciones nacional-burguesas en Egipto, Líbano, Siria o Iraq, sino con los intereses imperialistas ingleses, en cuanto al papel de la Palestina judía, como polo de desarrollo capitalista autónomo, enclavado en plena zona de dominación colonial británica. Así como el comienzo de la colonización sionista de Palestina coincidió con el primer movimiento de independencia de los árabes contra el imperio otomano, la victoria de esta colonización es paralela a la intensificación de la segunda fase del movimiento nacional de liberación árabe contra Inglaterra y Francia: la independencia del Líbano en 1943; de Siria en 1946; la intensificación de la lucha nacionalista en Egipto; el gran levantamiento patriótico del pueblo de Iraq contra la monarquía pro-británica, en 1948.

Para Fawwaz Trabulsi, si bien las causas de la participación de los estados árabes en la guerra de 1948, varían de un régimen a otro, sólo pueden ser explicadas dentro del siguiente contexto:

“La clase comercial-financiera gobernante que dominaba el Líbano y la alianza burguesa semifeudal que gobernaba Siria se vieron comprometidas, básicamente, por razones económicas. Su participación en la guerra estaba dirigida, principalmente, a refrenar el poderoso potencial industrial y comercial del Estado sionista. Dos puntos deben tenerse en cuenta aquí: primero, tanto Siria como el Líbano habían desarrollado un amplio sector industrial durante la guerra, que cayó jaqueado por la fuerte competencia de los productos occidentales una vez que la guerra terminó; la sofocante crisis económica resultante fue agravada aún más por la aparición de una poderosa economía judía en Palestina; segundo, Palestina había sido tradicionalmente un mercado para la producción agrícola de Siria, y Haifa el puerto del granero de Hauran. Tanto a los importadores libaneses de productos manufacturados occidentales como a los industriales los bajos derechos aduaneros les permitían vender sus mercancías en el mercado palestino. Con el desarrollo del sector económico judío, Palestina fue virtualmente perdida como mercado en un momento en que las economías siria y libanesa la necesitaban desesperadamente. Entre 1932 y 1945, las exportaciones de Palestina se multiplicaron aproximadamente ocho veces (26.251.000 libras palestinas — 211.914.000 LP), mientras que sus importaciones fueron reducidas aproximadamente a casi la quinta parte (15.178.000 LP — 3.285.000 LP en 1939). El enorme déficit en el balance palestino de su comercio con Siria que ascendía a 965.980 LP en 1939) se redujo a 96,607 LP en 1944. Esto sólo puede ser explicado por un incremento de las exportaciones palestinas a Siria; un intercambio, principalmente, de productos industriales por productos agrícolas. Además, a fines de 1930 el puerto de Haifa se había convertido en la principal salida para las regiones interiores del Medio Oriente, y el tránsito y el comercio se trasladaron rápidamente a él desde el anteriormente dominante puerto de Beirut. La intervención militar siria y libanesa en 1948 fue, sobre todo, el intento de una endeble y subdesarrollada burguesía industrial e intermediaria de recuperar su mercado palestino, o en todo caso, de frenar la amenaza de una comunidad judía europea altamente adelantada”.

Una vez finalizadas las fases principales de la guerra judeo-árabe-inglesa de 1948, comenzaba una nueva etapa histórica. El encadenamiento de los sucesos había conducido a hechos decisivos:

la quiebra de la política inglesa, por la proclamación del Estado de Israel y su ratificación internacional, particularmente su reconocimiento “de jure” por la Unión Soviética y todo el campo socialista, y de facto por los Estados Unidos, a los que siguieron casi todos los países del mundo.

El comienzo del derrumbe de las posiciones inglesas en el Medio Oriente, por el fracaso de sus planes militares y la derrota de los ejércitos de la coalición árabe.

La aparición de los Estados Unidos en la escena política del Medio Oriente, como futuro sucesor del Imperio Británico, y paralelamente la aparición de la URSS, y el bloque de estados liderados por ella, como apoyo efectivo de los movimientos de liberación nacional.

El surgimiento del Estado de Israel como elemento político y militar determinante dentro del marco del Medio Oriente.

La declinación irreversible de la Liga Arabe (Egipto, Siria, El Líbano, Irak, Transjordania, Arabia Saudita y el Yemen) de sus ejércitos, de los regímenes que representaba y de los intereses que defendía.

Dividiendo la guerra de 1948 en dos fases, la primera desarrollada como guerra efectiva y abierta y la segunda con la intervención de las Naciones Unidas, podemos concluir, que si el primer armisticio, había materializado la participación de los Estados Unidos en el conflicto judeo-árabe de Palestina, interponiendo su autoridad en favor de Inglaterra para limitar el desastre de la Liga Arabe a expensas de Israel, el segundo consagró la intervención norteamericana en los asuntos interiores y la política del Medio Oriente en calidad de árbitro y futuro heredero de Inglaterra y de sus posiciones en esta parte del mundo.

