La Comuna de París  

Posted by Fernando in

Susana Belmartino

© 1972

Centro Editor de América Latina Sección Ventas: Rincón 87. Bs. Aires

Hecho el depósito de ley Impreso en la Argentina Printed in Argentina

Se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de Sebastián de Amorrortu e Hijos S. A.. Luca 2223. Buenos Aires. en Noviembre 1972.

El texto del presente fascículo ha sido preparado por Susana Belmartino

El asesoramiento general estuvo a cargo de Alberto J. Pla

La revisión literaria estuvo a cargo de Aníbal Ford

La Comuna de París 1

Francia bajo el Segundo Imperio. 2

Del imperio autoritario al imperio liberal 4

La situación de la clase obrera. 5

El movimiento obrero a partir de 1868. 8

La guerra franco-prusiana y la caída del Imperio. 8

La insurrección del 14 de agosto y la revolución del 4 de setiembre. 9

París durante el sitio. 10

La Asamblea Nacional 11

El Comité Central de le Guardia Nacional 12

Los acontecimientos del 18 de marzo. 13

La Comuna. 14

Obra administrativa, económica y social de la Comuna. 16

La guerra civil 18

La Semana Sangrienta. 19

Bibliografía. 20

El Segundo Imperio. 20

Las huelgas de 1869: represión y protesta. 21

El carácter revolucionario del levantamiento de París 22

El Comité Central de la Guardia Nacional convoca a la lucha a los trabajadores 22

Declaración de la Comuna al pueblo francés 23

La pequeña burguesía bajo la Comuna. 25

Análisis de la expoliación en un club obrero. 25

“La memoria de los soldados de la Comuna será honrada no solamente por los obreros franceses sino por el proletariado mundial.”

Lenin.

“...Yo seré despiadado; la expiación será completa y la justicia inflexible… Hemos alcanzado el objetivo. El orden, la justicia, la civilización obtuvieron al fin la victoria… El suelo está cubierto de sus cadáveres; ese espectáculo horroroso servirá de lección.”

Con estas palabras Thiers, jefe del poder ejecutivo de la Tercera República Francesa, anunciaba el sometimiento de la Comuna, de

“un gobierno —como afirmó Marx— de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo”.

El Imperio de Napoleón III había basado su dominación en una ficticia conciliación de clases. Pese a ello, los últimos años del régimen presenciaron un creciente desarrollo de la conciencia de clase entre los obreros. No es por azar que el Manifiesto de los Sesenta, donde se exige la emancipación social como corolario indispensable de la libertad política, haya aparecido en 1864, el mismo año en que se constituye en Londres la Primera Internacional. El movimiento obrero se disciplina y organiza con notable vigor entre 1868 y 1870, las huelgas comienzan a adquirir sentido político y en los dirigentes se afirma cada vez más el espíritu revolucionario. Resultado de este proceso será la Comuna, experiencia de liquidación del Estado opresor, breve pero fundamental, en la que participaron también las clases medias.

En los primeros meses de 1871, terminada en desastre la última aventura imperial de Napoleón III, derrotado el ejército francés por las fuerzas prusianas, la proclamación de la Tercera República no bastó para aliviar la tensión provocada por la crítica situación económica y social. La guerra había detenido los negocios y muchos pequeños comerciantes se encontraban amenazados por la ruina. La mayoría de los obreros estaba sin trabajo y dependía para su subsistencia de la indemnización de un franco y medio diario que recibían como miembros de la Guardia Nacional. Todo esto acercaba a los obreros y a la pequeña burguesía y favorecía la alianza entre ambas clases. Una alianza que se esfuerza, así como el espíritu de rebelión, por el conjunto de medidas inoportunas y desacertadas tomadas por la Asamblea Nacional, reunida en Versalles. Los parisienses habían soportado los efectos de un invierno atroz y de un sitio militar riguroso, habían apoyado de buena fe un gobierno de “Defensa Nacional” que estaba decidido, desde el primer momento, a hacer la paz con el enemigo, pero de ninguna manera estaban dispuestos a aceptar que la Asamblea, en la cual había mayoría monárquica, les arrebatara la República. Cuando el gobierno, delegado de esa Asamblea, intentó arrancar al pueblo las armas con que éste había contenido a los prusianos, se produjo la rebelión.

Se formó entonces un bloque, compuesto de obreros y miembros de la pequeña burguesía, que se opuso con violencia al gobierno, que había huido de París junto con la burguesía, y a la Asamblea monárquica. De esa oposición surgió la Comuna. Para muchos parisienses la palabra Comuna no significaba otra cosa que el régimen municipal autónomo que se les había negado durante mucho tiempo; pero para los militantes revolucionarios la Comuna debía ser la antítesis directa del estado capitalista y burgués, el instrumento para lograr la emancipación del trabajo mediante la destrucción de los cimientos económicos sobre los que se estructura la sociedad de clases.

La represión, organizada desde Versalles por Thiers y sus partidarios, llegó a límites de crueldad no soportados anteriormente por ningún movimiento social en el mundo. El miedo de las clases altas francesas ante el París revolucionario destruyó en ellas toda comprensión y todo sentimiento de piedad hacia los vencidos.

Francia bajo el Segundo Imperio

La gran burguesía industrial y financiera, eclipsada momentáneamente en la escena política por el triunfo de la Segunda República en 1848, retomó las riendas del Estado con Napoleón III, quien actuó como su representante en el poder. Salvada la diferencia generacional, la clase dominante bajo el Segundo Imperio fue la misma que actuó durante el reinado de Luis Felipe de Orleáns, y la política imperial estuvo directamente encaminada a conservar su apoyo y a proteger sus intereses económicos. Los nuevos nombres, casi desconocidos, que llegan al poder, como Morny o Baroche, se reclutan en la misma clase social. Los dirigentes en el campo económico, por el contrario, no han cambiado: Schneider y Talabot en la industria, Pereire, Rothschild y Delessert en las finanzas, sobrevivieron a la Segunda República de la misma manera que habían sobrevivido a la monarquía de Julio. Un cambio importante, acorde con la evolución sufrida por el capitalismo, se refleja en las doctrinas económicas imperantes, en particular en lo que se refiere al papel del estado y a su necesaria intervención en la vida económica. El emperador y su equipo compartían las ideas de los sansimonianos, tal como habían sido enunciadas por el jefe de la escuela antes de ser desvirtuadas por las concepciones socializantes de sus continuadores. Conforme a ellas, se consideraba que la dirección del estado debía estar en manos de los grandes industriales y banqueros, los cuales planificarían la economía, estimularían la producción industrial, proporcionarían el crédito necesario para el crecimiento económico y, de esta manera, asegurarían el bienestar de todas las capas sociales.

Después de las convulsiones de 1848, y por temor al socialismo, la burguesía apoyó entusiastamente el régimen fuerte instaurado por Napoleón III, régimen destinado a asegurar el mantenimiento del orden y a garantizar el derecho de propiedad. El emperador, por su parte, se comprometió tácitamente a hacer renacer la prosperidad y, consecuente con ella, puso en práctica una política que estimulaba el desarrollo industrial. Bajo su gobierno, el estado dirige la construcción de los ferrocarriles, subvenciona a las compañías transatlánticas, organiza el crédito, presta ayuda y apoyo a la expansión industrial. Junto con eso se pone en marcha una política de importantes obras públicas, destinada a proporcionar negocios a los empresarios y trabajo a los sectores obreros.

El hecho básico fue la renovación del crédito y la banca: aparecieron instituciones que estimulaban el ahorro y lo orientaban hacia las empresas industriales. En 1852 los hermanos Pereire fundaron el “Crédito Mobiliario”, destinado a financiar la producción industrial y que sería la primera de una serie de instituciones bancarias similares. También se favoreció el desarrollo de préstamos hipotecarios, destinados a estimular la construcción urbana y las industrias con ella relacionadas. Junto a la organización bancaria crecieron las especulaciones bursátiles y los escándalos financieros, motivados por las luchas entre los banqueros.

El éxito de la política intervencionista se vio facilitado por la coyuntura internacional, caracterizada por el alza de los precios. El cuarto de siglo que va de 1848 a 1873 fue una etapa de prosperidad para toda Europa. El alza de los precios agrícolas e industriales no fue acompañada por un alza equivalente en los salarios, lo cual produjo el acrecentamiento de los beneficios. Hubo crisis que obstaculizaron el crecimiento económico (en 1857, 1862‑64 y 1866‑67), pero que no llegaron a interrumpir el desarrollo industrial ni a frenar el crecimiento del capitalismo. En el período 1830‑50 la industria transformadora había sido la textil; a partir de mediados del siglo el crecimiento se realizará sobre la base de la metalurgia y los ferrocarriles. La aparición de empresas muy grandes, para cuyo financiamiento los capitales familiares resultan insuficientes, hace que el crédito se transforme en un elemento indispensable. La solución más efectiva para el problema producido por las necesidades crecientes de los grandes capitales fue proporcionada por la ley sobre sociedades anónimas por acciones de 1867. Esta ley liberó al capitalista de una responsabilidad excesivamente pesada respecto de la gestión de la empresa. Junto con esto el capitalismo cambia: se acentúa la tendencia hacia la constitución de monopolios.

La red ferroviaria francesa crece: 3.600 km. en 1851, 18.000 km. en 1870. En el mismo período el número de máquinas de vapor aumenta en un 400%, la producción de carbón pasa de 4 a 16 millones de toneladas y la de hierro de 780.000 a 1.140.000 toneladas anuales. En lo que se refiere a la industria textil, la producción francesa continuó sobresaliendo por su calidad más que por su volumen y ocupando el primer lugar en la fabricación de géneros de lana y seda de alto valor. El maquinismo se desarrolló más rápidamente en el hilado que en el tejido y en las industrias del algodón y de la seda que en las laneras.

