Sindicalismo y laborismo inglés  

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Sindicalismo y laborismo inglés

Irma Antognazzi

© 1972

Centro Editor de América Latina

Sección Ventas: Rincón 87, Bs. Aires

Hecho el depósito de ley

Impreso en la Argentina

Printed in Argentina

Se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de Sebastián de Amorrortu e Hijos S. A., Luca 2223, Buenos Aires, en Noviembre 1972.

El texto del presente fascículo ha sido preparado por Irma Antognazzi

El asesoramiento general estuvo a cargo de Alberto J. Plá

La revisión literaria estuvo a cargo de Aníbal Ford

Sindicalismo y laborismo inglés 1

El imperialismo y la clase obrera inglesa. 1

Las corrientes políticas en el movimiento obrero hasta 1890. 4

Las organizaciones sindicales: del viejo al “nuevo’ sindicalismo. 7

El Partido Laborista Independiente: ¿un partido de la clase obrera? 9

El Partido Laborista Inglés 11

“La patria está en peligro” 12

Bibliografía. 16

La misión nacional de Inglaterra según Chamberlain. 17

La cuestión de Irlanda. 17

Viejo y nuevo unionismo. 19

William Morris, fundador de la Liga Socialista. 20

Un ex combatiente de la guerra contra los Böers 20

Porcentaje de territorio perteneciente a las potencias coloniales europeas y a los Estados Unidos 21

La declaración sobre la guerra de la Segunda Internacional 22

“Lo mismo por su situación particular que por sus aspiraciones la aristocracia obrera confirmaba que era terreno favorable para la política de colaboración de clases.”

Morton y Tate, “Historia del movimiento obrero inglés”.

En 1873 una de las crisis más graves producidas hasta ese momento conmovió a Inglaterra y a todo el mundo capitalista. El mercado interno inglés ya no pudo absorber una producción industrial en constante aumento; ésta tampoco pudo ser volcada con facilidad en el mercado externo —monopolizado hasta esos años por Inglaterra— a causa de la competencia de las otras potencias imperialistas que habían entrado en escena después de un acelerado proceso de industrialización. La saturación del mercado produjo la baja de los precios y con ello el cierre de fábricas, la desocupación, la disminución de los salarios. Esta situación, la gran depresión, se prolongó hasta mediados de la década de 1890, afectó profundamente a los países imperialistas y a los que dependían de ellos, y originó graves tensiones sociales.

El imperialismo y la clase obrera inglesa

El proletariado había crecido rápidamente en toda Europa durante la segunda mitad del siglo XIX y había comenzado a organizarse tanto en el plano sindical como en el político. Pero, a pesar del optimismo de sus dirigentes con respecto a la posibilidad de liquidar en poco tiempo el sistema capitalista y establecer el socialismo, todavía le quedaba a la burguesía un largo camino por recorrer. Esta, con el poder en sus manos, reajustó sus proyectos económicos y políticos y pudo afirmar su hegemonía. La reducción de los beneficios que producían sus capitales, a causa de la saturación del mercado, la resolvió exportando esos capitales a los países dependientes. La creciente presión del proletariado la contrarrestó haciendo concesiones, en la medida de lo posible, pactando con los dirigentes sindicales y dividiendo al movimiento obrero. Dos fenómenos estrechamente relacionados. Así, el imperialismo, “fase superior del capitalismo”, al decir de Lenin, salvó al capitalismo de la crisis de fin de siglo. Pero también agudizó sus contradicciones: la concentración del capital en grandes asociaciones (trusts, cártels, etc.) destruyó la libre competencia; el nuevo crecimiento de la burguesía se hizo a expensas de una mayor explotación de ciertos sectores del proletariado interno y, muy en especial, de las colonias y los países dependientes; comenzó el desarrollo capitalista dependiente en los países de la periferia; se incrementó la competencia entre las grandes potencias imperialistas, hecho que desembocaría en la guerra de 1914.