La crisis de Suez

La crisis de Suez, que estalló en el transcurso del año 1956, estuvo íntimamente ligada al conflicto judeo-árabe. El ataque fulminante del ejército israelí contra las bases egipcias del Sinaí, seguido de su rápido avance hacia Suez, transformó en guerra el agudo problema económico y político del canal que se extiende, de la ciudad de ese nombre, en el mar Rojo, a Port-Saíd, a orillas del Mediterráneo. Como resultado de la victoria de Israel sobre los países árabes que participaron en la guerra de Palestina, comenzó una nueva fase en la lucha librada por todos los pueblos del Medio Oriente por su liberación, fase caracterizada por una sucesión de agitaciones sociales, golpes de Estado y revoluciones abortadas. El derrocamiento de las clases o grupos de coalición que detentaban el poder y su reemplazo por otros, fue la manifestación concreta de esos movimientos; independientemente de su desarrollo y ritmo distintos, todos ellos tuvieron en común los mismos procesos sociales que condicionaron su evolución posterior, expresados en la declinación o caída definitiva del feudalismo, el ascenso de las clases medias y el despertar de la conciencia política de las masas populares; el reemplazo de la influencia británica por la norteamericana y la influencia ideológica creciente de la URSS sobre las masas populares, las clases medias e incluso un sector de la burguesía “ilustrada”. La ofensiva israelí contra las bases egipcias del Sinaí respondía a dos objetivos esenciales: la destrucción de las bases de infiltración de comandos árabes de sabotaje (Feddayin), instalados en el reducto de Gaza y en el Sinaí, así como la del ejército regular egipcio que Nasser (ascendido al poder en 1952, luego del derrocamiento del gobierno monárquico de Faruk), había concentrado en la frontera de Israel, con gran cantidad de equipo militar soviético. Y, por otra parte, la destrucción de las bases de artillería egipcia establecidas a lo largo del golfo de Akaba, desde donde bloqueaban el paso de los barcos israelíes que servían las vías comerciales marítimas entre el puerto de Eilath y los países de Asia y Africa. La crisis de Suez germinó pues en el transcurso de los años 1953-54.

Una vez finalizada la guerra de 1948, Israel trató de lograr el reconocimiento de las potencias internacionales sobre sus conquistas territoriales y obligar a los árabes a la aceptación del statu quo. Inglaterra, Francia y los Estados Unidos reconocieron el statu quo sionista en la declaración Tripartita de 1950, la cual sancionaba los términos del armisticio de 1949; pero los árabes se negaron a aceptarlo a menos que Israel reincorporara a los refugiados palestinos. Las potencias occidentales, ante el intento judío de lograr el reconocimiento de los países árabes, trataron de inducir a los mismos a la firma de un pacto antisoviético. Estas potencias enfatizaban el comunismo como el principal enemigo, pero sin embargo, ante la presión de crecientes movimientos nacionalistas, los paises árabes miraban a Israel como una amenaza mayor. Además, ninguno de ellos afrontaba ninguna amenaza comunista real interna, con la excepción de Irak que tenía un gran Partido Comunista y que fue el único país árabe que se unió al Pacto antisoviético de Bagdad. Obligados por las incursiones armadas judías en sus territorios —que perseguían el objetivo de forzar a los países árabes a la firma del pacto antisoviétíco— estos recurren a la ayuda militar occidental, que tendía a conducir necesariamente a la aceptación de la hegemonía de occidente en el Medio Oriente, el reconocimiento del Estado de Israel, y la firma del Pacto de Bagdad. Rechazando esta condición, Egipto se volvió hacia el bloque soviético y el control occidental sobre el suministro de armas fue roto. Simultáneamente la superioridad militar judía fue desafiada. La agresión tripartita contra Egipto en 1956 fue la consecuencia de las medidas “estatistas” de la burocracia gobernante de este país, en contra de los intereses de Gran Bretaña, Francia e Israel. Trabul si ha sugerido que

“si el convenio de armas checo de 1955 puso fin al chantaje de armas occidental, la nacionalización del canal de Suez luego de la negativa de Gran Bretaña, el Departamento de Estado y el Banco Mundial de financiar la construcción de la represa de Assuan, puso fin al chantaje ‘económico’ occidental”.

Inglaterra y Francia perdieron uno de sus baluartes económicos y estratégicos más importantes en la zona, mientras los egipcios recobraron una importante fuente de ingreso nacional (la percepción de los derechos de paso brindaba a Egipto una recaudación anual estimada en 400 millones de dólares). A pesar de la derrota militar a manos de las fuerzas franco-británicas-israelíes, Egipto, y con él el nacionalismo pequeño burgués, surgieron victoriosos en toda la zona. La década siguiente registra la lucha, logros y límites de esta nueva clase dirigente nacional.

Las revoluciones nacional-burguesas

El curso de la revolución árabe durante la década 1957-67, está marcada por los siguientes importantes sucesos: la formación de la República Arabe Unida entre Siria y Egipto en 1958, su disolución en 1961 y el advenimiento al poder de un régimen “monetario feudal”, contrarrevolucionario, 1961-63; la doctrina Eisenhower, la guerra civil en el Líbano, 1958-59; la revolución iraquí de julio de 1958 (derrocamiento de la monarquía Hashemita y el colapso del Pacto de Bagdad, para ser reemplazado más tarde por el CENTO sin participación árabe); la declaración de la República Septentrional de Yemen y la guerra civil en 1962 con la implicación militar egipcia y saudita; el surgimiento del nasserísmo, exactamente, luego de 1961 (las nacionalizaciones y la Constitución Nacional); el advenimiento del Baath al poder político en Siria, 1963 (y el efímero primer régimen baasí en Iraq, 1963-69). Durante este período, el imperialismo norteamericano reemplazó a los imperialismos francés e inglés en tres países árabes: el Líbano, Jordania y Arabia Saudita. Económicamente, Inglaterra tuvo que asumir involuntariamente el papel de socio menor en la explotación económica de Medio Oriente. Después de la revolución iraquí de 1958, el dominio británico fue restringido al Golfo y al Yemen Meridional donde el movimiento de liberación alcanzó su primera victoria con el surgimiento de la República Democrática Popular del Yemen Meridional en 1967, y donde la lucha anti-británica continúa todavía en Omán, Muscat y Zafar. La influencia francesa en el Medio Oriente árabe estaba en su más profunda decadencia durante la guerra de liberación nacional de Argelia; comenzó a recobrar su influencia y contrajo nuevos intereses lentamente luego de 1962, y a un ritmo sorprendentemente rápido después de junio de 1967. Podría decirse que el carácter predominante de los movimientos nacional-burgueses en el Medio Oriente árabe, está dado por los dos regímenes que lo representan: el nasserismo en Egipto, y el Baath en Siria.

