09 - República burguesa e insurrección obrera  

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Susana Belmartino

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Centro Editor de América Latina - Rincón 87

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Índice

El proceso de febrero a junio de 1848

Las crisis de 1847

Los cambios en la economía francesa a partir de 1830

La gran burguesía en el poder

Los grupos sociales excluidos del poder

Los obreros

Las sociedades secretas y la insurrección de 1839

El movimiento sindical en la década de 1840

Antecedentes inmediatos de la revolución de febrero

El movimiento de febrero

Los conflictos en el seno del Gobierno Provisorio

La Comisión de Luxemburgo

Los Talleres Nacionales

La situación financiera

Las relaciones internacionales

Las elecciones para la Asamblea Constituyente

Los acontecimientos del 16 y 17 de marzo

El 16 de abril

La Asamblea Constituyente

Los acontecimientos del 15 de mayo

Las Jornadas de Junio

La última época de la Segunda República

Bibliografia

Evolución del cuerpo electoral francés

Los "Talleres Nacionales"

Las reivindicaciones obreras

Reforma electoral y liberación social

Las elecciones y la "verdad social"

El derecho al trabajo

El Gobierno provisorio de febrero de 1848

Las Jornadas de Junio

La derrota de junio

La República tricolor y la República roja

El mecanismo revolucionario

La monarquía de julio, según Proudhon

-¿Por qué os habéis levantado contra la ley

-Se nos hicieron tantas promesas y se mantuvo tan mal la palabra que ya no nos fiamos de ella.

"… la insurrección, como llevada por una sola mano, se organizaba formidablemente. Hombres de una frenética elocuencia arengaban a la muchedumbre: en las esquinas, otros; en las iglesias tocaban a rebato; se derretía plomo, se hacían cartuchos; los árboles de los bulevares, los urinarios, los bancos, las verjas, los faroles, todo fue arrancado y destruido. París amaneció cubierto de barricadas. La resistencia no duró mucho; por todas partes apareció la Guardia Nacional, y esto de tal suerte, que, a las ocho, el pueblo, de buena gana o por la fuerza, poseía cinco cuarteles, casi todas las alcaidías, los puntos más estratégicos […]. Sin sacudidas, por sí sola, la monarquía se deshacía…"

La revolución de febrero de 1848, a la cual hace referencia Flaubert en este fragmento de La educación sentimental, fue, como la de 1789 o como la de 1830, un movimiento de masas, espontáneo, que no obedecía a la dirección de un partido o de un grupo determinado, un movimiento que ganó las calles empujado fundamentalmente, por la crisis económica. En él actúan, aliados en la práctica, la clase obrera y la burguesía republicana. Juntos derrocan a Luis Felipe e instauran la Segunda República Francesa. Pero la alianza durará poco. La clase obrera ya no es la de 1830: la revolución industrial ha comenzado a desarrollarse; el socialismo se ha difundido, por lo menos entre sus dirigentes. Un mes antes, en enero de 1848, Alexis de Tocqueville había dicho en la Cámara de Diputados:

"las clases obreras… están formando gradualmente ideas y opiniones que están destinadas no sólo a trastrocar esta o aquella ley, ministerio o aun forma de gobierno, sino a la sociedad misma."

De ahí que, cuando el Gobierno Provisional surgido de las jornadas de febrero comience a actuar de acuerdo a los intereses de la burguesía y limite o tergiverse las reivindicaciones exigidas por los obreros, éstos recurran nuevamente a la insurrección. Junio de 1848 señala las contradicciones de la alianza al mismo tiempo que el intento autónomo de la clase obrera de derrotar al régimen burgués. En esos días, en medio de la lucha, François Arago, miembro del Gobierno Provisional y representante de la burguesía republicana, encara a los rebeldes en las barricadas de la calle Soufflot:

"-¿Por qué os habéis levantado contra la ley?

-Se nos hicieron tantas promesas y se mantuvo tan mal la palabra que ya no nos fiamos de las palabras.

-Pero ¿por qué hacer barricadas?

-Las hemos levantado juntos en 1832, ¿no se acuerda ya del Cloître de Saint_Merri?… pero, señor Arago, para qué hacernos reproches. Usted no sabe qué es la miseria; usted nunca tuvo hambre."

La alianza se ha roto, la burguesía cierra definitivamente su ciclo revolucionario; los obreros con los que dialoga Arago, en cambio, están cerrando una etapa e iniciando otra, cumpliendo con un momento fundamental de su lucha por la liberación social. Durante tres días, con formidable cohesión, disciplinados y organizados como un ejército, cien mil insurrectos luchan en las calles de París para derrotar al régimen. Después de sangrientos combates, en los que pierden cinco mil hombres, los rebeldes son vencidos por las fuerzas del gobierno, dirigidas por el general Cavignac. Tres mil son masacrados después del combate y más de once mil son arrestados. De estos últimos varios miles son desterrados a las colonias.

El movimiento obrero ha sido derrotado una vez más. Pero esa derrota sirvió para aclarar el camino en la lucha posterior.

"En esta derrota -dice Marx- no fue la revolución quien sucumbió. Fueron los tradicionales apéndices prerrevolucionarios, resultado de las relaciones sociales que aún no estaban agudizadas hasta convertirse en violentas contradicciones de clases: personas, ilusiones, ideas, proyectos de los que el partido revolucionario no estaba libre antes de la revolución de febrero y de los cuales no podía desprenderse mediante la victoria de febrero, sino únicamente por una serie de derrotas.

En una palabra: el progreso revolucionario no se abrió camino por medio de sus conquistas tragicómicas directas; al contrario, sólo haciendo surgir una contrarrevolución compacta, poderosa, creándose un adversario y combatiéndolo, el partido de la rebelión pudo, en fin, hacerse un partido verdaderamente revolucionario."

El proceso de febrero a junio de 1848

En 1848 el sistema fabril y la mecanización habían arraigado en las zonas textiles del norte y el este, en las minas, la industria química, las tejedurías de seda, la industria del jabón, las refinerías azucareras y en parte de la industria metalúrgica. Aunque no se había generalizado la producción fabril -predominaban todavía el trabajo domiciliado y la manufactura y subsistía aún el taller artesanal-, podemos hablar ya de un proletariado industrial parcialmente constituido. En la década de 1830 los obreros comenzaron a asociarse en grupos organizados para tomar parte en los asuntos políticos. Sus primeros periódicos, El Diario de los Obreros, El Artesano y El Pueblo, aparecieron en septiembre de 1830. Fracasadas las insurrecciones de 1831 y 1834, en Lyon, insurrecciones que tuvieron objetivos sociales que iban mucho más allá del planteo salarial, las ideas de Proudhon y de los Sansimonianos, así como las de Babeuf, comenzaron a circular entre las clases populares.

Hacia 1830 Francia había entrado en una etapa crucial de su desarrollo económico. La revolución industrial producirá, al dar origen a la gran industria moderna, no sólo cambios en lo económico sino también profundas conmociones en la estructura social y nuevas formas en los conflictos de clase. Hasta ese momento el conflicto básico se había planteado entre la burguesía y la aristocracia territorial. La revolución de julio de 1830 marcó la derrota definitiva de esta última y el comienzo del dominio de la gran burguesía, que se erigirá en clase dirigente durante los cincuenta años siguientes. Una vez concluido el proceso de la revolución industrial, hacia 1870, la oposición se trasladará definitivamente al enfrentamiento entre la burguesía y la clase obrera oprimida. La revolución de 1848 es un hito intermedio en el complejo proceso que se cumple entre estos dos momentos. Ya no es la lucha entre la burguesía y la aristocracia, pero tampoco es la lucha entre la burguesía y el proletariado. Es una especie de conflicto de clases triangular en el cual actúan dos burguesías, la grande y la pequeña, y los grupos obreros.

La clase que asciende ya no es la burguesía sino el proletariado, el proletariado urbano de las ciudades en desarrollo, concentrado en las fábricas, al que se llama el artesanado empobrecido de los arrabales, condenado a proletarizarse. Aunque todavía no ha adquirido homogeneidad el movimiento crece mientras la burguesía se divide por los conflictos de intereses entre los sectores medianos y pequeños y la gran burguesía monopolista. Estas circunstancias hicieron que los obreros no sólo ayudaran a los grupos burgueses opositores a hacer la revolución, como había sucedido en 1789 y en 1830, sino que también trataran de encauzar el movimiento una vez obtenida la primera victoria, la realización de sus propios objetivos. En las revoluciones anteriores los obreros habían tomado ideas y lemas de la burguesía; esta vez organizaron sus propios clubes, siguieron a sus propios dirigentes y actuaron identificados con las nuevas ideas del socialismo. El Gobierno Provisorio surgido de la revolución de febrero estaba compuesto de elementos heterogéneos que representaban a la alianza de clases que había derrocado a Luis Felipe de Orleáns. Los intereses divergentes de estas clases no tardaron en ponerse de manifiesto. Los conflictos se produjeron en torno a tres problemas básicos sobre los cuales el gobierno debía expedirse: las medidas destinadas a paliar los efectos de la crisis económica y a establecer la legislación laboral exigida por los obreros; la posición que debía adoptar la República Francesa con respecto al resto de Europa, convulsionada también por revoluciones sociales, y, finalmente, la convocatoria a una Asamblea Constituyente que decidiera sobre la organización futura del país. Sobre estas tres instancias se articulan: el conflicto entre la Comisión del Luxemburgo, verdadero parlamento obrero, y la organización de los Talleres Nacionales, creados por la burguesía para aliviar la tensión en las clases populares; el conflicto entre la burguesía, deseosa de conservar la paz, indispensable para llevar adelante sus negocios, y el pueblo de París, ardiente defensor de los pueblos oprimidos de Europa, particularmente del polaco y del italiano; el conflicto entre aquellos que sostenían que el sufragio universal carecía de valor si antes no se educaba al pueblo en el ejercicio de la libertad y aquellos que querían consolidar apresuradamente las posiciones ganadas.

El proceso que se cumple entre febrero y junio de 1848, la ruptura entre los que habían derrotado al gobierno de Luis Felipe, el intento de los obreros de derrocar al régimen burgués, avanza sobre estos conflictos. Un proceso cuyo antecedente inmediato son las crisis de 1847.

Las crisis de 1847

La sociedad francesa bajo la monarquía de Luis Felipe había soportado ya el impacto de la crisis de los años 1836 a 1839. Pero la revolución de 1848 estalló en el cruce de las crisis económicas de tipo antiguo, propias de una economía predominantemente agrícola (crisis de la producción de granos con repercusiones en la industria textil), con las crisis modernas, características de la naciente economía industrial (crisis de la industria metalúrgica).

