Astrología, horóscopos y ciencia  

Posted by Fernando in

José Babini

© 1971

Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228

Impreso en Argentina

Índice

La astrología, accidente histórico. 2

Factores de índole religiosa. 2

El fondo filosófico. 4

El zodíaco. 5

Los planetas y los días de la semana. 6

Astrología y astronomía. 6

Astrología y religión. 8

Astrología y ciencia. 9

La astrología, saber ambiguo. 10

La astrología y el siglo XX. 13

La astrología actual y sus fundamentos 14

Las profecías de Nostradamus 18

Kepler y la astrología. 19

La astrología entre güelfos y gibelinos 19

El astrólogo predice como serán los efectos de los fenómenos celestes sobre el hombre; el sabio predice como serán los efectos de las acciones humanas sobre los cielos.

Yang Hsiung (Siglo 1)

La nuestra es una época caracterizada, entre otros elementos, por la eclosión de la actividad científica. Es frecuente oír que viven en la actualidad más hombres dedicados a la investigación que la totalidad de científicos de toda la historia humana. Un dato semejante podría llevar a pensar que la expansión de esta actividad arrincona definitivamente creencias irracionales y supersticiosas. Sin embargo no es así, ya que en las últimas décadas se observa un renacimiento de prácticas antiquísimas caracterizadas por un común denominador: la adivinación del futuro.

En diarios, revistas, radios y canales de televisión proliferan los espacios dedicados a las distintas circunstancias por las que atravesarán los nativos de tal o cual signo, cuando no se refieren a un país o un continente. Al mismo tiempo se aprovecha el mismo método para hacer descripciones de las personalidades de los individuos nacidos entre ciertas fechas. Ya es común oír explicaciones o justificaciones de ciertas conductas basadas en el “carácter” de los “sagitarianos” o “capricornianos”. De manera paralela a estas formas masivas se observa, es inevitable, el auge de las mismas prácticas pero en una versión para clientes con capacidad adquisitiva lo suficientemente grande como para lograr una entrevista personal con videntes, tiradoras de cartas, lectoras de manos y, sobre todo, confeccionistas de horóscopos personales, se actualiza año tras año.

Para comprender este renacimiento es inevitable hacer referencia al carácter general del período presente, dominado por el cambio y las innovaciones en todos los órdenes que no siempre son acompañadas por una adecuación eficiente por parte de los individuos. En este sentido, y desde ángulos muy distintos, la religión o el psiconálisis no parecen dar respuesta a las crisis planteadas (o dan soluciones que conducen a otros problemas más espinosos) y socialmente no se logra elaborar un proyecto general que englobe las expectativas individuales y que dé satisfacción o encuadre a las inquietudes planteadas.

Puesto que la astrología cumple, aunque falsa o engañosamente, con esa función desde épocas muy antiguas es ineludible revisar su historia ya que se ha venido como práctica y como pretendido saber a través de los siglos.

La astrología, accidente histórico

Astrología y astronomía (por sus etimologías tratado de los astros — leyes de los astros, respectivamente) fueron en un principio términos sinónimos. Cuando los griegos consideraron a la astronomía como a una rama de la matemática, la sinonimia se extendió también a esta ciencia. Así, en la época medieval se llamó frecuentemente “matemáticos” a los astrólogos, mientras se confundía astronomía con astrología convirtiendo así las leyes de los astros en leyes de los destinos humanos.

Sin embargo, la observación insistente y cuidadosa del cielo que dio origen a la ciencia astronómica se debió, pura y exclusivamente, a razones de orden práctico: la necesidad de medir el tiempo y de establecer la alternancia de las estaciones (un calendario, en fin) para ordenar las tareas agrícolas y los ritos del culto. Más tarde estas observaciones se usaron también en un sentido astrológico, debido a las características de las antiguas culturas, mezcla de mitos, magia y religión.

Factores de índole religiosa

La contribución de las dos grandes culturas prehelénicas, la egipcia y la mesopotámica, ha sido bien diferente.

Es poco lo que sabemos de la astronomía egipcia, debido a la falta de papiros astronómicos anteriores a la época helenística (siglos III/I a. C.). No cabe duda, sin embargo, de que los egipcios realizaron observaciones astronómicas desde épocas muy tempranas, ya que en el tercer milenio a. C. establecieron el primer calendario solar basándose en la marcha regular de los astros y en las no tan regulares crecidas del Nilo. Calendario que ha servido de base al nuestro, tras sufrir dos reformas: la juliana (siglo I a. C.) y la gregoriana (siglo XVI).

El año egipcio de trescientos sesenta y cinco días estaba dividido en doce meses de treinta días cada uno, más cinco días suplementarios.

Cada mes se dividía en tres decenas de días, que se caracterizaban por el grupo de estrellas —o de una única estrella brillante— que asomaba por el horizonte cada diez días. Más tarde estos grupos de estrellas fueron utilizados muchas veces por los astrólogos del período grecorromano, a pesar del zodíaco griego, conocido por los egipcios sólo en la época helenística posterior a las campañas de Alejandro Magno.

Aunque no puede hablarse de una astrología de los antiguos egipcios, es indudable la influencia del cielo en su religión. No olvidemos que en determinado momento sustituyeron a todos los dioses de su panteón por un dios único: el Sol. Además, en algunos casos, dicha influencia celeste adquirió ribetes de astrología: creían, por ejemplo, que la brillante estrella Sotis (la actual Sirio) provocaba las crecidas del Nilo. Mientras la astronomía de los egipcios revela un carácter litúrgico y religioso, la astronomía de los pueblos de la Mesopotamia presenta, un fondo mágico y adivinatorio, fuente original de la astrología.

Los babilonios heredan la magia de los sumerios, que ya no es la magia animista del hombre prehistórico sino de índole más religiosa, con caracteres protectores que se resuelven en encantamientos y exorcismos, sobre todo frente a la enfermedad.

El mundo exterior deja de ser el mundo demoníaco ancestral y se puebla de dioses benéficos y maléficos, Detectar en ese mundo los signos favorables o desfavorables resulta vital: de ahí la importancia de la adivinación. Dichos signos debían rastrearse en los sueños, en el comportamiento de los animales y en su aspecto, así como en el de las plantas y los minerales; en las entrañas de animales sacrificados, sobre todo en el hígado; en los rasgos de la fisonomía humana y, por supuesto, en los astros y en las pertubaciones atmosféricas. Si estos antecedentes permiten afirmar que la astrología tuvo su origen en la Mesopotamia, cabe agregar que sus caracteres específicos la diferencian de la astrología actual. Aquella fue una astrología de neto corte político y social, referida más a los fenómenos naturales y a la colectividad humana que a seres individuales, si exceptuamos al rey, representante del dios y habitante del templo divino. Los presagios que los sacerdotes leían en los astros hablaban de hambrunas y sequías, de guerras o inundaciones, de buenas cosechas, de victorias militares y crecidas normales. Fue una astrología fundada en la correspondencia entre dioses y planetas y en la relación entre los fenómenos celestes —sobre todo los eclipses— y los fenómenos terrestres; correspondencias y relaciones que los sacerdotes observaban y anotaban en sus tablillas. Los persas consignaron en el Avesta sus creencias astrológicas: el alma de cada ser humano tiene asignada una estrella a cuyo seno retornará al morir. Esta relación entre el alma y las estrellas reaparece mucho después en una leyenda árabe, según la cual a cada persona le pertenece una estrella, que nace y muere con ella. Conviene recordar, asimismo, que la calidad de “mago”, tan frecuentemente conferida a los astrólogos, corresponde a una palabra de origen persa.