Ambos, el Baath y el nasserismo son, predominantemente, los movimientos de la pequeña burguesía de los centros urbanos del Medio Oriente. Como movimiento, concretizan el deseo de lograr la “revolución nacional burguesa”: independencia política, reforma agraria burguesa y estatismo. Su acción es el resultado del fracaso de las clases que, originariamente dirigieron la lucha de independencia para alcanzar aquellos objetivos. El nasserismo en Siria se desarrolló, principalmente, como una reacción contra el régimen secesionista reaccionario de 1961-63, el cual desnacionalizó las grandes empresas capitalistas y, virtualmente, saboteó la reforma agraria. Este movimiento atrajo grandes sectores de la clase media mercantil y artesanal que prosperaron durante la RAU, como así también, campesinos, estudiantes y algunos de los remanentes de los partidos sirios: el Partido del Pueblo, el Partido Nacional y el Baath. Era, sin duda, un movimiento de masas, pero estaba desorganizado, era fragmentario, espontáneo y se apoyaba sobre uno de los medios de cambio político —el golpe de Estado militar— que, virtualmente, señalaba a las masas un papel subsidiario y reflejaba un rasgo constante del nacionalismo pequeño burgués: la desconfianza en la acción de masas como un medio de cambio social y político. En el Líbano, los movimientos nasserista y Baath surgieron dentro de los límites de la tradicional estructura confesional libanesa; eran y son aún representativos de sectores de la pequeña burguesía urbana (el Baath comanda algunos adictos entre la intelectualidad del Líbano Meridional). En Irak, el movimiento nasserista y el Baath surgieron dentro de una coyuntura totalmente distinta: la reacción al comunismo alcanzó su apogeo en 1958-59 bajo Kassem. Consecuentemente, ellos reunieron y fueron, incluso, dirigidos por jefes de tribus, terratenientes y capitalistas. El movimiento nacionalista en Irak tiene sus más profundas raíces históricas en el desdoblamiento político-cultural que gobierna la vida política iraquí desde 1920: el cisma entre el movimiento nacionalista (cuya base es, sobre todo, el predominante Sunni-Bagdad basado en estratos administrativos y los intereses comerciales y terratenientes del este y del norte) y el movimiento social-reformista de una “burguesía nacional” y el sur.

Según Fawwaz Trabulsi

“la ideología del Baas es una función de los elementos socialmente heterogéneos que contenía, especialmente en su período formativo en Siria. Una mezcolanza ecléctica de tres consignas principales: Unidad (unidad árabe), Libertad (significando esencialmente, democracia burguesa y liberación nacional) y Socialismo (reforma agraria burguesa, nacionalización de las grandes empresas, respeto por la propiedad privada y el derecho de herencia)”.

La esencia de la forma más reciente de ideología nasserista es el rechazo de la dictadura de cualquier clase sobre la sociedad y una política de “abolición pacífica de las diferencias de clase sin lucha de clases sangrienta”. Tanto el Baath como el régimen nasserista tienen en común el hecho de ser los regímenes de una aburguesada minoría privilegiada de origen pequeño burgués que se ha fusionado con los restos del viejo orden social (burócratas, ex directivos de empresas nacionalizadas, etc) y que se apropia del excedente del producto nacional a través de su control sobre la maquinaria burocrático-militar del Estado. A diferencia de la burocracia de los países socialistas, esta minoría privilegiada es una clase social en todo el sentido del término. Posee los medios de producción en agricultura, la industria de la construcción, la industria pequeña y mediana; posee capital en el comercio interno, en la usura y la provisión de obras públicas, al mismo tiempo que controla el sector público a través de su poder de decisión económica sobre él.

Temerosos de “sacrificar la generación presente en interés de la próxima” (Nasser), semejantes regímenes realizan formidables exacciones sobre la generación presente. Las estadísticas revelan que: el 1% de la población rural en Egipto se apropió, en 1966, del 25% del ingreso agrícola; mientras el 50% no se apropió más que del 20% de este ingreso. El ingreso anual de la primera categoría es de 718 libras egipcias; mientras que el de la segunda es de 13 libras egipcias. En Siria, donde las estadísticas son escasas, el 50% de la población rural no tiene tierras después de una década de reforma agraria.

Si el desarrollo capitalista árabe requiere una clase hegemónica o un bloque social que pueda conseguir este desarrollo, entonces claramente, el nacionalismo pequeño burgués no ha sido ni puede ser semejante fuerza hegemónica. Porque está basado sobre una clase sin unidad interna la cual, en el control político, tiende a producir minorías privilegiadas que se separan de su medio ambiente pequeño burgués para convertirse en una burguesía estatal.

La “Guerra de los seis días” reveló todas las contradicciones y limitaciones de los regímenes de la burguesía estatal en el Medio Oriente árabe y acarreó el comienzo de su final como regímenes nacionales hegemónicos “antisionistas” y “antiimperialistas”.

La Guerra de los seis días

La etapa abierta con posterioridad a la agresión de Suez en 1956, y la “tregua” que aparentemente se estableció en Medio Oriente hasta junio de 1967, aparece como el período clave en el análisis de esta contienda, pues en el mismo, se originaron profundas modificaciones en este crítico foco de tensión mundial, que afectaron la estructura económica y de clases de los respectivos países como así también su política exterior e interior.

Israel, luego del conflicto de 1956, comenzó una etapa de desarrollo económico sostenido, que a la par que tendía a convertirla en la más avanzada nación capitalista de Medio Oriente, desplazando en este plano al conjunto de los países árabes, le permitía una cierta independencia, en el concierto mundial de naciones, en una etapa caracterizada por la pérdida relativa de autonomía —incluso en el caso de países capitalistas avanzados—, y por la puja entre bloques de estados. Así en la década 1950/60, la economía israelí creció a un ritmo del 10,3% anual, con una de las más altas tasas de crecimiento mundial para ese período; paralelamente la producción industrial comenzó a desarrollarse vertiginosamente a partir de 1958, pasando de un índice 52 para ese año, a 67 en 1960, 88 en 1962 y 114 y 125 para 1964 y 1965 respectivamente. No poca importancia le cupo al capital extranjero en este desarrollo, halagado, atraído y recompensado por el gobierno del Estado de Israel. Para “Time” (9/6/1967) el total de capital extranjero ingresado en Israel se cifra en 4.422 millones de dólares, correspondiéndole más de 2.000 millones a donaciones privadas solamente y 1.600 millones a la ayuda norteamericana. Como dato comparativo, la suma del “Time” es igual a tres veces el presupuesto nacional de la República Argentina para ese año —1967—, cuya población es ocho veces mayor que la de Israel.