Al principio se trata de una crisis fundamentalmente agrícola: malas cosechas de patatas (elemento fundamental en el consumo popular) en 1845-1846; mala cosecha de cereales en 1846. Los cereales, que reemplazaban a las patatas, comenzaron, ante la escasez de éstas, a aumentar constantemente de precio. Consecuencias: descenso del nivel de vida del asalariado y cierre de las ventas campesinas, con el consiguiente descenso del poder de compra de ambos sectores, lo que acarrea a su vez la caída de la producción textil. Pero esta vez se suma un nuevo fenómeno: la crisis de la metalurgia. Por primera vez la economía francesa, que estaba completando su revolución industrial, conoce una importante crisis metalúrgica. Hacia 1846 se había organizado un vasto plan de construcciones ferroviarias, gracias al aporte de capitales privados y créditos del Estado. Al estallar la crisis las disponibilidades desaparecen, los créditos no tienen lugar y el plan debe ser suspendido. La industria, en pleno crecimiento, no encuentra mercado para su producción. Baja la producción, baja el volumen de los negocios, y más aún el beneficio. Estas crisis afectan profundamente a los asalariados. Al aumento de precio de los alimentos se agrega, en la industria textil, un descenso de los salarios cercano al 30% y los paros provocados por el descenso de la producción y el cierre de las fábricas.

El precio de los granos disminuyó en el segundo semestre de 1847 y a principios de 1848, pero la crisis dejó como saldo una burguesía golpeada y un proletariado sin ahorros y sin trabajo. La crisis económica agudizó conflictos sociales y políticos para cuyo análisis es necesario que tomemos en cuenta las gestiones del régimen político que después de dieciocho años, cayó derrotado en las barricadas de 1848.

Los cambios en la economía francesa a partir de 1830

En Francia la revolución industrial se produce no sólo posteriormente, con respecto a Inglaterra, sino también de manera más lenta. Las empresas metalúrgicas francesas habían comenzado a instalarse a fines del siglo XVIII, pero no pudieron hacer grandes progresos debido a que empleaban en las fundiciones carbón de leña. La sustitución de éste por el carbón de piedra no se generalizó mientras los intereses agrícolas impusieron el consumo de madera en gran escala. Pero el estado de la industria del hierro mejoró después de 1830. La apertura de canales permitió que el carbón del Saar fuese mucho más asequible. Hacia 1840 comenzó a desarrollarse en las minas de carbón un proceso de concentración que redujo los costos de producción y en la década siguiente el rápido desarrollo de los ferrocarriles originó una creciente demanda de hierro. La producción de hierro en bruto entre 1820 y 1850 aumentó más del cuádruple y la de hierro dulce se quintuplicó. Hacia 1850 la industria siderúrgica francesa ocupaba el segundo lugar en el mundo; el primero le correspondía a la británica, la cual le llevaba considerable ventaja. La industria textil se mantuvo a la vanguardia del desarrollo industrial francés después de 1815 y hasta la mitad del siglo. La maquinización se produjo más rápidamente en el hilado que en el tejido, en la industria del algodón que en la de la lana. Los diferentes sectores del textil alcanzaron un alto grado de especialización. Por el contrario, se asistía a la decadencia de la industria rural domiciliada. Por lo demás, si en el conjunto de Francia, en 1850, dominaban aún el taller y el pequeño negocio, si las grandes empresas eran aún la excepción, un capitalismo de "monopolio", favorecido por el gobierno, estaba en formación. Los progresos de la industria fueron solo en cierta medida apoyados por el desarrollo de las vías de comunicación. La construcción de ferrocarriles, largo tiempo demorada por los intereses de algunos grupos financieros, originó una prodigiosa especulación. A pesar de que después de mediados de siglo la construcción se aceleró, hacia 1848 no había más que 1.900 km de explotación, lo que ponía a Francia muy atrás con respecto a Inglaterra y a Prusia. Aunque desde 1840 el Banco de Francia había multiplicado sus sucursales en provincias no era muy importante el desarrollo de las instituciones bancarias y de crédito. Aún no se había establecido la relación entre el banco y el pequeño ahorrista.

La gran burguesía en el poder

La revolución de julio de 1830, que entronizó a Luis Felipe de Orleáns, marcó el ascenso al poder de la gran burguesía, formada por banqueros, financistas, grandes comerciantes, propietarios de minas de carbón y de hierro, altos funcionarios del Estado y algunos grandes industriales.

Los nombres de los miembros del grupo dirigente, que se repetirán con pocas variantes durante todo el régimen, pertenecen a los sectores con mayor poder económico: banqueros como Jacques Lafitte, Casimiro Périer, Rothschild y los hermanos Péréire: industriales como Delessert y Talabot. La conexión con los medios intelectuales se hacía a través de figuras como Guizot, profesor de la Sorbona, o Thiers, periodista e historiador de origen modesto. La mayor parte de la burguesía industrial se alineaba en las filas de la oposición, integrando la minoría en la Cámara de Diputados.

Para alcanzar el poder la gran burguesía tuvo que derrocar a la aristocracia territorial, la cual había cometido el error de pretender conservar indefinidamente la totalidad del poder político. Pero el grupo que obtuvo el poder en 1830 puso en práctica un exclusivismo semejante respecto a las clases medias. Bajo la Restauración, la burguesía, aunque excluida del poder político, había afianzado su poder económico, enriqueciéndose merced al comercio, las finanzas y la industria. Una vez en el poder su política se dirigió íntegramente a la consolidación de estos logros.

Luis Felipe eligió sus ministros, sin excepciones, entre los que pertenecían a este grupo social, y terminó otorgando su confianza a Guizot, quien ejerció el poder desde octubre de 1840 a febrero de 1848. Sin ser hombre de negocios, Guizot se erigió en el defensor más constante y sistemático de los intereses de la gran burguesía, cuyo ascenso económico fue estimulado desde el poder. La fórmula con que Guizot creyó poder conservar la paz social fue simplemente "¡Enriqueceos!"

Los progresos de la revolución industrial, apoyados por la política aduanera proteccionista de la monarquía, abrieron posibilidades ilimitadas al grupo dirigente, que no se limitó a aprovechar las circunstancias favorables sino que las produjo en función de sus intereses y acumulando poderes y cargos. Una vez logrado el poder económico se utilizaron los resortes del poder político para consolidarlo y asegurar también la supremacía social. La gran burguesía se aseguró de que los electores, o al menos los elegidos, pertenecieran a la clase dominante o se encontraran entre sus deudores, sus clientes o sus aliados. Se prohibieron las asociaciones y se amordazó a la prensa; se continuó con un régimen de trabajo destinado, a conservar una mano de obra obediente, una clase obrera resignada, desgastada por agotadoras jornadas de trabajo y controlada por reglamentos de taller que permitían todo tipo de abusos.

Un ejemplo de cómo la conducción del Estado se subordinó al interés del grupo dirigente nos lo proporciona la legislación sobre ferrocarriles. En 1835 y 1838 proyectos de construcción de líneas férreas a cargo del Estado debieron ser retirados ante la oposición de la Cámara de Diputados. Finalmente, en 1842, el Estado debió renunciar a sus proyectos en beneficio de los intereses particulares. La ley sancionada ese año dejaba a compañías privadas la construcción de la superestructura, rieles y material rodante, y les concedía la explotación de las líneas por 99 años. De esta manera se consolida la concentración de la industria ferroviaria y el oligopolio así constituido reforzará otros: los de la producción minera y metalúrgica. Las concesiones ferroviarias son acordadas a grupos donde reaparecen sin cesar los mismos nombres: Rothschild, Péréire, Lafitte, Talabot. La concentración por fusión de líneas comenzará pronto. En 1848 Francia tenía 1.900 km de vías mientras que Inglaterra contaba ya con 6.850 km. El retardo debe atribuirse en gran medida a la oposición de la gran burguesía, que rechazó todo régimen que no fuera el de la concesión a compañías privadas. También en otros sectores se consolida el poder de la gran burguesía: la concentración de capitales se da en la producción textil, en particular en el hilado; en la metalurgia, cuando se produce la sustitución de la madera por carbón, como combustible, y la integración entre distintas industrias se vuelve, a raíz de esto, ventajosa. Los dueños de forjas compran entonces minas de carbón y de hierro. Con respecto al Banco de Francia hay que señalar que estuvo en manos de un pequeño grupo de financistas que usufructuaron en su provecho el monopolio de emisión.

La gran burguesía se adhirió a la teoría económica de la escuela liberal, que rechazaba la intervención del Estado en la vida económica, y, exaltando la economía industrial, el maquinismo y el rol del empresario, confiaba en que el pleno desarrollo del capitalismo traería como consecuencia la disminución progresiva de la miseria del proletariado, considerada como un mal necesario. La burguesía francesa se apoyó en estas teorías, o las elaboró, para rechazar toda legislación social y justificar así la sujeción de las clases laboriosas, cuya suerte, opinaban, no podría ser mejorada más que por la caridad privada, el ahorro y la restricción de los nacimientos. No aceptaban, en cambio, las teorías librecambistas pues consideraban que el Estado debía, por derechos de aduana prohibitivos, proteger la industria naciente.

Los grupos sociales excluidos del poder

Una vez en el poder, gracias al régimen que habían fundado, los miembros de la gran burguesía hicieron lo posible para conservar la exclusividad del poder político, descartando a los grupos que podían oponérseles, en primer lugar a la mediana y pequeña burguesía. Los industriales y comerciantes pequeños y medianos iban tomando conciencia de que eran una fuerza importante y comprendían también que el poder económico dependía del poder político y, que negándose éste, se les impedía desarrollar aquél. Otros grupos de la clase media -los funcionarios de nivel inferior, los miembros de las profesiones liberales y los intelectuales (periodistas y escritores)- reclamaban la incorporación de las "capacidades" a la franquicia electoral. Todos estos grupos, que habían participado activamente en las sociedades secretas que habían proliferado bajo la Restauración, en particular "La Carbonaria", se asociaron a la Revolución en las barricadas de París y durante los primeros meses del nuevo régimen lo apoyaron sin reticencias. Alentados por la reforma electoral de 1831, que ampliaba débilmente el cuerpo electoral, pensaron que su turno llegaría pronto. Pero no fue así. Durante dieciocho años la gran burguesía fue derrumbando, una tras otra, todas las esperanzas de sus aliados de 1830, negándose a concretar la reforma parlamentaria y la reforma electoral. Pequeños y medianos burgueses pasaron a nutrir las filas de la oposición, apoyando las tendencias republicanas y también, en algunos casos al bonapartismo. En muchos de ellos las ideas liberales se cargaban con la protesta por la injusticia frente a la miseria de las clases populares, y fue por eso, que aceptaron las primeras ideas del socialismo, particularmente del definido como utópico, que consideraba posible aliviar la situación de los obreros sin alterar fundamentalmente la estructura social.

