Ismael Viñas
© 1971
Centro Editor de América Latina - Cangallo 1228
Impreso en Argentina
Índice
Capitalismo y Precapitalismo. 2
La cuestión agraria en el capitalismo. 7
El imperio, las burguesías y la reforma agraria. 8
¿Dónde hubo reforma agraria, y con qué contenidos? 9
La transformación en el agro. 11
Las revoluciones socialistas 15
Geografía de la miseria
Existe una regla sin excepción real: los países predominantemente rurales, en los cuales la mayor parte de la población vive en el campo y extrae de él su subsistencia, son los que acumulan mayor número de habitantes en condiciones miserables, reducidos al hambre crónica o a lo que se ha dado en llamar subhambre. Solamente los países socialistas donde aún es mayoría la población rural, como en China, evaden esa regla, y los habitantes del campo han podido escapar de su situación miserable, elevándose notablemente su nivel de vida. Lo que ocurre es que en aquellos países predominantemente rurales las relaciones de producción en el campo son aún precapitalistas o existen vastas masas sometidas a las mismas. Allí, los trabajadores viven en una economía de subsistencia cuando se trata de campesinos independientes, que cultivan para sí su parcela, o se trata de campesinos ligados al latifundista, al terrateniente, por relaciones serviles o semiserviles de producción, basadas en el trabajo sin remuneración en efectivo. Allí es donde aparecen las zonas de pobreza extrema que caracterizan todavía a muchos países de Asia, Africa y América Latina. Es que el atraso en las formas de producción implica la baja o nula utilización de maquinarias e instrumental agrícola, la crianza de animales sin refinar, el cultivo de vegetales de poco rendimiento, los métodos primitivos y rutinarios de utilización de la tierra, y aún el uso de la fuerza humana para la labranza en lugar de la de animales. En tales condiciones, el trabajo humano no produce excedentes o los produce en muy escasa proporción; o, en otras palabras: el trabajador sólo alcanza a producir para su propio mantenimiento o muy poco más, lo que le impide adquirir animales o útiles para el cultivo, aun en el caso de tratarse de economías de mercado y cuando se trata del campesino que trabaja para sí en todo o en parte y, a su vez, el terrateniente que lo explota (cuando se trata de campesinos que trabajan para otro) no se ve impelido a invertir. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que en las ciudades no exista miseria, pues existe, y aun masiva y de la más degradante. Ni tampoco quiere decir que en los países capitalistas la pobreza y aun la miseria extrema sean una excepción. Sí quiere decir que la acumulación de enormes masas pobrísimas, la miseria generalizada y permanente, las condiciones de vida más subhumanas, la desnutrición de poblaciones enteras, se dan en esas sociedades. Es más, las ciudades en las que la mayoría de la población vive en esas condiciones con la característica (y el resultado) de las economías de atraso, constituyendo los típicos conglomerados urbanos de los países rurales. En las economías capitalistas, la pobreza debe ser analizada de otro modo: en las mismas, la miseria se hace general y afecta a la mayoría de la población en las coyunturas de crisis, cuando el capitalismo toca sus propios límites, y, por cierto, el propio funcionamiento del sistema produce y exige la existencia de masas de desocupados que forman el ejército de reserva del trabajo. Pero ello no es permanente, la economía capitalista es dinámica, y el número de individuos con trabajo crece constantemente (en términos absolutos) en la industria. Los focos de miseria permanente en el capitalismo se dan en el campo, allí donde no han penetrado totalmente las relaciones capitalistas de producción, donde la producción bajo formas atrasadas se mantiene todavía, marginada por el capitalismo y a la vez aprovechada por la baratura de la fuerza de trabajo. A su vez, las ciudades de las sociedades capitalistas ven alimentada continuamente su proporción de masas miserables por la emigración proveniente del campo. Y ésta reconoce dos orígenes: los campesinos que emigran de las economías de atraso, tanto del propio país como del extranjero, y los habitantes de las zonas rurales en donde la expansión del capitalismo va desalojando la mano de obra por la creciente introducción de maquinarias. Esto se explica por una combinación de factores: ante todo, por el hecho de que no existen sociedades “puras” y aun en las más avanzadas subsisten restos más o menos importantes de economías atrasadas, tal como ocurre en el sur de Estados Unidos o en las provincias del norte argentino; en segundo lugar, porque la unificación actual del mundo permite el desplazamiento de masas de los países con rasgos atrasados hacia los países capitalistas, como ocurre con México y los países del Caribe en relación con Estados Unidos, o con Bolivia y Paraguay en relación con la Argentina; y, finalmente, porque el aumento del capital constante (maquinarias y otras inversiones productivas) en el campo produce el descenso en términos absolutos de la mano de obra, al desalojar al campesino y al reemplazar al asalariado (al capital variable). Pero estos hechos no contradicen las observaciones del comienzo, ya que las sociedades atrasadas son predominantemente rurales, y (dada su incapacidad para aumentar la productividad por hombre ocupado y hectárea cultivada), crean no sólo una miseria permanente sino creciente, al no poder sostener una población en constante desarrollo.
Capitalismo y Precapitalismo
Atendiendo a los rasgos aludidos, es posible presentar esquemáticamente tres tipos de sociedades:
a) Aquellas en las que capitalismo es totalmente dominante, tanto en la ciudad como en el agro. Aquí, el terrateniente explota directamente su tierra como capitalista, empleando mano de obra asalariada, o la arrienda en todo o en parte. A su lado aparece el capitalista puro, que arrienda tierra y la cultiva explotando fuerza de trabajo asalariada, y el campesino pobre, que usa tierra propia o ajena, y la cultiva con su trabajo y el de su familia, sin utilizar asalariados ni permanentes ni temporarios. Este pequeño productor vende en el mercado, y, por eso, es un pequeño burgués. Puede encontrarse en situación de arrendatario, que ocupa una parcela por una cantidad fija en dinero, pero en cierta proporción de casos paga su equivalente en productos. Hasta aquí, nos encontramos ante el capitalismo en su forma más desarrollada. Sin embargo, junto a los diversos tipos de arrendatarios existen siempre aparceros, aun en los países más avanzados. Se trata de campesinos que pagan la renta con un porcentaje de su producción, pero producen directamente para el mercado, contratan el arriendo por un plazo determinado, y no están “atados” a la tierra. En la Argentina y en Estados Unidos oscilan en alrededor del 25% de los campesinos y constituyen formas atrasadas dentro del capitalismo, formas de transición. Finalmente, es posible encontrar restos de mayor atraso: economías de subsistencia, aparceros sin medios propios de producción, aunque en porcentajes limitados. Este tipo de agros capitalistas los encontramos en los dos países citados, en Uruguay, Australia, Nueva Zelandia, en toda Europa occidental.