Puede decirse que la astrología, tal como hoy la entendemos, nace durante el período helenístico de la conjunción de las creencias orientales con los elementos griegos, y madura durante el período grecorromano. Varios factores intervinieron en este proceso. Las Campañas de Alejandro (segunda mitad del siglo IV a. C.), que produjeron una “helenización del Oriente”, contribuyeron también a la “orientalización de Occidente”, sobre todo en el terreno religioso. La religión de los griegos, con su Olimpo poblado de dioses demasiado humanos, no resistió el embate de las creencias orientales que entre otros elementos introdujeron la astrología entre los griegos y, más tarde, por intermedio de éstos, en la India. En cuanto a la astrología china, el fenómeno es más complejo. En primer lugar, entre el pueblo chino prospera toda clase de artes adivinatorias; en segundo término, se trata de un pueblo esencialmente agrícola, que desde muy antiguo reconoció la influencia del sol y de la luna sobre las estaciones. Estos dos hechos permiten pensar que las prácticas astrológicas tuvieron en China un origen semejante al de la Mesopotamia. A partir de los primeros siglos de la era cristiana, comienza a practicarse y adquiere gran desarrollo la astrología actual. En cambio, estas prácticas no hicieron mella entre los judíos, por lo menos en la época helenística. Ya Jeremías: “… no temáis las señales del cielo, de las que tienen pavor las gentes…”. Isaías, por su parte, apostrofa a Babilonia: “Quédate con tus encantamientos y con las muchas hechicerías con que te fatigaste en tu juventud”, y agrega, refiriéndose a “los que miden el cielo”: “…serán como paja y el fuego los quemará; no se salvarán a sí mismos del poder de las llamas…”

El fondo filosófico

A estos factores de índole religiosa que contribuyeron a la estructuración de la astrología actual, debemos agregar varios factores de fondo filosófico.

En el pensamiento griego clásico, fusión de ley y de mito, de ciencia y de poesía, no tiene cabida la idea de astrología en el sentido actual, si bien se identifica el cielo con las ideas de perfección y de divinidad. Es probable que la idea del cosmos como un universo bien ordenado y de los planetas no como cuerpos “errantes” sino como cuerpos perfectos —esferas— que se mueven según movimientos perfectos, es decir uniformes, se deba a los filósofos pitagóricos del IV a. C. Estas ideas serán desarrolladas más tarde por Platón, a quien se debe también la importante concepción —para la astrología actual— de la correspondencia existente entre el macrocosmos (el universo) y el microcosmos (el hombre), en virtud del carácter divino e inmortal de las almas del mundo y del hombre. También influirá en la astrología la idea de la divinidad de los astros, tal como aparece en el “Epinomis”, diálogo platónico probablemente apócrifo. Para Aristóteles, más realista, el cielo tiene sus propias leyes, independientes de las humanas: “Si Zeus —es decir el cielo— hace llover, no es para que crezcan las mieses sino por necesidad.” Aunque en su astronomía la divinidad es una “causa primera”, este concepto, puramente metafísico, es sólo el punto de partida de su explicación mecánica del sistema planetario.

En cambio en Alejandría, centro cultural del mundo helenizado a partir del siglo IV a. C. la convivencia del filósofo griego, del sacerdote egipcio —mezcla de intelectual y religioso— y del astrólogo caldeo, convierte a la antigua astrología sumeria, fruto quizás de una conciencia ingenua, en una tarea de rasgos científicos, muy intelectualizada.

Las corrientes filosóficas de la época, de acentuados tintes místicos, y sobre todo el estoicismo, ejercen su influencia decisiva en tal transformación.

Según los estoicos, el hombre y el mundo constituían un todo ordenado, que se mantenía unido mediante el “pneuma”. Este término (“soplo” en griego) designaba al alma, espíritu o conciencia universal que poseía los caracteres de la divinidad. La cohesión entre los elementos, la razón y la vida misma no eran sino distintos estados de tensión del “pneuma”, comparable al parche de un tambor, cuyas distintas tensiones producen sonidos diferentes. Mientras el alma humana para Aristóteles era resultado de una especial organización de la vida que desaparecía con la muerte, para los estoicos era parte integrante del alma del mundo y de la muerte la devolvía a su lugar de origen.

De aquí nace la vinculación entre la vida humana y la vida de las estrellas. La concepción estoica otorga también nueva vida a la doctrina del macrocosmos y el microcosmos, a la que Platón había conferido carácter racional al explicar la creación de la especie humana. Según Platón, el Demiurgo —constructor o artífice del universo, de índole distinta al dios de los estoicos— encomendó a los dioses menores la creación de las razas mortales, y ellos utilizaron para crear al hombre los mismos elementos que el Demiurgo había usado para crear el universo. En consecuencia, el universo y el hombre —es decir el macrocosmos y el microcosmos— resultaron impregnados de igual racionalidad y movidos por mecanismos semejantes, lo que permitió establecer correspondencias y paralelismos entre ambos mundos.

El zodíaco

Según ya hemos dicho, la astrología con sus actuales caracteres —el predominio del horóscopo individual, sobre todo, lo que los caldeos utilizaron esporádicamente desde fines del siglo V a. c.— nace en el mundo helenístico, donde aparecen los conceptos del zodíaco y sus signos

El zodíaco es una faja celeste por donde viajan, aparentemente, el Sol, la Luna y los planetas, cruzada en la parte central por la eclíptica, circunferencia convencional que señala la trayectoria solar.

Desde antiguo se habían distinguido en esa faja grupos de estrellas de distinta forma y extensión —constelaciones—, a los que la imaginación popular había dado nombres de acuerdo con sus semejanzas. De ahí que los griegos designaran a esta faja con el nombre de zodíaco, palabra que deriva de un término que significa “pequeñas figuras” (la etimología que hace derivar zodíaco de animal no parece correcta). Los caldeos habían dividido al zodíaco en doce partes iguales de treinta grados cada una, que se hicieron corresponder aproximadamente con doce constelaciones. De este modo, a cada constelación correspondía una parte o “signo” del zodíaco, aunque a veces la constelación escapara del signo y hasta del zodíaco.

A estas dos divisiones del zodíaco —una irregular por las constelaciones y otra regular por los signos—, los astrólogos agregaron otra división regular por las “casas”. Es decir, otra división en doce partes iguales a partir de un punto variable, el “ascendente”, intersección de la eclíptica con el horizonte en un instante y lugar determinado.

El nombre astrológico de las doce constelaciones zodiacales, en el sentido del movimiento aparente del Sol, es el siguiente: Aries (Carnero), Tauro (Toro), Géminis (Mellizos), Cáncer (Cangrejo), Leo (León), Virgo (Virgen), Libra (Balanza), Escorpio (Escorpión), Sagitario (Arquero), Capricornio (Cabra), Acuario (Aguatero), Piscis (Peces).

Desde el punto de vista astronómico, son importantes las dos intersecciones de la eclíptica con el ecuador celeste, sobre todo una de ellas, el llamado “punto vernal”, como origen de coordenadas celestes.

En la época helenística ese punto se encontraba en Aries, motivo por el cual los astrólogos la eligieron como primera constelación zodiacal. En virtud del fenómeno de precesión de los equinocios (rotación del eje terrestre alrededor del eje de la eclíptica que se produce en un lapso de 26.000 años), ese punto ha retrocedido desde entonces: ha recorrido la constelación, Piscis, y actualmente está por entrar a Acuario. Al astrólogo, empero, no le interesa este movimiento porque no trabaja con las constelaciones sino con los “signos”, aunque de este hecho resulten ciertas contradicciones entre las astrología y la realidad astronómica.

Los planetas y los días de la semana

Un legado astrológico probablemente helenístico que aún perdura en el mundo latino es el nombre de los días de la semana, que reflejan claramente los nombres de los siete planetas conocidos en el mundo antiguo. En orden decreciente de su distancia con la Tierra, ellos son: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna (la sustitución del “día del Sol”, el inglés “sunday” o el alemán “Sonntag”, por el domingo, “día del Dómine” —Señor— fue una innovación posterior).

La historia de este legado no es simple.

Los babilonios habían dividido la semana en siete días, cada uno de los cuales estaba consagrado a un dios. Como a cada dios le correspondía una estrella, es decir un planeta, cada día de la semana tomó el nombre del planeta correspondiente.

Llama la atención, sin embargo, que el orden de los días de la semana no coincida con el orden de los planetas; por ejemplo, a Saturno (sábado) sigue Júpiter (jueves) y no el Sol (domingo). Pero un examen más detenido demuestra que entre el orden de los planetas y el orden de los días de la semana existe una relación fija.