Con su política exclusivista la gran burguesía minaba sus propias bases de sustentación porque eran los pequeños y medianos burgueses los que formaban los mayores efectivos de la Guardia Nacional, el instrumento básico en la defensa del régimen y del rey. Durante los primeros años de la monarquía, en los cuales las revueltas populares fueron frecuentes, en especial en 1832 y 1834, la Guardia Nacional defendió con energía la legalidad. Pero en 1848 los regimientos parisinos se alinearon en la oposición y rehusaron cumplir con su función de defensa. Su actitud provocó entonces la caída del sistema.

Los obreros

El descenso de los precios de los productos industriales, fenómeno general en Europa entre 1817 y 1851, entrañó de parte de la clase patronal una misma reacción en todas partes: el productor se esfuerza por reducir sus costos de fabricación y el salario se le aparece, entre los factores sobre los que puede actuar, como el más fácilmente reducible. Es por esta razón que en los salarios obreros se da, en el mismo período, una tendencia a la disminución. Este fenómeno fue reforzado además por el aumento continuo de la oferta de mano de obra. La prolongación de la jornada de trabajo, provocada por la aplicación de las máquinas, la iluminación a gas y la necesidad misma de la competencia, se convierten en un hecho general. Sin embargo, fueron preferidas por el obrero a la reducción de su salario.

La jornada de trabajo era, en general, superior a las 15 horas; las mujeres y los niños eran explotados despiadadamente; la única ley de protección del trabajo -que limitaba la jornada de los mineros a 12 horas- no se cumplía en la práctica. Condiciones deplorables, agravadas por la decadencia del artesano, por la dependencia del obrero, sancionada por la libreta de trabajo, por los abusos del sistema de subcontratistas, por la indiferencia casi total del Estado respecto a la clase obrera. Poco a poco van aumentando las voces que desde diferentes perspectivas denuncian la situación. A partir de 1830 los obreros franceses que saben que son ellos los que han asegurado la victoria de la revolución, comienzan a tomar conciencia de su existencia como clase. Es entonces cuando aparecen los primeros periódicos obreros y se constituyen asociaciones de resistencia bajo la apariencia de sociedades de ayuda mutua. Fracasadas las insurrecciones de 1834 la represión se agudiza: la ley de asociaciones del 10 de abril de ese mismo año estaba destinada a destruir las organizaciones obreras. Los obreros más activos se ven obligados a refugiarse en sociedades secretas. El trabajo en estas sociedades hará más estrecha la unión, esbozada en 1834, entre el partido republicano y el movimiento obrero.

Los grupos actuantes en las sociedades secretas comienzan a impregnarse de las ideas socialistas. Los sansimonianos, socialistas utópicos, condenaban la anarquía económica, la explotación de la clase obrera y preconizaban la socialización de los medios de producción y la educación generalizada. La distribución de la riqueza creada por la sociedad debía realizarse, según ellos, de acuerdo a la capacidad de cada uno y juzgando la capacidad por las obras. También alcanzaron gran difusión en ese momento las ideas de dos líderes obreros: Louis Blanc y Augusto Blanqui.

Louis Blanc fue fundamentalmente un moderado. Aunque atacaba al capitalismo y al sistema de libre competencia y denunciaba los sufrimientos de los obreros bajo el régimen existente, era decididamente enemigo de la doctrina de la lucha de clases. Blanc tenía una profunda fe en la democracia representativa basada en el sufragio universal. Atribuía al Estado una posición preponderante en la planificación económica y el desarrollo de los servicios sociales. Expuso sus ideas en dos obras: Organización del Trabajo y El derecho al trabajo. "Todo hombre -declaraba- tiene derecho a la existencia y por consiguiente al trabajo." En virtud de esto el Estado debía asegurar, a todos los ciudadanos capaces, empleo en condiciones razonables de remuneración, ayudando mediante capital y créditos al establecimiento de cooperativas de obreros. Una vez facilitado por el Estado el impulso inicial los obreros mismos dirigirían estos "Talleres Sociales", repartiendo las utilidades de manera tal que se realizase una distribución justa y se dispusiera de capital suficiente para seguir desarrollando la producción y realizando nuevas inversiones. Creía que las asociaciones obreras apoyadas por el Estado serían capaces, al agrupar a los mejores obreros, de provocar, por su mayor eficiencia, el fracaso del capitalismo. Sus ideas se difundieron especialmente a partir de 1839, fecha en que apareció su libro Organización del Trabajo. La tradición del ala izquierda jacobina y babuvista, gran parte de la cual se hizo comunista después de 1830, tuvo su caudillo en Augusto Blanqui, discípulo de Buonarroti. Esta corriente, políticamente mucho más madura, fue la dominante en las sociedades secretas en el período 1835-1841. Blanqui se llama a sí mismo "comunista", pero afirmaba que el comunismo no podía establecerse sino por etapas, a medida que el pueblo se fuese preparando para él mediante la educación en las verdaderas ideas republicanas. Pensaba hacerse dueño del poder mediante un golpe de Estado organizado por una minoría de revolucionarios disciplinados y adiestrados en el uso de las armas. Aspiraba a crear un grupo, relativamente pequeño, de hombres escogidos quienes serían la cabeza de una dictadura destinada a dirigir la educación del pueblo con vistas a introducir el nuevo sistema social del comunismo.

Las sociedades secretas y la insurrección de 1839

De las muchas sociedades republicanas surgidas despues de 1830, la más influyente, al principio, fue la "Sociedad de los Amigos del Pueblo" dirigida por Godefroy Cavaignac. En ella ingresó Blanqui. En 1835, en colaboración con Barbés -otro líder obrero de importante actuación en el movimiento insurreccional- fundó una nueva asociación clandestina, la "Sociedad de las Familias", que en 1837 fue reemplazada por la "Sociedad de las Estaciones". Con la "Sociedad de las Familias" se había fusionado la "Sociedad de las legiones Revolucionarias" y en 1837, al fundarse la "Sociedad de las Estaciones" otro grupo se separa y forma las "Falanges Democráticas". En 1840 todos estos grupos se fusionan en la "Sociedad Comunista".

Las sociedades que hemos mencionado estaban formadas por franceses, de la clase media y de la clase trabajadora, pero existían otras, como la "Federación de los Proscriptos" (1835-1836) y la "Federación de los Justos" (1836-1839), constituidas por refugiados alemanes y suizos, periodistas, empleados, artesanos y obreros. Los lazos existentes entre estas diversas sociedades hicieron surgir la tendencia internacional del movimiento obrero. Desde ese momento el movimiento buscará consolidar la solidaridad internacional de la clase obrera.

En la primavera de 1839 Blanqui y los afiliados de la "Sociedad de las Estaciones" intentan aprovechar la situación provocada por la crisis económica y el paro forzoso entre los trabajadores para promover una insurrección. Cerca de trescientos hombres dirigidos por Blanqui y Barbés atacan el Ayuntamiento, completamente vacío por tratarse de un día domingo. Desde allí incitan al pueblo a tomar las armas: "Pueblo, levántate, tus enemigos desaparecerán como polvo ante el huracán…" Pero el llamado no encuentra eco. La conspiración, rodeada del mayor misterio, sorprende tanto a la fracción republicana, que hubiera podido apoyarla, como al gobierno. Barbés y Blanqui son detenidos, junto con otros jefes. En 1848 Blanqui, que recién había recuperado la libertad, se puso al frente de la "Sociedad Central Republicana", enemistado con Barbés, que había organizado el "Club de la Revolución".

El fracaso de la insurrección de 1839 no terminó con el movimiento canalizado en las sociedades secretas. Los pocos afiliados de la "Sociedad de las Estaciones" que quedaron en libertad se unieron a otros grupos para formar la "Sociedad Comunista". En esta actuaban tres tendencias: la de los moderados, reformistas que pensaban que con la revolución política se produciría la revolución social; la de los babuvistas o comunistas propiamente dichos, y la de los seguidores del comunismo icariano, tendencia cuyos progresos comenzaron a frenar el avance de las doctrinas de Blanqui. El ideólogo del comunismo icariano, E. Cabet, autor de Viaje a Icaria (1840), defendía un comunismo igualitario y autoritario, donde la remuneración se hiciera según las necesidades, negaba la revolución violenta y predicaba una evolución pacífica y progresiva. La descomposición de las tendencias políticas del movimiento obrero en esta diversidad de sectas rivales señala a un proletariado no homogéneo y todavía en desarrollo.

El movimiento sindical en la década de 1840

En 1839 la crisis económica golpea duramente a la población francesa: la desocupación aumenta, la carestía del trigo provoca desórdenes. En París, de cada tres obreros uno muere de hambre. La protesta se canaliza al año siguiente en un movimiento sindical que apela a las huelgas. Un movimiento de vasto alcance que afirmará reivindicaciones destinadas a formar un primer programa de legislación del trabajo. Los con flictos laborales se suceden: la primera huelga es la de los sastres, en marzo de 1840; en julio se organiza la coalición de los obreros en papeles pintados; en ese mismo mes los obreros zapateros reclaman un aumento de salarios; en septiembre los obreros ebanistas reclaman la supresión del sistema de subcontrato y los obreros constructores de carruajes piden la disminución de la jornada de trabajo a 12 horas; también van a la huelga los obreros que fabrican clavos, los albañiles, los hilanderos de algodón, los panaderos, los encuadernadores, los curtidores, los bataneros, los tejedores de géneros de punto, etcétera.

El movimiento huelguista no tuvo objetivos políticos: fue puramente sindical. Sin embargo, el gobierno movilizó importantes tropas y, para justificar la represión, la policía inventó un complot republicano. Se detuvo a dirigentes y se confiscaron algunas publicaciones como La Organización del Trabajo, de Louis Blanc, alegando que el autor "se complacía en exagerar los padecimientos de la clase pobre". Los arrestos políticos son seguidos por los de los huelguistas: 140 hilanderos, 62 carpinteros, 38 obreros constructores de carruajes, etc. En total: 409 detenciones. Una buena parte del movimiento sindical en la década de 1840 se canalizó hacia el logro de la solidaridad entre los trabajadores por medio de la organización de una "Unión Obrera". Expresión de parte de esas ideas fue el libro de Flora Tristán, La Unión Obrera, aparecido en 1843, y en el cual la autora trazó un esbozo de la Internacional.

Antecedentes inmediatos de la revolución de febrero

El centro de la agitación política durante la década de 1840 fue la campaña en pro de la Reforma Electoral. Diversos sectores la apoyaban. Para muchos obreros el sufragio universal y la democracia política debían necesariamente producir la liberación social. También la mediana y pequeña burguesía, ya lo hemos visto, aspiraba a lograr una participación en el cuerpo electoral. Numerosos monárquicos, por su parte, aspiraban a que se cambiara el sistema de voto: entre los legitimistas, el abad de Genoude, redactor en jefe de la Gaceta de Francia, se declaraba partidario del sufragio universal; entre los mismos orleanistas, los opositores de Guizot -cuya cabeza visible era Odilon Barrot- aun declarándose fieles al rey -lo que hacía que su fracción fuera llamada la "oposición dinástica"- deseaban que el cuerpo electoral no se integrara solamente con las personas de fortuna y pedían que se incorporara a los hombres instruidos, a "las capacidades".