b) Sociedades en las que el capitalismo ha alcanzado un alto desarrollo, pero en las que en el campo dominan formas atrasadas de producción. Allí sobreviven herencias del feudalismo, de la esclavitud, de economías de subsistencia (producción para el autoconsumo y no para el mercado), de la aparcería impuesta por la conquista mercantil, etc. En el caso del Brasil, por ejemplo, el 78% de las explotaciones no usan arados ni animales de tiro, y se siguen realizando los cultivos y el desmonte a mano (por el fuego y el uso de hoces y azadas) y la rotación primitiva de cultivos. El 54% de su población activa está ocupada en el campo, mientras que en la Argentina sólo lo está el 25%. Al par de la explotación de subsistencia independiente, la “gran propiedad” toma diversas formas: el latifundio explotado en base a aparceros y en menor escala arrendatarios; la fazenda, en la que predomina el aparcero y el colono (que recibe en compensación por su trabajo el permiso de usar pequeñas parcelas, sin contrato legal, y que no posee medios de producción propios, salvo herramientas elementales); y, finalmente la plantación, latifundio realmente capitalista, en el que predomina el asalariado. El colono vive en la tierra como agregado (condiceiro), y puede ser expulsado sin derecho a reclamo alguno, constituyendo en algunas zonas el tipo de trabajador predominante. Para tener otra base de comparación, téngase en cuenta que en Brasil, con más de 90 millones de habitantes, sólo existen unos 7.500.000 trabajadores asalariados, en tanto que en la Argentina, con alrededor de 24 millones de habitantes, los asalariados superan los 6 millones. Por otra parte, también en la Argentina, donde aparecieron censadas 471.756 explotaciones en 1960, existen casi 600 mil arados de tracción a sangre, 170 mil arados de tracción mecánica, entre 150 mil y 200 mil tractores, y está ampliamente difundida la maquinaria agrícola (trilladoras, aporcadoras, espigadoras, carpidoras, sembradoras, enfardadoras, etc.), siendo totalmente excepcionales las parcelas cultivadas a mano. Esta comparación presenta un problema que es conveniente aclarar: el Brasil es una potencia económica en relación con países como el Uruguay, y, sin embargo, existen allí rasgos precapitalistas en el agro que no hay en este último. Esto se debe al marcado desarrollo desigual del Brasil, no excepcional, sin embargo, ya que lo encontramos en muchas otras parte, como en la India, Pakistán, México, etc. Tampoco se trata de una curiosidad actual: la Rusia zarista era una potencia comparada con Bélgica o Noruega, y sin embargo se trataba de una sociedad con fuertes caracteres precapitalistas, en tanto que esos dos países constituían sociedades sin rasgos de atraso apreciables. La comparación podría extenderse a muchos otros casos. La importancia de este hecho es determinante cuando se encara la cuestión agraria, tal como se verá más adelante.
c) Finalmente, nos encontramos con sociedades en las que predominan las formas de producción precapitalistas: el artesanado en las ciudades, y en el campo el campesino de subsistencia o de economía natural, el que produce para el mercado pero no explota mano de obra asalariada, el siervo o semisiervo, y, muy excepcionalmente o en proporción minoritaria, el asalariado. En estos casos es habitual que exista la gran explotación capitalista, en forma de plantación de enclave, propiedad de monopolios internacionales, que ejercen un gran poder económico y político, en alianza con los terratenientes no capitalistas. Ejemplos de esta situación los encontramos en Centroamérica al día de hoy, y con caracteres de subordinación menos directa en países como el Ecuador, que nos puede dar una muestra de este tipo de estructuras atrasadas: la población rural constituye el 70% del total, y de la misma el 50% está formada por indios, muchos de los cuales conservan todavía su cultura tradicional. El Código del Trabajo reconoce y legisla diversos tipos de trabajadores rurales: los jornaleros perciben en teoría su remuneración totalmente en dinero, pero en los hechos los patrones o sus mayorales liquidan cuentas cada dos o tres años, descontando del pago adelantos en alimentos, vestidos, etc., en una proporción que se estima en más del 50%.
Al par con esta categoría de semiobreros aparecen el huasipunguero, que percibe su remuneración mediante la entrega de una parcela que explota para sí; el yanapanero, que se obliga a trabajar en una finca un número determinado de días al mes o a la semana, a cambio de poder pastorear sus animales en los campos de la misma, utilizar sus aguas y recoger leña gratuitamente; el huasicama, que presta servicios como doméstico en la casa del patrón; etcétera. Situaciones similares predominaban en Bolivia antes de la revolución de 1952 y en el Perú hasta la actual reforma agraria.
Latifundios y monopolios
Pero los problemas del agro no se agotan en lo dicho: comenzamos haciendo una referencia a la pobreza rural. Esta, en los países donde predominan formas no capitalistas de producción, se origina en las mismas, que impiden el desarrollo de las fuerzas productivas, tal como se ha señalado. En los países capitalistas, el pequeño campesino es continuamente expoliado por las mismas leyes económicas del sistema, ya que su pobreza le impide invertir, con lo cual no puede competir en el mercado con la gran empresa, y, además, está sometido al abuso de los monopolios acopiadores y comercializadores, a los préstamos usurarios, a las hipotecas si es propietario y a los altos arriendos si no lo es. De tal modo, el minifundista pobre no sólo está sometido a condiciones miserables de vida, sino a una inseguridad económica permanente y angustiosa, y de sus filas surgen los desalojados y expropiados por el gran capital, que van a engrosar el ejército proletario, la masa de aquellos que no poseen otro bien que su fuerza de trabajo para subsistir.
La contrapartida del campesino pobre es generalmente el latifundio, la gran extensión de tierra de propiedad individual o de empresas comerciales. Sin embargo, contra lo que suele creerse, el latifundio no indica necesariamente formas atrasadas de producción. En Ecuador, país atrasado, predomina el latifundio, ya que sobre un total de 344.234 explotaciones, que ocupan una superficie de 6 millones de hectáreas, tan sólo 2.242 propiedades de más de mil hectáreas (el 0,1%) cubren 2.242.000 hectáreas (el 37 de la superficie). Asimismo en el Brasil, país de desarrollo marcadamente desigual, existen 3.342.000 explotaciones, con una superficie total de 265 millones de hectáreas, y sólo 32.800 fundos de más de mil hectáreas (el 1%) ocupan 125 millones de hectáreas (es decir, el 47,3%). Pero en Honduras, Nicaragua, República Dominicana, El Salvador y Panamá, sociedades atrasadas, no predomina cuantitativamente el latifundio, ya que las explotaciones de más de mil hectáreas representan sólo el 21, el 33, el 24, el 16 y el 12% del total de la superficie, aunque, como se verá, esto está acompañado por el dominio absoluto de una o dos empresas gigantes. Y en cambio, en la Argentina, a pesar del carácter capitalista, de su agro, el latifundio tiene un peso decisivo, ya que sobre alrededor de 472 mil explotaciones, con una superficie en conjunto de 175 millones de hectáreas, 26 mil propiedades de más de mil hectáreas (el 5,7% del total) cubren 130 millones de hectáreas. Y en Estados Unidos, el 1,9% de las explotaciones ocupan el 41% de la tierra. Pero es más: en contra también de lo que suele creerse, pero como ya ha sido descripto y analizado multitud de veces, el capitalismo penetró y se desarrolló en el campo tanto por la llamada vía democrática como por la denominada vía prusiana. La primera consisten en la expropiación de los latifundios y su entrega en propiedad a pequeños productores (el campesino parcelario, farmer; granjero o chacarero), tal como se practicó en Francia en la revolución de 1789; o en la entrega, en iguales condiciones, de “tierras libres”, tal como se hizo en el oeste norteamericano. La vía prusiana consiste, en cambio, en la transformación de los propios terratenientes en capitalistas, que explotan como tales sus propiedades, o en la entrega de sus tierras, por parte de latifundistas, a arrendatarios capitalistas que las explotan por su cuenta.