Para comprobarlo bastan dos sencillos diagramas: dibújese una circunferencia y divídase en siete partes iguales. Si en cada uno de los puntos se colocan, en su orden, los nombres de los planetas, y se unen entre sí siguiendo el orden de los correspondientes días de la semana, se obtendrá uno de los dos eptágonos estrellados, es decir un polígono regular. Si, en cambio, se colocan los nombres de los días de la semana en su orden y se unen los puntos siguiendo el de los correspondientes planetas, se obtiene el otro eptágono estrellado. Pero esto ya no es astrología sino pitagorismo.

Astrología y astronomía

Así como la astrología hizo presa fácil del mundo helenizado, también rápidamente en el mundo romano y terminó extendiéndose a las tribus germánicas, más allá de las fronteras del Imperio.

A pesar de la general aceptación, también hubo opiniones desfavorables. Carneades (siglo II a. C.), filósofo platónico integrante de la embajada que introdujo la filosofía griega entre los romanos, afirmaba que era imposible comprobar la verdad de los horóscopos, y en apoyo de sus argumentos señalaba los destinos distintos de los hermanos mellizos y se preguntaba por qué los animales no tenían horóscopo.

En el siglo siguiente, Cicerón sostenía que los muertos en una misma batalla, dado que estaban signados por un mismo destino fatal, deberían haber nacido todos en el mismo instante y en el mismo lugar.

Tiempo después, Vitrubio se muestra más imparcial y también más impreciso. En su “Arquitectura” dice, refiriéndose a la astrología:

“En lo que respecta a la rama de la astronomía que se refiere a la influencia de los doce signos, de los cinco astros, del Sol y de la Luna sobre la vida humana, debemos dejar todo esto a los cálculos de los caldeos, a quienes debemos el arte de confeccionar horóscopos que les permiten declarar el pasado y el futuro mediante cálculos fundados sobre los astros. Tales descubrimientos han sido transmitidos por hombres inteligentes y de gran agudeza, provenientes directamente de la nación de los caldeos. El primero de ellos, Beroso, que se estableció en la isla de Cos, donde abrió una escuela. Más tarde continuó en esa tarea Antipater, y luego Arquinábolos dejó las reglas para confeccionar horóscopos fundados ya no en el momento del nacimiento sino en el de la gestación.”

En el siglo I de la era cristiana, Plinio, en su poco crítica “Historia Natural”, informa que las artes mágicas arraigaron a través de tres conductos: la medicina, la religión y la astrología. Alude a la antigüedad de las tres artes y se extraña de que Homero no las mencione en su “Ilíada”, mientras que en la “Odisea” abundan los actos de magia. Refiriéndose a la astrología en particular, dice que el hombre la ha incorporado a las otras artes porque “todo hombre ansía conocer su porvenir y piensa que tal conocimiento se extrae con más certidumbre del cielo.” En los primeros siglos de nuestra era aparecen nuevas concepciones filosóficas: las ideas cristianas y judías luchan victoriosamente contra el ya decadente paganismo; el gnosticismo —mezcla de concepciones racionales y místicas— favorece las especulaciones de tipo mágico y, por ende, a la astrología. En este ambiente cultural, la astrología se desarrolla ampliamente y llega a su punto culminante con la obra de Ptolomeo (siglo II d. C.), quien al separar netamente a la astronomía de la astrología convierte a ésta en una rama autónoma del saber, rama que describe y estudia en un tratado especial, el Tetrabiblos, verdadera biblia de los astrólogos actuales. Aunque es evidente que las nociones de Ptolomeo —tierra fija y astros móviles—, cabe destacar que sus dos obras fundamentales, el Almagesto (astronomía) y el Tetrabiblos (astrología) difieren en su estructura científica. Mientras en el primer tratado desarrolla la astronomía en forma estrictamente científica, sobre la base de rigurosas demostraciones geométricas, en el segundo se limita a tratar los mismos temas mediante aproximados métodos aritméticos.

Las cuatro partes (de ahí el título “Cuatro Libros”) que componen la obra astrológica de Ptolomeo comprenden, respectivamente, generalidades acerca de la astrología y de los planetas, a los que divide en maléficos y benéficos, masculinos y femeninos, diurnos y nocturnos; pronósticos de carácter general concernientes a las distintas regiones de la tierra o a características de los planetas; pronósticos de carácter individual; factores astrológicos vinculados con distintas circunstancias y aspectos personales. Ptolomeo comienza distinguiendo las dos maneras de formular predicciones astronómicas: 1) señalando la configuración de los astros según sus movimientos (astronomía); 2) los cambios producidos en las cosas por influencia de los astros (astrología). Resuelve que, aunque en este último campo no se ha arribado a la misma perfección que en el primero, lo considerará de acuerdo con la filosofía, es decir científicamente. En consecuencia fundamenta a la astrología en estos términos:

“Ante todo es evidente, sin necesidad de mayor prueba, que una cierta fuerza circula y se extiende desde la naturaleza etérea y eterna a todo lo que envuelve la tierra, provocando continuos cambios. Ante todo en los elementos sublunares, fuego y aire, que se agitan en virtud de los movimientos del éter, y con ello hacen partícipes de su movimiento a las cosas inferiores: la tierra y el agua, y todos los animales y plantas que en ellos nacen.”

Reseña luego los distintos efectos del Sol y de la Luna y agrega:

“El curso de los astros asume en el aire numerosos significados: anuncia las tormentas, las lluvias y los vientos que afectan a las cosas terrestres. La configuración misma que adoptan entre sí, en especial cuando al acercarse unen sus efectos, provocan múltiples y variados cambios. En efecto, si bien en el orden de la constitución general del mundo las fuerzas del Sol son las preponderantes, algo agregan o quitan las que residen en los demás astros. En lo que se refiere a la Luna, la cosa es más evidente y frecuente, en virtud de las lunas llenas y nuevas y de los espacios que las separan. Para los demás astros la cosa es menos cierta y se produce a intervalos más separados; por ejemplo, cuando aparecen o desaparecen, o cuando están en condiciones especiales. Si se atiende a estos hechos, no sólo se comprenderá fácilmente cómo la constitución de las cosas es afectada por el movimiento de los astros, sino que además señalará cómo, de acuerdo con el estado del cielo, se forma y estructura el nacimiento y desarrollo de los gérmenes.”

A esta última creencia aludía Cicerón cuando decía, al referirse a los astrólogos, que

“creían no sólo verosímil sino absolutamente cierto que los animales y los niños se forman según la disposición del cielo en el momento de su nacimiento, y que bajo tal influencia se constituían el ingenio, las costumbres, los hábitos y los caracteres de los cuerpos, así como todo el curso de la vida y de las acciones futuras de cada uno.”

Astrología y religión

Al comienzo de la Edad Media el fatalismo astrológico chocó con los dogmas religiosos: con la doctrina del libre albedrío de los cristianos y con la ley musulmana, pues según el Corán sólo Dios conoce el porvenir. Para tratar de explicar la arraigada creencia en la astrología sin traicionar aquellos dogmas, se recurrió a toda clase de argumentos. Se admitió que los astros “inclinan” pero no obligan; se rechazó el fatalismo pero no las influencias astrales, reconociéndose que, prevenido por los astros, el hombre podía evitar los peligros que se pronosticaban; se reconoció una astrología natural y se admitió la influencia astral sobre la vida animal y vegetal, pero se rechazaron los horóscopos por considerárselos superstición. A pesar de todo esto, la astrología gozaba de múltiples adeptos; entre ellos reyes y califas, papas y emperadores, que disponían de “matemáticos” a quienes consultaban acerca de cuestiones personales u oficiales. La influencia árabe, que comenzó a manifestarse en el mundo cristiano occidental a partir del siglo XI, contribuyó en buena medida a ese auge, ya que por disposición natural o en virtud de la cultura griega que habían asimilado, cultivaron la astrología con fines religiosos o para confeccionar horóscopos. De la concepción árabe de la astrología como “decretos del cielo”, nació el nombre de “astrología judiciaria” aplicada a la confección de horóscopos.