Vera Micheles Dean, en su libro sobre el mundo no occidental, destaca que a pesar del poder de la central sindical, ya en 1957 el 80% de la industria israelí era privada. Estas características económicas tienen un inevitable costo social: el desempleo, la proliferación huelguística (Aarón Becker, secretario de los sindicatos, admitió que en 1965 hubo dos veces más huelgas que en 1964; anotemos que crecen las huelgas “salvajes”, o sea, las cumplidas contra la voluntad de los jerarcas), la depresión de los salarios (la solución de David Horowitz, del Banco de Israel, reposa sobre la reducción de los salarios), y el achicamiento de la participación de los trabajadores en la distribución de la renta nacional. Eric Rouleau mostró que el 10 privilegiado de la sociedad israelí (acapara una parte de la burguesía nacional y extranjera) y el corresponde al 50% de los ciudadanos de Israel, siendo estos la base de la pirámide social. Son estos hechos, (consecuencia inevitable de toda fase de acumulación de capital, que no puede apoyarse únicamente en la importación de capitales, sino, y fundamentalmente en la superexplotación del propio proletariado por parte de burguesía nacional y extranjera) y el desaceleramiento y descenso relativo del crecimiento económico de Israel, verificado entre 1965 y 1967 (de un índice 125 en 1965, solo ascendió a 127 en 1966 para decaer a 123 en 1967) los que podríamos definir como las causas estructurales, que expresándose en un acrecentamiento de las contradicciones de clases dentro del mismo estado llevaron a la burguesía y el gobierno israelí a una situación de crisis interna, en la cual las tendencias militaristas y expansionistas comenzaron a ganar terreno, sobre todo a partir de la propaganda anti-sionista de los dirigentes árabes y sus reiteradas amenazas de “echar los judíos al mar”. Los mismos estados árabes, a su vez, no escaparon a las leyes universales del capitalismo moderno. Paralelamente al desarrollo del Estado de Israel, y casi dentro de la misma década (1950/1960), los distintos países árabes, y sus atrasadas burguesías, producto de años de dominación colonial, vieron, a partir de las revoluciones burguesas acaecidas tardíamente en esta parte del mundo, el ascenso de una burocracia militar de origen pequeño burgués, que, encaramándose en el poder en los distintos estados, tomaba en sus manos la tarea de incorporar al atrasado mundo islámico a la lucha por el predominio económico y político dentro del mundo capitalista. Aquí también, como en el caso de Israel, se encuentran las causas estructurales, que independientemente de otro tipo de factores de orden político e internacional, determinaron los pasos previos a la guerra de junio de 1967. Entre los países que tuvieron un papel más destacado en la guerra, y por consiguiente, aquellos que perdieron más hombres, equipo y armas, se ubica principalmente Egipto, cuyo saldo en la contienda fue la destrucción o apropiación de todo el material bélico ultramoderno de origen soviético, incluidas las bases de lanzamiento de cohetes SAM emplazadas en la península de Sinaí, la anexión de todo este territorio a Israel, la pérdida de la franja de Gaza, el control militar del golfo de Akaba y de la margen oriental del Canal de Suez, y en consecuencia, la pérdida de las divisas que reportaba el derecho de pasaje por el Canal. En Egipto, a partir de 1958, se produce un crecimiento muy importante de la producción industrial en forma ininterrumpida hasta 1965, coincidente casi exactamente con el ciclo económico de la industria judía. El gobierno de Nasser encara un plan de reequipamiento e incentivo de la producción industrial —a expensas de la agricultura— que hace crecer a la misma de un índice 16 en 1953 y 37 en 1958, a 52 en 1960 y 77, 116 y 121 en 1962, 1964 y 1965 respectivamente. Por ejemplo, en el período 1962/66 el producto bruto interno creció a un ritmo del 4,9% anual, índice considerable si tenemos en cuenta que la industria en el mismo período creció a una tasa media anual del 4,7% mientras que la agricultura, a sólo el 2,5% anual. En millones de dólares esto representó 3.061 millones en 1958, 4.331 millones en 1963 y 5.490 millones de dólares en 1965. A diferencia de Israel, Egipto, o más particularmente, la burguesía egipcia, no contó ni con el imprescindible aval que significa la inversión de capitales externos en su etapa de acumulación de capital en industria, ni con el respaldo de una poderosa industria petrolera (como es el caso de Iran, Irak o Libia, que figuran entre los más grandes productores de petróleo del mundo), que le permitiera trasladar las divisas de su explotación a otras ramas de la economía. Sólo estuvieron presentes los intereses de la URSS en Medio Oriente y su aporte nada despreciable en la construcción de gigantescas obras de infraestructura. Por el contrario, el crecimiento económico y el desarrollo industrial se realizaron a expensas del proletariado urbano, en primer lugar y de los sectores más bajos de la pequeña burguesía y el campesinado, creando una gigantesca masa de desocupados, bajos salarios, escasez de bienes de consumo primarios, etc.; con el consiguiente agravamiento de las contradicciones sociales y entre la gran masa de trabajadores y el estado. A este proceso viene a agregarse una etapa recesiva en la economía egipcia, abierta en 1965, y que habría de durar dos años, hasta pasada la guerra de junio. La producción industrial mermó considerablemente, teniendo en cuenta la empinada curva ascendente que acompañó su desarrollo hasta ese año. De un índice 121 en 1965, decayó a 117 en 1966 y a 115 en 1967, alcanzando y sobrepasando nuevamente su anterior nivel en 1968, en que llegó a 131. La producción agrícola y en particular la de productos alimenticios creció muy lentamente entre 1965 y 1967, de 103 a 105, mientras que la población aumentó de 30.075.858 habitantes en 1965 a 31.693.000 habitantes en 1967.