Esta segunda vía ha sido la seguida, no sólo en Prusia, sino también en Italia, en Inglaterra, en el sur y suroeste norteamericano, y en la Argentina.
Nos encontramos así ante las más diversas combinaciones: países atrasados donde predomina la pequeña propiedad y el pequeño productor no capitalista; países capitalistas donde predomina el pequeño productor; países atrasados donde predomina el latifundio; países capitalistas donde predomina el latifundio; y variadas combinaciones de tenencia de la tierra y de relaciones de producción. O sea; que como decía antes, no es correcta la creencia que liga el latifundio a formas atrasadas de producción. Y en ese orden de ideas es de señalar que el funcionamiento económico del capitalismo, si no interfieren en él medidas políticas como el reparto de tierras públicas u otras, tiende a producir un aumento de la concentración de la propiedad de la tierra. Por ejemplo, en Estados Unidos, las propiedades de más de 400 hectáreas constituían en 1900 el 0,8% del total y ocupaban el 24% de la tierra, y para 1945 esos porcentajes se habían elevado al 1,9 y al 40,3%, respectivamente. Esto se explica por lo que se ha señalado antes: el endeudamiento y el despojo del pequeño propietario por los bancos, las compañías de seguros y de préstamos hipotecarios, la acción de los monopolios de comercialización y de transporte. De tal modo, y para esa misma fecha, el Bank of America poseía directamente o controlaba el 50% de las tierras de California del norte y central, o sea una superficie de 242.820 hectáreas, y ya para 1938 las compañías de seguros poseían en el conjunto del país 125.000 establecimientos con 11 millones de hectáreas, arrebatadas a los granjeros. Sin embargo, es cierto que la mayor parte de América Latina se destaca en el mundo por el enorme peso y la gran extensión de los latifundios, así como por la concentración de la tierra en un número muy reducido de grandes propiedades. Y que esos latifundios, aun cuando son capitalistas, implican en mayor o menor grado la subutilización de la tierra.
Pero lo que interesa destacar no son en realidad esos elementos cuantitativos, ya que reducirse a ellos (como se hace habitualmente) distorsiona el verdadero carácter de la cuestión agraria. Lo que interesa notar es esto: en los países capitalistas la concentración de la tierra forma parte de la concentración del capital, y constituye, por lo tanto, el núcleo del sistema, basado en el dominio del gran capital, que posee directamente o controla la gran propiedad. Esto no sólo refuerza el poder económico y político de los monopolios, sino que les permite beneficiarse de una tajada enorme de la renta de la tierra, así como de las exacciones a los pequeños y medianos empresarios rurales por los métodos que se ha visto y por el manipuleo de los precios de los productos del agro (materias primas alimenticias y otras). En los países capitalistas dependientes como la Argentina la unión entre la concentración de la propiedad de la tierra y de los capitales tiene aún otro efecto: los monopolios internacionales cumplen aquí el mismo papel que en sus patrias de origen (los centros imperialistas) tanto a través de la propiedad latifundista directa por los mismos monopolios como a través de su alianza con la gran burguesía nativa. Pero en estos casos esa situación refuerza la subordinación política de la burguesía local al imperialismo, y permite a los monopolios multiplicar la succión de capitales que caracteriza desde el punto de vista económico el funcionamiento del capitalismo en la etapa imperialista. En los países atrasados, finalmente, los monopolios imperialistas son en general los más grandes latifundistas, utilizando el método de plantaciones de enclave ya aludido. Constituyen así parte de los sectores capitalistas más avanzados en esas sociedades, beneficiándose de modo extraordinario con el bajo precio de la mano de obra que corresponde a las mismas. Pero, además, se benefician de la comercialización de los productos provenientes de las explotaciones donde rigen relaciones atrasadas de producción, propiedad de los latifundistas locales. Para dar una idea del poder de los monopolios a través de las plantaciones, téngase en cuenta que en Honduras, donde el total de la superficie explotada es de 2.500.000 hectáreas, las dos compañías bananeras más importantes (Tela Rail Road Co. y Standard Fruit Co.) poseen 165 mil hectáreas; que en Costa Rica (con un total de 1.860.000 hectáreas útiles), la Unidad Fruit y sus subsidiarias poseen 200 mil hectáreas; y que en Guatemala, sobre 3.721.000 hectáreas, la United Fruit posee 188.000, recuperadas después de la contrarrevolución de Castillo Armas. Pero ese poder no resulta únicamente de la acumulación de una parte enorme de la tierra disponible en una sola mano: las compañías poseen barcos propios, transportando no sólo su producción sino también buena parte del total de lo que se exporta, que, generalmente, es adquirido por esas mismas empresas. Tratándose de países que sólo exportan uno o dos productos agrarios, y estando monopolizado de tal modo los mismos, el poder de las compañías plantadoras se multiplica, lo que aún cobra mayor significación si se atiende a otros hechos: esas compañías forman parte de los gigantescos monopolios que manejan el precio mundial de aquellos productos de exportación, que controlan la banca de la que dependen esos pequeños países, y que, a la vez, manejan los bienes que los mismos importan. Además, las finanzas de esos estados dependen casi exclusivamente de los impuestos que pagan aquellas plantaciones. De tal modo, una compleja y gigantesca red envuelve en sus mallas a esos estados. Como los latifundistas locales están ligados a los monopolios, y frente a ellos los otros sectores sociales son sumamente débiles, la dependencia económica se traduce en una subordinación política que en algunos casos es casi total. Esto se refleja en mayores ganancias para las compañías extranjeras a través de los bajos impuestos, fraudes aduaneros consentidos, imposición de bajos precios a los bienes que adquieren en los mercados internos, utilización del poder del estado para imponer condiciones leoninas a campesinos y trabajadores asalariados, apoyo político en el despojo de tierras a los campesinos y a las comunidades indígenas, etcétera.
Este es un aspecto de la cuestión. El otro se refiere al plano estrictamente económico: aun en los países capitalistas centrales, la constitución de economías monopolizadas se ha traducido en un lento ritmo de inversiones, pues los monopolios dominan los mercados y pueden imponer los precios a través de acuerdos entre sí. Esto se refuerza en lo que corresponde al campo en la medida que la concentración de la tierra (y, en general, de las más fértiles) permite a los monopolios beneficiarse de su mayor participación en la renta agraria. Por lo tanto, aún en esos países existe subcapitalización y subutilización de la tierra; acompañadas por el derroche y la devastación de la misma por el empleo de métodos irracionales de explotación. Todo esto se agudiza en los países dependientes. La subutilización de la tierra aparece bajo diversas formas: por el uso de las mismas para la ganadería extensiva, en lugar de la agricultura o la ganadería intensiva en los latifundios; por su dedicación a cultivos inadecuados; por el poco aprovechamiento debido a la nula capacidad de inversión del pequeño productor. Pero en los países atrasados o de desarrollo económico desigual, todos esos hechos aparecen de un modo extremado: por ejemplo, de las 200 mil hectáreas poseídas por la United Fruit en Costa Rica, sólo estaban en explotación en 1955 un 14% (alrededor de 27 mil hectáreas); de las 188 mil que posee en Guatemala, sólo explotaba en 1953 un 15%, y en la actualidad mantiene “en recesos” 155 mil hectáreas. Finalmente, en estos últimos países, donde perdura el trabajo gratuito, los terratenientes locales no invierten en camiones, tractores u otras maquinarias por la baratura de la mano de obra. Así decía la Revista de la Federación Campesina de Cochabamba (Bolivia) en setiembre 12 de 1952:
“El colono oprimido tiene que transportar hasta el lugar de venta productos agrícolas de su amo, en un lapso que abarca 2 ó 3 días, pudiéndolo hacer el patrón en menos tiempo con vehículos motorizados, pero prefiere imponer esa obligación al indio para no pagar fletes”.