La influencia del “Tetrabiblos” puede medirse a través de sus traducciones. Se cuenta entre las primeras obras griegas traducidas al árabe (en la segunda mitad del siglo VIII), y la primera obra traducida del árabe al latín, en la primera mitad del siglo XII. Fue traducida a muchos idiomas modernos y hasta mediados de este siglo XX era la única obra de Ptolomeo traducida al inglés.

Durante la Edad Media la astrología siguió su marcha triunfante: hasta los judíos la cultivaron aunque Maimónides la condenó explícitamente. En el mundo bizantino no gozó de mayor aceptación, tal vez por el recuerdo del saber griego clásico. En cambio se introdujo fácilmente en los pueblos eslavos, muy propensos, por entonces, a las prácticas adivinatorias. En el mundo cristiano la astrología forma parte del saber mundano, con abundante actividad de astrólogos y producción de obras astrológicas. Comienzan entonces las vinculaciones entre astros y planetas y distintos elementos. Dante combina los siete planetas con las siete artes liberales y correlaciona la gramática con la Luna, la dialéctica con Mercurio, la retórica con Venus, la aritmética con el Sol, la música con Marte, la geometría con Júpiter y la astronomía con Saturno.

Se establece también la vinculación entre la astrología y la alquimia, y a cada metal se le asigna un planeta, a cada operación de los alquimistas un signo: al oro le corresponde el Sol; a la plata, la Luna; al hierro, Marte; al mercurio, Mercurio; al cobre, Venus; al estaño, Júpiter; al plomo, Saturno; a la calcinación, Aries; a la congelación, Tauro; a la fijación, Géminis; a la disolución, Cáncer; a la digestión, Leo; a la destilación, Virgo; a la sublimación, Libra; a la separación, Escorpión; a la ceración, Sagitario; a la fermentación, Capricornio; a la multiplicación, Acuario y a la proyección, Piscis. Aparece también el difundido “hombre astral”, materialización de la doctrina del macrocosmos y del microcosmos, en el que a cada signo del zodíaco corresponde un miembro o un órgano del cuerpo humano. De acuerdo con una de las correspondencias establecidas, actual, tenemos que Aries rige la cabeza y el cerebro; Tauro, el cuello y la garganta; Géminis, los hombros, los brazos, los pulmones; Cáncer, el tórax y el pecho; Leo, la parte superior de la espalda, el corazón, la columna vertebral; Virgo, el abdomen y los intestinos; Libra, la parte inferior de la espalda y los riñones; Escorpio, la pelvis y los conductos inferiores; Sagitario, los muslos y la carne; Capricornio, las rodillas, la piel; Acuario, las piernas, los tobillos, la piel; Piscis, los pies, el hígado, el sistema linfático.

Otra correlación es la que da origen al “hombre astral metalizado”. En él, cada órgano corresponde a un planeta y a un metal correlativo. De acuerdo con esta correspondencia, se receta el metal como remedio en caso de enfermedad del órgano.

Así nace la medicina astrológica, que se mantuvo en pleno auge hasta bien entrado el siglo XVII, cuando médicos famosos recomendaban la astrología uroscópica: sin ver al paciente, con sólo examinar su orina y confeccionando el horóscopo del momento de la micción se diagnosticaba la enfermedad. También apareció una farmacología astrológica, según la cual las plantas medicinales gobernadas por el Sol debían recogerse en domingo las gobernadas por la Luna en lunes, y así sucesivamente.

El período renacentista imprimirá su sello de época ambivalente al legado astrológico de la época medieval. Coexisten el brillante renacimiento de las ciencias y de las artes con infinidad de guerras civiles y religiosas, con rebeliones y con la “Noche de San Bartolomé” con pestes y hambrunas, calamidades en las que se reconocen los signos de la ira de Dios o de espíritus maléficos. En consecuencia recrudece la creencia en poderes ocultos, encantamientos y brujas.

El descubrimiento de la Naturaleza, característico del Renacimiento, plantea otra ambivalencia. El hombre se enfrenta entonces con dos amos: Dios y la naturaleza. Trascendente uno, inmanente el otro, En consecuencia la astrología, que vaga entre el cielo y la tierra, ofrece la posibilidad de explicar esa coexistencia. Por primera vez, la astrología se ocupa también de la religión: se confecciona el horóscopo de Cristo; las conjunciones planetarias indican el nacimiento, y a veces la muerte, de las grandes religiones.

La característica ambivalencia de la época se comprueba asimismo en muchos pensadores y científicos frente a la astrología. El matemático Cardano, Paracelso, médico y químico, el astrónomo Kepler, concilian el cultivo de la ciencia con la creencia y la práctica astrológicas. En algún caso, esta contradicción hará crisis: Kepler exclama que sus leyes no se gestaron con la influencia de Marte y de Mercurio sino con las enseñanzas de Copérnico y de Tycho Brahe. Pero en definitiva, el Renacimiento, en cuyo seno se gesta la revolución científica del siglo XVII, fue también la época de oro de la astrología. Sería más exacto decir, astrológicamente hablando, que fue su culminación, pues precisamente en el siglo XVII comienza la declinación de la astrología.

Astrología y ciencia

El sistema de Copérnico y el anteojo de Galileo le asestaron los primeros golpes. Cuando se piensa que los astros se mueven rítmicamente alrededor de la morada fija del hombre, no es difícil creer en la influencia que pueden ejercer sobre las acciones humanas. Pero cuando es precisamente la morada del hombre la que, junto con la Luna, se desplaza, al igual que los demás planetas, alrededor del astro máximo, el Sol, que permanece fijo, resulta más difícil aceptar tales influencias. Al derrumbarse el sistema ptolomeico, la astrología perdió su punto de apoyo.

El telescopio contribuyó, en gran medida, a desdivinizar el cielo, a despojar de atractivos misteriosos a los astros. Reveló, sobre todo, la existencia de otros astros que viajaban a través de los signos del zodíaco: nuevos planetas y satélites, millares de planetoides cuya eventual influencia no había podido calibrarse por la sencilla razón de no ser visibles a simple vista. Con Newton cambia el papel de los astros; su admirable ordenamiento no está destinado a aconsejar al hombre, sino por el contrario, a someterse al consejo y la voluntad de un Ser todopoderoso e inteligente. Las comprobaciones de la ciencia en los siglos XVIII y XIX hicieron que la astrología entrara en plena decadencia y pasara a la categoría de seudociencia o superstición. Muchas veces, injustamente, ni siquiera figuró en la historia de la astronomía.

En el siglo XX, sin embargo, se reinicia un movimiento en su favor.

La astrología, saber ambiguo

La astrología está condicionada por todo un conjunto de convenciones, simbolismos y analogías con respecto a los fenómenos astronómicos o a la interpretación de los mismos. Desde el punto de vista astronómico se adopta convencionalmente el universo de Ptolomeo: la Tierra, fija, es el centro de una esfera convencional —la esfera celeste— y de los círculos originados por la intersección de esa esfera con los planos del ecuador, de la eclíptica y del horizonte.

Esta convención implica, por ejemplo, adoptar como horizonte del “nativo” —es decir de la persona cuyo horóscopo se confecciona—, no el horizonte que él mismo contempla, sino un plano perpendicular a la vertical, de su lugar de nacimiento, que pasa por el centro de la Tierra. Debemos recordar que el cielo de los antiguos es totalmente distinto de nuestro universo estelar, en el que los astros se encuentran a distintas distancias de la Tierra: es un cielo convencional en el que la posición de los astros está determinada, exclusivamente, por medidas angulares, de manera tal que todos los astros situados en la misma línea visual dirigida desde la Tierra aparecen como uno y el mismo. Esta diferencia produce una modificación en la representación astrológica. En efecto, al representarse el universo astral en un solo plano (el plano del horóscopo), tal representación nos refleja verdaderamente al universo, pues un mismo punto puede representar a varios astros situados a distintas distancias. Es como si el habitante de una ciudad pretendiera establecer exactamente su ubicación marcando en el plano el punto exacto de su residencia. Ese punto, obviamente, no aclara si vive en el sótano, en la planta baja o en el décimo piso; es decir, con esa sola indicación no puede establecerse con exactitud su punto de residencia.