Estos hechos, operados a nivel de la estructura económica, determinaron el exacerbamiento de los conflictos de clases en ambos estados y a la par que estimularon las tendencias expansionistas y militaristas en Israel, acrecentaron la propaganda antisionista árabe, actuando como válvula de escape en los mismos a la crisis interna que se avecinaba. Israel, por un lado, ambicionaba desde mucho tiempo, el territorio que se extiende hasta la margen occidental del Jordán y la franja de Gaza, territorios ambos que por mandato de las Naciones Unidas en 1948 tenían que pasar a constituir un estado palestino independiente (en “tenencia” de Jordania y Egipto, respectivamente), y la península del Sinaí, por varias razones: controlarla militarmente hasta la margen oriental de Suez, significaba garantizar la libre navegación de sus buques por el canal y el golfo de Akaba; por otro lado la península era la base de operaciones más importante de la guerrilla palestina, cuyas primeras acciones en territorio israelí habían comenzado en 1965, y donde se encontraba instalado gran parte del ejército egipcio, con cuerpos blindados e instalaciones de cohetes y artillería; y por último, un motivo de índole económica era la existencia de una importante reserva petrolífera en la península, semi-explotada hasta ese momento por Egipto. Para ilustrar este último hecho, baste señalar que la producción de petróleo judía que en 1966 alcanzaba solamente a 188.000 toneladas métricas, saltó bruscamente a 1.249.000 en 1967 y a 2.142.000 toneladas métricas en 1968, correspondiendo en ambos casos a la extracción de petróleo en el Sinaí, la cantidad de 1.115.000 y 2.030.000 toneladas métricas respectivamente.

El régimen nasserista de Egipto había estado sujeto al fuerte chantaje de la reacción árabe, especialmente de Arabia Saudita y Jordania, por la pasividad de su posición respecto de Palestina desde 1957. Las gestiones que hizo Nasser para exigir la retirada de Egipto de las tropas de la UN, la concentración de tropas sobre la frontera de Israel y, finalmente, para cerrar el Golfo de Akaba a la flota israelí sólo puede ser entendida dentro de este contexto. Durante la crisis desatada a raíz de estas medidas, Johnson (en ese momento presidente de los EE.UU.) había requerido dos veces al Pentágono que se le informara sobre el equilibrio del poder militar entre el Estado árabe e Israel y dos veces recibió la misma enfática respuesta: si la guerra comenzaba, Israel conseguiría una victoria decisiva en unos pocos días por medio de una acometida de acorazados e incursiones aéreas contra Egipto; aún cuando Israel no iniciara el primer ataque ganaría de todos modos la guerra.

Las previsiones del Pentágono se vieron confirmadas. A través de un impresionante “blitzkrieg” que duró solamente seis días, con tropas mejor entrenadas y con un armamento superior, el ejército y la aviación judía, actuando por “expansión” en un golpe relámpago, contra un enemigo disperso en varios frentes, aunque numéricamente superior (ver recuadro) barrieron literalmente a las fuerzas árabes. La guerra árabe “defensiva” llevada a cabo por ejércitos regulares fue una parodia. Al aceptar el cese del fuego después que el principal ataque israelí hubo terminado, los Estados árabes sancionaron su propia derrota. El problema palestino que había servido a los distintos regímenes árabes para justificar su apropiación del producto excedente de los obreros a través de la maquinaria militar-burocrática del Estado (el régimen del Baath en Siria se jacta de que el 60% del presupuesto sirio está destinado a hacer frente a gastos de defensa), se desvanecía como un sueño en la conciencia de las masas árabes; el mito de “los cien millones de árabes contra los dos millones de judíos” con que habían arrullado sus ilusiones de una fácil victoria militar, caía hecho trizas.

La “Guerra de los seis días” reportó a Israel un valioso “botín” de guerra. No solamente todo el territorio de la península del Sinaí fue arrollado por los blindados judíos, sino que además cayó en sus manos la casi totalidad del material de guerra de origen soviético, la ocupación de Gaza, de la zona que se extiende hasta el Jordán; el control del golfo de Akaba; las alturas de Golán, base de emplazamiento de la artillería siria, juntamente con el control militar de la margen oriental del Canal de Suez, pasaron a formar parte de su patrimonio.

El problema palestino

De los 650.000 árabes que vivían en Palestina antes del éxodo consecutivo a la guerra entre Israel y la Liga Arabe de 1948, 150.000 permanecieron en sus hogares. Los países “hermanos” no recibieron como tales a los 500.000 árabes que huyeron de la zona de conflicto, llevados por el pánico. El gobierno libanés exigió un impuesto de entrada al país de 25 libras libanesas (8 dólares) por cada adulto palestino que llegaba a su territorio en busca de asilo.

Para evitar la revelación de ciertos hechos sobre la realidad palestina, las autoridades de los distintos países árabes instalaron a los refugiados en campos militarmente controlados, procurando aislarlos de las poblaciones locales. Las masas de refugiados pobres, fueron recluidas en verdaderos campos de concentración, semejantes a los que conocieron los republicanos españoles que, huyendo del terror franquista, llegaron al puerto “republicano” del Frente Popular francés.