En estos casos, el imperialismo se beneficia de la renta de la tierra ligada al trabajo servil predominante, y de la plusvalía que se origina en la baratura de mano de obra general. Por eso es allí un factor que impide el desarrollo del capitalismo, que lo traba de un modo diferente a lo que significa en los países capitalistas la propiedad privada de la tierra. Esto también es determinante para analizar la cuestión agraria, como se verá más adelante, ya que aquí la explotación imperialista está ligada al atraso en las relaciones de producción, a pesar de su carácter capitalista.
La cuestión agraria en el capitalismo
El conjunto de los hechos descriptos constituye lo que se suele llamar la cuestión agraria y campesina. Aunque a menudo se presenta la misma como si estuviera restringida a los países llamados atrasados, y se engloba en esta denominación a todos aquellos que se encuentran en situación de dependencia respecto de los centros imperialistas, ya hemos visto que no es así, y que ese criterio envuelve un doble error: confunde a los países dependientes que son sin embargo capitalistas y en los cuales rigen relaciones de producción capitalistas en el campo, con aquellos de economías realmente atrasadas (precapitalistas o de desarrollo marcadamente desigual), y, de modo implícito, cae en un panegírico del capitalismo, pues supone que en los países más avanzados dentro del sistema (precisamente los centros imperiales) no existen problemas de pobreza miserable, explotación desenfrenada del obrero agrícola, expoliación y desalojo del campesino, ni subutilización y derroche devastador de la tierra. Y esos hechos, que configuran la objetividad de la cuestión agraria, así como sus consecuencias económicas y sociales, existen también, sin embargo, en esos países avanzados. Son conocidas las condiciones en que se desenvuelven los campesinos y los obreros rurales en Italia, y, sobre todo en su zona sur, así como los movimientos campesinos que conmovieron en los últimos años a Francia. En relación a este país, ya Marx y Engels describieron la situación del campesino hacia el último tercio del siglo pasado, acosado por su incapacidad para enfrentar al gran capital, comido por las deudas hipotecarias, e imposibilitado para realizar una explotación económica de su parcela debido a su escasez de capital y la pequeña dimensión de su tierra. Y aún hoy se debate continuamente en Francia la necesidad de impulsar formas de explotación supraindividuales entre los pequeños campesinos, mediante sistemas de cooperativas o de formas similares a las de las sociedades anónimas aplicadas a la producción rural. No es diferente la situación en Estados Unidos, sino quizá peor: ya he hecho algunas referencias a ese país, pero puede ser útil agregar algunos datos: el salario medio del trabajador agrícola no llega al 40% del que recibe el obrero industrial, y, además, se ejerce una dura discriminación contra el negro, el peón de origen mexicano, y los trabajadores “importados” de los países vecinos (los salarios del negro oscilan entre el 50 y el 60% del de los blancos). La explotación del obrero rural es acompañada por la miseria y, el despojo del campesino: por lo menos un tercio de los granjeros están obligados a emplearse parte del tiempo como asalariados, y se estima que entre 1940 y 1959 el número de granjas disminuyó en 2.400.000. A esto hay que agregar algunos cientos de miles de aparceros misérrimos del sur, los campesinos de origen mexicano del suroeste, los “blancos pobres” de las tierras agostadas del este, que viven por debajo del nivel de subsistencia. Tal situación, no obstante, ha sido acompañada en los últimos decenios por un aumento enorme de la producción, debido al crecimiento de la productividad por hectárea y por hombre, por la utilización de modernos métodos de cultivo. Y ello ha llevado a extraordinarias acumulaciones de excedentes, lo qué desembocó en una política oficial de subvenciones para que se deje de cultivar determinados productos y no se utilicen las tierras inexplotadas, llegándose a invertir más de mil millones de dólares por año en esos fines. Así se expresan las contradicciones del sistema. Pero no se trata de un hecho inusitado: también en nuestro país se apeló a deprimir la producción durante los años 30.
El imperio, las burguesías y la reforma agraria
Fue recién después de la segunda guerra mundial, y sobre todo después de 1950, que creció la preocupación por el problema agrario y campesino. Hasta entonces, esa preocupación sólo existía en los partidos de izquierda, particularmente en los de origen marxista (pero aun así, a menudo de modo más retórico que real), o aparecía en trabajos aislados de algunos técnicos o como propaganda circunstancial de los partidos tradicionales. Las movilizaciones campesinas, aunque a veces muy radicalizadas y explosivas, se demostraban incapaces de triunfar, salvo cuando eran dirigidas por partidos de otras clases (por los partidos comunistas, como en China, o por la burguesía, como en México y Bolivia). Los movimientos de liberación nacional en los países coloniales y semicoloniales y los partidos nacional‑burgueses de los países dependientes, rara vez demostraban interés efectivo en la cuestión. En los primeros, la lucha contra la ocupación extranjera y por la independencia lo absorbía todo, y en la misma eran arrastradas las masas rurales. En los países dependientes (no coloniales ni semicoloniales) los partidos nacional‑burgueses centraban su interés en otros problemas: la lucha contra los monopolios financieros, el dominio de los mismos sobre el comercio exterior, la banca y las riquezas minerales, la legislación dirigida a captar a la clase obrera otorgando conquistas laborales largamente exigidas. El Partido del Congreso de la India, sólo en 1947, después de retirados los ingleses levantó la cuestión agraria, y liquidó el sistema de zamindaris (arriendos semifeudales) que cubría el 42% de la tierra de cultivo, pero dejó intactas otras formas de relaciones precapitalistas y la gran propiedad. En los países árabes que lograron su independencia antes de 1960, el campesinado no tuvo participación en el proceso, y las reformas agrarias se iniciaron en la década del 50. En la Argentina, país dependiente económicamente, pero políticamente independiente, el peronismo levantó en 1944 la consigna de “La tierra para el que la trabaja”, pero no puso en marcha la menor reforma agraria, aunque al congelar los arrendamientos trasladó la renta a los inquilinos rurales e impulsó indirectamente a los latifundistas a vender algunas tierras. En Venezuela, el partido Acción Democrática proclamó con énfasis la reforma agraria, pero se limitó a medidas de colonización, respetuosas de la gran propiedad. La Federación Campesina, aunque dio su apoyo total, ha criticado incluso la poca eficacia de esa colonización. Aún en 1963, Oscar Delgado, al prologar el conjunto de trabajos que dirigió y organizó para su publicación con el título de Reformas agrarias en la América Latina decía:
“Las posibilidades de introducir reformas en las estructuras agrarias de Latinoamérica no pueden juzgarse con optimismo en la actualidad, tres años después de haber sido proclamada la Carta de Punta del Este. Del conjunto regional habría que exceptuar a México, Bolivia y Cuba, países que han realizado reformas radicales, [y] a Venezuela, que ha dado un paso limitado con la creación de nuevas unidades agrícolas”.