Esta indeterminación, que afecta, en general, a la confección del horóscopo, se agrega a la imprecisión astronómica para determinar la ubicación del ascendente: esta determinación exige el conocimiento del lugar y el instante en que se ha producido tal o cual acontecimiento terrestre.

La determinación del lugar se obtiene mediante las coordenadas geográficas. Y es evidente que no se dispone de tales coordenadas para todos los puntos de la tierra y del mar. Se conocen, sí, las coordenadas geográficas de muchísimos lugares, entre los cuales habrá uno próximo al punto buscado. Pero una diferencia de cuatro kilómetros es ya importante para el grado de precisión con que pretenden trabajar los astrólogos (minutos y hasta segundos de arco); resulta claro que la determinación del lugar también resulta afectada.

En cuanto al tiempo, en el sentido astrológico del instante en que se produjo determinado acontecimiento, puede calcularse con precisión partiendo de las convenciones que rigen las fechas de los almanaques y las horas de los relojes. Esta determinación es factible para acontecimientos presentes o futuros pero no para acontecimientos pasados, como la hora de nacimiento del “nativo”, ya que estos datos dependen en la mayoría de los casos, de recuerdos o de documentos que carecen de la precisión astronómica exigida.

Los datos astronómicos permiten que el astrólogo establezca el ascendente del lugar y el instante en que se produjo un suceso determinado. Para la astrología actual, en gran medida judiciaria pues dicta juicios sobre el porvenir, de ese instante —el del nacimiento del nativo— depende la confección del horóscopo que traducirá todo el mundo de su experiencia.

Esta elección, que hace de un instante, del cual nadie es consciente, el momento decisivo del cual dependen las acciones y sentimientos de toda la vida futura, es sin duda convencional.

Es posible que en un mundo donde cada persona disponga de su libre albedrío y mantenga su autonomía frente a influencias astrales, el nacimiento sea importante, pero en un mundo en el que se acepta la astrología y en el que una unidad cósmica ata el individuo microcósmico al macrocósmico universo, cabría pensar como el viejo Empédocles:

“… nada de lo que es mortal nace, ni le pone fin la funesta muerte; sólo existen elementos que se mezclan y que luego se disocian; nacer no es sino el nombre que los hombres dan a este ritmo de las cosas.”

Dejando de lado estos escarceos filosóficos, queda en pie el carácter convencional de aquella determinación, sobre todo cuando se considera la falta de precisión que involucra el instante del nacimiento. Esto, sin considerar, que ya los astrólogos de épocas pasadas discutieron si ese instante crucial correspondía al instante de la concepción o al del alumbramiento. Si se acepta generalmente el instante del alumbramiento, no es porque no existan argumentos en favor del instante de la concepción, sino por las dificultades insalvables para establecer con precisión el instante en que se inicia el proceso embrionario.

No se crea, sin embargo, que resulta fácil precisar el instante del alumbramiento. Sin entrar a considerar los partos anormales, en los que resulta más difícil aún, el proceso del parto normal dura varias horas y durante ese lapso, por razones obvias, no es fácil establecer con precisión el instante de la primera inspiración del neonato o el del “nacimiento fisiológico”, admitiendo convencionalmente que son los que deben figurar en el horóscopo. De ahí que, en general, el instante del nacimiento adolece de cierta imprecisión que puede afectar, o no, a las posiciones relativas de los astros. Cualquier otro instante elegido resulta tan convencional como el del nacimiento. Durante la Edad Media, los teólogos cristianos discutieron largamente acerca del momento en que el alma se aloja en el feto humano, momento fundamental en la vida de un cristiano, pero de difícil —por no decir imposible— ubicación. Hoy podría sustituirse por el instante en que el ser humano adquiere conciencia de tal, pero es claro que ese instante es aún más difícil de precisar que el del nacimiento.

Admitido, pues, el instante del nacimiento como elemento básico para la confección del horóscopo individual y levantado éste, comienza la tarea específica del astrólogo: interpretar la combinación de casas, planetas y signos que presenta el horóscopo y extraer las consecuencias sobre la vida futura del nativo.

Al referirnos a los astrólogos y sus tareas específicas, aludimos exclusivamente a las personas que practican seriamente la astrología y dedican a cada horóscopo individual un estudio especial. No consideramos astrólogos —por respeto a aquellos— a quienes pergeñan los mal llamados horóscopos que aparecen en los periódicos, heterogéneo conjunto de pretendidas predicciones, válidas para todo ser humano sin otra discriminación que el día, la semana y el mes de nacimiento.

La tarea específica del astrólogo consiste, pues, en establecer la correspondencia entre la posición de los astros en un determinado instante y la experiencia del nativo, en el supuesto de que “la naturaleza misma ha dramatizado las relaciones esenciales entre las cosas en general.” El astrólogo califica tal correspondencia como “ciencia de las estrellas”, calificación que implica considerar a la astrología como un saber científico. ¿Lo es?

En primer lugar, ¿qué es el saber? Si hacemos un análisis, veremos que desde la mínima noción útil en la vida diaria hasta el conocimiento más objetivo de las ciencias abstractas, el saber es siempre una relación entre un mundo de objetos —reales o ideales— y un mundo de pensamientos —y por tanto un mundo ideal—. Saber el camino que me lleva a la casa de un amigo, significa establecer una correspondencia entre objetos reales —calles, casas, vehículos— y el mundo de pensamientos que, de ser necesario, moverán mi voluntad para dirigir los pasos hacia esa casa. Conocer el binomio de Newton significa establecer una correspondencia entre un mundo de objetos ideales —definiciones y conceptos matemáticos— con el mundo de pensamientos que sustenta una determinada proposición lógica.

El saber científico está sometido, por otra parte, a exigencias ineludibles exigencias que implican, además de la consecuencia lógica, criterios de verdad, diferentes según el sector: experimentación, comprobación documental, utilidad, atmósfera que otorgue sentido.

Si analizamos la tarea del astrólogo partiendo de esta concepción general del saber, observamos inmediatamente que no se ajusta a ella ya que la astrología establece una correspondencia entre un mundo de objetos reales, los astros, con un mundo de objetos también reales: la experiencia humana.

En realidad, dicha correspondencia no parte de determinada posición de los astros, sino de su traducción en el horóscopo que, como ya hemos visto, no consigna exactamente aquella posición, puesto que el mismo horóscopo corresponde a infinitas posiciones distintas de los astros.

Además, en el caso de esta correspondencia, se parta de los astros o del horóscopo, no tiene sentido exigir la satisfacción de criterios de verdad, pues esta no reside en las cosas sino que se funda en cierta compatibilidad entre los pensamientos y las cosas. De ahí que la correspondencia que establece el astrólogo posee una índole especial, propia, que no participa de los caracteres distintos del saber humano. Por supuesto que existe un cúmulo de conocimientos vinculados con la astrología y que forman parte del saber humano total; por ejemplo, cuando decimos: “el señor X es astrólogo”, “a cada nativo corresponde un horóscopo”, etcétera. Existe también un sector especial de conocimientos: el saber del astrólogo, que comprende, nociones de astronomía, de psicología, tal vez de filosofía unidas a una serie de doctrinas, simbolismos y analogías. Pero el saber del astrólogo no es más que un intermediario en la práctica de la astrología. Desempeña el mismo papel que los elementos de laboratorio con respecto a la física o a la quimica. La mediación del astrólogo entre los astros y el mundo de la experiencia humana, de indudable índole intelectual, confiere a la astrología un carácter ambiguo: el de un saber que no es tal, ya que en él, el criterio de verdad que rige el saber científico ha sido sustituido por una especie de criterio de aceptación. Tácito por parte de los astros, confiado por parte de los nativos, de consenso mutuo por parte de los astrólogos.

La astrología y el siglo XX

En nuestro siglo la astrología resurge con inusitado vigor en el campo profesional y adquiere una difusión espectacular en los medios populares.