Si bien en 1948, la puja por el liderazgo político entre los regímenes árabes en el Medio Oriente, pasaba por retomar las banderas de la liberación palestina, y por el retorno masivo de los refugiados a sus tierras, bien pronto las nuevas condiciones creadas a partir de las revoluciones burguesas en el atrasado mundo islámico, alteraron los términos en que estaba planteado este conflicto. La industrialización acelerada, la puja intercapitalista, junto con la aparición y desarrollo de nuevas clases sociales, fundamentalmente de un proletariado urbano concentrado en las principales ciudades árabes, tornaron peligrosas las posturas “revolucionarias” de los dirigentes árabes. La lucha “antiimperialista” y “antisionista”, había sido el instrumento principal con el cual las monarquías reaccionarias se habían opuesto al desarrollo del capitalismo en el Medio Oriente; ahora, con el poder en manos de los representantes de una joven burguesía en ascenso, el problema palestino adquiría una función esencial: desviar la atención de la lucha de clases interna. Para esto necesitaban, no sólo tener el control absoluto de la lucha del pueblo palestino, sino fundamentalmente, mantener la existencia física de esta comunidad que se hacinaba en los campamentos de refugiados, impidiendo la integración social y económica a sus respectivos países.

Este control que subordinaba la lucha de los palestinos a los intereses de los regímenes árabes, determinó el surgimiento de organizaciones armadas palestinas independientes, en la medida que los gobernantes de los países árabes estaban más obligados a atender las necesidades de sus propios países, que las del pueblo palestino, En realidad, las mayores organizaciones palestinas habían existido desde antes de la “Guerra de los seis días”. El núcleo de Al-Fatah estaba constituido ya a fines de la década del 50 y lanzó su primera operación militar el 14 de enero de 1965. La Organización de Liberación Palestina fue constituida durante las reuniones cumbre de 1964 y 1965. Alrededor de la misma época, la rama palestina del Movimiento Nacionalista Arabe estableció sus propias formaciones militares que, más tarde, adquirieron el nombre de Frente Popular para la Liberación de Palestina (del cual se desprendió un sector “marxista” en febrero de 1969 para formar el Frente Democrático Popular).

Después de la guerra de junio han ocurrido cambios radicales, en cuanto a la situación de los refugiados. La mayoría del pueblo palestino está ahora bajo la ocupación israelí: 1.565.000 de personas, o sea el 65% del total. En Jordania, la proporción entre refugiados y no refugiados es de 2:1. Sin embargo, la casi totalidad de esta población sigue impedida a través de métodos compulsivos, de integrarse económica y socialmente a un medio geográfico-político determinado: en las tierras que teóricamente les corresponden a Palestina (Cisjordania y Gaza), según el plan de partición de la ONU, por estar ocupadas militarmente por Israel; en los distintos paises árabes en donde se encuentran refugiados, por los intereses de los dirigentes islámicos en mantener el problema palestino tal cual existe actualmente.

De los 2.350.000 habitantes a que ascendía el pueblo palestino en 1966, 1.339.500 se apiñaban en los campamentos de refugiados ubicados en los países árabes linderos con Israel; esto significa que desde 1948 el número de habitantes concentrado en estos campamentos creció en 839.500 personas (168%). Estos centenares de miles de nuevos habitantes, que no conocen otros bienes que sus carpas, no constituyen —ni pueden constituir— una fuerza social con intereses propios, en el sentido de que no son una clase, ni un sector social con una inserción específica en una determinada estructura productiva. Su unidad no está dada en base a intereses económicos comunes -lo que determinaría una situación de clase y por ende una cierta forma de conciencia social—, sino que está ejercida por métodos compulsivos, ya sea por parte de Israel, ya por los intereses de los Estados árabes, ya por el misticismo religioso de la reaccionaria ideología islámica. No es de extrañar, pues, que esta abigarrada composición humana constituya un caldo de cultivo favorable para la propaganda antisemita de los gobiernos árabes, y una excelente fuente de reclutamiento de la guerrilla palestina.

La pequeña burguesía palestina desempeña en el presente, un papel predominante en la conducción de las organizaciones armadas árabes del Medio Oriente. Desplazada progresivamente por el avance del capitalismo, en los países árabes donde reside, bloqueadas sus posibilidades de ascenso social, esta clase en descomposición juega en este caso, el mismo papel reaccionario que permanentemente ha jugado en la historia de la humanidad bajo el capitalismo. Ansiando un poder que no puede llegar a conquistar, y temerosa de la fuerza social de otra clase en pleno desarrollo —el proletariado—, a la cual, día a día, sin embargo tiende a integrarse, no tiene otra salida para defender sus intereses económicos enajenados, que recurrir al descontento social de esa gigantesca masa en posible tránsito —si no va—hacia el lumpen-proletariado que constituyen los campamentos de refugiados palestinos.

Tan pronto como el control del problema palestino comienza a escapar de las manos de los dirigentes árabes, la pequeña burguesía, sobre todo la intelectualidad de la misma, se coloca al frente del movimiento levantando reivindicaciones económicas antiimperialistas y una ideología nacionalista que se apoya, algunas veces, en el antisemitismo. Su lucha intenta encontrar bases materiales en las banderas de la “autodeterminación nacional”. Pero aquí, estas banderas son levantadas por un sector social con intereses retrógrados y en nombre de una masa de desposeídos. Lenin, a propósito de la autodeterminación de las naciones, señala que,

“en todo el mundo, la época del triunfo definitivo del capitalismo sobre el feudalismo estuvo ligada a movimientos nacionales. La base económica de estos movimientos estriba en que, para la victoria completa de la producción mercantil, es necesario que la burguesía conquiste el mercado interior, es necesario que territorios con población de un solo idioma adquieran cohesión estatal”.