Pero la revolución boliviana había triunfado en 1952, y la ley de reforma agraria se aprobó en agosto de 1953, en respuesta a las movilizaciones campesinas de ocupación de tierras; el reparto agrario en México, se había frenado para la época en que lo cita Delgado; y, como contrapartida, el gobierno progresista de Guatemala, que había iniciado la reforma agraria, habla sido derrocado en 1954, con la mal encubierta participación norteamericana. Aun así, en el momento en que se publicaba la obra aludida, la cuestión agraria y campesina había cobrado una envergadura hasta entonces desconocida: ya no eran sólo los marxistas los que lo colocaban en un lugar privilegiado, incluso los organismos internacionales y el propio gobierno norteamericano demostraban un cambio de actitud respecto del problema. Esto puede advertirse en la propia recopilación citada: no sólo una buena parte de los colaboradores son técnicos de esos organismos internacionales, sino que se agregan allí extractos del trabajo de la CEPAL “Problemas y perspectivas de la agricultura latinoamericana” y del “Informe sobre la situación social en el mundo” publicado en 1963 por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas. Ambos (y otros) enmarcaron la reunión de Punta del Este de 1962, en la cual Estados Unidos, al oficializar la Alianza para el Progreso, intentó condicionar en cierta medida su “ayuda” a los países latinoamericanos a que los respectivos gobiernos pusieran en marcha planes de reforma agraria. Por otra parte, si no nos limitamos a América, el panorama se amplía mucho: para 1957, India habla dado algunos pasos más en el rescate de tierras; en 1953, Birmania había fijado topes de 22 hectáreas a la propiedad; en Pakistán, aunque más limitadamente, se seguía un camino similar al hindú a partir de 1959; en Turquía se acelera la entrega de tierras desde 1952; en Irak y Siria se inicia la reforma en 1958; Egipto aprueba nuevas disposiciones legales, limitando la propiedad a 42 hectáreas; la liberación argelina es acompañada por el rescate de tierras; triunfa la revolución socialista, con amplia base campesina, en China, Vietnam y Corea. Por su parte, en América Latina, Cuba reemplaza en 1961 la ley de reforma agraria de 1959, y avanza la socialización de la tierra. Y en Chile, los demócrata‑cristianos llegados al gobierno en 1964 impulsaron la aprobación de la ley que ellos mismos comenzaron a aplicar y que desde 1970 lleva adelante, aunque con mucha mayor decisión la Unidad Popular. Finalmente, el gobierno militar peruano pone en marcha la ley de 1969, mucho más radical que la aprobada bajo Belaúnde.
¿Dónde hubo reforma agraria, y con qué contenidos?
Si se revisa el panorama general de la transformación en el agro, nos encontramos con tres situaciones diferentes:
En los países socialistas el cambio ha sido radical, afectando todo tipo de tenencia de la tierra, precapitalista y capitalista, dejando en pie sólo la pequeña propiedad, y tendiéndose hacia la socialización total. En los países donde predominaban en el agro formas precapitalistas de producción, la reforma se basa en la liquidación de las mismas en un sentido capitalista, en algunos casos con amplia división de la tierra, en otros respetando la gran propiedad. Pero en todas partes el proceso tiende a crear propietarios capitalistas, apareciendo a su lado el campesino pobre y un asalariado creciente; ya veremos otros ejemplos, pero mencionemos ahora uno, relativamente radicalizado, el de Egipto. Hacia 1960 ya existían allí en el agro unos 20 mil tractores, y alrededor de un millón de obreros agrícolas, lo que indica, no sólo la expansión del capitalismo en el campo, sino la división en capas entre los propietarios. Al par de esta transformación, en esos países se han tomado medidas que afectan a algunas propiedades de tipo capitalista, fundamentalmente de extranjeros. Esto, en algunos casos es una consecuencia de la lucha por la liberación nacional, ya que la propiedad extranjera formaba parte del dominio colonial y semicolonial, basado en la opresión política de las naciones subyugadas, y esto caracteriza a los países asiáticos y africanos.
Pero también ha ocurrido así en los países dependientes no ocupados políticamente. Pero ello responde también a tendencias en el sentido capitalista, no sólo porque esas pertenencias estaban ligadas, como hemos visto, a las condiciones precapitalistas del agro, sino porque esas tierras se entregan asimismo en propiedad individual, acelerando la capitalización del campo en base a su división. El objetivo perseguido por los gobiernos es mucho más abierto en algunos casos, como en el peruano, en donde la ley estimula al terrateniente expropiado (extranjero o “nativo”) a invertir en la industria, reconociéndole en ese caso el 100% inmediato del valor de los bonos recibidos por la tierra.
Pero, al par, no puede dejar de destacarse ese hecho: las primeras expropiaciones contra extranjeros se realizaron allí donde las potencias coloniales fueron derrotados en las guerras de liberación, o donde el proceso de masas obligó a los nuevos gobiernos a tomar esas medidas, y se limitaron a las viejas potencias en retroceso (Francia, Inglaterra, Holanda, Bélgica). Más tarde, se tomaron tales medidas de modo pacífico, por acuerdo entre los gobiernos (como en Túnez) y afectaron también a propiedades de norteamericanos. En cambió, en los países donde el agro es predominantemente capitalista, las medidas gubernamentales dirigidas a modificar la tenencia de la tierra, por más modestas que fueran, o aun simplemente a proteger el pequeño productor contra el gran capital, han fracasado. En la Argentina, las leyes de arrendamiento fueron derogadas. En Francia, los intentos de protección al campesino han sido estériles.
En Estados Unidos, en 1938, en medio de la crisis que provocó la aparición de movimientos radicalizados en el agro, se creó la “Farm Security Administration”, para asentar campesinos en tierras adquiridas con fondos federales, pero la organización (a pesar de tratarse de un simple sistema de colonización) fue liquidada en 1948 acusada de tener contenidos comunistas. La diferencia, sin embargo, no divide a países imperialistas y países dependientes: en Italia, donde subsistían formas precapitalistas predominantes en el sur, en el valle del Pó y entre los aparceros del Centro, los sucesivos gobiernos encabezados por la democracia cristiana realizaron un vasto plan de transformación agraria en el sentido capitalista. En tal sentido, D. Tabet, informante por el P. Comunista Italiano en los congresos de La Habana y Bucarest (1969) de “Teóricos marxistas”, manifestó:
“Nos encontramos en una situación en la que no se puede ya plantear la cuestión de la eliminación de las supervivencias feudales como una condición para el desarrollo capitalista, sino con la cuestión de la lucha por la realización de la consigna «La tierra para el que la trabaja» como condición para un desarrollo antimonopolista”.
¿Qué ha ocurrido, sin embargo, para que el cambio descripto, con todos los matices y las diferencias señaladas, se haya producido?