Pese a la aparición de grandes empresas, no había concluido todavía el proceso de concentración industrial y, aún en París, los pequeños y medianos establecimientos, que tenían graves dificultades a causa de la competencia de la gran industria en desarrollo, constituían la mayoría.

Los cambios en la estructura económica se reflejan en los movimientos de población: la población urbana constituía en 1846, el 25% del total; en 1870, el 30%; en 1880, el 34,8%. Un programa de grandes trabajos públicos se destina a la urbanización de las ciudades, en particular París. Bajo la dirección del prefecto del Sena, barón Haussman, la capital de Francia cambia y adquiere la fisonomía de una ciudad moderna: se forman los grandes bulevares, se despejan los accesos al Ayuntamiento, las clases humildes se trasladan del centro de la ciudad, donde ocupaban las bohardillas y los pisos superiores, a la periferia. Tales transformaciones están determinadas por razones urbanísticas, pero también políticas: se busca facilitar el desplazamiento de las tropas para que puedan actuar con más eficacia ante posibles revueltas.

Del imperio autoritario al imperio liberal

Hasta 1860 el emperador, cuya voluntad es ley, gobierna con un consejo de ministros elegidos por él, y desde 1858 con un consejo privado, más restringido. Gracias al control sobre la prensa, la vigilancia policial, el apoyo del clero y la pasividad del cuerpo legislativo no aparece ninguna oposición seria. Mientras la clase obrera era mantenida con rigor en la obediencia, la ausencia de libertad reforzaba el poder de la gran burguesía.

El movimiento obrero se encuentra estrechamente vigilado y sus libertades han sido cercenadas por completo: se reprimen las coaliciones, se persigue a las sociedades corporativas, se generaliza la práctica de la libreta de trabajo. Sin embargo, no desaparece totalmente. Las sociedades de resistencia, que en los momentos de desocupación o de huelga apoyan a sus miembros mediante subsidios, actúan bajo la apariencia de sociedades de socorros mutuos, pues éstas podían desarrollar su actividad legalmente, siempre que lo hicieran bajo la supervisión del estado.

La base social que sustentaba el imperio autoritario se vio sacudida hacia 1860 por dos acontecimientos que llevaron a importantes sectores a militar en la oposición. El primero de ellos fue la reapertura de la “cuestión romana”: la intervención del Imperio en la política italiana, en oposición al Papado, motivó el alejamiento de los católicos que habían apoyado al régimen durante los primeros años. El segundo fue la suscripción, en 1860, del tratado de libre comercio con Inglaterra. Este implicaba la abolición del proteccionismo estatal para la industria francesa, lo que hizo que la burguesía industrial le retirara el apoyo al emperador. El imperio continuó con el respaldo de los grandes financistas, cuyos intereses y especulaciones favorecía, y de los miembros de la burguesía dedicados a las profesiones liberales. Napoleón III, buscando el apoyo de nuevos sectores, inició entonces una política de concesiones que cambiaron la fisonomía del imperio y dieron origen a un régimen más liberal.

Los republicanos utilizaron política de tolerancia para reorganizar la oposición; monárquicos y republicanos se agruparon en la Unión Liberal y en las elecciones de 1863 obtuvieron 32 bancas en el Parlamento. El orleanista Thiers se colocó al frente del grupo parlamentario opositor.

El emperador, debilitado después de 1864 por la condenación pontificia y por el fracaso de su política exterior, hizo nuevas concesiones: en 1867 anuncia el otorgamiento del derecho de interpelación y el restablecimiento de la libertad de prensa y de reunión; en 1869 se acuerda al cuerpo legislativo el derecho de iniciativa y se restablece la responsabilidad penal de los ministros, aunque ésta continúa dependiendo del emperador. Pero los republicanos continuarán combatiendo este gobierno, mitad personal y mitad parlamentario.

Los intentos del emperador de obtener apoyo en otros sectores sociales no encontraron eco; los pesados impuestos, necesarios para mantener la administración y para hacer frente a los gastos del ejército francés, que apoyaba la invasión de los colonizadores franceses en Argelia y Marruecos, junto a otras costosas y fracasadas aventuras del gobierno imperial, provocaron el descontento de la pequeña burguesía y del campesinado. Una de tales aventuras, la fracasada expedición a México destinada a entronizar al archiduque Maximiliano, aumentó el desprestigio del gobierno tanto en Francia como en el exterior.

La situación de la clase obrera

A pesar del crecimiento económico la situación de la clase obrera en su conjunto se deterioró por el desnivel entre el alza de los salarios, que subieron aproximadamente un 10%, y el aumento de los precios de los artículos de primera necesidad y del alquiler de las habitaciones, aumento que alcanzó a un 50%. La jornada de trabajo superaba las 11 horas en París y las 12 horas en las provincias y, en algunos lugares, llegaba a 15 y 17 horas. Por otra parte, el paro forzoso, producto de las crisis periódicas, afectaba gravemente la situación de los trabajadores.

Las organizaciones obreras, acostumbradas a la represión policial de la década del 50, vieron con desconfianza las tentativas del emperador de acercarse a ellas. Estas tentativas se tradujeron en algunas concesiones de relativa importancia, como la ley del 25 de mayo de 1864, que permitía las huelgas consideradas “pacíficas”, reemplazando el delito de coalición por el atentado a la libertad de trabajo, o como la política de tolerancia, inaugurada en 1868 con respecto a las asociaciones obreras. Sin embargo, algunos grupos decidieron aceptar las concesiones manteniendo su independencia y sin comprometer por ello su apoyo al gobierno. Como expresión de esta política se organizó en 1862 la representación obrera enviada a Inglaterra con motivo de la Exposición de Londres. Esta visita tuvo fecundas consecuencias, pues los delegados franceses entraron en contacto con los dirigentes del trade-unionismo inglés y pudieron asimilar su provechosa experiencia en el plano de la organización sindical. De este contacto surgirían también los intentos de plasmar una organización internacional, intentos que conducirían a la creación de la Primera Asociación Internacional de Trabajadores.

Pese a las concesiones el régimen de trabajo siguió siendo severo: los sindicatos, aun después de 1868, continuaron siendo ilegales y el gobierno no hizo otra cosa que tolerarlos, sin acordar ninguna protección a los trabajadores. Un régimen instaurado en beneficio de otra clase social, con intereses opuestos, no podía ser favorable al proletariado. Si bien la clase obrera no se equivocaba, y era consciente de esto, la opinión de los diferentes grupos de activistas difería en cuanto a la forma de Frente a la política de tolerancia implantada por el Imperio, importantes grupos inician un movimiento de organización de sindicatos y cámaras sindicales o federaciones de oficio, primero a nivel local y luego nacional. Paralelamente, y en estrecho contacto con estas asociaciones, compartiendo a veces locales de reunión y con algunos miembros comunes, se organizan las secciones francesas de la Internacional, muy activas en París en la década de 1860, a pesar de que sus tres Consejos fueron sucesivamente encarcelados.

Entre los miembros de los sindicatos obreros se hallaban muy difundidas las doctrinas de Proudhon, cuyo aspecto más sobresaliente era el mutualismo. Proudhon no era partidario de la abolición de la propiedad privada, y afirmaba que no era necesario destruir la desigualdad, sino la injusticia, es decir las desigualdades que nacen del privilegio y el monopolio. Se oponía a todo tipo de propiedad colectiva de los medios de producción, pues la consideraba destructora de la libertad individual; consideraba que un sistema de crédito mutual que pusiese el dinero al alcance de todos, en proporción con la capacidad para la producción, aseguraría trabajo para todos y producción abundante y permitiría al trabajador liberarse de la tiranía del capital y apropiarse del producto íntegro de su trabajo. Negaba la posibilidad de emancipación del proletariado a través de una acción política revolucionaria llevada adelante como clase autónoma y consideraba imprescindible para alcanzar el éxito la alianza con el campesinado y la pequeña burguesía, sus aliados naturales, frente a la burguesía industrial y financiera.

Sus doctrinas eran ampliamente aceptadas por los obreros especializados ocupados en las pequeñas empresas, muy abundantes todavía en el París de la época, los cuales eran a su vez los que constituían la fuerza principal en las cámaras sindicales. Uno de sus dirigentes más notorios, Tolain, integrante de la delegación francesa que visitó la Exposición de Londres en 1862, estuvo también entre los representantes franceses en los distintos congresos de la Internacional.

Otro de los activistas obreros del período, Eugene Varlin, que se colocó, a partir de 1868, a la cabeza de las secciones francesas de la Internacional, dio mayor importancia a la organización en casa de los trabajadores y atrajo al movimiento, tanto en París como en provincias, a los obreros menos especializados y también a los ocupados en grandes empresas. En el terreno económico era partidario de la difusión del cooperativismo, frente a la producción individual, y después la propiedad colectiva de los medios de producción a través de comunas locales. Propugnaba la formación de cooperativas, nacidas de los sindicatos obreros, para que se hiciesen cargo de la producción. En 1868 se organiza la Federación Central de Sindicatos Obreros en estrecha relación con el Consejo de la Internacional. Federaciones análogas se crean en Lyon, Marsella, Ruán y Brest. La dirección del movimiento pasa a hombres como Varlin y Benoit Malon, situados más a la izquierda que los proudhonianos, cuya doctrina era más sindicalista que mutualista y que se enfrentaron con Tolain en la discusión respecto de la propiedad colectiva de los medios de producción.