Por ello, todo movimiento nacional tiende a la formación de Estados nacionales, que son los que mejor responden a las exigencias del capitalismo moderno. A partir de aquí, por autodeterminación de las naciones, para Lenin, se entiende su separación estatal de las colectividades nacionales extraña, la formación de un Estado nacional independiente. El significado histórico concreto del concepto de autodeterminación, en el caso del pueblo palestino, adquiere, sin embargo, un carácter diferente al de otros ejemplos históricos, dadas las particularidades que presenta su estructura de clases. La burguesía y la pequeña burguesía palestinas, en su mayoría integradas en el ámbito socioeconómico de los distintos países árabes, levantan el derecho a la autodeterminación nacional de su pueblo, como forma de mejorar su situación de clase, buscando incorporar a su patrimonio “nacional” las ricas regiones de Cisjordania y Gaza (actualmente en poder de los israelíes), y los importantes intereses económicos que tienen concentrados allí, sin por eso, dejar de participar junto a las burguesías jordana, egipcia, siria, libanesa, etc., de la explotación del proletariado árabe de esos países. La inexistencia de una clase obrera palestina (al menos radicada en importantes concentraciones y con fuerte peso social), y el hecho de que el sector social más importante de esta comunidad lo constituyan los campamentos de refugiados de extracción lumpenproletaria, transforma el derecho a la autodeterminación —en este caso—, en una reivindicación que sólo sirve a los fines de la burguesía palestina (única clase social palestina con intereses definidos en el problema nacional) y cuya concreción tiende a oponer necesariamente al conjunto de las sociedades árabe y judía, o al menos a sus clases dominantes.

La interpretación leninista en torno al problema de la autodeterminación, entiende que, en tanto que los intereses de la liberación de varios pueblos grandes están por encima de los intereses del movimiento liberador de las pequeñas naciones, la clase obrera mundial, no puede ser partidaria de la guerra entre las grandes naciones, de la matanza de millones de hombres, en aras de la liberación “problemática” de un pueblo pequeño integrado a lo sumo por no más de 2 ó 3 millones de habitantes. Y sigue,

“mas no porque hayamos eliminado de nuestro programa la igualdad nacional completa, sino porque los intereses de la democracia de un país deben ser supeditados a los intereses de la democracia de varios y de todos los países (…) el proletariado no puede apoyar ningún afianzamiento del nacionalismo; por el contrario, apoya todo lo que contribuye a borrar las diferencias nacionales y a derribar las barreras nacionales, todo lo que sirve para estrechar más y más los vínculos entre las nacionalidades, todo lo que conduce a la fusión de las naciones”.

Hoy, a más de medio siglo del Mandato Británico, el problema de Medio Oriente continúa perturbando la paz del mundo, agravado por nuevos hechos como el de los refugiados, la anexión de territorios por parte de Israel, las acciones armadas de los comandos árabes, el cierre permanente del Canal de Suez, etc., sin que hasta el momento las múltiples negociaciones emprendidas hayan podido fructificar en una solución total o parcial del conflicto. A pesar de las propuestas de paz de ambos bandos, a pesar de los debates en la ONU, los intrincados matices que presentan las diversas posturas, parecen expresar en los intereses que reflejan el alcance real de estas posiciones “mediadoras”. Para los gobiernos árabes, tratar directamente con las autoridades israelíes es de por sí una concesión inadmisible, ya que no sólo han negado desde su surgimiento el derecho de Israel a existir como nación independiente y soberana en un trozo de territorio al que consideran ocupado por intrusos, sino que además se sienten ultrajados por la derrota militar de junio de 1967, en que perdieron vastas extensiones de territorio en menos de una semana. Los militares árabes están ganados por la idea del rechazo a la legitimidad del interlocutor: para ellos, que son quienes detentan el poder real en sus países, el Estado de Israel no debe ser admitido, sino eliminado. Aunque no todos compartan esta utopia, ella tiene su explicación en la realidad política de los países árabes. Es difícil que subsista un líder político árabe —el único hubiera sido Nasser— que acepte negociaciones que impliquen el reconocimiento incondicional de la soberanía israelí. El problema entra así en un aparente callejón sin salida, ya que las propuestas israelíes de negociación directa sin condiciones previas están para los árabes basadas en situaciones de fuerza obtenidas por la vía de las armas con el respaldo de los Estados Unidos. Este hecho implica para el nacionalismo árabe un condicionamiento que excluye la posibilidad de sentarse alrededor de una mesa con los representantes del Estado judío.

Egipto ha contestado siempre a las iniciativas de Israel con expresiones públicas de su deseo de negociar indirectamente, a través de diversos intermediarios (como las Naciones Unidas o el gobierno norteamericano, pero se ha enfrentado invariablemente con la exigencia israelí de tratar en forma directa y no de informar previamente de las concesiones que haría para la reapertura provisoria del Canal de Suez, primer paso de un posible acuerdo global futuro. De la base de esta encrucijada político-histórica, que ha hecho de Medio Oriente uno de los polvorines del mundo contemporáneo, emerge como una clave básica el carácter traumático que tuvo para los árabes el surgimiento mismo del Estado de Israel.

BIBLIOGRAFIA

Trabulsi, Fawwaz, La Revolución Palestina y el Conflicto árabe-israelí, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 14, Córdoba, 1970.

Lenin, V. l., Problemas de política nacional e internacionalismo proletario, Ed. en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1961.

Abdel-Kader, A. R. Historia del conflicto judeo-árabe, Editorial Futuro, Bs. As., 1962.

Marx, Lenin, Trotsky, A. León; El marxismo y la cuestión judía, Ediciones Plus Ultra, Bs. As., 1965.

Kinder, H. y Hilgemann, W., Atlas histórico mundial, JI t., Ediciones Itsmo, Madrid, 1971.

Naciones Unidas, Statistical Yearbook, Nueva York, 1970.

Varios Autores, El conflicto árabe-israelí, Ed. KL, Bs. As., 1967.

Colección del diario “La Opinión”, Bs. As., 1971/72.