En la prensa, el órgano de la burguesía republicana era El Nacional. En 1843 elementos muy diversos de la izquierda radical, como Ledru-Rollin o Flocon, y del socialismo, como Louis Blanc, decidieron fundar un periódico más democrático, y así surgió La Reforma, destinado a encontrar amplio eco entre los sectores obreros más instruidos. Mientras El Nacional defendía la economía liberal La Reforma preconizaba una legislación socialista y el reconocimiento del derecho al trabajo. Hacia 1847 la agitación en pro de la reforma se hace a través de una serie de banquetes donde se codean republicanos y monárquicos. Como regla general en ellos se reunían solamente los burgueses, pero los discursos eran seguidos por obreros que, atentos y graves, se ubicaban de pie cerca de los comensales.

El movimiento de febrero

A principios de 1848 el XII° distrito parisino quiso tener también su banquete reformista. Comprendía dicho distrito los barrios de Saint-Victor y Saint-Marcel, y era un nido de revolucionarios, más dispuestos a seguir los consejos de Louis Blanc y de La Reforma que a escuchar a Odilon Barrot.

La "oposición dinástica" se atemorizó ante el proyecto. En un primer momento el banquete se había programado para un domingo y la cotización se había fijado en 3 francos; luego, para desalentar la concurrencia de los elementos proletarios, se fijó un día laborable y se elevó el precio a 6 francos. Sin embargo, el ministerio se siguió oponiendo a su realización y después de largas negociaciones entre Guizot y la oposición se decidió que en principio el banquete fuese Prohibido, pero que se permitiera a los miembros de la oposición reunirse allí, bajo la condición de que se pronunciaran los discursos sin que hubiese exteriorizaciones y que todo se normalizase rápidamente. Tales negociaciones fueron divulgadas por la prensa republicana, la cual trataba irónicamente a los "reformistas", quienes después de haber atacado al gobierno Guizot, se inclinaban ante el ministerio cuando éste mostraba alguna energía. El 21 de febrero El Nacional, La Reforma y La Democracia Pacífica difundieron un proyecto de manifestación popular. Esta acompañaría a los miembros de la oposición hasta el lugar donde habría de realizarse la reunión. Se invitaba a los guardias nacionales a concurrir con su uniforme.

Ese mismo día se reunió el gabinete y prohibió todo tipo de demostración. Barrot, por su parte, convocó por la tarde a los principales líderes de la oposición y afirmó que no iría al banquete. La mayoría lo apoya. El 22 de febrero El Nacional anuncia que el banquete se ha suspendido y pide a la población que conserve la calma.

Los políticos parisinos creen poder controlar a las clases populares, pero los hechos demuestran lo contrario: la agitación crece durante el día y por la noche se forman barricadas. El gobierno decide recurrir al dispositivo de seguridad que prevé las operaciones que deben ejecutar el ejército y la Guardia Nacional en caso de insurrección.

Al día siguiente se produce un acontecimiento capital: de las diez legiones de la Guardia Nacional solamente una, apoya al gobierno; las demás se declaran partidarias de la reforma y se niegan a reprimir la rebelión. Su actitud debilita el espíritu del ejército regular, que comprende que deberá combatir no solamente contra obreros mal armados sino también contra los batallones de la Guardia Nacional. Luis Felipe pide la renuncia de Guizot al ministerio y anuncia que ha convocado en su reemplazo al conde de Molé. Mientras tanto, "dinásticos" como Thiers y Odilon Barrot consideran que han alcanzado la victoria sin que la monarquía pase realmente peligro, pues en las calles ha comenzado a renacer la calma.

Sin embargo no es así. Un incidente trágico se produce en el bulevar de los Capuchinos. Una columna de manifestantes descendía por él, llevando antorchas y agitando una bandera roja. Al pasar frente a un regimiento de línea que custodia el Ministerio de Asuntos Extranjeros suena un disparo. Los soldados, que se creen en peligro, comienzan a disparar y matan a más de cincuenta personas. Los obreros levantan los cadáveres y los ubican sobre un carro. El cortejo fúnebre comienza a atravesar los barrios de París y a su paso se levantan nuevamente las barricadas.

A la noche Luis Felipe se entera de lo sucedido al mismo tiempo que el conde de Molé le informa que no puede formar gabinete. El rey decide entonces que Thiers se haga cargo del gobierno y que Bugeaud se ponga al frente de las fuerzas de represión. Thiers, que en 1834 había sido uno de los responsables de la masacre de la calle Transnonain y que en 1871 sería el encargado de la sangrienta represión en el París de la Comuna, podía pasar en los últimos años de la monarquía de julio por un hombre de izquierda y Luis Felipe lo llama al gobierno para complacer al pueblo y consolidar la monarquía. Por el contrario, Bugeaud interviene en Carácter de hombre fuerte. Este en el episodio de la calle Trasnonain había jugado un triste papel y si bien no había sido más culpable que Thiers, era francamente detestado por los parisinos.

Al día siguiente las tropas dirigidas por Bugeaud se enfrentan con las barricadas obreras. Aunque tienen órdenes de actuar con severidad algunos jefes no se animan a ordenar el derramamiento de sangre y el desorden cunde entre los soldados, muchos de los cuales entregan sus armas a los manifestantes. En la Corte reina la consternación. Luis Felipe abdica en favor de su nieto, el Conde de Paris, y confía la regencia a la duquesa de Orleáns. Mientras tanto en El Nacional se llevan a cabo reuniones en las que se estudia la formación de un gobierno provisorio. Los moderados de El Nacional desean que la "oposición dinástica" forme parte del gobierno, y Garnier Pagés y Pagnerre invitan a Odilon Barrot a incorporarse a él. Pero la revuelta crece y se generaliza hora a hora, y los hombres de El Nacional cambian de parecer y pasan a negociar con la izquierda. Llegan así a un acuerdo con el equipo de La Reforma, con el cual se reparten las carteras del nuevo gobierno, reservándose para sí la mayoría de ellas. Por la tarde, la Regente y su hijo se presentan en la Cámara de Diputados. Barrot invita a sus colegas a reconocer como rey al Conde de París, mientras la multitud, cada vez más enardecida, invade la sala de sesiones. Lamartine, el poeta, aprovecha su popularidad entre las clases humildes para obtener silencio. Comienza su discurso con un delicado elogio de la Regente y de su hijo, pero invita a los ciudadanos a agruparse en torno al Gobierno Provisorio:

"¡Que se constituya ese gobierno en este mismo instante -exclama- que se constituya en virtud del derecho a la paz pública, el derecho de la sangre que corre, el derecho del pueblo, que puede estar orgulloso del glorioso trabajo que cumplió en los últimos tres días!"

Se une entonces a Ledru-Rollin y juntos deciden dirimirse al Ayuntamiento para constituir allí el gobierno provisorio. La revuelta, que había comenzado al grito de "¡Viva la Reforma!", termina con la exigencia de que se proclame la República.

Frente al Ayuntamiento la multitud se impacienta. Conoce los nombres de los miembros del Gobierno Provisorio, en el cual, junto a los representantes de los diferentes grupos burgueses, figuran los nombres de Louis Blanc y de un obrero llamado Albert, elegidos por aclamación popular frente al edificio de La Reforma.

Pero eso no es suficiente: el pueblo de París teme que se le escamotee el triunfo, como en 1830, y exige la República.

Los hombres de El Nacional tienen reservas con respecto a la proclamación de la República. El texto que se adopta es el siguiente:

"Aunque el Gobierno Provisorio actúa en nombre del pueblo francés y prefiere la forma republicana, ni el pueblo de París ni el Gobierno Provisorio pretenden imponer su opinión a la totalidad de los ciudadanos, que serán consultados sobre la forma definitiva de gobierno que proclame la soberanía del pueblo".

Pero la tarde del 24 de febrero, ante la multitud que exige impaciente la proclamación de la República, los dirigentes no se animan a leer este texto, al que se había llegado después de laboriosas tratativas. Entonces Lamartine aparece en un balcón y, resueltamente, anuncia la proclamación de la República.

El Gobierno Provisorio, unánimemente, se niega a adoptar la bandera roja como emblema republicano. Se llega entonces a un compromiso: la bandera tricolor con una roseta roja, colocada en el asta, será la insignia de los miembros del gobierno. Los acontecimientos de París tuvieron repercusión en el interior; en ciertos centros manufactureros, como Reims y Lyon, se produjeron desórdenes. También se producen revueltas de tipo tradicional: destrucción de Sinagogas en Alsacia y de conventos y castillos aristocráticos en otros lugares; revueltas campesinas en varios departamentos y destrucción de telares a vapor y de fábricas textiles en Champagne y Normandía.

Los conflictos en el seno del Gobierno Provisorio

La composición del Gobierno Provisorio era muy heterogénea. La mayoría estaba constituida por representantes de la burguesía, hombres de El Nacional como Garnier-Pagés Marrast, Marie; la pequeña burguesía estaba representada por Flocon y Ledru-Rollin; la "oposición dinástica" por Cremieux, etc.; finalmente, Blanc y Albert habían sido impuestos por los grupos obreros. Pronto se pondrá en evidencia que los intereses representados eran divergentes y en algunos casos opuestos. Es que para los moderados la revolución había terminado, mientras que para los socialistas recién comenzaba.

Los conflictos que entonces se producen se centralizan, como ya lo hemos puntualizado, en torno a tres problemas:

  1. las medidas a adoptar para aliviar los efectos de la crisis económica y el establecimiento de la legislación laboral exigida por los obreros, todo aquello que se canaliza en la polémica sobre los Talleres Nacionales y en la actuación de la Comisión de Luxemburgo;
  2. la actitud que debía adoptar la República Francesa con respecto a las luchas sociales que se desarrollaban en otros países de Europa, especialmente Polonia e Italia, asunto sobre el cual pueblo y gobierno no estaban de acuerdo, y
  3. criterio a adoptar frente a las lecciones para la Asamblea, en la medida en que éstas podían terminar, si se realizaban apresuradamente y sin una campaña política que preparara al pueblo (especialmente al campesinado), beneficiando a la reacción.

La Comisión de Luxemburgo

En los primeros días que siguieron a la revolución los obreros consiguieron arrancar al Gobierno Provisorio importantes concesiones.

Por un decreto del 25 de febrero el gobierno garantizó la existencia del obrero por medio del trabajo, comprometiéndose a asegurar ocupación para todos los ciudadanos. Louis Blanc, que había redactado este decreto, solicitó también la creación de un Ministerio de Trabajo. No lo obtuvo, pero en su lugar el 28 de febrero se creó la "Comisión del gobierno para los trabajadores", que en razón del lugar donde sesionaba se conocería como Comisión del Luxemburgo. Presidida por Blanc fue una especie de parlamento que representaba al mundo del trabajo. En cada profesión obreros y patrones designaron sus representantes en el Luxemburgo.