El grupo que lideraba Tolain era el más moderado y también el más inclinado a intentar la creación de un partido político obrero destinado a imponer las reivindicaciones de los trabajadores a través de la lucha parlamentaria. De ese grupo surgió en 1863 el conjunto de candidatos obreros a la Cámara de Diputados y al año siguiente el Manifiesto de los Sesenta, que reclamaba la emancipación social como necesario complemento de las libertades políticas en los siguientes términos:

“El sufragio universal nos hizo mayores de edad políticamente, pero nos hace falta todavía emanciparnos socialmente. La libertad que el Tercer Estado supo conquistar con tanto vigor y perseverancia debe extenderse en Francia, país democrático, a todos los ciudadanos. Derecho político igual supone necesariamente un derecho social igual.”

En el mismo se afirmaba también la necesaria independencia del movimiento político obrero frente a los radicales burgueses y se postulaba la presentación de candidaturas surgidas de las filas obreras para las elecciones parlamentarias.

El grupo que integraba Varlin, aunque no tenía fe en la acción parlamentaria y esperaba convertir a los sindicatos en una verdadera fuerza revolucionaria, coincidía sin embargo con Tolain en la necesidad de mantener el movimiento obrero y a la Internacional libres de la influencia de los republicanos burgueses, y se oponía a los socialistas como Blanqui, que aspiraban a la formación de una élite revolucionaria que implantara la dictadura del proletariado sin estar verdaderamente arraigado en la masa obrera.

La oposición del blanquismo y a todo tipo de comunismo autoritario se basaba en sus ideas de necesaria descentralización y de otorgamiento del poder político a las comunidades locales. Se rechazaba la idea de una élite que se considerase con derecho a representar al pueblo y todo tipo de poder centralizado y fuerte.

Otros grupos revolucionarios, surgidos de la oposición republicana radical, estaban constituidos, en su mayor parte, por intelectuales de la clase media alejados de todo contacto con los grupos obreros y que continuaban la tradición insurreccional jacobina. Organizados en clubes y sociedades secretas, consideraban la aceptación de la legalidad como una traición a la causa revolucionaria. Ellos publicaron diversos periódicos, casi siempre de vida breve, que fueron objeto de una constante persecución por parte de las autoridades policiales. No eran socialistas ni planteaban la cuestión social: su militancia se limitaba al terreno político y propugnaba el derrocamiento del estado en cuanto éste, como poder centralizador, limitaba la libertad humana.

El movimiento obrero a partir de 1868

La creciente ola de sindicalismo que se extendió por Europa a fines de la década de 1860 se produjo en Francia en un notable fortalecimiento del movimiento obrero. No solamente las distintas secciones de la Internacional, que de 1868 a 1870 pasan de 2.000 a 245.000 miembros, se multiplican, sino también las asociaciones obreras, las cuales aumentan el número de sus miembros y perfeccionan sus formas de organización. Militantes como Varlin, Benoit Malon, Emile Aubry, Leo Frankel, Theisz, Bastelica, etc., en los que confluyen el entusiasmo, las capacidades políticas y organizativas y la carencia de ambiciones personales, llevan a la clase obrera a un nivel de organización y militancia no alcanzado hasta entonces. Su tarea principal fue coordinar los esfuerzos y los progresos del movimiento obrero orientándolo hacia nuevas formas de lucha.

Los dirigentes de la Internacional estimulan y sostienen, con todos sus esfuerzos, el poderoso movimiento de huelgas que, a continuación de la crisis económica de 1867, se desarrolla en todos los grandes centros industriales de Francia y de otros países y cuya intensidad llega al punto máximo en 1869 y 1870. Bajo su estímulo se organiza la ayuda mutua de las sociedades obreras, tanto a nivel nacional como a nivel internacional.

Desde 1865 funcionaba en París la “Caisse du sou” o Caja de los cinco céntimos, destinada a otorgar préstamos a los huelguistas. Todas las corporaciones adheridas deducían cinco céntimos por semana de la cotización de sus miembros para constituir un fondo de solidaridad con tal fin. En 1869 las sociedades obreras recaudan fondos para apoyar a los movimientos que estallan en todas partes. Al generalizarse las huelgas los militantes multiplican sus esfuerzos para reunir fondos que se agotan rápidamente.

La solidaridad de las agrupaciones obreras frente a las huelgas impulsa el proyecto de constituir una Cámara Federal que las agrupe, ligando entre sí a las sociedades de resistencia y crédito mutuo correspondientes a las diferentes profesiones. El primer paso fue la constitución, el 1 de diciembre de 1869, de la Cámara Federal de las Sociedades Obreras de París. Más tarde se intenta establecer una Federación Nacional uniendo a las Federaciones de París, Rouen, Lyon y Marsella. Las sociedades obreras adheridas a la federación parisina conservan completa autonomía de gestión y administración y deben pagar a la Federación una cotización de 10 céntimos por cada uno de sus miembros. Dichas cotizaciones constituían una caja destinada al otorgamiento de préstamos a las sociedades que los solicitaban. La Cámara Federal de las Sociedades Obreras tenía su sede en la plaza de La Corderie, en el mismo inmueble que alojaba a la Federación de las Secciones. Sin embargo, ambos organismos Parisienses de la Internacional eran independientes y conservaban su autonomía.

La guerra franco-prusiana y la caída del Imperio

En 1870 Napoleón III creyó llegada la oportunidad de recuperar el prestigio internacional del Imperio, perdido por muchas derrotas diplomáticas y militares, y afirmar su autoridad con una victoria que le permitiera acallar la oposición y restaurar el régimen autoritario. El creciente poderío de Prusia bajo la égida de Bismarck y sus intenciones de unificar Alemania constituían una amenaza para la hegemonía de Francia en el continente. La burguesía francesa no veía con buenos ojos tales proyectos. El 15 de julio, con el objetivo de anexar la zona renana, Napoleón III declaró la guerra a Prusia.

Los trabajadores parisienses manifestaron desde el primer momento su oposición a la guerra. Mientras el Parlamento apoyaba casi por unanimidad los planes belicistas del Emperador y de su ministro Ollivier, el pueblo ganaba los bulevares entonando el estribillo de 1848: “Para nosotros, los pueblos son hermanos y los tiranos enemigos.”

Al día siguiente, grupos aún más numerosos fueron dispersados por la policía. Los internacionalistas parisienses, por su parte, publicaron en El Despertar un llamado al pueblo alemán:

“Hermanos de Alemania, en nombre de la paz, no escuchéis las voces asalariadas o serviles que tratan de engañaros sobre el verdadero espíritu de Francia. No prestéis oídos a provocaciones insensatas porque la guerra será para nosotros una guerra fratricida. Permaneced en calma, como puede hacerlo, sin comprometer su dignidad, un gran pueblo fuerte y valeroso. Nuestras divisiones no llevarán a ambos lados del Rhin más que el triunfo completo del despotismo”.

La derrota de Francia fue fulminante. El ejército prusiano opuso cuatrocientos cincuenta mil hombres a los doscientos cuarenta mil franceses, mal armados, mal disciplinados, desperdigados en la frontera. Los prusianos invadieron Alsacia y Lorena y derrotaron a las tropas francesas en Froeschewiller y Woerth (6 de agosto). Las consecuencias en París fueron inmediatas: los diputados de la oposición pidieron el rearme de la Guardia Nacional, la creación de un comité ejecutivo con plenos poderes gubernamentales y la concentración de las fuerzas militares bajo las órdenes de un solo hombre, que no fuera el emperador. Aunque dichas medidas no fueron aprobadas, el gabinete Ollivier no pudo mantenerse y debió ceder el lugar a un nuevo ministerio, presidido por el duque de Palikao. Napoleón, desde el frente, nombró a Bazaine general en jefe y a Trochu, gobernador de París. El ejército francés sufre nuevas derrotas el 14, 16 y 18 de agosto y debe refugiarse en Metz, donde Bazaine es bloqueado por los prusianos. Otro cuerpo, al mando de Mac Mahon, se dirige en apoyo de Bazaine, pero es obligado a refugiarse en Sedan, donde se produce la rendición. El 2 de setiembre, Napoleón III, ante la situación de su ejército, sitiado por 200.000 alemanes, entrega su espada al rey de Prusia. El emperador de Francia es hecho prisionero, junto con ciento seis mil hombres. Entre setiembre y octubre capitula el ejército de Bazaine en Metz y comienza el sitio de París.

La insurrección del 14 de agosto y la revolución del 4 de setiembre

El 14 de agosto el grupo blanquista, dirigido por el mismo Blanqui, Eudes, Brideu y otros partidarios, intentó llevar a cabo una insurrección. Atacó el cuartel de bomberos de La Villette, con el fin de obtener armas y de hacer que se plegaran al movimiento los miembros de la guarnición. Pero el golpe fracasa. Los gritos de ¡Viva la República!” “¡Abajo los prusianos!” no encuentran eco. Blanqui consigue huir a Bélgica, pero Eudes y Brideau son apresados y condenados a muerte con otros cuatro dirigentes, sentencia que no llegó a cumplirse, pues el Imperio, privado del ejército, que era su sostén natural, se derrumba el 4 de setiembre. La revolución del 4 de setiembre se hizo bajo el lema: “La patria está en peligro”. La Cámara de Diputados no había llegado a votar la proposición, presentada por Jules Favre, de destituir la dinastía cuando la sala fue invadida por el pueblo. Según una costumbre ya tradicional la multitud se encaminó al Ayuntamiento para asistir a la proclamación de la República.