Sintéticamente, podría describirse así: una enorme expansión de las fuerzas productivas se produjo en el mundo, es interrelación con fundamentales cambios políticos, modificando las relaciones de clase a nivel internacional y dentro de cada país. Esto se ha traducido en las revoluciones socialistas triunfantes en una docena de países; en la liberación de casi todas las colonias de Asia y Africa, bajo la dirección de las burguesías locales, nacidas o fortalecidas en los últimos decenios; en el reemplazo de las viejas clases dominantes por las burguesías locales en varios países dependientes; en el ascenso de las luchas obreras y de las movilizaciones campesinas en, prácticamente, todos los países. Y en los centros imperialistas, obligados a retroceder, y conmovidos también por la lucha de clases, se ha producido, además, un cambio interno: los sectores monopolistas, interesados fundamentalmente en la extracción de materias primas de los países dependientes, han sido desplazados por sectores interesados en ampliar los mercados exteriores para los bienes manufacturados en general, y, en particular, en la exportación de bienes de capital y en la inversión en industrias. Esta tendencia coincide con la de las nuevas burguesías de los países periféricos. Veamos con más detalle cómo se han expresado estos cambios en el agro.
La transformación en el agro
Más allá de la actividad de clases, partidos políticos y gobiernos, desde comienzos de siglo y en forma cada vez más acelerada, ha habido un enorme desarrollo de las fuerzas productivas, que ha producido cambios en las relaciones de producción. Esto se ha traducido, en los países capitalistas, en la liquidación de restos de formas atrasadas de producción y en el avance general del capitalismo, con el desplazamiento del pequeño campesino y del artesano que vende y compra en el mercado pero sin explotar trabajo asalariado. Y en los países con fuertes rasgos precapitalistas, en la liquidación de éstos, más allá de las reformas realizadas desde el poder político. Demos algunos casos ilustrativos: en el sur de Estados Unidos subsiste el “sharecroper”, campesino sin otro bien que su fuerza de trabajo, y que los terratenientes utilizan dándole una parte de lo que produce en su parcela. Tal tipo de aparcero de la especie más atrasada, semiservil, ha disminuido de 776 mil en 1930 a 446 mil hacia 1950, debido a la adquisición de tierras en la zona por grandes empresas comerciales, con la consiguiente introducción en amplia escala de maquinaria agrícola y del trabajo asalariado. Esto, a su vez, ha obligado al latifundista tradicional a adoptar formas capitalistas en sus empresas. En España, por su parte, al triunfar el franquismo derogó las leyes de reforma agraria dictadas durante la república y expulsó de sus tierras a los campesinos que las habían ocupado. De ese modo, se realizó un intento de contrarreforma, con la reimplantación relaciones semifeudales de producción. Sin embargo, durante los últimos años se ha producido un proceso de rápida transformación hacia el capitalismo, a través de las compras de tierras de la aristocracia por empresas mercantiles y la transformación en capitalistas de muchos terratenientes. En el mismo congreso citado respecto del caso de Italia, el delegado español describe este proceso de capitalización del campo por la vía prusiana, afirmando que hoy “las relaciones capitalistas son predominantes”. El caso argentino es bien demostrativo: al finalizar la década del 30 la Argentina ya era una sociedad capitalista, en la que no existían restos ponderables de relaciones atrasadas de producción. Pero predominaba todavía la producción mercantil simple, basada en el trabajo del pequeño burgués sin asalariados. En el campo, todavía en 1937 los campesinos y miembros de su familia llegaban a 1.192.000 personas activas, frente a sólo 807.000 asalariados. Y aunque se utilizaba en todas partes maquinarias agrícolas y sólo en casos excepcionales no se usaba el arado, predominaba aún la tracción a sangre sobre el tractor. Hoy la mano de obra asalariada predomina sobre la campesina, el obrero rural sobre el pequeño productor independiente, y el uso de maquinarias a motor se ha extendido ampliamente: en el censo de 1960 aparecen sólo 691 mil “productores” (campesinos) y familiares no remunerados trabajando en el campo, frente a más de 1.100.000 asalariados, de los cuales alrededor de 800 mil son probablemente obreros puros. A la vez, apenas unos 200 mil campesinos de aquel total no explotan asalariados. Es decir: el capitalismo ha desplazado a la producción mercantil simple, y predomina el asalariado, habiéndose reducido a la par el número total de personas que trabajan en el campo, lo que se debe a la introducción extendida de las maquinarias (tractores, cosechadoras, trilladoras, enfardadoras y otros implementes a motor).
Pero también allí donde se ha realizado reformas agrarias éstas no son el resultado de la pura voluntad política. Las reformas obedecen al cambio en las fuerzas productivas y a la aparición y crecimiento de las clases sociales correspondientes al capitalismo. Y conjuntamente con la acción deliberada dirigida a producir cambios en el agro han actuado las leyes de la economía. El ejemplo más viejo de una reforma agraria en este siglo es el mexicano, lo que nos permite apreciar sus resultados a largo plazo, como no es posible en otros casos más recientes: en México, entre 1916 y 1956 se repartieron 37 millones de hectáreas, y actualmente existen alrededor de 2.800.000 ejidatarios y propietarios individuales, sobre cerca de tres millones de “agricultores” (lo que comprende campesinos, grandes chacareros, administradores de latifundios, etc.). Esto es en gran parte el resultado directo de la reforma, basada en la expropiación de latifundios y la colonización. Pero al mismo tiempo, y no por obra de la ley sino de las fuerzas económicas, los latifundios que perduran o que se han formado (y que cubren el 47% de la tierra, si se computa las haciendas de más de mil hectáreas) se han convertido en empresas capitalistas, a la vez que muchos pequeños propietarios y ejidatarios creados por la reforma explotan fuerza de trabajo asalariada (es decir, se han tornado capitalistas). Similares observaciones podrían hacerse sobre otros países: ya hemos señalado, por ejemplo, que en las sociedades atrasadas las relaciones capitalistas de producción son introducidas por las plantaciones de los monopolios imperialistas que utilizan trabajo asalariado y realizan grandes inversiones en capital constante (maquinarias, canales, medios modernos de transporte, cultivos seleccionados). Analizando los países dependientes, puede ya verse que el capitalismo se ha desarrollado en cuanto modo de producción por la acción combinada del capital local y de los monopolios externos. Esto no quiere decir, sin embargo, que el desarrollo capitalista haya mejorado la suerte del campesino y del asalariado rural: el desarrollo capitalista, de por sí, trae el despojo y el desalojo del pequeño productor de sus tierras, y, por lo tanto, el crecimiento de las filas de los desocupados, arrastrados a la miseria absoluta cuando el mismo capitalismo no puede absorberlos, lo que ocurre fundamentalmente en los países predominantemente rurales, de baja capacidad relativa de la industria. Y ya hemos señalado cómo la situación del obrero rural es miserable, aun en los países capitalistas más avanzados. Esto, en el caso de los países dependientes, cuyo trabajo realizado es succionado hacia los centros imperialistas, puede traducirse incluso en el saqueo de los mismos, en un empobrecimiento general colectivo, o, al menos en el muy lento crecimiento de las fuerzas productivas. Esta doble acción del capital exterior ya fue analizada por Marx al describir la conquista de la India por los ingleses en sus difundidos artículos en el “New York Daily Tribune”, en los que hacía notar que la conquista y la dominación británicas, al mismo tiempo que despojaban y reducían a la miseria a millones de campesinos, producían las “condiciones materiales” para el desarrollo capitalista, contándose entre esas condiciones ese despojo que, al dejar a los antiguos campesinos sin medio alguno de subsistencia, los convertía en fuerza de trabajo disponible para el capitalista.