Desde 1840 los obreros habían luchado por reivindicaciones corporativas y elaborado un complejo programa de legislación del trabajo. La principal tarea de la Comisión del Luxemburgo será poner en práctica ese programa. Entró en funciones el 1° de marzo. Al día siguiente un decreto abolía el sistema de subcontrato. (El sub-contratista se encargaba de hacer un trabajo por un precio dado y luego ocupaba oficiales, a los cuales les pagaba lo menos posible, para que lo ejecutaran bajo su dirección. Los obreros detestaban a los sub-contratistas, quienes los habían sometido a un duro régimen de explotación. Otro decreto del mismo día 2 fijaba la duración de la jornada de trabajo en 10 horas para París y en 11 para las provincias; el 8 de marzo se decidió el establecimiento de oficinas gratuitas de colocación en las alcaidías y el 27 de mayo de 1848 se autorizó a los obreros a ser electores y elegibles en los consejos de conciliación. Estos últimos eran consejos mixtos de obreros y patrones encargados de resolver los conflictos de trabajo. La Comisión del Luxemburgo actuó desde el 19 de marzo hasta principios de mayo. Durante su existencia desempeñó el papel de árbitro, interviniendo en la regulación de innumerables conflictos entre patrones y obreros. Al mismo tiempo favoreció el desarrollo de la organización sindical, creando nuevas sociedades sindicales y fusionando algunas de las existentes. Si bien su actuación fue efímera y sus logros fueron dejados sin efecto en los meses siguientes, la Comisión dejó sentado un importante precedente en el movimiento obrero.

Los Talleres Nacionales

La Comisión del Luxemburgo no intervino en cambio en el decreto de creación de los Talleres Nacionales, ideados por el Ministro de Trabajos Públicos, Marie, para aliviar la desocupación. La revolución había estallado en plena crisis industrial; el número de obreros sin trabajo aumentaba día a día. El 28 de febrero Marie tomó a su cargo la organización de los talleres que él mismo, meses más tarde, llamará "organización de la limosna".

Cuando los Talleres fracasaron se culpó de ello a los socialistas, en particular a Louis Blanc. Este había propiciado la creación de talleres sociales organizados como verdaderas cooperativas de producción. Pero los Talleres Nacionales nada tenían que ver con esto: simplemente se limitaban a pagar a los obreros una suma que les permitía subsistir y a encargarles trabajos improductivos. A fines de marzo estaban inscriptos en ellos 21.000 obreros; a fines de abril, 94.000. Para reforzar los elementos de la Guardia Nacional el Ayuntamiento de París decidió la creación de veinticuatro batallones de Guardias Móviles, compuestos de jóvenes voluntarios que se enrolaban por un año. Reclutados entre los estratos más pobres de la sociedad, los desocupados y vagabundos que ingresan en la Guardia eran hombres decididos a todo con tal de salir de la miseria. El Gobierno Provisorio contó desde ese momento con una fuerza para enfrentar a los obreros.

La situación financiera

El Gobierno Provisorio debió hacer frente a la grave situación financiera. Las clases poseedoras, al no tener confianza en el crédito del gobierno republicano, alentaron la catástrofe demandando al Banco de Francia el reembolso en oro de sus billetes. Las reservas en oro del Banco cayeron en un 50%. Garnier-Pagés, encargado del ministerio de Finanzas, decidió el curso forzoso de los billetes de banco y fusionó los bancos departamentales con el Banco de Francia. Estas medidas, sin embargo, no fueron más que paliativos y no aliviaron la situación. Mientras tanto el déficit presupuestario aumentaba y se había organizado un mercado clandestino del oro. Se intentó solucionar el déficit financiero mediante el establecimiento del impuesto llamado "de los cuarenta y cinco céntimos", que aumentaba en 45 céntimos por cada franco todas las contribuciones directas. En la práctica el nuevo impuesto recayó básicamente sobre el campesinado y enajenó definitivamente su posible apoyo a la República.

Las relaciones internacionales

Lamartine, ministro de Asuntos Extranjeros, debió afrontar el delicado problema de las relaciones con el resto de Europa.

La revolución de febrero no había limitado sus efectos al territorio francés. En Alemania, en Austria, en Polonia, en Hungría, en Italia, la agitación crecía. ¿Podía Francia dejar de mostrarse hostil con los príncipes que trataban de mantener los acuerdos de la Santa Alianza en contra de la libertad de los pueblos?

Obrando de esa manera permitiría la formación de una nueva coalición de Inglaterra y Rusia en su contra. La pasividad de Francia podía paralizar la emancipación de Europa y dejar que los monarcas vencedores se volvieran contra la República misma.

Lamartine optó entonces por una posición de compromiso: envía a los agentes diplomáticos extranjeros una circular en la que condena los tratados de 1815, al tiempo que afirma que ninguna agresión deben temer las otras potencias por parte de Francia. Pero con esto no se terminaba el problema: el pueblo de París todavía tendría que dar su opinión.

Las elecciones para la Asamblea Constituyente

Desde el primer día el Gobierno Provisorio había anunciado su decisión de convocar a la totalidad de la población francesa para que se pronunciase libremente respecto de la forma de gobierno que quería adoptar.

También desde el primer día se habían asegurado las libertades civiles y políticas: libertad de prensa y supresión de los impuestos que debían pagar los periódicos, libertad de reunión y de petición. Clubes y periódicos se multiplicaron y se abolieron la pena de muerte por causas políticas y la esclavitud.

Pero en ese momento convocar a elecciones planteaba importantes problemas. Blanqui y otros activistas afirmaban que un pueblo sometido durante tanto tiempo al dominio de las fuerzas reaccionarias no estaba preparado para votar por la verdadera libertad y que la política democrática no tendría ningún significado mientras no se preparara al pueblo mediante una larga campaña de educación política. Los dirigentes de los clubes revolucionarios trataban de que el gobierno retrasara todo lo posible la convocatoria a elecciones para la Asamblea. Durante las jornadas del 17 de marzo y del 16 de abril hubo manifestaciones en el curso de las cuales el pueblo de París expresó su preocupación frente a la perspectiva de elecciones apresuradas. Se pensaba sobre todo en la inmensa masa de campesinos, analfabetos y no politizados, que seguirían las directivas de sus líderes locales, representantes del clero y de la nobleza rural. En el gobierno había indecisión. Lamartine insistía para que las elecciones tuvieran lugar cuanto antes, mientras que Louis Blanc pugnaba por retrasarlas el máximo posible. Finalmente la convocatoria se hizo para el 23 de abril, instaurándose el sufragio universal.

Para reemplazar a los prefectos de la monarquía, Ledru-Rollin envió a los diversos departamentos comisarios de la República con poderes ilimitados. Estos debían actuar como educadores y propagandistas, pero su labor no fue eficaz.

Los acontecimientos del 16 y 17 de marzo

La igualdad era uno de los principios de la revolución de febrero. El 14 de marzo, el gobierno, consecuente con él, decidió que en lo sucesivo no solamente los burgueses y pequeños comerciantes entrasen en la Guardia Nacional: todo ciudadano sería guardia nacional y elector. Se pensaba, además, que en esas condiciones el equipamiento y la organización de los diferentes cuerpos de la milicia cívica no debían reflejar ninguna de las jerarquías de la vida social y por eso se suprimió también toda distinción en los uniformes. El pequeño burgués, pequeño comerciante o dueño de taller, no estuvo de acuerdo con la medida. Sentía como una ofensa para su condición de ciudadano propietario el que se pretendiera mezclarlo con los obreros y la masa popular, privándolo de su uniforme de gala, del cual se sentía orgulloso. El 16 de marzo, descontentos, varios miles de guardias nacionales realizaron manifestaciones contra el Gobierno Provisorio al grito de: "¡Abajo Letra-Rollin!" "¡Abajo los comunistas!" A su paso encuentran grupos hostiles -mecánicos, tipógrafos, ebanistas- irritados ante la movilización anti-igualitaria.

Para el día siguiente se había programado una manifestación popular para solicitar al Gobierno Provisorio el aplazamiento de la fecha de las elecciones. Frente a los acontecimientos del día 16, Louis Blanc aprovecha su popularidad para dar a la manifestación del 17 de marzo el carácter de apoyo al gobierno. La cohesión popular es sorprendente. El pueblo muestra su fuerza con disciplina y sin agresiones. La demostración de lealtad al gobierno es también demostración de inquietud: se teme la acción de los monárquicos, se teme la actitud antirrepublicana de algunos oficiales del ejército. Piden que el ejército regular sea alejado de París. El saldo de las dos jornadas es el afianzamiento de la autoridad del Gobierno Provisorio. Muchos extremistas no quedan conformes, como los que seguían a Blanqui y a Barbés, quienes querían que el gobierno actuara con firmeza frente a los saboteadores de la República. Otra importante consecuencia de los acontecimientos mencionados fue el que se abriera la primera brecha en la alianza, consolidada en febrero, entre la pegueña burguesía y el pueblo obrero de París. A partir de ese momento los revolucionarios se dividieron.

El 16 de abril

Courtais, comandante de la guardia civil, con el objeto de democratizar su estado mayor, había decidido incorporar catorce oficiales que pertenecieran a la clase obrera y que fueran designados por sus camaradas. La elección debía tener lugar el domingo 16 de abril en el Campo de Marte.

Los delegados del Luxemburgo y los militantes de los clubes, los amigos de Blanqui, de Raspail, director de El amigo del pueblo, querían que la jornada fuese una manifestación de republicanismo y que se reiterase al gobierno la inquietud popular con respecto a las consecuencias que podían tener las elecciones apresuradas. Mientras tanto, entre los miembros del gobierno comenzaba a hacer crisis el problema de la fecha de las elecciones. Ledru-Rollin vacilaba entre dar su apoyo a Blanc o a Lamartine. Finalmente, argumentando que al apoyar a los que eran mayoría en el gobierno salvaba la cohesión del poder, y por consiguiente a la República, apoyó a la fracción moderada. Cuando Louis Blanc anuncia que el 16 de abril, después de las elecciones del Campo de Marte, los obreros van a realizar una manifestación ante el Ayuntamiento, Ledru-Rollin y Lamartine, alarmados, convocan a la Guardia Nacional. Los obreros desfilaron ante la hostilidad de los guardias nacionales y el cortejo fue escindido en varios sectores por batallones de guardias móviles intercalados entre los manifestantes. La ruptura producida en marzo entre la pequeña burguesía y el sector obrero se ahondaba cada vez más, al tiempo que se ponía de manifiesto la desconfianza existente entre el Gobierno Provisorio y la mayoría de la población. Louis Blanc y Albert ven en Ledru-Rollin un traidor, mientras que una inmensa ola de reacción social comienza a extenderse por todo el país. Según Caussidière, en ese momento "se englobó, bajo el nombre de comunistas, a todos los republicanos devotos".