También en este siglo, la astrología hace su aparición en otro campo, inusitado y menos conocido: el de la historia de la ciencia. Sería más exacto decir que esta aparición se debe, más bien, a la renovación de la misma historia de la ciencia. Concebida antes como un conjunto de historias de ciencias particulares o como una serie de biografías y bibliografías de sabios y científicos, es hoy considerada como un total: la historia del saber como específica actividad humana. De ahí que para armar una historia de la ciencia sea necesario analizar todos los hilos con que ha ido tejiéndose el saber, e investigar el pasado no sólo de los elementos que conducen directamente al saber actual sino también de los elementos colaterales, aunque sean anecdóticos.

En la historia de la ciencia así concebida, cabe legítimamente, en consecuencia, el análisis histórico de la prácticas mágicas, de la astrología, de la alquimia, de la rabdomancia, etcétera, consideradas como supersticiones, de acuerdo con su sentido etimológico (supérstite, sobreviviente), es decir fósil.

En el caso particular de la astrología, su inclusión en la historia de la ciencia se justifica, además, dado que las prácticas astrológicas han servido de auxiliar de la astronomía mediante la confección de tablas de eclipses y de otros fenómenos celestes periódicos y con la construcción de instrumentos y observatorios astronómicos.

Esta inclusión de las llamadas seudociencias en la historia de la ciencia es reciente y, sin duda, hubiera sido considerada despectivamente por más de un historiador del siglo pasado, actitud esta que hoy no se justifica. Por ejemplo, los ocho volúmenes de “History of magic and experimental sciences”, de Lynn Thorndike, aparecidos entre 1923 y 1958, que, con certeza, algún estudioso del siglo XIX hubiera considerado una miscelánea de cuestiones sin sentido, constituyen hoy una obra indispensable para el conocimiento de la ciencia medieval.

De acuerdo con esta nueva concepción, será tarea de la futura historia de la ciencia justificar el actual resurgimiento de la astrología. A nosotros sólo nos corresponde comprobarlo y, a lo sumo, hacer algunas acotaciones al margen. La primera acotación se refiere a la segunda acepción de la palabra “superstición”: preocupación por las cosas que están por encima de nosotros; en este caso, los astros. En tal sentido, debemos aclarar que la astrología actual nada tiene que ver con la astronomía actual. El astrólogo sigue dibujando su cielo como lo hacía Ptolomeo hace dieciocho siglos, considerando a la Tierra como un punto fijo a cuyo alrededor giran la Luna, el Sol y todos los planetas. Sin embargo, hace varios siglos que sabemos que es la Tierra, con su satélite lunar la que gira, con los demás planetas alrededor del Sol, mientras este se mantiene fijo junto con todo el mundo estelar.

En su descargo, el astrólogo sostiene que en realidad el hombre está fijo en la Tierra y que los movimientos de esta se trasladan, en consecuencia, a los cielos. Pero este es un argumento convencional, pues no es lo mismo sentirse fijo e inmóvil en el universo y experimentar la influencia de los astros que se mueven en torno, que sentirse juguete de varios movimientos, acercándose o alejándose de los astros a cuya influencia se está sometido. A este anacronismo astronómico debemos agregar la circunstancia ya señalada de que el astrólogo, en realidad, establece correspondencias entre la experiencia humana y el horóscopo y no entre la experiencia humana y los cielos. De aquí surge el problema de que un mismo horóscopo puede representar infinidad de posiciones diferentes de los astros, con su correlativa influencia, también diferente.

Sin duda, quienes consultan a los astrólogos no se sienten desilusionados ante estas comprobaciones, pues en ellos ejerce mayor atracción la magia de los nombres y de los símbolos astrológicos que acompañan a los horóscopos. Si se le dice a alguien que ha nacido bajo el signo de Tauro cuando el Sol estaba en Leo, es probable que sienta una impresión distinta que si se le diera la misma información mediante los prosaicos valores de las coordenadas celestes de su ascendente. Es la misma magia que ejercía la representación medieval del hombre astral, en la que los todopoderosos signos del zodíaco, al envolver todo el cuerpo, actúan como escudo protector frente a los poderes maléficos extremos.

Cabe señalar que la astrología no es, como afirma el astrólogo, un método psicológico para representar y aquilatar la experiencia humana, pues la psicología exige garantías que la astrología no ofrece; pero, si el astrólogo es hábil, puede utilizar eficazmente los conocimientos que le proporciona la psicología acerca de la conducta humana.

Otro anacronismo, de la astrología reside en el hecho de que, después de Ptolomeo, no solo ha cambiado la estructura del sistema solar sino que se ha ampliado con la incorporación de astros que era imposible observar a simple vista: satélites distintos de la luna, planetoides, nuevos planetas, mientras que los cometas, cuerpos predilectos de los astrólogos para predecir calamidades, han entrado mansamente en la órbita del sistema.

Los astrólogos justifican el hecho de no considerar la influencia de los nuevos astros arguyendo que son de reducido tamaño o que están muy distantes de la Tierra o que son muy escasos, aunque ya en la primera mitad de este siglo el número de planetoides excedía el millar y medio. Sin embargo, algunos astrólogos han incorporado a sus cálculos a los tres planetas telescópicos, Urano, Neptuno y Plutón, con sus símbolos. Y han sustituido el cabalístico número siete de los planetas antiguos por el no menos cabalístico número diez. Si en la “anatomía de las relaciones planetarias”, al Sol y a la Luna les correspondía, como “dominio planetario”, la vitalidad; a Júpiter y a Saturno las motivaciones de la actividad personal; a Marte, Venus y Mercurio la eficiencia, a los nuevos planetas Urano, Neptuno y Plutón se les adjudicó la regencia de la posición del nativo en la sociedad a que pertenece, aspecto que parece no haber preocupado a los astrólogos antes del descubrimiento de estos planetas. Aun hay casos en que se intenta unir astronomía y astrología. Así, la Enciclopedia de astrología, editada nada menos que por la Biblioteca Filosófica de Nueva York, dice que Plutón fue descubierto por el astrónomo Lowell, que demoró la publicación de la novedad hasta el día de su cumpleaños. Lamentablemente, la verdad es bien distinta: Lowell fue un astrónomo que en verdad se dedicó a la búsqueda de un planeta desconocido, causante de las perturbaciones de Neptuno; pero este planeta —hoy Plutón— fue descubierto catorce años después de su muerte.

La astrología actual y sus fundamentos

Puede decirse que la astrología actual se funda en la antigua doctrina del macrocosmos y el microcosmos, en la que se ha reemplazado al Demiurgo platónico por un mundo de analogías y simbolismos.

El horóscopo mismo simboliza la posición del nativo frente al mundo. Fijar el ascendente es

“como si el neonato fuera capaz de salir al aire libre en el momento exacto de su nacimiento y, de pie, con las brazos extendidos, girar lentamente, definiendo de este modo un horizonte astronómico en la bóveda celeste.”

Las líneas del horóscopo que representan el horizonte y el meridiano, simbolizan distintas dicotomías: lo objetivo y lo subjetivo, lo que el nativo enfrenta y lo que deja atrás de sí, etcétera. En las analogías y simbolismos del astrólogo impera la fusión y la confusión entre los elementos materiales —astros, horóscopos, actos humanos— y los elementos espirituales —normas de conducta, sentimientos—, olvidando que si bien el hombre es un animal simbolizador no significa que el hecho de pensar en dinero aumenta la cuenta bancaria ni que la palabra perro muerde; que así como es imposible realizar acciones humanas o lograr bienes materiales mediante actos puramente mentales, también lo es alcanzar fines espirituales por medios materiales.

La vinculación causal de la astrología actual sigue siendo la misma de todas las antiguas artes ocultas: la adivinación. Si en la astrología se advierte menos esa vinculación es debido a que las tablas y cálculos que acompañan a la confección de un horóscopo le imprimen cierto aire científico que no poseen otras artes ocultas, tales como la predicción mediante el vuelo de los pájaros o del análisis de las entrañas de animales sacrificados.