Se constituyó un Gobierno de Defensa Nacional integrado con elementos de la burguesía republicana, miembros del cuerpo legislativo, entre los cuales solamente Gambetta y Dorian habían de actuar con real patriotismo. A los republicanos se sumó, como parte del gobierno socialista, el periodista Henri Rochefort, liberado ese mismo día de la prisión de Saint-Pélagie.

El nuevo gobierno encomendó la defensa de la ciudad al general Trochu. París se preparó para soportar el sitio.

París durante el sitio

A la miseria y la desocupación provocadas por la guerra se unen los sufrimientos del sitio: la alimentación insuficiente, el invierno riguroso, el aislamiento, la notoria impotencia del gobierno para organizar una defensa adecuada.

Las secciones de la Internacional habían sido desarticuladas por la guerra; sin embargo, algunos militantes se ponen en contacto con los grupos blanquistas y con ciertos grupos republicanos radicalizados con el fin de organizar en todos los distritos parisinos comités de vigilancia. Estos luego se federarán en el Comité Central de los Veinte Distritos.

Los comités se proponen controlar y orientar en un sentido revolucionario la actividad del Gobierno Republicano de Defensa Nacional, el cual, en realidad, poco hacía por la defensa nacional. Exigen la leva en masa, el envío de comisarios para promover el levantamiento de las provincias, el racionamiento, el inmediato llamado a elecciones municipales. Pero no obtienen más que promesas.

Desde el primer momento el gobierno provisorio estaba decidido a obtener la paz a toda costa. Con ese fin había enviado a Jules Favre a entrevistarse con Bismarck y a Thiers en misión diplomática por las cortes europeas. Después de la capitulación de París, el general Trochu, encargado de defender la ciudad, declararía que desde el mismo 4 de setiembre había asegurado a sus colegas en el gobierno que el intento de afrontar el sitio sería una locura, “una locura heroica, sin duda, pero nada más…”

Toda una serie de golpes que se suceden a partir del 5 de octubre hasta el momento de la capitulación, destinados a sustituir a los hombres del gobierno por un poder que condujera revolucionariamente la lucha contra el prusiano, fracasaron por la falta absoluta de apoyo popular. Pero dos de ellos tienen amplia resonancia: el 31 de octubre, día en que, al conocerse la rendición de Bazaine en Metz, Blanqui y sus seguidores, apoyados por algunos batallones de la Guardia Nacional, intentan apoderarse del Ayuntamiento, y el 22 de enero, cuando, a causa de los rumores sobre el próximo armisticio, Benoit Malon con algunos guardias nacionales y jefes blanquistas ensaya el mismo golpe, con menos éxito aún. Este último intento fue seguido por una bien organizada represión: cierre de clubes, prohibición de algunos periódicos como El Despertar y El Combate, arrestos, etc.

El 16 de ese mismo mes el Comité de los Veinte Distritos había lanzado la siguiente proclama:

“¿Ha cumplido con su misión el gobierno que se ha encargado de la defensa nacional?… No… Con su lentitud, su inercia, su indecisión, los que nos gobiernan nos han conducido al borde del abismo. No han sabido ni administrar ni combatir… La gente se muere de frío, ya casi de hambre… Salidas sin objeto, mortales luchas sin resultado, fracasos repetidos… El gobierno ha dado la medida de su capacidad, nos mata. La perpetuación de este régimen es la capitulación… La política, la estrategia, la administración del 4 de setiembre, continuación del Imperio, están juzgadas. ¡Paso al pueblo! ¡Paso a la Comuna!”

Pero tales llamados no obtuvieron respuesta. Lissagaray, militante e historiador de la Comuna, describe la actitud de la población durante los días del sitio:

“Todo calla. París es la alcoba de un enfermo, donde nadie se atreve a levantar la voz. Esta abdicación moral es el verdadero fenómeno psicológico del sitio, fenómeno tanto más extraordinario cuando coexiste con un admirable ardor de resistencia. Unos hombres que dicen: ‘Preferimos poner fuego a nuestras casas antes que rendirlas al enemigo’, se indignan de que haya quien se atreva a disputar el poder a los miedosos del Ayuntamiento… Y se limitan a gritar: ‘¡Nada de motines ante el enemigo! ¡Nada de exaltados!’ como si valiese más una capitulación que un motín.”

Pero cuando se produce la rendición de París la situación cambia:

“…la siniestra noticia corrió por la ciudad. Durante cuatro meses de sitio París lo había aceptado todo por anticipado, el hambre, la peste, el asalto, todo menos la capitulación…

Cuando estalló esta palabra hubo primero una estupefacción enorme, como ante los crímenes monstruosos, contra natura. Las llagas de los cuatro meses se avivaron clamando venganza. El frío, el hambre, el bombardeo, las largas noches en las trincheras, los niños que morían a millares, los muertos sembrados en las salidas, ¡todo esto para caer en la vergüenza, para dar escolta a Bazaine, para convertirse en un segundo Metz! París creía oír la burla prusiana. En algunos, la estupefacción se transformó en furor”.

El 28 de enero se había decidido la rendición de la ciudad. De acuerdo con lo propuesto por Bismarck, se declara una tregua y el gobierno francés convoca a elecciones destinadas a elegir una Asamblea Nacional que ratifique las condiciones de paz propuestas: desarme del ejército de línea de París, rendición de varios fuertes, pago de una indemnización de 200 millones de francos, cesión a Alemania de Alsacia y Lorena.

La Asamblea Nacional

Las elecciones del 8 de febrero de 1871, destinadas a elegir la Asamblea que ratificaría o rechazaría las condiciones de paz, dieron un triunfo notable a, los monárquicos: los legitimistas y los orleanistas, casi en partes iguales, ganaron dos tercios del total de las bancas. Una treintena de bonapartistas y cerca de doscientos republicanos completaban el conjunto, mientras el ala izquierda de los jacobinos y los socialistas sólo pudo llevar a la Asamblea 20 diputados, sobre un total de 630. Aunque París se había pronunciado claramente por la República, al elegir a 37 diputados republicanos, de diversa orientación, contra 6 monárquicos, el mundo rural, una vez más, apoyó a la reacción. Luego del armisticio y de la rendición, mientras París continuaba dispuesto a sostener la guerra, la mayoría del país deseaba la paz. La población campesina veía con inquietud la actitud belicosa de Gambetta, considerado en ese momento como una de las principales cabezas del partido republicano, y, partidaria de la paz, otorgó su apoyo a los monárquicos.

Para los parisienses la República estaba por encima de todos los principios, aún del sufragio universal. Cuando la Asamblea reunida en Burdeos, y luego en Versalles, se reveló tan monárquica como partidaria de la rendición, crecieron las tensiones entre el París republicano y los representantes del sufragio universal rural.

Thiers, nombrado por la Asamblea Nacional Jefe del Poder Ejecutivo de la República Francesa, declararía más tarde: “Cuando fui encargado de la gestión política tuve inmediatamente esta doble preocupación: concluir la paz y someter a París”. Palabras que revelan con claridad la brecha abierta entre el gobierno legítimo de Francia y la población de su capital.

El Comité Central de le Guardia Nacional

M¡entras tanto, en París, donde los prusianos entraran el 1 de marzo, se organizó un nuevo poder revolucionario. La Federación de los batallones de la Guardia Nacional se formó espontáneamente hacia mediados de febrero de 1871, cuando el Comité de los Veinte Distritos se encontraba completamente debilitado y su propaganda había dejado de tener eco. Los diferentes batallones enviaron delegados a un Comité Central, que se constituyó definitivamente el 15 de marzo. La Federación adquirió, inmediatamente, las características de un movimiento masivo. Sus representantes eran “hombres nuevos”, desconocidos hasta ese momento, salidos de las filas de la pequeña burguesía y el proletariado. Por primera vez el sentimiento revolucionarlo se manifiesta más allá de los militantes conocidos y de la clase obrera organizada. El Consejo de la Internacional se muestra vacilante frente al nuevo Comité: solamente Eugene Varlin lo integrará como guardia nacional; los demás se abstienen de participar.

Los delegados de la Guardia Nacional, después de arduos debates, deciden no oponer resistencia a los prusianos, que a partir del 1 de marzo ocupan el sector oeste de la ciudad; en cambio, se preocupan por permanecer unidos y conservar sus armas. Los 227 cañones y ametralladoras comprados por la Guardia Nacional son trasladados al corazón del París popular, a Montmartre y a Belleville, lejos de la zona ocupada. Los prusianos limitaron su ocupación a un pequeño distrito, pero después de dos días se retiraron a los fuertes del norte y el este y no entraron en los distritos obreros, donde se había concentrado gran parte de la población. Muchos parisienses de la alta y mediana burguesía habían abandonado la ciudad.

Mientras tanto la Asamblea Nacional comienza a actuar con el objetivo de aplastar la rebeldía parisiense: rechaza la idea de trasladarse a la Capital y elige como sede Versalles; poco antes nombra comandante de la Guardia Nacional al bonapartista Aurelle de Paladines, un verdadero insulto al ejército popular, que no reconocía otros jefes que los que él mismo elegía; abandonada por los republicanos sinceros, como Víctor Hugo y Delescluze, pone fin a la moratoria de todas las deudas comerciales, vigente durante la guerra, y declara su exigibilidad inmediata, amenazando con la ruina a la pequeña burguesía comerciante y artesana; por último, se niega a otorgar un nuevo plazo para el pago de los alquileres debidos durante el sitio y suprime el sueldo de un franco y medio por día que recibían los miembros de la Guardia Nacional.