La Asamblea Constituyente

El resultado de las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente fue, desde el punto de vista político, confuso. Muchos orleanistas no figuraban entre los candidatos por ser demasiado conocidos, pero sí otros que, aunque estuvieran menos marcados, no dejaban de ser extremadamente tibios en relación a la República. Estos candidatos, a quienes se llamaba "los republicanos del día siguiente", figuraban frecuentemente en las mismas listas que los hombres de El Nacional. Esta alianza proporcionaba al equipo de Marrast apoyo del centro-derecha y la derecha, y a los antiguos monárquicos un certificado de republicanismo. En esas condiciones era difícil definir políticamente a la Asamblea: los republicanos moderados tenían alrededor de 500 bancas; los republicanos de tendencia socialista no disponían más que de 80; los orleanistas eran cerca de 200 y los legitimistas una centena. Habla sólo 34 representantes salidos de las filas populares.

En mayo de 1848 la Asamblea Constituyente, después de atender a su organización interna, eligió un poder ejecutivo provisorio constituido por una Comisión Ejecutiva de cinco miembros. Lamartine, ante esa Asamblea que se orientaba hacia la derecha, trató de mantener una política de equilibrio entre el centro y la izquierda y propuso como miembro de la Comisión a Ledru-Rollin, mientras la separación de Louis Blanc y Albert se hacía inevitable. Los tres moderados de El Nacional -Arago, Garnier-Pagés y Marie- obtuvieron la mayor cantidad de votos: 725, 705 y 702, respectivamente; Lamartine, 645, y Ledru-Rollin sólo 458.

Los acontecimientos del 15 de mayo

En esos días llegó a París un grupo de delegados revolucionarios polacos con el objeto de pedir apoyo a la República. Los delegados no son bien recibidos por Lamartine y el pueblo parisino, que había apoyado con ardor los intentos de liberación de Polonia, se indigna. Se decía que el gobierno, negándose a intervenir, dejaría masacrar a los patriotas polacos e italianos como había sucedido en 1830. Los delegados polacos, no habiendo obtenido nada de Lamartine, se dirigieron a la Asamblea, donde depositaron una petición. La Asamblea decidió discutir el problema el lunes 15 de mayo; los clubes, por su parte, organizaron para ese día una manifestación para que el pueblo expresara su lealtad a Polonia y a todos los pueblos oprimidos.

Un formidable cortejo que se había formado en la Bastilla invadió el recinto donde sesionaba la Asamblea. El orden peligraba. Por una parte la multitud producía inquietud en la Asamblea; por otra, había en el seno de ésta algunos elementos que no veían con disgusto la creciente efervescencia popular. Raspail leyó la petición; Barbés, tras un breve discurso, llamó a la calma; Blanqui hizo oír su voz:

"La Asamblea Nacional debe decidir que Francia no pondrá la espada en su vaina basta que la antigua Polonia sea reconstituida por completo".

Un nuevo personaje entra entonces en escena: Aloysius Huber, quien declara de manera solemne que la Asamblea debe ser disuelta. (Más tarde se le acusará de haber actuado como agente provocador.) El pueblo lo aplaude y se dispone a dirigirse al Ayuntamiento para constituir allí un nuevo gobierno provisorio. El gobierno insurreccional se constituyó rápidamente: Albert, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Huber, Thoré, Raspail, Cabet, Pierre Leroux. Pero la Guardia Nacional llega, salvando una vez más la situación para la fracción moderada. Albert y Barbés son detenidos. La aventura del 15 de mayo comprometió a Louis Blanc y determinó que las capas tranquilas de la población se volcaran hacia la derecha.

Después del 15 de mayo avanza la reacción y todos los sospechosos de socialismo son alejados de los cargos públicos. Comienzan a circular versiones sobre la necesaria disolución de los Talleres Nacionales. En el pueblo crece la confusión y las tensiones; la miseria era grande y la desocupación llevaba al pueblo todas las tardes a los bulevares y plazas públicas, donde formaban lo que se llamó con justicia los "Clubes de la Desesperación".

Las Jornadas de Junio

Pequeños y grandes burgueses sostenían la necesidad de terminar con la agitación popular, con la incertidumbre política, que provocaba el marasmo en los negocios y que paralizaba la actividad de la Nación. Nuevamente se puso sobre el tapete la debatida cuestión de los Talleres Nacionales, los cuales entre el 5 y el 15 de mayo habían costado al gobierno más de siete millones de francos. Una comisión especial de la Asamblea, encargada de analizar el problema, reclamó su disolución inmediata.

El 21 de junio se hizo público el decreto por el cual se ordenaba que los obreros de 18 a 25 años inscriptos en los Talleres Nacionales se alistaran en el ejército y que los demás se prepararan para ir a los departamentos a realizar trabajos de terraplenado.

En la mañana del 22 mil quinientos obreros, arengados por un teniente de los Talleres, Luis Pujol, se dirigen al Luxemburgo y piden ver a Marie. Este, que dos meses antes se había comportado demagógicamente frente a las brigadas de los Talleres, los amenaza con obligarlos a partir para provincias utilizando la fuerza. Al día siguiente se realiza una nueva manifestación; la multitud, que aumenta minuto a minuto, grita "¡La libertad o la muerte!"; hombres y mujeres recorren la ciudad repitiendo: "¡Pan o plomo! ¡Plomo o trabajo!" A mediodía se levanta la primera barricada. Comienza así la insurrección que hará decir a Tocqueville

"… fue la más grande y singular que haya habido en nuestra historia… la más grande porque durante cuatro días más de 100.000 hombres estuvieron comprometidos en ella; la más singular porque los insurrectos combatieron sin gritos de guerra, sin jefes, sin banderas; y sin embargo con una unidad maravillosa y una experiencia militar que asombró a los más viejos oficiales".

Para contener a los rebeldes el gobierno reunió 30.000 soldados de tropa, 16.000 guardias móviles y de la Guardia Nacional, los batallones de los distritos occidentales (distritos burgueses) porque los batallones orientales se habían unido a los insurrectos y de los del centro sólo 4.000 de los 60.000 convocados respondieron al llamado del gobierno. El comando de las fuerzas se confió al general Eugenio Cavaignac.

Durante la segunda jornada de la revuelta se produjeron sangrientos combates. El domingo por la tarde la situación seguía siendo seria, pero era evidente ya que los insurgentes no podían ganar la partida. Los guardias nacionales de provincia, comandados por Ledru-Rollin, no cesaban de afluir a París. Los elementos obreros se esforzaban vanamente por trabar la llegada de esos refuerzos arrancando rieles y deteniendo trenes.

Los combates del lunes fueron más esporádicos. Sobre ciertas barricadas los combatientes resistieron hasta el último hombre, pero en otros se parlamentaba y los obreros proponían la rendición. Algunos diputados intervinieron, esforzándose por detener la efusión de sangre, y muchos insurgentes comenzaron a dejar las armas. Pero Cavaignac se muestra implacable: sobre las barricadas mueren cuatro o cinco mil insurgentes, pero más de tres mil son masacrados después del combate por los soldados de la guardia móvil y del ejército regular. En total son arrestadas 11.671 personas. Algunos son ejecutados; otros, condenados a trabajos forzados.

La última época de la Segunda República

La derrota del proletariado en junio significó el triunfo de la reacción: la ley que limitaba la jornada de trabajo a diez horas fue anulada; los clubes obreros, clausurados; la libertad de prensa, suprimida.

Después de la renuncia de la Comisión Ejecutiva la Asamblea puso al frente del gobierno a Cavaignac. La Asamblea dictó una constitución que dejaba el poder legislativo a una sola cámara elegida por tres años mediante el sufragio universal y el ejecutivo a un presidente elegido por cuatro años; pero no resolvía los posibles desacuerdos entre esos dos poderes.

El primer presidente que eligió la república burguesa fue el sobrino de Napoleón I, Luis Napoleón Bonaparte. Su opositor en las elecciones había sido el general Cavaignac. El triunfo de Bonaparte es fácil de explicar: lo votaron los orleanistas, para quienes Cavaignac era demasiado republicano, y también gran parte del campesinado, que veía en él a un defensor de la pequeña propiedad campesina; los mismos obreros, en su mayoría, lo apoyaron por odio a Cavaignac. Las elecciones para la Asamblea Legislativa constituyeron un amplio triunfo de la derecha. Los monárquicos, orleánistas y legitimistas, reunidos en el Partido del Orden, obtuvieron una aplastante mayoría. El segundo partido en importancia era la Montaña, representante de la pequeña burguesía, cuyo jefe era Ledru-Rollin.

Una manifestación montañesa del 12 de junio de 1849, en ocasión del ataque a Roma por las tropas francesas, permitió a la mayoría liquidar a sus adversarios: clubes y periódicos de la oposición fueron prohibidos y el 9 de agosto se votó la implantación del estado de sitio.

En 1850 el Partido del Orden obtuvo la anulación del sufragio universal y el derecho de voto se concedió sólo a las personas que habían residido en el mismo lugar no menos de tres años, con lo cual se privó del derecho de voto a los obreros, pues éstos estaban obligados a emigrar en busca de trabajo.

El presidente, mientras tanto, explotaba en su favor la impopularidad de la Asamblea. El conflicto entre ambos poderes llegó a un punto en que sólo podía resolverse por la fuerza. Por el golpe de estado del 2 de diciembre de 1850, que, ante la indiferencia obrera, no levantó en París más que una leve resistencia, la Segunda República cedió el lugar a un régimen de dictadura personal. Exactamente un año después Luis Bonaparte se proclamaba Emperador, bajo el nombre de Napoleón III.

Bibliografia

Cole, G. D. H.: Historia del pensamiento socialista. México, Fondo de Cultura Económica, 1957.

Efimov, A. y Freiberg, N.: Historia de la época del capitalismo industrial. Buenos Aires, Ed. Problemas, 1941.

Dolléans, E.: Historia del movimiento obrero. Buenos Aires, Eudeba, 1960. T. 1.

Duveau, Georges: 1848. París, Ed. Gallimard, 1965.

Marx, Carlos: Las luchas de clases en Francia. Buenos Aires, Ed. Lautaro, 1946.

Rudé, G.: La multitud en la historia. Buenos Aires, Ed. Siglo XXI, 1971.

Proudhon, P. J.: Las confesiones de un revolucionario. Buenos Aires, Ed. Americalee, 1947.

Evolución del cuerpo electoral francés

Fecha de la elección

Número de electores

jun-jul.

1830

(últimas elecciones bajo la Restauración)

95.600

julio

1831

167.000

junio

1834

171.000

noviemb.