Se ha pretendido que la astrología actual ha adquirido categoría científica por el mismo proceso que se verificó en las técnicas antiguas, realizadas según ritos mágicos que la ciencia ha eliminado. Pero esta pretensión no se justifica pues el proceso no es el mismo. Si es cierto, por ejemplo, que los ritos de protección que un panadero cumplía al llevar la masa al horno se sustituyen hoy por un manual de química, no es menos cierto que el manual que hoy usan los astrólogos —el Tetrabiblos de Ptolomeo— es el mismo que utilizaban los primitivos astrólogos. Hasta podría decirse que el astrólogo antiguo, por su especialización, fue más eficaz, en su órbita, que los actuales. El astrólogo de un rey sumerio, buen psicólogo y buen conocedor de su señor, tuvo más probabilidades de acertar en sus predicciones que el astrólogo de hoy. Pues este, frente a una astrología democratizada, masificada, no puede poner en juego igual habilidad psicológica.

También se ha tratado de justificar científicamente a la astrología mediante cálculos estadísticos. Si resulta fácil aplicar este método a casos de dos variables, por ejemplo, peso y altura de los individuos de una colectividad, ya no lo es tanto cuando se trata de casos con más de dos variables. En consecuencia no parece muy factible obtener datos de cierta verosimilitud en la astrología, en la que hay que tomar en cuenta numerosas variables, tanto desde el punto de vista del horóscopo como del nativo. Claro es que puede reducirse el problema a su mínima expresión tomando en cuenta sólo un par de variables, caso que, evidentemente, no puede ofrecer garantía alguna, como lo comprueba este ejemplo, más gracioso que significativo, tomado de un artículo del filósofo García Morente. Al hablar del horóscopo del entonces rey de España, Alfonso XIII, indica que en el momento de su nacimiento, el Sol se encontraba en Tauro y, páginas más adelante, al referirse a los métodos estadísticos en astrología, dice que se ha comprobado que en los asesinos el Sol propende a Tauro.

La labor del astrólogo tiene algo de juego y de poesía al mismo tiempo. Las variadas y múltiples combinaciones que los planetas y las casas y signos del zodíaco permiten, así como las no menos variadas situaciones psicológicas con las que se correlacionan, recuerdan el ajedrez; por este motivo la labor astrológica resulta atractiva para el astrólogo, aunque ya no se trate de un simple juego, pues “astros contra nativos” es una partida muy desigual.

En la misma medida en que la astrología carece de caracteres científicos adquiere rasgos poéticos. Al comparar y establecer correspondencias entre dos mundos de objetos, el astrólogo realiza una labor semejante a la de los escritores y poetas al crear sus metáforas. Cuando la imaginación dicta expresiones como “pasión luminosa” o “eclipse sentimental”, se establecen correspondencias entre fenómenos celestes y actos humanos, como en la astrología. Pero en este caso, la labor imaginativa constituye el núcleo básico de la poesía y en la simbiosis más o menos feliz entre significado y sonido culmina la tarea poética. Para el astrólogo, en cambio, las analogías más o menos felices cuyos rasgos poéticos pueden resultar atractivos no son sino meros instrumentos para realizar una función que no es, precisamente, poética: adivinar y predecir.

Conviene recordar que uno de los argumentos en favor de la astrología consiste en que algunas de las predicciones de los astrólogos se han cumplido, efectivamente. Un ejemplo clásico es el del célebre Nostradamus, protegido de Catalina de Médicis, instigadora de la noche de San Bartolomé. En efecto, en una de sus profecías, Nostradamus alude a sucesos que ocurrirán en la ciudad de Nantes y que se produjeron en esa ciudad durante la Revolución francesa. Fuera del hecho de que ese pretendido acierto es materia de interpretación, debemos tener en cuenta que Nostradamus hizo más de mil profecías. En este sentido, en una ocasión, al referirse a los astrólogos, Voltaire manifestó que “no podrían tener el privilegio de equivocarse siempre”. Otra acotación al problema que plantea la astrología en la actualidad es la que se refiere a su resurgimiento en una época eminentemente científica y aun entre la gente culta. Así, en 1928, Rudyard Kipling abogó, en la Sociedad Real de Medicina de Londres, en favor de la restauración de la medicina astrológica dirigiéndose a los médicos con la antigua exhortación de “no mires al paciente, mira a los astros”, y agregando que para su tarea resultaba más útil el telescopio que el microscopio. Sin duda olvidó en ese momento que Pasteur salvó más vidas que el astrónomo Herschel. Resulta bastante extraña esta revitalización de la medicina astrológica, conquista relativamente tardía de la astrología. No se practicaba en la Mesopotamia y, por su parte, la obra de Hipócrates Aire, aguas, lugares, nada tiene que ver con la astrología, pues es, en verdad, un cabal tratado de climatología médica. En cambio, la astrología médica aparece en la época grecorromana como combinación de las obras de Ptolomeo con las de Galeno, lo que no significa que éste estuviera vinculado con la astrología aunque su doctrina seudocientífica de los temperamentos tenga algunos puntos de contacto. En efecto, en ella se establece una correspondencia entre objetos materiales —los llamados cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra— con cuatro conductas humanas —los temperamentos: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico—, que dividen taxativamente a los seres humanos en cuatro grupos según la preponderancia de un humor sobre los demás. A su vez, estos humores pertenecen a un microcosmos (el organismo humano) y están en correspondencia con los elementos fundamentales, agua, tierra, aire y fuego, de un macrocosmos (la naturaleza). No deja de ser curioso que el único temperamento que ha dado lugar a una enfermedad del grupo maníaco-depresivo, la melancolía, corresponde a un humor que no existe: la bilis negra.

El caso de Kipling es típico del desfasaje entre la realidad y la personalidad, frecuente en este siglo, y que ha servido de argumento para explicar la llamada “crisis del hombre de nuestro tiempo”. En medicina, Kipling añora la Edad Media y, sin embargo, era un entusiasta del transporte automotor, y sin duda sus libros no hubieran tenido el éxito masivo que obtuvieron si en lugar de imprimirse en grandes cantidades hubieran salido de manos de los copistas medievales.

Es muy común, por otra parte, este desencuentro entre el hombre y la atmósfera de su época, desencuentro que provoca un estado de desequilibrio que se advierte, por ejemplo, en el profesional que está al día en su profesión, interiorizado de las últimas novedades presentadas por las revistas especializadas, pero que en materia de arte rechaza todo lo que no sea música clásica o pintura renacentista; o en el plástico ultramoderno, reaccionario en política o en economía; y que también se pone de manifiesto en el astrólogo o en quien recurre a los horóscopos, que viajan en avión pero sostienen las mismas creencias de los babilonios de hace cuarenta siglos, habitantes de un mundo tan inconcebible para nosotros como lo hubiera sido el nuestro para ellos.

Pero en realidad, esto es más el efecto que la causa del actual prestigio de la astrología. Dicha causa es, sin duda, muy compleja, y por nuestra parte sólo podemos aportar al respecto algunos recuerdos históricos, como el que expresa Lynn White jr. con estas palabras:

“Hubo un período en nuestra propia sociedad en el que necesitamos brujas, y las obtuvimos en gran número. Comenzó hacia el 1300 y concluyó después del 1650, y comúnmente se le llama Renacimiento.”

En efecto, ya hemos dicho cómo el Renacimiento, tan brillante en otros aspectos, fue un período de guerras e injusticias, de pestes y hambrunas, de rebeliones y matanzas; época en la cual la sociedad, extraviada, perdió la confianza y la seguridad en sí misma, forjó explicaciones no racionales, buscó chivos emisarios y, como dice White, necesitó brujas que creó y quemó. Agreguemos que esta época fue también la edad de oro de la astrología que, en su medida, contribuyó al desequilibrio general. Es probable que también los primeros siglos de la era cristiana hayan constituido una época semejante. No cabe duda de que la nuestra lo es, ya que están presentes todos los elementos creadores de desequilibrio, agravados por un nuevo factor: los medios masivos de comunicación, cuyo mal uso ha resultado un arma psicológica tan repudiable y peligrosa como la bomba atómica. Puede alegarse que la astrología es una superstición innocua y hasta que, por el contrario, como fábrica artificial de ilusiones puede actuar de tranquilizante. A pesar de la evidente verdad de esta afirmación, puede argumentarse que, aun sin salir de la órbita personal, la expresión de deseos que, como todo acto mágico aporta la astrología, puede provocar dolorosas desilusiones. Por otra parte, al someterse a las decisiones del horóscopo, el hombre no hace sino someterse a una esclavitud más, en un mundo donde el cúmulo de convenciones sociales y exigencias económicas lo condenan a verdaderos trabajos forzados.