Los acontecimientos del 18 de marzo

Thiers llega a París el 16 de marzo y su primera medida está destinada a desarmar al pueblo parisiense. Se ordena al ejército regular incautarse de los cañones que la Guardia Nacional conservaba en Montmartre y Belleville. Según afirma Lissagaray, la ejecución de la orden fue tan descabellada como la idea. Se utilizaron columnas mal conectadas entre sí, tropas que tendieron a confraternizar con el pueblo que había acudido a defender sus armas. Las primeras en presentarse fueron las mujeres; luego, los Guardias. La forma en que se desarrollaron los acontecimientos demuestra la ausencia de premeditación y el carácter espontáneo y aun desordenado de la explosión popular del 18 de marzo. La multitud enfurecida tomó prisionero al general Lecomte, que dirigía la operación, y luego al general Clement Thomas. Ambos fueron fusilados a pesar de los esfuerzos que algunos oficiales de la Guardia Nacional y los miembros del Comité de vigilancia de Montmartre hicieron por evitarlo.

El odio popular no había elegido irracionalmente sus víctimas: Clement Thomas había sido uno de los fusiladores de junio de 1848 y durante el sitio había comandado la Guardia Nacional, ganándose el desprecio de la población por sus errores políticos y militares.

También en Belleville la multitud impidió a las tropas apoderarse de los cañones. Se produjeron allí reacciones más o menos violentas, pero locales, y no se puede hablar en este caso de insurrección general, y tal vez ni siquiera de insurrección. La única fuerza que podía coordinar la acción, el Comité de la Guardia Nacional, actuó tardíamente. La iniciativa de apoderarse de puntos estratégicos, como el depósito de armas del Luxemburgo, la imprenta Nacional, la Prefectura de Policía, el Ayuntamiento, parece haber surgido de individuos aislados: Varlin, Pindy y algunos jefes blanquistas. A esa altura de los hechos la situación había cambiado y no hubo necesidad de forzar la entrada al Ayuntamiento: Thiers y los miembros del gobierno, una vez enterados del fusilamiento de los generales, habían abandonado la capital ordenando al ejército replegarse sobre Versalles y evacuar los fuertes.

Thiers repitió la táctica defendida y utilizada por él mismo en otras oportunidades: provocar el levantamiento para poder reprimir con mayor ferocidad. El conflicto, hasta entonces meramente político, fue transformado por las clases dominantes en conflicto social. Al principio no se trataba más que de la protesta contra una derrota debida a la traición, del deseo de salvaguardar la República amenazada, de actitudes que no traducían un conflicto de clases; pero, cuando la burguesía intenta arrancar las armas de las manos del pueblo, queda claro para éste que el ejército prusiano no es el único enemigo que debe enfrentar. La burguesía, que abandona la ciudad a los grupos populares, ve llegada la ocasión de aplastar al movimiento obrero, al socialismo, a la Internacional, que habían comenzado a crecer vigorosamente, y para lograrlo no vacilará en aliarse con el enemigo invasor. El espectro del socialismo, que tanto atemorizaba a la burguesía francesa desde años atrás, vuelve a alzarse amenazante una vez más, y ahora con la fuerza que le da el hecho de que los obreros se encuentren organizados y armados. Thiers y sus seguidores creen llegado el momento de abatirlo definitivamente. El Comité Central de la Guardia Nacional descubre que, sin habérselo propuesto, reúne en sus manos todo el poder efectivo sobre la capital de Francia. Su primer movimiento es anunciar elecciones municipales inmediatas para elegir un gobierno verdaderamente representativo, la Comuna, surgido del voto de todos los varones. Esta medida, a la vez que indicaba el deseo de volver a la legalidad, satisfacía una vieja aspiración de la ciudad, que bajo los regímenes precedentes, y en especial bajo el Imperio, había carecido de toda representación genuinamente local. Junto con esto el Comité trata de obtener la aprobación de los alcaldes de distrito, única autoridad legítima subsistente en la ciudad, y de los diputados de París, quienes se ofrecen para actuar como intermediarios con Versalles.

Pero la Asamblea de hidalgos rurales, dominada por el odio hacia el París republicano, no hizo ninguna concesión, y así los alcaldes y diputados conciliadores llevaron a cabo, conscientemente o no, un doble juego que demoró la realización de las elecciones y dio tiempo al gobierno de Versalles para reorganizar sus fuerzas.

La Comuna

Finalmente, la fecha de las elecciones se fijó para, el 26 de marzo. Ese día la Comuna fue elegida por el voto de 229.000 electores sobre 485.000 registrados, cifra importante si se tiene en cuenta que muchos de los habitantes de París habían abandonado la ciudad. Un buen número de los liberales electos no tomóposesión de sus cargos o se retiró pronto. La Comuna se integró con elementos de diversa orientación política: un grupo de republicanos, que incluía a varios periodistas, algunos miembros del Comité de la Guardia Nacional, blanquistas y jacobinos de los clubes revolucionarios y los internacionalistas que habían organizado el movimiento obrero entre 1868 y 1870.

La Comuna de París llegó a ser un organismo que representaba principalmente a las clases trabajadoras, pero esto se produjo sólo porque las clases poseedoras huyeron de París o bien porque sus representantes se negaron a integrar el organismo comunal. Es importante señalar que una gran parte de sus miembros eran radicales y jacobinos pertenecientes a la clase media y que no pocos representantes de la pequeña burguesía se habían sumado a la revolución a través de la Guardia Nacional. En el pensamiento de los revolucionarios la Comuna debía ser el primer paso hacia la supresión del Estado centralizador, dominado por una minoría privilegiada y apoyado en el aparato coactivo del ejército y la policía. La antigua maquinaria estatal sería reemplazada por una red de comunas autónomas, en las que residiría el poder soberano en cuanto a representación directa del pueblo, y federadas para formar las unidades administrativas más amplias que tendrían a su cargo las funciones delegadas al gobierno central, ejercidas por agentes comunales estrictamente responsables. El organismo comunal reunía las funciones legislativa y ejecutiva, es decir, no sólo dictaba las leyes sino que controlaba su ejecución a través de sus delegados. No existían funcionarios ejecutivos investidos de autoridad independientemente de la Comuna. Todo el cuerpo de funcionarios trabajaba bajo el control de sus miembros y éstos eran directamente responsables ante los ciudadanos que los habían elegido. El sufragio universal sería el instrumento mediante el cual la mayoría de la población elegiría sus representantes en el gobierno comunal y controlaría su gestión.

Conforme a la Declaración al pueblo francés, hecha pública el 19 de abril, eran derechos inherentes a la Comuna:

“El voto del presupuesto comunal, recursos y gastos; la fijación y la distribución del impuesto; la dirección de los servicios locales; la organización de su magistratura, de la policía interior y la enseñanza, la administración de los bienes pertenecientes a la Comuna. La selección, por elección y concurso, y el derecho permanente de control y de revocación de los magistrados o funcionarios comunales de todo orden. La garantía absoluta de la libertad individual, de la libertad de conciencia y de la libertad de trabajo.

La Intervención permanente de los ciudadanos en los negocios comunales por la libre manifestación de sus ideas, la libre defensa de sus intereses: garantías dadas a esas manifestaciones por la Comuna, única encargada de vigilar y asegurar el libre y justo ejercicio del derecho de reunión y de publicidad. La organización de la Defensa urbana y de la Guardia Nacional, que elige sus jefes y vela sola al mantenimiento del orden en la ciudad.”

Para asegurar la democratización del régimen e impedir la renovación de la burocracia imperial la Comuna decretó la elección por el sufragio universal de todos los agentes de la administración, la justicia y la enseñanza, limitó a 6.000 francos (el sueldo corriente de un obrero) la remuneración más alta que pudiera percibir un funcionario y prohibió la acumulación de cargos.

Se suprimió el ejército permanente y la policía fue convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. La fuerza militar del régimen estaba concentrada en la Guardia Nacional: el pueblo en armas. Para abocarse a la tarea de gobierno, el 29 de marzo la Comuna se dividió en diez Comisiones: Ejecutiva, Militar, de Subsistencias, de Finanzas, de Justicia, Seguridad General, Trabajo, Industria y Cambios, Servicios Públicos y Enseñanza. Esta primera organización del poder, descentralizada y responsable, fue cambiada al agravarse el conflicto con Versalles. Los grupos jacobinos y blanquistas consideraron que había llegado el momento de imponer el poder “fuerte” del que eran partidarios. Consideraban que la democracia sólo podría ponerse en práctica una vez que la dictadura revolucionaria hubiese destruido el antiguo orden. Cuando se producen los primeros desastres militares esta concepción se impone, pues la guerra exige que las decisiones se tomen con rapidez y que se apele a toda la energía revolucionaria para conducir eficazmente la lucha. Jules Miot propuso, el 28 de abril, la formación de un Comité de Salud Pública dotado de autoridad sobre todas las comisiones y capaz de “hacer caer las cabezas de los traidores”. La moción fue apoyada por blanquistas y jacobinos y aprobada contra el voto de la minoría, formada por los miembros de la Internacional. A partir de ese momento se produjo una escisión en el seno de la Comuna que dificultó su gestión posterior. Por otra parte, el Comité de Salud Pública no llegó a concentrar en sus manos la totalidad del poder, pues subsistieron junto con él las distintas Comisiones y el Comité de la Guardia Nacional, lo cual impidió dar a la guerra una dirección única y eficaz.