Pero, como se ha visto, los cambios en el agro no se deben solamente a la acción de las leyes económicas, o a la actividad ejercida únicamente de un modo secundario por los órganos del estado. Ante todo es necesario recalcar el hecho inusitado de que el gobierno de un país imperialista recomiende reformas económicas democráticas, tal como lo hizo el de Estados Unidos al lanzar la Aliaza para el Progreso. Es verdad que tal recomendación ha sido inocua. Pero no podemos olvidar que antes y después de la misma los grupos dominantes de varios países pusieron en marcha reformas agrarias, algunas de ellas de real envergadura. Y la cuestión es ¿cómo se explica que cambios que hasta hace poco sólo se creían posibles por la acción violenta de las masas, ahora sean recomendados, aceptados y aun llevados adelante por las propias burguesías?
Generalmente se entiende que esta nueva actitud se debe exclusivamente al “miedo a la revolución”, al intento de frenar la rebelión de las masas campesinas y su unión con la clase obrera en la revolución social. Y en ese sentido se ha dicho que la Alianza para el Progreso fue una consecuencia de la revolución cubana. Y no cabe duda de que el temor a la revolución es una causa eficiente del reformismo. Con todas las letras ha sido reconocido así en el varias veces citado “Informe sobre la situación social en el mundo” de las Naciones Unidas que dice:
“La toma ilegal de tierras, el terrorismo rural dirigido contra los terratenientes y líderes campesinos que, según se informa, tiene lugar en diversos lugares, autorizan a predecir que si no se aprovecha la ocasión actual para llevar a cabo la reforma agraria pacífica… la tierra será distribuida por la vía de la violencia”.
Los individuos suelen ser, claro está, más claros al hablar de estos problemas que los organismos oficiales. Y entre los asesores de los gobiernos es relativamente frecuente leer declaraciones como la siguiente, hecha por Edmundo Flores en un trabajo transcripto en la citada recopilación sobre la reforma agraria en América:
“Si los Estados Unidos realmente quieren detener el comunismo, tienen que derrotarlo con sus propias armas y ofrecer mejores posibilidades a los grupos susceptibles de ser atraídos por quienes lo profesan… El mejor antídoto contra el comunismo es el nacionalismo… afianzado en una reforma agraria radical”.
En ese sentido, la propuesta es generalizar la propiedad individual de la tierra, creando una masa de campesinos asentados en su parcela, que actúen conjuntamente con otros grupos pequeño-burgueses como colchón en la lucha de clases y sostén del sistema. En la obra citada, Flores propone como modelo de transformación agraria la mexicana, citando el comunicado emitido por los presidentes de Estados Unidos y México en ocasión de la visita de Kennedy a este país, en el que se expresaba que “la meta fundamental de la Revolución mexicana es la misma de la Alianza para el Progreso”. Y el reciente caso de Bolivia, en donde las milicias campesinas actuaron contra los obreros y los grupos revolucionarios, demuestra que el razonamiento señalado no esta equivocado. El campesino es un pequeño-burgués aunque haya nacido de la reforma agraria, y como tal, “conservador y aun reaccionario”, como ya lo señalaba el más que centenario “Manifiesto de los comunistas”, agregando que sólo es revolucionario cuando es conquistado por la clase obrera y “acepta su punto de vista”. Pero la burguesía únicamente está dispuesta a hacer reformas cuando coinciden con sus necesidades económicas, es decir, cuando desarrollan al sistema y no cuando lo atacan. Por eso puede impulsar la reforma agraria cuando se trata de liquidar formas precapitalistas de producción, ampliando las posibilidades del desarrollo capitalista, o admitir que perjudiquen a determinados propietarios, cuando eso redunda en el desarrollo del capitalismo en su conjunto, pero no a aceptar ataques contra la propiedad en general.
Liquidar las relaciones atrasadas de producción significa, en efecto, incorporar nuevas tierras al sistema, impulsar capitales al mismo, e integrar como productores y como compradores a los que hasta el día antes vivían en una economía de subsistencia, sin producir excedentes y sin compra en el mercado. El ya citado informe de CEPAL lo dice claramente: “el desarrollo industrial de muchos países latinoamericanos está frenado por la estrechez de sus mercados internos”. Pero también esa estrechez limita la posibilidad de exportar hacia los mismos, tanto manufacturas dirigidas al consumo como bienes de capital, necesidad inevitable para los centros imperialistas que, además, desde hace unos años están cada vez mas ansiosos de participar en aquel “desarrollo industrial”. Y coherentemente CEPAL agrega: “Recuérdese que la propensión a importar de los grupos de más bajos ingresos es mucho menor que la de los de ingresos elevados”. En el mismo sentido, Montague Yudelman, en su informe al Banco Interamericano de Desarrollo, publicado bajo el título de “El desarrollo agrícola y la integración económica de la América Latina”, indica que aún hoy el 25% de la fuerza del trabajo agrícola en Bolivia y probablemente 2 millones de campesinos en México, podrían “abandonar el trabajo sin perjudicar el volumen de la producción”. O en otros términos: que la reforma agraria dirigida por la burguesía coincide con las tendencias de las leyes del capitalismo, en cuanto destruye formas precapitalistas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas. Y cuando las burguesías locales van mas allá, expropiando tierras explotadas de modo capitalista, como ha ocurrido en los países que lograron la liberación nacional o donde el poder de los monopolios latifundistas era enorme y se ligaba al poder político de un modo determinante, esto se debe a que esos monopolios latifundistas estaban asociados económicamente y políticamente a los terratenientes atrasados (como en el Perú). Y el desarrollo capitalista exigía en ese caso su liquidación. Pero téngase en cuenta: la relativa radicalización de tales medidas deben ubicarse en los cambios señalados respecto del imperialismo: su relativa menor capacidad para imponer condiciones por la fuerza, y la expansión de sectores internos que tienen interés en ampliar los mercados de los países periféricos y en implantar allí industrias. De nuevo, el caso del Perú es ilustrativo: las expropiaciones no han impedido nuevas inversiones del imperialismo, tanto norteamericano como japonés y europeo. Pero no es una excepción: en 1964 el moderado gobierno de Túnez nacionalizó toda la tierra de extranjeros y la medida similar tomada en Argelia no ha impedido acuerdos con el imperialismo.