1837

199.000

marzo

1839

201.000

julio

1842

220.000

agosto

1846

248.000

abril

1848

(Sufragio universal)

9.600.0000

Los "Talleres Nacionales"

El señor Marie organizó los Talleres Nacionales con inteligencia, pero sin utilidad para el trabajo productivo. Les puso frenos, les dio jefes, les inspiró un espíritu de disciplina y de orden. Hizo de ellos, durante cuatro meses… un ejército pretoriano, pero ocioso, en manos del poder. Comandados, dirigidos, sostenidos por jefes que tenían el pensamiento secreto de la parte antisocialitsa del gobierno provisional, los Talleres Nacionales contrapesaron, hasta la llegada de la Asamblea Nacional, a los obreros sectarios de Luxemburgo y a los obreros sediciosos de los clubes. Muy lejos de estar al lado del señor Louis Blanc, estaban inspirados por el espíritu de sus adversarios.

(De Lamartine, Histoire de la Révolution de 184S.)

Las reivindicaciones obreras

De todos los periódicos nacidos alrededor de 1840, El Atelier es quizá el más importante. Periódico obrero, redactado por obreros, publicó un programa de reivindicaciones que la revolución de 1848 seguiría, en parte, en su primera etapa.

  1. Limitación de la jornada de trabajo.
  2. Abolición del sistema de los subcontratistas.
  3. Reglamentación de la colocación.
  4. Establecimiento de un salario mínimo.
  5. Supresión de la obligación de la libreta.
  6. Reglamentación de la competencia hecha a los obreros por la mano de obra de prisioneros y conventos.
  7. Transformación profunda de los consejos de conciliación.
  8. Indemnización por los accidentes de trabajo.
  9. Cajas de retiros para la vejez.
  10. Libertad de reunión, de coalición y de asociación.

Reforma electoral y liberación social

Si insistimos en hablar de la reforma electoral, es porque, a nuestros ojos, tiene gran importancia. Por ella llegaremos a obtener de NUESTROS diputados, dado que nosotros, trabajadores, los habremos elegido, LA ORGANIZACION DEL TRABAJO, no colocándose en el punto de vista mezquino de una rama de la industria, sino asegurando a todas las industrias las mismas retribuciones, que nadie puede negar sin cometer un crimen. Esto sería dar un gran paso hacia la igualdad y la fraternidad: establecer para los obreros de todos los estados un mismo salario e igual duración del trabajo… La ley electoral, tal como la pedimos, es un Medio: la Destrucción de la miseria y la instrucción distribuida a todos; he aquí nuestro fin.

(De: La colmena popular, revista de inspiración simoniana, noviembre de 1840.)

Las elecciones y la "verdad social"

Si las elecciones [para la Asamblea Constituyente] no hacen triunfar la verdad social, si no son más que la expresión de los intereses de una casta, arrancada a la confiada lealtad del pueblo, las elecciones, que debían ser la salvación de la República, serán su pérdida, no hay que dudarlo. No habrá entonces más que una vía de salvación para el pueblo que construyó las barricadas: será manifestar una segunda vez su voluntad y anular las decisiones de una falsa representación nacional.

(De un artículo de George Sand, en el Boletín de la República, 14 de abril de 1848.)

El derecho al trabajo

El gobierno provisional había garantizado, de una manera más formal, el derecho al trabajo. Esa garantía la había dado en virtud de su pretendida iniciativa, y el pueblo la había aceptado como tal. El compromiso había sido tomado de una parte y de otra de buena fe.

¿Cuántos hombres en Francia, el 24 de febrero, inclusive entre los adversarios más encarnizados del socialismo, creían imposible en un Estado tan fuertemente organizado como el nuestro, tan abundantemente provisto de recursos, asegurar trabajo a algunos centenares de millares de trabajadores? Ninguno. La cosa parecía tan fácil, tan sencilla; la convicción al respecto era tan general que los más refractarios al nuevo orden de cosas se hubiesen considerado felices de terminar a ese precio la revolución. Por otra parte, no había que darle vueltas: el pueblo era dueño y cuando, después de haber llevado el peso del día y del calor, no pedía como honorarios por su soberanía más que trabajar aún, el pueblo podía pasar con justo título por el más justo de los reyes y el más moderado de los conquistadores.

Se habían dado tres meses al gobierno provisional para hacer honor a su obligación. Los tres meses habían transcurrido y el trabajo no había llegado. Habiendo aportado algún desorden en las relaciones la manifestación del 15 de mayo, el plazo dado por el pueblo al gobierno fue renovado; pero el vencimiento se aproximaba sin que nada diese lugar a creer que la letra sería pagada.

-Haznos trabajar tú mismo, habían dicho los obreros al gobierno, si los capitales no pueden reiniciar su fabricación.

A esta proposición de los obreros el gobierno opuso un triple fin de no ha lugar.

-Yo no tengo dinero -decía- y por consiguiente no puedo aseguraros salarios.

No tengo qué hacer yo mismo con vuestros productos y no sabría a quien venderlos.

Y, aun cuando pudiese venderlos, eso no me beneficiaría absolutamente en nada porque, al encontrarse detenida la industria libre por mi competencia, me enviaría sus trabajadores.

-En este caso, encárgate de toda la industria, de todos los transportes, de la agricultura misma -replicaban los obreros.

-No puedo, objetaba el gobierno. Semejante régimen sería la comunidad, la servidumbre absoluta y universal, contra la cual protesta la inmensa mayoría de los ciudadanos. Lo ha probado el 17 de marzo, el 16 de abril, el 15 de mayo; lo ha probado enviándome una asamblea compuesta en sus nueve décimas partes por partidarios de la libre competencia, del comercio libre, de la propiedad libre e independiente. ¿Qué queréis que haga contra la voluntad de 3 millones de ciudadanos, contra la vuestra, oh, desgraciados obreros, que me habéis salvado de la dictadura el 17 de marzo?

-Haznos crédito, adelántanos capitales, organiza la comandiata del Estado.

-No tenéis garantía que ofrecerme, observaba el gobierno. Y además, os lo he dicho, todo el mundo lo sabe, no tengo dinero.

-Al Estado corresponde dar crédito, no recibirlo, se nos ha dicho y nosotros no lo hemos olvidado. Crea un papel moneda; lo aceptamos de antemano y lo haremos recibir a los nuestros.

-¡Curso forzoso! ¡Asignado! -respondía con desesperación el gobierno-. Yo puedo forzar el pago, pero no puedo forzar la venta; vuestro papel moneda caerá en tres meses bajo la depredación y vuestra miseria será peor.

-¿La revolución de febrero no significa, pues, nada? -se dijeron con inquietud los obreros-. ¿Es preciso que muramos todavía por haberla hecho?

(De: Proudhon: Las confesiones de un revolucionario.)

El Gobierno provisorio de febrero de 1848

El Gobierno provisorio que surgió de las barricadas de febrero reflejaba necesariamente, en su composición, a los diversos partidos que se repartían la victoria. No podía ser más que un compromiso entre las diferentes clases que habían derrocado juntas al trono de julio, pero cuyos intereses se oponían con hostilidad. Estaba compuesto, en mayoría, de representantes de la clase burguesa. La pequeña burguesía republicana estaba representada por Lodru-Rollin y Flocon; la burguesía republicana por las gentes del National, la oposición dinástica por Crémieux, Dupont del Eure, etcétera. La clase obrera no poseía más que dos representantes, Luis Blanc y Albert. En fin, en el Gobierno provisorio Lamartine no estaba, en un principio, representando ningún interés real, ninguna clase determinada; era la misma revolución de febrero, el levantamiento común con sus ilusiones, so poesía, so contenido imaginario y sus frases. Pero, en el fondo, el portaestandarte de la revolución de febrero, por su posición como por sus opiniones, pertenecía a la clase burguesa. Si a causa de la centralización política, París domina a Francia, los obreros dominan a París en los momentos de sismos revolucionarios. La primera manifestación de existencia del Gobierno provisorio, fue la tentativa de substraerse a esa influencia predominante, apelando a la sangre fría de Francia contra el París embriagado. Lamartine negó a los combatientes de las barricadas el derecho de proclamar la República, diciendo que únicamente la mayoría de los franceses tenía cualidad para hacerlo; que había que esperar el voto de ella, que el proletariado parisino no debía ensuciar su victoria con una usurpación. La burguesía no permite al proletariado más que una sola usurpación: la de la lucha.

El 25 de febrero, hacia mediodía, la República aún no había sido proclamada pero, en cambio, ya se habían repartido todos los ministerios entre los elementos burgueses del Gobierno provisorio y entre los generales, banqueros y abogados del National. Pero esta vez los obreros estaban resueltos a no tolerar más un escamoteo semejante al de julio de 1830. Estaban dispuestos a realizar de nuevo el combate e imponer la República por la fuerza de las armas. Con esta misión, Raspail se presentó al Ayuntamiento. En nombre del proletariado parisién, ordenó al Gobierno provisorio que proclamara la República, declarando que si esta orden del pueblo no era ejecutada dentro de dos horas, volvería a la cabeza de 200.000 hombres. Todavía los cadáveres de los combatientes estaban apenas fríos, las barricadas no habían sido levantadas, los obreros no estaban desarmados y la única fuerza que se podía oponerles era la guardia nacional. En estas circunstancias, las consideraciones políticas y los escrúpulos jurídicos del Gobierno provisorio se esfumaron bruscamente. Aún no había transcurrido el plazo de dos horas y ya se destacaban sobre todos los muros de París, en caracteres gigantescos:

¡República francesa! ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!

Con la proclamación de la República sobre la base del sufragio universal, se borraba hasta el recuerdo de los objetivos y móviles mezquinos que habían lanzado la burguesía a la revolución de febrero. ¡En lugar de algunas fracciones solamente de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se hallaban de súbito proyectadas en la órbita del poder político, obligadas a abandonar los palcos, la platea y las galerías, para representar personalmente en la escena revolucionaria! ¡Con la monarquía constitucional desaparecían igualmente la apariencia de un poder público que se oponía arbitrariamente a la sociedad burguesa, y toda la serie de luchas secundarias que exige esa ficción de poder!

Imponiendo la República al Gobierno provisorio y, por éste, a toda Francia, el proletariado se colocaba de inmediato en el primer plano en tanto que era partido independiente; pero, al mismo tiempo, lanzaba un desafío a toda la Francia burguesa. Había conquistado terreno en vista de la lucha para su emancipación revolucionaria, pero de ninguna manera esa emancipación misma.

(Carlos Marx, Las luchas de clases en Francia. 1895.)