Obra administrativa, económica y social de la Comuna

En los dos meses escasos que duró la Comuna sus miembros lograron, pese a las dificultades de la guerra, sentar los fundamentos del cambio social al que aspiraban.

La tarea inmediata que debieron realizar fue la reorganización de los servicios administrativos, que la fuga del personal del gobierno había desmantelado. Los militantes obreros tomaron a su cargo la tarea: Varlin y Joruden en Finanzas, Theisz en Correos, Aviral en la Dirección del Material de Armamento, Camélinat en la Moneda, Combault y Faillet en el Servicio de Contribuciones, Alavoine en la Imprenta Nacional, etc.

La Comisión de Subsistencia hizo los mayores esfuerzos para asegurar el aprovisionamiento de París y el control de los precios. Se fijaron precios máximos para el pan y la carne y se controlaron las ventas al por mayor…, los mercados y las ferias.

Proto, delegado ante la Comisión de Justicia, fue el encargado, a partir del 1° de abril, de tomar todas las medidas necesarias para garantizar la libertad individual; se le encargó más tarde la tarea de dictaminar sobre los arrestos ordenados por el Comité Central y la Seguridad. Un decreto del 14 de abril exigía la notificación al delegado de Justicia de todo arresto, de toda detención injustificada y prohibía las pesquisas y requisiciones sin mandato regular. En lo referente al culto, el 2 de abril se decretó la separación de la Iglesia y el estado, la supresión de presupuesto para cultos y la secularización de los bienes de las congregaciones, medida que no llegó a concretarse. Ese mismo día se suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas.

Uno de los problemas más arduos que enfrentó la Comuna fue el de las Finanzas, pues además de hacer frente a los gastos de guerra se debía alimentar diariamente a 300.000 personas sin trabajo que dependían del subsidio acordado a la Guardia Nacional. Jourde, encargado de la Comisión de Finanzas, puso en práctica una contabilidad rigurosa que demuestra que no hubo despilfarros de ningún tipo. Se ha reprochado duramente a los comuneros su actitud contemporizadora con el Banco de Francia, cuya organización y caudales fueron respetados. Tanto Jourde como Beslay, comisionado de la Comuna ante el Banco, se mostraron hasta el fin respetuosos de los caudales que la burguesía francesa tenía depositados en él. La misma actitud tuvo Varlin, que los ayudó en su tarea, y “de cuyo cadáver aún caliente uno de sus ejecutores, defensor del orden, robó su viejo reloj proletario”. Desde el punto de vista social la tarea más importante es, sin duda, la realizada por la Comisión de Trabajo e Intercambio, a cuyo frente se halla Léo Frankel. Conforme al programa de la Comuna, dicha Comisión es la

“encargada de la propagación de las doctrinas socialistas. Debe buscar los medios de igualar el trabajo y el salario. Tiene por objeto especial el estudio de todas las reformas a introducir, ya sea en los servicios públicos de la Comuna, ya sea en las relaciones de los trabajadores con sus patronos”.

Un decreto del 16 de abril, emanado de dicha Comisión, tuvo por fin procurar a las organizaciones obreras algunas empresas piloto que sirvieran de base para el desarrollo del movimiento cooperativo, al mismo tiempo que para solucionar el problema creado por los talleres parados a causa de la huída de sus dueños. Se encargó a las cámaras sindicales realizar el inventario de dichos talleres y de los instrumentos de trabajo, con el fin de ponerlos luego en funcionamiento mediante la formación de sociedades cooperativas obreras. Un jurado arbitral decidiría sobre la indemnización a pagar a sus propietarios cuando éstos regresaran.

Para realizar dicha tarea se creó una Comisión de Estudio integrada en un primer momento por obreros metalúrgicos y mecánicos. A éstos se sumaron después los sastres, ebanistas, trabajadores de las fábricas de clavos y otras corporaciones. Pese al poco tiempo de que se dispuso se lograron algunos resultados concretos. Hubo una decena de talleres confiscados y se comenzó por los que interesaban a la defensa militar, los dedicados a la fabricación de municiones y de armas. La Comuna disponía de los establecimientos industriales pertenecientes al Estado, Moneda, Imprenta Nacional, Manufacturas de Tabaco, algunas empresas de fabricación de armas, etc., y comenzaba a confiar su gestión a los obreros.

Al sindicato de los mecánicos, uno de los más importantes bajo el Imperio y que había conservado su organización durante la guerra y el sitio, controlaba una serie de empresas de fabricación de armas, de las cuales la más importante era la de los Talleres del Louvre. En la víspera de la derrota los mecánicos estaban a punto de tomar bajo su control una de las mayores fábricas metalúrgicas de la capital, la de Barriquand. Los sastres, por su parte, habían conseguido que la Comuna les otorgara la preferencia en la provisión, a través de empresas cooperativas, de uniformes para la Guardia Nacional.

En los talleres recientemente socializados la gestión obrera era total y estricta. El reglamento de los Talleres del Louvre afirmaba en su Artículo 1°: “El taller se coloca bajo la dirección de un delegado ante la Comuna. El delegado será nombrado por los obreros y revocable cada vez que se demuestre que ha faltado a su deber…” Este reglamento, aprobado por la Comuna el 3 de abril, fijaba la jornada de trabajo en 10 horas.

Un decreto de la Comisión de Trabajo del 20 de abril abolió el trabajo nocturno en las panaderías, bajo pena de confiscación de los panes fabricados durante la noche. El 27 del mismo mes se prohibieron las multas y retenciones sobre los salarios en empresas públicas y privadas. Para proteger los salarios la Comisión fue autorizada a revisar los contratos formalizados para obtener aprovisionamientos de guerra, imponiendo a los empresarios un salario mínimo por jornada o por pieza. Se decidió en el futuro dar preferencia a las sociedades obreras en este tipo de contrataciones. Bajo el estímulo y apoyo de la Comisión se reactiva la reorganización de las sociedades obreras. Se confió a Elizabeth Dimiptrief la organización del trabajo de las mujeres y las obreras se organizaron para crear cámaras sindicales vinculadas por una cámara federal.

La solución del problema de los alquileres era imperiosa para la población; el 20 de marzo el Comité Central de la Guardia Nacional había prohibido los desalojos. La Comuna, una vez en funciones, decidió la postergación de los términos de vencimiento de todos los alquileres y los desalojos concedidos se postergaron por tres meses. Los acontecimientos demostraron que la ley votada por la Asamblea sobre vencimiento de obligaciones comerciales era brutal. Entre el 13 y el 17 de marzo habían sido presentados cerca de ciento cincuenta mil protestos y se hablaba de trescientas mil quiebras. Por un decreto del 15 de abril se decidió que los reembolsos deberían hacerse a partir del 15 de julio y por un plazo de tres años. El 29 de marzo la Comuna ordenó la suspensión de la venta de los objetos empeñados en el Montepío y el 7 de mayo dispuso el remate gratuito de vestidos, muebles, ropa blanca, libros e instrumentos de trabajo empeñados antes del 25 de abril.

La guerra civil

El 2 de abril Thiers anuncia oficialmente que el ejército de la represión está listo.

A partir de ese momento Versailles no acepta ningún tipo de intermediación y se concentra en un objetivo: aplastar el movimiento comunero. Los preliminares de paz firmados con Prusia limitaban a 40.000 el número de soldados en la región parisiense; Thiers negocia con Bismarck y obtiene primero la autorización para disponer de 80.000 hombres y más tarde de 170.000, de los cuales la mayor parte está constituida por repatriados de los campos alemanes para prisioneros. Para oponerse a ese ejército la Comuna contaba con los federados, fuerza compuesta principalmente por los efectivos de la Guardia Nacional, un ejército de voluntarios mejor preparado para la defensa que para el ataque.

Si las ciudades de provincia se hubieran levantado, la dispersión de las fuerzas de la Asamblea tal vez hubiera colocado a París en una situación más favorable, pero los levantamientos aislados que se producen son reprimidos con facilidad. Lyon, que ya se había levantado el 28 de setiembre de 1870 para darse una Comuna anarquista inspirada en Bakunin, se rebela nuevamente el 22 de marzo, impulsada, al parecer, por un delegado de París, el internacionalista Albert Leblanc; pero la insurrección se extingue, fácilmente reprimida, dos días después. Marsella se levanta el 23 de marzo y logra mantenerse hasta el 4 de abril. Disturbios comuneros se produjeron también en Toulouse, del 23 al 27 de marzo; en Narbona, del 24 al 31; en Saint Etienne, del 24 al 28; en Creusot, del 26 al 27.

Thiers optó desde el primer momento por la guerra sin cuartel y rechazó los intentos de conciliación realizados por diferentes grupos como la Unión de las Cámaras Sindicales, la Unión Republicana, los diputados de París y los jefes de la francomasonería. Desde los primeros días los versalleses torturaron y fusilaron a sus prisioneros. La noticia de tales asesinatos y las ejecuciones sin juicio de los jefes del ejército federado, Flourens y Duval, el 3 y 4 de abril, determinaron que, como medio de detener la matanza de rehenes y prisioneros, la Comuna decretara por unanimidad, el 5 de abril, que todo reo acusado de, complicidad con Versalles fuera juzgado en un plazo de 40 horas y retenido como rehén en el caso de que fuera culpable. La ejecución por Versalles de cada uno de los defensores de la Comuna sería respondida con la ejecución de tres de esos rehenes. Tales amenazas no tuvieron efecto. Thiers siguió tratando a los prisioneros con la misma crueldad, mientras la Comuna respetaba la vida de sus rehenes. Inclusive se ofreció el canje del arzobispo Darboy y otros rehenes por Blanqui, prisionero de los versalleses, pero Thiers rechazó el ofrecimiento. Sólo hacia el fin de la lucha los comuneros respondieron a las matanzas masivas de Versalles con la ejecución de cierto número de rehenes, entre ellos el arzobispo y algunos curas dominicos. Las dificultades de la defensa fueron enormes desde el primer momento: carencia de disciplina y de organización militar en la Guardia Nacional, falta de jefes calificados y ausencia de una dirección única. Los jefes militares se cambiaron una y otra vez. A Cluseret sucedió Rossel, que no consiguió imponer su autoridad sobre los federados, y el polaco Dombrowski asumió la jefatura demasiado tarde para cambiar la suerte del movimiento. El Comité Central de la Guardia Nacional no se había disuelto al constituirse la Comuna. El estallido de la guerra lo forzará a olvidar sus promesas de alejarse del poder y continuará subsistiendo con funciones de fiscalización y control, junto a la Comisión de Guerra, sin ninguna delimitación clara de poderes.