Fuera ya de la órbita personal, las supersticiones pueden dejar de ser inofensivas. Al trascender al campo social, tal como ocurre con la astrología mediante la publicidad, puede dar lugar, debido a la falta de control, a supercherías y charlatanerías tan pasibles de pena como la venta de alimentos adulterados o el pago con cheques sin fondos. Y cuando la superstición penetra en el círculo de los factores de poder, las consecuencias pueden resultar incalculables: baste recordar los inhumanos resultados de una superstición racial practicada desde el poder. Cuando se trata de supersticiones arraigadas, los llamados a la razón no siempre resultan convincentes. Es inútil recordar que un astrónomo ha dicho que la astrología es la más larga enfermedad que ha padecido la razón; o que un historiador de la ciencia haya hablado de la “amable inconsistencia” de los adeptos a los horóscopos cuando tratan de evitar los males que se les predicen. Es inútil recordar que la astrología no expresa verdades, pues la verdad —como ya hemos dicho— no está en las cosas sino que surge de una relación del hombre con las cosas, fruto del pensamiento reflexivo anidado en una conciencia angustiada o esperanzada, pero nunca de la marcha de los astros impasibles y taciturnos.

Y si la astrología nada tiene que ver con la razón; si es algo inefable, producto de la afanosa búsqueda, en el cielo, de una felicidad que el mundo terrestre niega y de un consuelo que la religión no presta, aun puede agregarse que cuando la razón calla y duerme “el sueño de la razón produce monstruos”, tal como estampó Goya en uno de sus célebres grabados.

Las profecías de Nostradamus

Michel de Nostre‑Dame nació el 14 de diciembre de 1503 (a mediodía) en Provence y se recibió de médico en 1531. De su vida nada es demasiado seguro pues las leyendas elaboradas en torno suyo son innumerables; pero sí es seguro que fue protegido por la reina Catalina de Médicis y que ejerció la medicina con éxito notable si bien su fama posterior se debe a la práctica de la astrología. Murió en 1566 después de haber escrito “Las Centurias”, serie de profecías redactadas en cuartetos lo suficientemente herméticos compuestas con un estilo lo suficientemente vago como para que hayan sido necesarias múltiples interpretaciones de los creyentes. Todas éstas se caracterizan por adecuar, con posterioridad a los hechos, lo realmente sucedido con alguna cuarteta presuntamente alusiva. Con metodología semejante hasta el más negado tiene asegurado el éxito en sus predicciones.

Transcribimos dos cuartetos y tomamos la interpretación de la reciente exégesis de la obra de Nostradamus realizada por Jean Monterey “Nostradamus, profeta del siglo veinte”, La Nef de Paris Editions, 1961.

“El gran mastín de la ciudad expulsado

Se disgustará por la extraña alianza,

Después de haber cazado al ciervo en los campos

El lobo y el oso se tendrán desconfianza.”

(Centuria V, cuarteto 4)

Esta predicción se referiría a la Segunda Guerra Mundial: el gran mastín es Churchill a quien los bombarderos de la Luftwaffe intentan echar de la ciudad. Se inquieta por el pacto de Alemania (el lobo) y Rusia (el oso) que invadieron juntos a Polonia (el ciervo) pero después se romperá la alianza.

“Libra verá reinar las Hespérides

De cielo y tierra tener la minarquía;

De Asia nadie verá perecer la fuerza

Hasta que siete tengan por lugar la jerarquía.”

(Centuria IV, cuarteto 50)

En este caso la predicción se refiere a la supremacía mundial en el siglo veinte. Libra es la balanza, símbolo del comercio; las Hespérides son los países situados al oeste y esto para los europeos es América del Norte, que tiene dominio de cielo y tierra. Pero de Asia surge un rival, la URSS, que no perderá su fuerza hasta que siete hombres hayan ejercido el más alto poder (la jerarquía). Según Monterrey este último verso anuncia la decadencia de la URSS ya que a partir de la Revolución de Octubre se sucedieron cinco “jerarcas”: Lenin, Stalin, Malenkov, Kruschev y Kosigin.

Kepler y la astrología

En Kepler, como en Paracelso, se da respecto de la astrología una especie de ambivalencia: de malas ganas se somete a una astrología en la que cree y no cree. Cuando advierte que su descubrimiento de las leyes del sistema planetario no figura en su horóscopo, proclama que sus estrellas no fueron Mercurio ni Marte, sino sus maestros Tycho Brahe y Copérnico. Así mismo, en un “típico estallido suyo”, como se expresa Koestler, escribe:

“Un espíritu acostumbrado a la deducción matemática, cuando se ve frente a los falaces fundamentos de la astrología se resiste mucho tiempo, como un mulo obstinado, a poner el pie en ese sucio charco, hasta que los golpes y las maldiciones lo obligan a hacerlo.”

Pero es claro que Kepler, quien persiguió toda su vida la búsqueda de una armonía cósmica, no podía sustraerse a ese signo de los tiempos y entre sus dudas admite

“que nadie debiera tener por increíble que de las tonterías y blasfemias de los astrólogos puede surgir algún conocimiento útil y sagrado, que del sucio légamo puede salir un pequeño caracol o un mejillón, una ostra o una anguila, todos ellos alimentos útiles; que de un montón de pedestres gusanos pueda surgir un gusano de seda, y, por último, que en el hediondo estiércol una activa gallina puede encontrar un buen grano o una perla o una pepita de oro, si busca y revuelve bastante tiempo”.

Y en otra ocasión:

“¿De qué manera el aspecto del cielo determina el carácter de un hombre en el instante de su nacimiento? Obra en la persona durante toda la vida, a la manera de los lazos que el campesino ata alrededor de los zapallos en el campo; los lazos no hacen que el zapallo crezca, pero determinan su forma. Lo mismo puede decirse del cielo: no imparte al hombre sus costumbres, su historia, su felicidad, sus hijos, sus riquezas o su mujer; pero modela la condición de ese hombre…”

La astrología entre güelfos y gibelinos

Para poner fin a las luchas entre güelfos y gibelinos en Forli, el astrólogo, Bonatti persuadió a sus moradores de que debían emprender la reconstrucción de las murallas de la ciudad y comenzar la obra solemnemente bajo la constelación indicada por él; si en este momento gentes de ambos partidos ponían en los fundamentos su pensamiento concentrado, no habría ya en Forli más discordia y se acabaría la lucha entre los partidos por la eternidad. Para la ceremonia se escogió a un güelfo y a un gibelino. Llegó el momento sublime, cada uno tenía su piedra en la mano, los obreros aguardaban con sus herramientas y Bonatti dio la señal… Entonces el gibelino arrojó su piedra, pero el güelfo primero vaciló y luego se negó rotundamente a arrojar la suya, porque toda aquella ceremonia debía ser una misteriosa maquinación del gibelino Bonatti contra los güelfos. Entonces el astrólogo lo apostrofó con estas palabras:

“¡Que Dios os maldiga, a ti y a toda la banda de los güelfos, por vuestra desconfiada malignidad! ¡Quinientos años pasarán antes de que sobre nuestra ciudad vuelva a aparecer en el cielo este signo!”

En efecto, el Señor fulminó la perdición sobre los güelfos de Forli. Pero hacia el año 1480, según el cronista, vivían güelfos y gibelinos por completo reconciliados y ni el nombre de sus partidos se oía ya mencionar.

De Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia.

This entry was posted on Tuesday, April 01, 2008 at 8:23 AM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comments

Post a Comment