Las Jornadas de Junio

Esta insurrección es más terrible por sí sola que todas las que concurrieron desde hace sesenta años. La mala voluntad de la Asamblea es la causa… Thiers fue aconsejando el empleo del cañón para exterminarla. La guardia móvil, el ejército, la guardia nacional, efectuaron masacres atroces… Los insurrectos mostraron un valor indomable…; el terror reina en la capital. Recorrí las filas de la Guardia Nacional; es generalmente honesta, humana y buena. No sabe que la causa de los insurrectos es la propia. Pero ocurre aquí lo que se vio siempre: toda idea nueva tuvo su bautismo; los primeros que la propagan, impacientes, incomprendidos, se hacen matar… Lo que pasa con los insurrectos no es otra cosa que lo que le ocurrió a Galileo, etcétera. […]

(El 28 de junio): Se fusila en la Conserjería, en el Ayuntamiento, cuarenta horas después de la victoria, se fusila a prisioneros, heridos, desarmados…, se difunden las calumnias más atroces contra los insurrectos para excitar la venganza contra ellos… Hermanos contra hermanos… ¡Horror! ¡Horror!

(Palabras de Proudhon, citadas por Dolléans, ver bibliografía.)

La derrota de junio

El último vestigio oficial de la revolución de febrero, la Comisión ejecutiva, se ha desvanecido como una fantasmagoría ante la gravedad de los acontecimientos. Los cohetes luminosos de Lamartine se han convertido en los cohetes incendiarios de Cavaignac. La fraternidad de las clases antagónicas, una de las cuales explota a la otra, esa fraternidad proclamada en febrero -inscripta con grandes letras en el frente de París, en cada prisión, en cada cuartel-, tiene su expresión verdadera, auténtica, prosaica, en la guerra civil, la guerra civil en su forma más espantosa, la guerra entre el Capital y el Trabajo. Esta fraternidad tremolaba en todas las ventanas de París, en el atardecer del 25 de junio, cuando el París de la burguesía se iluminaba, mientras que el París proletario ardía, sangraba, estaba en estertores. La fraternidad duró todo el tiempo en que el interés de la burguesía era hermano del interés del proletariado. Pedantes de la vieja tradición revolucionaria de 1793, metodistas socialistas, mendigos para el pueblo ante la burguesía y a quienes se permitió hacer largas homilías y comprometerse tanto tiempo como fue necesario para dormir al león proletario; republicanos que reclamaban todo el antiguo orden burgués, menos la testa coronada; gentes de la oposición dinástica a quienes el azar cambiaba el derrocamiento de una dinastía por un ministerio; legitimistas que no querían desembarazarse de su librea, sino modificar su corte -tales eran los aliados con los que el pueblo hizo su febrero-. La revolución de febrero fue la bella revolución, la revolución de la simpatía general, porque los antagonismos que en ella estallaron contra la realeza dormitaban, embrionarios, tranquilamente, juntos, porque la lucha social que le daba su sentido verdadero, no había adquirido más que una existencia vaporosa, la existencia de la frase, del verbo. La revolución de junio es la revolución odiosa, la revolución repugnante, porque la cosa ha tomado el lugar de la frase, porque la República ha puesto al desnudo la cabeza del monstruo abatiendo la corona que la protegía y ocultaba. ¡Orden! Tal era el grito de guerra de Guizot. ¡Orden! -gritaba Sebastiani, ese Guizot de caza menor, cuando Varsovia vino a ser rusa. ¡Orden! gritaba Cavaignac, eco brutal de la Asamblea nacional francesa y de la burguesía republicana. ¡Orden! -tronaban sus golpes de metralla despedazando el cuerpo del proletariado. Después de 1789, ninguna de las múltiples revoluciones de la burguesía francesa fue un atentado contra el orden, pues todas dejaban subsistir la dominación de clase, dejaban subsistir la esclavitud de los obreros, dejaban subsistir el orden burgués, tan a menudo como fue modificada la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Junio ha herido a este orden. ¡Ay de junio!

(Fragmento de un artículo de Marx en la Nueva Gaceta Renana, 29 de junio de 1848.)

La República tricolor y la República roja

Hemos dado esta exposición puramente militar de la lucha, para probar a nuestros lectores con qué bravura heroica, qué unanimidad, qué disciplina y qué habilidad militar se batieron los obreros parisinos. Cuarenta mil de ellos lucharon durante cuatro días contra un enemigo cuatro veces superior en número, y muy poco faltó para que lograsen la victoria. Un cabello solamente, y ellos se afirmaban en el centro de París, se apoderaban del Ayuntamiento, instalaban un gobierno provisorio, doblaban su número, tanto con los hombres de los barrios conquistados como con los guardias volantes a quienes entonces únicamente les faltaba un capirotazo para pasarse al lado de los insurrectos. Diarios alemanes pretenden que ésta fue la lucha decisiva entre la República roja y la República tricolor, entre los obreros y los burgueses. Estamos persuadidos de que esta batalla no decide nada, si no es la descomposición interior de los vencedores. Además, el curso de todo este asunto prueba que, en un tiempo no muy lejano, los obreros no pueden dejar de vencer, aun si consideramos las cosas desde un punto de vista puramente militar. ¡Si 40.000 obreros parisienses han obtenido ya un resultado tan formidable contra un enemigo cuatro veces superior, que logrará hacer la masa entera de los obreros parisienses cuando ella actúe unánimemente y con cohesión! Kersausie está prisionero, y, probablemente, en estos instantes, ya fusilado. Los burgueses pueden fusilarlo, pero no le quitarán la gloria de haber sido el primero en organizar el combate de calles. Pueden fusilarlo, pero ningún poder en el mundo evitará que sus concepciones sirvan en el futuro en todos los combates de calles. Pueden fusilarlo, pero no podrán evitar que su nombre quede en la historia con el del primer estratega de las barricadas.

(Engels, en Nueva Gaceta Renana, 12 de julio de 1848.)

El mecanismo revolucionario

Cuando estalló la revolución de febrero, estábamos todos -respecto de nuestras ideas sobre las condiciones y el curso de los movimientos revolucionarios-, influenciados por la experiencia histórica anterior y, especialmente, por la de Francia. ¿No era precisamente de esta última -que, a partir de 1789 había dominado toda la historia de Europa- de quien partió también ahora la señal de la subversión general? Así, era evidente e inevitable que nuestras ideas sobre la naturaleza y la marcha de la revolución "social" proclamada en París en febrero de 1848, de la revolución del proletariado, estuviesen fuertemente impregnadas de los recuerdos de los modelos de 1789 y 1830. Y, en particular, cuando la sublevación de París encontró su eco en las sublevaciones victoriosas de Viena, Milán, Berlín; cuando toda Europa, hasta la frontera rusa, fue arrastrada por el movimiento; cuando luego se libró en junio, en París, la primera gran batalla por el poder entre el proletariado y la burguesía de todos los países; cuando la misma victoria de su clase asustó a tal punto a la burguesía de todos los países que se refugió de nuevo en brazos de la reacción monárquico-feudal que había sido derrotada recientemente; en las circunstancias de entonces ya no podía existir para nosotros ninguna duda de que el gran combate decisivo había comenzado, que era necesario librarlo en un solo período, pero que no podría terminarse sino con la victoria definitiva del proletariado […].

Todas las revoluciones, hasta el presente, han terminado sustituyendo el reinado de una clase determinada por el de otra; pero todas las clases dominantes no han sido, hasta hoy, más que pequeñas minorías en relación a la masa del pueblo dominado. De esta manera, cuando una minoría dominante era derribada, otra minoría se apoderaba de su puesto de comando del Estado y transformaba las instituciones públicas de acuerdo a sus intereses. Y, en cada caso, era el grupo minoritario apto para el poder y calificado para el estado del desenvolvimiento económico. Precisamente por esto, y sólo por esto, acontecía que la mayoría dominada durante la revuelta o bien participaba en ella a favor de la minoría o al menos aceptaba tranquilamente la subversión. Pero si abstraemos el contenido concreto de cada caso, la forma común de todas estas revoluciones era el ser revoluciones de minorías. Aún cuando la mayoría colaboraba en ellas, no lo hacía -conscientemente o no- más que al servicio de una minoría; no obstante, este hecho y la actitud pasiva y sin resistencia de la mayoría, daban a la minoría la apariencia de ser representante de todo el pueblo.

(F. Engels, prólogo a: Carlos Marx, Las luchas de clases en Francia, 1895.)

La monarquía de julio, según Proudhon

… ¿Qué quiere, pues, esa burguesía cautelosa, embustera, ingobernable? Por poco que la presionemos para responder, nos dirá que quiere negocios; cede barato todo lo demás. De las opiniones y de los partidos ella se burla; de la religión, sabemos lo que piensa; su régimen representativo, por el que ha combatido tanto, le causa piedad. Lo que quiere lo que pide la burguesía, es bienestar, el lujo, los disfrutes, es ganar dinero. Y el pueblo, en todos esos puntos, es de la opinión de la burguesía. También él pretende tener su parte de bienestar, de disfrute y de lujo; quiere, en una palabra, ser libre, dispuesto, con esa condición, a creer en lo que se quiera, tanto en religión como en política.

¡Pues bien!, la misión de Luis Felipe, misión que e ha sido dada por el pacto de 1830, ha sido la de hacer predominar la idea burguesa, es decir -entendámonos- no asegurar a estos el trabajo, a aquellos el beneficio, a todos el bienestar; no la de abrir los mercados al comercio y hacerse el agente de negocios del país: eso hubiese sido resolver el problema social, sino la propagación de la moral del interés, la de inocular a todas las clases la indiferencia política y religiosa y, por la ruina de los partidos, por la depravación de las conciencias, cavar los cimientos de una sociedad nueva, forzando, por decirlo así, una revolución decretada en los consejos del destino, pero que la sociedad contemporánea no aceptaba.

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Como en el 18 brumario, para asegurar la revolución tambaleante había sido preciso un hombre: lo mismo en 1830, para hacer pudrir al viejo mundo, era todavía un hombre. Luis Felipe fue ese hombre. Examinadlo de cerca: es ingenuo y conscientemente corruptor. Por encima él mismo de la calumnia, sin reproche en su vida privada, corruptor pero no corrompido, sabe lo que quiere y lo que hace. Un abominable destino lo llama; él obedece. Prosigue sus tareas con abnegación, con felicidad, sin que ninguna ley divina o humana, sin que ningún remordimiento le turbe. Tiene en sus manos la clave de las conciencias; ninguna voluntad se le resiste. Al político que le habla de las aspiraciones del país le ofrece una bolsa para su hijo; al sacerdote que lo convence sobre las necesidades de la iglesia le pregunta cuántas queridas tiene. Las conciencias caen ante él por millares, como los soldados caían en el campo de batalla ante Napoleón; y ni el emperador se conmovía por esa carnicería, ni Luis Felipe se ha conmovido por la perdición de esas almas. Napoleón, dominado por una fatalidad que sentía sin comprenderla, pudo dar con sangre fría la señal que precipitó a millones de hombres en la muerte: ¿fue por eso un Nerón o un Domiciano? Así, Luis Felipe, padre de familia severo en su interior, dueño de sí mismo, ha hecho un pacto con el infierno para mal de su país, queda sin reproche ante dios y los hombres.

(De Proudhon: Las confesiones de un revolucionario.)

This entry was posted on Saturday, March 25, 1972 at 12:20 PM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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