Desde los primeros días se sucedieron las derrotas. Finalmente, los versalleses entraron en París el 20 de mayo, gracias a la traición de un parisiense que les hizo saber que la puerta de Saint Cloud carecía de fortificación. La resistencia duró aún ocho días.

La Semana Sangrienta

Las reformas realizadas en París bajo el Imperio, la demolición de las callejuelas estrechas, pavimentadas con grandes piedras, adecuadas para la construcción de barricadas y para la guerra callejera que los parisienses habían puesto en práctica en las jornadas de 1830 y 1848, dificultaron la defensa. Las grandes avenidas facilitaron el despliegue de las organizadas fuerzas versallesas. Los federados, abandonando el plan de Dombrowski, partidario de la lucha en conjunto, se dispersaron por los barrios. La defensa se llevó a cabo sin coordinación y se limitó al levantamiento de centenares de barricadas que fueron fácilmente rodeadas por los movimientos envolventes de las tropas versallesas, que, a medida que avanzaban, iban fusilando a los que tomaban prisioneros.

El martes 23 cayó Montmartre y el estado mayor versallés comenzó las ejecuciones en masa destinadas a vengar la muerte de Lecomte y Clément Thomas. Cuarenta y dos hombres, tres mujeres y cuatro niños, elegidos al azar, fueron llevados ante el muro donde habían sido ejecutados los generales el 18 de marzo. Allí se los hizo arrodillar y se los fusiló. Matanzas similares se produjeron durante los días siguientes.

Desde el Ayuntamiento un decreto autoriza a los jefes de barricada a requisar los víveres y útiles que necesiten; otro ordena el incendio inmediato de toda casa desde la que se dispare contra los federados. El Comité de Salud Pública hace un llamamiento a los soldados versalleses invitándolos a retroceder ante el fraticidio: “…sois proletarios como nosotros…”, les dice.

Según Lissagaray, en la noche del 23 de mayo los federados ocupan todavía la mitad de París:

“... El resto pertenece a la matanza. Todavía se lucha en el extremo de una calle cuando ya es entregada al saqueo la parte conquistada. Desgraciado del que posea un arma, un uniforme, o esos zapatones que tantos parisienses calzan desde el sitio; desgraciado del que se azore; desgraciado del que sea denunciado por un enemigo político o personal. Se lo llevan. Cada cuerpo tiene su verdugo en jefe, el preboste, instalado en el cuartel general; para apresurar la labor hay prebostes suplementarios en las calles. Allí llevan a la víctima, que es fusilada inmediatamente”.

El 24 los miembros de la Comuna abandonan el Ayuntamiento, lo que aumenta la dificultad en las comunicaciones. Ese día arreciaron las matanzas, corrió el rumor de que las mujeres lanzaban petróleo ardiendo en los sótanos para provocar los incendios: toda mujer mal vestida o que llevara una botella vacía podía ser acusada de petrolera y muerta a tiros contra la pared más próxima.

Los federados, reducidos a algunos millares de hombres, no pueden sostenerse indefinidamente. El jueves 25 toda la orilla izquierda del Sena está en manos de las tropas. La batalla prosigue y la resistencia se concentra en Belleville, hasta el domingo 28 de mayo a mediodía. A partir de ese momento cesa la lucha, pero continúa la venganza.

Las matanzas en masa duraron hasta los primeros días de junio y las ejecuciones sumarias hasta mediados del mismo mes. Jamás se conocerá el número exacto de víctimas. El jefe de la justicia militar declaró que habían sido fusilados diecisiete mil hombres, pero no es exagerado afirmar que los ejecutados pudieron haber llegado a veinte mil.

Quedaron en prisión 36.000 insurrectos, sometidos, por la vigencia del estado de sitio, a la justicia militar. Los cuatro consejos de guerra existentes resultaron insuficientes y se crearon 22 consejos suplementarios, que funcionaron a un ritmo acelerado entre 1872 y 1873. Ellos llevaron a cabo una parodia de justicia que dejó como saldo más de 13.700 condenados a muerte, trabajos forzados, deportación, reclusión, etc., entre ellos 170 mujeres y 60 niños menores de dieciséis años. Como consecuencia de la represión el París revolucionario fue acallado durante una generación y Francia, no habiendo logrado las clases dominantes coincidir respecto de un monarca, quedó sometida al régimen reaccionario de la Tercera República.

Bibliografía

Rougerie, Jacques. Procès des Communards. Juiliard, París, 1964.

Bourgin, Georges. La Comuna. Eudeba, Buenos Aires, 1953.

Lissagaray, P. O. Historia de la Comuna. Edit. Estela, Barcelona, 1971, 2 vols. (primera edición de 1871).

Lissagaray, P. O. Gli ultimi giorni della Comune. Ed. Riuniti, Roma, 1961 (primera edición de 1873).

Ollivier, Albert. La Comuna. Alianza Edit., Madrid, 1971 (primera edición de 1939).

Dolléans, E. Historia del movimiento obrero. Eudeba, Buenos Aires, 1957, tomo 1.

El Segundo Imperio

“El Imperio, con el golpe de Estado por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase, obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera; y finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar el país y la clase obrera no lo había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas se destacaba sobre la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El poder del Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había sacado a flote, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sed suprema de este régimen de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituída y al mismo tiempo la forma última de aquel poder estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital.

La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “república social”, con que la revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta república.”

Marx: La guerra civil en Francia. (Manifiesto de la Primera Internacional, 1871.)

Las huelgas de 1869: represión y protesta

En algunos lugares, la represión de las manifestaciones de los huelguistas tuvo graves consecuencias: durante la huelga de los mineros de Saint Etienne, en Firminy, la tropa disparó contra un grupo de manifestantes: 13 mineros resultaron muertos y 9 heridos. Lo mismo ocurrió en Aubin, donde el número de muertos fue mayor. El fragmento que transcribimos corresponde a la protesta de los delegados de las sociedades obreras de París ante estos hechos:

“En presencia de tales atentados contra la vida y el derecho del pueblo, declaramos que nos es imposible vivir bajo un régimen social en el cual el capital responde a manifestaciones a veces turbulentas, pero justas, con tiros de fusil. Los trabajadores saben lo que tienen que esperar de esta casta que no exterminó a la aristocracia más que para heredar sus injustas pretensiones. ¿Para llegar a tales resultados el pueblo selló con su sangre la proclamación de los derechos del hombre? Los hechos cumplidos nos autorizan a afirmar una vez más que el pueblo no puede esperar más que de sus propios esfuerzos el triunfo de la justicia.”

(Citado por Dolléans, T. 1, p. 299.)

El carácter revolucionario del levantamiento de París

“Los proletarios de la capital en medio de los desfallecimientos y las traiciones de la clase gobernante, comprendieron que ha llegado para ellos la hora de salvar la situación tomando en su mano la dirección de los negocios públicos…

Los trabajadores, quienes producen todo y no gozan de nada, quienes sufren la miseria en medio de los productos acumulados, fruto de su trabajo y sus sudores, ¿deberán ser eternamente víctimas del ultraje? ¿No les será permitido jamás trabajar para lograr su emancipación, sin levantar contra ellos un concierto de maldiciones? La burguesía, su hermana mayor, que cumplió su emancipación hace va más de tres cuartos de siglo, que les ha precedido en el camino de la revolución, ¿no comprende hoy que ha llegado la hora de la emancipación del proletariado?

Los desastres y las calamidades públicas en las que su incapacidad política y su decrepitud moral e intelectual han hundido a Francia, deberían sin embargo probarle que su época ha terminado, que ha cumplido la tarea que le había sido impuesta en el 89, que debe, si no ceder el lugar a los trabajadores, por lo menos dejarles llegar a su vez a la emancipación social…

El proletariado, frente a la amenaza permanente de sus derechos, la negación absoluta de todas sus legítimas aspiraciones, la ruina de la patria y de todas sus esperanzas, ha comprendido que era su deber imperioso y su derecho absoluto tomar en sus manos los destinos de la patria y asegurar el triunfo apoderándose del poder.”

(Journal Officiel, 21 de marzo de 1871. Citado por Jacques Rougerie en: Procès des communards, París, Joulliard, 1964.)