Palestina desde sus lejanos orígenes

Contrariamente a lo que la realidad actual de Medio Oriente parece demostrar, todos los historiadores, todas las historias coinciden en cuanto a la identidad del origen étnico de judíos y árabes. Cuatro o cinco mil años atrás, tribus semitas habrían abandonado la región del Tigris y del Eufrates para emigrar hacia el Oeste. Una parte de aquéllas, conducida por Abraham, se estableció en Palestina. Fueron los hebreos. La otra parte, origen de los árabes, se dispersó en el desierto. Los hebreos debieron su nombre al término árabe “eber”, en hebreo “ever” (más allá). Es decir más allá del Jordán, frontera natural entre el desierto y la Palestina. Los árabes tomaron su nombre de la palabra semita “araba” que designa el gran desierto. El establecimiento de los hebreos en un terreno accidentado, apto para la agricultura, favoreció su transformación de pastores nómades en pueblo sedentario, mientras que la diseminación de los árabes por el desierto los condenó a la condición perpetua de tribus nómades, menos en el extremo sur de Arabia favorable al cultivo, donde fundaron el antiguo y floreciente reino de “Sabá”. Durante el período histórico anterior al nacimiento del judaísmo no existió una distinción formal entre ambos grupos de tribus. Ninguna frontera impenetrable separaba la Palestina del desierto y el continuo tránsito de tribus y subtribus fue mezclando las dos poblaciones. Desde entonces acá, y a pesar de la transformación de hebreos y árabes en pueblos distintos de ideologías diferentes, sus historias jamás han cesado de entrelazarse.

El desierto de Arabia ha derivado siempre su excedente de población hacia las costas fértiles del Mediterráneo. El éxodo hacia el norte era la solución más accesible cuando la escasa producción natural de la campiña agreste del desierto amenazaba la subsistencia de familias y ganados. Pero los gobernadores de las provincias del imperio romano, dominador absoluto en la época, de la región, al este del Mediterráneo, tenían un sentido agudo de la propiedad privada. Cercaron sus provincias con fortificaciones que iban desde el mar Rojo hasta el golfo Pérsico. Los desiertos de Arabia se transformaron así en una vasta prisión para esas poblaciones compuestas de una gran mayoría de tribus árabes, una minoría de tribus cristianas y judías agrupadas en el Yemen, y algunas tribus judías en Hedjaz, en torno a Medina. El aislamiento del desierto privaba a los árabes de sus medios económicos básicos. Criadores de camellos, los árabes eran también comerciantes. Sus caravanas, verdaderos trenes de esa época, establecían las relaciones comerciales entre Africa, Europa y Asia a través del Medio Oriente. Las ricas tribus comerciantes de La Meca, de entre las que habría de surgir más tarde el Profeta de los árabes, estaban acorraladas por la dominación romana, condenadas a la ruina. Son estos los antecedentes básicos del nacimiento del islam que habría de seguir al del cristianismo, seis siglos más tarde. El desarrollo del cristianismo correspondió a la época de la decadencia del sistema de esclavitud en el imperio romano y de la gestación del sistema feudal. La muerte del paganismo romano, ideología acorde con el sistema económico esclavista y su sociedad suscitó la necesidad de una nueva ideología conforme a las nuevas condiciones económicas y sociales. El “Mesías” salvador perpetuamente esperado por los hebreos, luego por los judíos, para librarlos de sus constantes dificultades, llegó en el momento propicio, para sacar a la sociedad romana de su crisis económico-social y asegurarle, con el mínimo de estragos, el paso de un sistema en ruinas a un sistema nuevo, más adelantado. No obstante, el cristianismo no salvó al imperio romano de su inevitable decadencia, su división y poco después su caída definitiva. Los árabes nómades aislados en los desiertos debían de abatir sus ya escasas resistencias, rechazándolo con un prodigioso empuje hasta su punto de partida, gracias a una nueva religión surgida de la misma fuente: el islam. En el siglo XIII se desplazó hacia el Asia Menor una rama de los “seldyukidas” cuyo reino abarcaba Persia y una arte del Medio Oriente. Un sigo más tarde, constituyó la nación turca que derrotó a los árabes pero abrazó su religión, único ejemplo de pueblo que los venciera antes de adoptar su sistema religioso. La dominación turca no se extendió sobre los distintos países mahometanos por la violencia. Los diferentes reinos del islam se desmoronaban, y los otomanos llegaban como protectores, como sucedió en Africa del Norte, solicitados o bien imponiéndose como tales según las circunstancias. En realidad, no hicieron más que reunir los restos del ex imperio islámico. Palestina, tierra santa para cada una de las tres religiones monoteístas, quedó bajo la dominación turca durante cinco siglos, hasta el fin de la primera guerra mundial.

Desarrollo de los sectores industriales judíos y árabes

1939

1942

Arabe

Judío

Arabe

Judío

N° de fábricas

339

872

1.558

1.907

N° de obreros

4.117

13.678

18.804

37.773

Producto neto (en libras palestinas)

313.149

2.454.982

1.724.794

11.487.843

Proporción de sectores árabe y judío en la industria palestina (1942)

N° de firmas

N° de obreros

Salarios

Capital

Total

Sec. judío

55%

75%

83%

60%

79%

Sec. árabe

44%

17%

17%

10%

15%

Fuente: Statistical Handbook of Jewish Palestine, Departamento Económico de la Agencia Judía, Jerusalén, 1947.

Los palestinos

En vísperas de la guerra de junio de 1967, el pueblo palestino ascendía a cerca de 2.350.000, dividido en general en:

Refugiados:

(con o sin ayuda de la UNWRA #)

57

No refugiados

43

Jordanos (margen occidental)

20

Gaza

6

Arabes israelíes

12

Otros

5

La distribución geográfica total de los palestinos era como sigue:

Jordania

52

Gaza

17

Israel

12

Líbano y Siria

13

Otros (Golfo Arábigo, EE. UU. y Africa del Norte)

6

* United Nations War Refugees Agency (Agencia para refugiados de guerra de las Naciones Unidas).

This entry was posted on Friday, March 31, 1972 at 10:53 AM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comments

Post a Comment