En los países capitalistas, lo que traba el desarrollo de las fuerzas productivas es el propio capitalismo, las relaciones capitalistas de producción. Todo cambio que tienda a liberar las fuerzas productivas constituye un atentado contra el sistema. Esto explica por qué las burguesías de esos países resisten las propuestas que se les hacen de poner allí en marcha una “reforma agraria”. Porque ésta, para ser real, sería la revolución socialista. Y es por eso que en los países atrasados son los terratenientes los que resisten la reforma, y las burguesías la llevan adelante, aunque sea limitadamente y bajo la presión de las masas. Y, en cambio, en los países capitalistas es la burguesía la que se opone al cambio, incluso la del sector industrial. Pero hay una capa social que reclama la reforma agraria también en los países capitalista; la pequeña burguesía urbana y rural. Sus ideólogos tratan de demostrar que la explotación de la tierra por pequeñas empresas, individuales o cooperativas, es “indispensable para… aumentar el grado intensidad de la explotación”, y que “los predios chicos tienen más producción que los grandes”, para decirlo con palabras de uno de sus técnicos, H. Giberti. Esta es la tesis de los socialistas reformistas, sostenida en nuestro país por Juan B. Justo, que, además, esperaba que la propiedad se dividiera y difundiera con el progreso, a través de las sociedades por acciones en la industria y de las pequeñas parcelas en el campo. Tales posiciones son defendidas también por la mayor parte del social‑cristianismo y en ese sentido fue redactada la ley de reforma agraria que hoy rige en Chile, en la que se implanta la propiedad individual o en forma de cooperativas sobre los lotes, buscando legislar la supresión del asalariado en el campo e imponer el trabajo personal y familiar. Sin embargo, muchos partidos declaradamente marxistas sostienen la consigna de “La tierra para el que la trabaja”, precisamente en países capitalistas, como hemos visto en el caso del P. Comunista Italiano. El de la Argentina, por su parte, propone en su programa “la liquidación de los latifundios mediante la expropiación sin indemnización y su entrega a los campesinos y obreros agrícolas”, lo que significa lo mismo. La reforma agraria llevada adelante en Chile por Unidad Popular es la misma citada más arriba; pero en este caso hay que atender a que numerosos sectores de la burguesía local estaban interesados en una reforma agraria democrática, para destruir los restos semifeudales existentes, que afectan sobre todo la zona más fértil de Chile, el Valle Central. Y en ese sentido, ya en 1928 se dictó una ley que trataba de impulsar “la división de la propiedad y la constitución de granjas familiares”; el Banco Mundial aconsejó una más enérgica acción reformista en 1952, y el propio gobierno de Alessandri se jactó de haber impulsado la distribución de tierras. En todo caso, la misma fue iniciada por el gobierno de Frei. De tal modo, Unidad Popular estaría impulsando el capitalismo por la vía democrática, lo que coincide con las declaraciones de Allende de que los socialistas chilenos han alcanzado el gobierno pero no el poder. En estas condiciones, lo que determinará el futuro es en qué grado ello se combina con la vía de desarrollo a la prusiana, que ya existe en gran escala en el país. Pero de esta ligera revisión, y en resumen, puede concluirse que los partidos citados propugnan el reparto de tierras en propiedad (individual y por cooperativas — una variante de la anterior) tanto en los países donde rige el capitalismo en el campo como donde existen formas atrasadas de producción.
Las revoluciones socialistas
Marx y Engels advirtieron repetidamente que la clase obrera no podía quedar aislada, que sólo ella es “una clase revolucionaria”, pero que a su alrededor existen otras clases y capas sociales, con contradicciones entre sí, y que tales contradicciones pueden ser aprovechadas. Entre esos otros grupos sociales destacaban a la pequeña burguesía y al campesinado en particular, señalando que al proletariado le es necesario atraer a elementos de esas capas, para constituir una sólida mayoría revolucionaria. Pero advertían que “el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino” “son conservadores… más aún, reaccionarios, ya que pretenden volver atrás la rueda de la historia… (luchando) contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como capas medias”. Y que sólo “son revolucionarios cuando tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado… (y) abandonan… sus intereses presentes (y) sus propios puntos de vista para adoptar los del proletariado”. Este, a su vez, lo que persigue es instaurar “su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado”, y en lo que respecta a la tierra advertían que mientras la burguesía iba a tratar de conquistar a los campesinos dividiéndola y entregándosela en propiedad, la clase obrera debía “oponerse a ello” y obrar del mismo modo que con el conjunto de los medios de producción”. Aunque, señalaban, esto no podría imponerse totalmente desde el principio, sino “gradualmente”, por la adopción de medidas parciales. Este punto de vista fue mantenido por Lenin: al discutirse el programa del partido en 1902, criticó ásperamente el proyecto presentado por Plejanov porque éste asimilaba a obreros y campesinos bajo el nombre de “trabajadores”, y glosando el Manifiesto, insistía en que se debía destacar “el carácter conservador de la pequeña burguesía… que su lucha se dirige muy frecuentemente contra el proletariado” y “sólo en forma condicional debemos hablar de su carácter revolucionario” “cuando abandona su punto de vista”. En relación a la pequeña propiedad rural, enfatizaba que
“el tratar de salvar al campesinado defendiendo a la pequeña hacienda y a la pequeña propiedad contra el empuje del capitalismo significaría frenar inútilmente el desarrollo social, engañar al campesino con la ilusión de un posible bienestar bajo el capitalismo, y dividir a las clases trabajadoras, creando una situación privilegiada para una minoría a costa de una mayoría”.
Frente a la sola sugestión del reparto de tierras reaccionó duramente, aun a pesar de que en Rusia perduraban formas serviles y atrasadas de producción, y sólo admitía, en “este momento histórico” en que estaba planteada la revolución democrática y no el socialismo, que se entregara a los campesinos las tierras que ocupaban, en cuanto ello significaba apoyar el desarrollo capitalista y la “expansión de las fuerzas productivas” frente al latifundio basado en el trabajo gratuito, e impulsar la lucha campesina contra los terratenientes feudales. Como es sabido, cuando en octubre de 1917 se tomó el poder, una de las primeras medidas fue decretar la nacionalización de toda la tierra, aunque se dejó subsistir, no la propiedad del campesino, sino su actividad económica individual. La revolución cubana plantea un caso ejemplar. En Cuba dominaban en el campo las relaciones capitalistas de producción, con vastos latifundios en los que se utilizaba mano de obra asalariada, y campesinos capitalistas, aunque existía la pequeña producción para el autoconsumo. La ley de reforma agraria dictada en 1959, de características no socialistas, estableció el límite de 402,6 hectáreas (30 caballerías) para toda propiedad de “persona natural o jurídica”. La tierra del estado y la expropiada por la ley se dispuso entregarla a los campesinos y obreros en propiedad individual y en forma de cooperativas. Sin embargo, muy poco tiempo después de dictada la ley, por aplicación de normas suplementarias, o de hecho, quedó modificado el sentido de reparto general de la tierra que la misma implicaba ya para fines de 1960; aparecieron así cuatro tipos de explotaciones: Cooperativas, Cooperativas Cañeras, Fincas de Administración Directa y Pequeños Propietarios Individuales. Respecto de las primeras, aunque se suponía que eran explotaciones capitalistas, que debían dar utilidades a sus propietarios (tal es la base de toda cooperativa de producción), en realidad nunca se distribuyeron las ganancias, y en los hechos operaron como tierras de propiedad del Estado bajo explotación colectiva.
Ya a comienzos de 1961 esa situación se institucionalizó, al mismo tiempo que se nacionalizó el resto de las grandes explotaciones. Subsistieron solamente las parcelas individuales inferiores a 30 caballerías, como propiedad de los antiguos propietarios o de los campesinos a los que se entregó las tierras que trabajaban. Pero muy rápidamente el nuevo estado entró en conflicto con los campesinos, particularmente con los más ricos, y en octubre de 1963 se dictó la segunda Ley de Reforma Agraria que limitó la propiedad individual a 67 hectáreas. Esta medida hizo que el estado se convirtiera en conjunto en propietario de más del 70% de la tierra. Las leyes objetivas correspondientes a la estructura económico-social impusieron su signo a la revolución, más allá de la perspectiva inicial de la misma, pues el dilema era dar el salto que se dio o el triunfo de la situación anterior.
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