El Comité Central de la Guardia Nacional convoca a la lucha a los trabajadores

“Trabajadores, no os engañéis; ésta es una gran lucha, en la que se encuentran frente a frente el parasitismo y el trabajo, la explotación y la producción. Si estáis cansados de vegetar en la ignorancia y de pudriros en la miseria; si queréis que vuestros hijos sean hombres que gocen del beneficio de su trabajo y no especies de animales amaestrados para el taller o para el combate, que multiplican con su sudor la fortuna de algún explotador o vierten sangre por un déspota; si no queréis que vuestras hijas, a las que no podéis educar y vigilar, sean instrumento de placer en brazos de la aristocracia; si no queréis ya que la desocupación y la miseria empujen a los hombres a la policía y las mujeres a la prostitución; si queréis, finalmente, el reino de la justicia, trabajadores, sed inteligentes. ¡Poneos de pie y que vuestras fuertes manos arrojen bajo vuestros talones a la inmunda reacción!

¡Ciudadanos de París, comerciantes, industriales, tenderos, pensionados, a todos vosotros que trabajáis y buscáis honestamente la solución de los problemas sociales, el Comité Central os llama a marchar unidos en el progreso. ¡Inspiraos en los destinos de la patria y en su gente universal!”

(Proclama del 5 de abril, citada por Bourgin en La comuna, Buenos Aires, Eudeba, 1962.)

Declaración de la Comuna al pueblo francés

“En el conflicto doloroso y terrible que impone una vez más a París los horrores del sitio y del bombardeo que hace correr la sangre francesa, que hace parecer a nuestras hermanos, nuestras mujeres, nuestros hijos aplastados bajo los obuses y la metralla, es necesario que la opinión pública no sea dividida, que la conciencia nacional no sea turbada.

Es necesario que París y el país todo entero sepan cuál es la naturaleza, la razón, el fin de la Revolución que se produce. Es necesario que la responsabilidad de los duelos, de los sufrimientos, de las desdichas de los que somos víctimas recaigan sobre aquellos que, después de haber traicionado a Francia y librado París al extranjero persiguen con una ciega y cruel obstinación la ruina de la capital, a fin de enterrar, en el desastre de la República y de la libertad el doble testimonio de su traición y de su crimen.

La Comuna tiene el deber de afirmar y determinar las aspiraciones y los deseos de la población de París, de precisar el carácter del movimiento del 18 de marzo, incomprendido, desconocido y calumniado por los hombres políticos que se reúnen en Versalles. Esta vez nuevamente París trabaja y sufre por la Francia entera, de la que él prepara por sus combates y sacrificios, la regeneración intelectual, moral administrativa y económica, la gloria y la prosperidad. ¿Qué pide París?

El reconocimiento y la consolidación de la República, única forma de gobierno compatible con los derechos del pueblo y el desarrollo regular y libre de la sociedad.

La autonomía absoluta de la Comuna extendida a todas las localidades de Francia, y asegurando a cada una la integridad de sus derechos, y a todo francés el pleno ejercicio de sus facultades y aptitudes, como hombre, ciudadano y trabajador.

La autonomía de la Comuna no tendrá otros límites que el derecho de autonomía igual para todas las obras comunes adherentes al contrato, cuya asociación debe asegurar la unidad francesa. Los derechos inherentes a la Comuna son:

El voto del presupuesto comunal, gastos y recursos; la fijación y la repartición del impuesto; la dirección de los servicios locales, la organización de su magistratura, de la policía interior y de la enseñanza, la administración de los bienes pertenecientes a la Comuna. La selección por elección o concurso, y el derecho permanente de control y revocación de los magistrados y funcionarios comunales de todo orden.

La garantía absoluta de la libertad individual, de la libertad de conciencia y la libertad de trabajo.

La intervención permanente de los ciudadanos en los asuntos comunales por la libre manifestación de sus ideas, la libre defensa de sus intereses: garantías dadas a esas manifestaciones por la Comuna, única encargada de vigilar y asegurar el libre y justo ejercicio del derecho de reunión y de publicidad.

La organización de la Defensa urbana y de la Guardia Nacional, que elige sus jefes y vela sola al mantenimiento del orden en la ciudad. París no quiere nada más a título de garantías locales, a condición bien entendida, de encontrar en la gran administración central, delegación de las comunas federadas, la realización y la práctica de los mismos principios.

Pero, a favor de su autonomía y aprovechando su libertad de acción, París se reserva realizar como lo considere mejor, las reformas administrativas y económicas que reclame su población: crear instituciones aptas para desarrollar y propagar la instrucción, la producción, el intercambio y el crédito; a universalizar el poder y la propiedad, según las necesidades del momento, el deseo de los interesados y los datos proporcionados por la experiencia.

Nuestros enemigos se equivocan o hacen equivocar al país cuando acusan a París de querer imponer su voluntad o su supremacía al resto de la nación y pretender una dictadura que sería un verdadero atentado contra la independencia y soberanía de las otras comunas. Se equivocan o hacen equivocar al país cuando acusan a París de perseguir la destrucción de la unidad francesa, constituída por la Revolución, con la aclamación de nuestros padres, que concurrieron a la fiesta de la Federación desde todos los puntos de la vieja Francia. La unidad, tal como nos ha sido impuesta hasta hoy por el imperio, la monarquía y el parlamentarismo, no es más que la centralización despótica, ininteligente, arbitraria u onerosa.

La unidad política, tal como la quiere París, es la asociación voluntaria de todas las iniciativas locales, el concurso espontáneo y libre de todas las energías individuales en vistas a un fin común, el bienestar, la libertad y la seguridad de todos.

La Revolución comunal, comenzada por la iniciativa popular del 18 de marzo, inaugura una era nueva de política experimental, positiva, científica.

Este es el fin del viejo mundo gubernamental y clerical, del militarismo, del funcionarismo, de la explotación, de los monopolios, de los privilegios, a los que el proletariado debe su servidumbre y la patria sus desdichas y sus desastres.

Que esta patria querida y grande, engañada por las mentiras y las calumnias, se tranquilice entonces.

La lucha entablada entre París y Versalles es de esas que no pueden, terminar por compromisos ilusorios: la salida no deberá ser dudosa. La victoria, perseguida con indomable energía por la Guardia Nacional, pertenecerá a la idea y al derecho.

¡Llamamos a Francia!

¡Advertida de que París en armas posee tanta calma como bravura, que sostiene el orden con tanta razón como heroísmo; que no se armó más que por devoción a la libertad y la gloria de todas, que Francia haga cesar este sangriento conflicto!

Corresponde a Francia desarmar a Versalles por la manifestación solemne de su irresistible voluntad.

¡Llamada a aprovechar nuestras conquistas, que se declare solidaria con nuestros esfuerzos; que sea nuestra aliada en este combate que no puede terminar más que con el triunfo de la idea comunal o con la ruina de París!

En cuanto a nosotros, ciudadanos de París, tenemos la misión de realizar la revolución moderna, la más grande y la más fecunda de todas aquellas que han iluminado la historia.

¡Tenemos el deber de luchar y de vencer!

París, 1 de abril de 1881.”

La Comuna de París

La pequeña burguesía bajo la Comuna

“Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se atrevieron a violar el monopolio del gobierno de sus superiores naturales y, en circunstancias de una dificultad sin precedente, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el más alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo escolar de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Ayunmiento.

Y, sin embargo, era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa de la clase media parisina —tenderos, artesanos, comerciantes—, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores. Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el aplastamiento de la insurrección obrera de junio de 1848, habían sido sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de entonces. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la centralización artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los había suprimido políticamente y los había irritado moralmente con sus orgías; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los fréres ignorantins (frailes ignorantes) y había sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caída del Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta “bohemia” bonapartista y capitalista, el auténtico partido del orden de la clase media surgió bajo la forma de Unión Republicana, se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a defenderla contra las desfiguraciones malévolas de Thiers. El tiempo dirá si la gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos.”

Análisis de la expoliación en un club obrero

“En 1848, en el Luxemburgo, el ciudadano Louis Blanc decía a los obreros: ‘Vosotros sois los reyes de la época’. Hubo hombres sin entrañas que, ante estas palabras, sacudían la cabeza o bien se ponían a reír. Veinte años han pasado y la profecía del orador está a punto de cumplirse. El obrero va a convertirse en el rey del mundo moderno, porque él es su alma. El obrero lo es todo, pues no hay nada sín el trabajo. ¿Qué harían los ricos con sus tesoros si el obrero no los hiciera fructificar? Tomad un saco de piezas de oro, hacer un agujero en la tierra; arrojad el saco en ese agujero, regad, abonad, nada crecerá, ni racimo, ni flor, ni fruto. El obrero llega, toma el saco, se sirve de él para trabajar, y ese saco se convierte en diez. ¿No es éste el prodigio del que somos testigos todos los días? A cambio de los diez sacos ganados, ¿qué se da al obrero? Lo suficiente para no morir de hambre, de frío y de sed, eso es todo; y esto solamente cuando el obrero es joven. Pues el día que envejece, dándose cuenta el amo que ya no tiene vigor para el trabajo, le grita mostrándole la puerta: ‘Vete, no necesito más de ti’. Y el obrero queda reducido a la mendicidad o bien a ir a reventar sobre un jergón de hospital, pero sólo a condición de que su esqueleto pertenezca a los practicantes y les sirva de estudio para curar a los ricos.

Pero está de acuerdo con las leyes de la justicia que esto cambie, y va a cambiar. En el porvenir no será más el trabajo el humilde servidor del capital; no será el capital el que se convertirá en esclavo del trabajo. Otra consecuencia: todos los útiles que el obrero utiliza le pertenecerán. Lo mismo sucederá con el local, y lo mismo con la tierra.”

(De un discurso pronunciado en el Club de la Corte de los Milagros.)

This entry was posted on Monday, April 14, 2008 at 11:49 AM and is filed under . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comments

Post a Comment