La relación entre la nueva etapa imperialista y el desarrollo del movimiento obrero inglés es estrecha. Las enormes ganancias que se obtenían no sólo del comercio internacional sino también de la exportación de capitales y bienes de capital permitieron hacer concesiones y frenar las luchas del proletariado. Así, las reformas paulatinas, los reajustes parciales del sistema, evitaron las tensiones que podía provocar su transformación radical. Por otra parte, el proletariado, todavía no totalmente sindicalizado, sumergido en la más sórdida miseria, sin representación política, fue a veces manejado con relativa facilidad por los dirigentes obreros que la burguesía, con su nueva política, había comprado o conquistado. Pero también hay que señalar que la burguesía no tuvo razones para temer del proletariado hasta principios de siglo. Y esto a pesar de que en Londres habían trabajado Marx y Engels y se había realizado la Primera Internacional. Antes de esa época, si bien el movimiento obrero fue creciendo en magnitud y fuerza y buscó una salida política independiente, no dejó de ser un apéndice de la política liberal; es decir, no enfrentó a la burguesía desde una posición clasista.

El proletariado inglés no era homogéneo. Algunos sectores, con calificación tradicional, que la mecanización reciente todavía no había reemplazado, tuvieron más prestigio y mejor nivel de vida que el resto. Pero aunque el crecimiento industrial fue homogeneizando las condiciones de trabajo, el imperialismo permitió ganarse la voluntad de los sectores obreros industriales claves y de sus dirigentes mediante el arbitraje, el fraude, la corrupción, los beneficios individuales. Resulta fácil descubrir en la historia del movimiento obrero inglés un desfazamiento entre la política sindical y del partido obrero y los reclamos de las bases proletarias.

En todos los casos en que el movimiento obrero estuvo a punto de radicalizarse hacia el socialismo revolucionario fue frenado por sus dirigentes y desviado hacia las propuestas burguesas. Este período de fin del siglo XIX y comienzos del XX se caracteriza por el crecimiento del poder, la conciencia y la organización del proletariado en todos los países de Europa. Pero en todos, con excepción de Rusia, la revolución en potencia se frustró por la fuerza de los movimientos reformistas y la política reformista pudo realizarse en gran medida gracias al imperialismo.

El imperialismo pronto tuvo sus teóricos, sus ideólogos, sus propagandistas. La explotación de los países dependientes fue justificada de diversas maneras. De los periódicos a las escuelas se difundió la concepción de que los ingleses eran la “primera raza del mundo”. Consecuencia: “mientras mayor sea la parte del mundo que habitemos [los ingleses] mejor será la raza humana”. Para Chamberlain, ministro de Colonias, el imperialismo era la “política justa, inteligente, económica”, y Cecil Rhodes afirmaba: “si hay Dios creo que a él le gustaría que yo pintase con el rojo británico tanta parte del mapa de Africa como fuese posible”.

Pero, a nivel interno, no bastaba en Inglaterra con la difusión del nacionalismo imperialista. La alta burguesía, que había desencadenado el nuevo proceso en defensa de sus intereses económicos, debió repartir, en busca de apoyo, los beneficios provenientes de la explotación de los países dependientes. Los nuevos beneficiarios fueron los pequeños ahorristas, accionistas de pequeñas empresas radicadas en el extranjero; el nuevo sector de “trabajadores de cuello blanco” que forman el grueso de la llamada “clase media”; la “aristocracia obrera”, un 15% del total de la clase obrera, con alta calificación en su trabajo (mecánicos, obreros de la construcción y carpinteros), que no habían sido desplazados todavía por la gran industria y que gozaban de trabajos permanentes mejor remunerados. Este sector, que recibe los beneficios del imperialismo, es reducido con respecto a la mayoría de la población: el proletariado rural y urbano, a excepción de la “aristocracia” y los “especializados” en los nuevos trabajos industriales que exige la técnica, vive en la miseria: subalimentación, condiciones deplorables de trabajo, desocupación, hacinamiento.

El progreso técnico de la década del 70, la “era del petróleo y de la electricidad”, la llamada Segunda Revolución Industrial, permitió aumentar la concentración de capital y la explotación de la mano de obra.

La nueva acumulación del capital produce, además de la ruptura del mercado competitivo, el crecimiento del proletariado Industrial. Junto con el crecimiento demográfico sorprendente, los cambios técnicos en la agricultura y, básicamente, su crisis a raíz de la importación de productos agrícolas de las colonias, llevaron a las ciudades a grandes masas de campesinos necesitados, fenómeno agravado por el éxodo de los campesinos irlandeses. En las ciudades industriales y mineras (Londres, Liverpool, Manchester, Leeds, etc.), que eran cada vez más populosas, competían en el mercado de trabajo desocupados, mendigos y obreros en la miseria.

El crecimiento de la industria no llega a absorber el crecimiento del proletariado urbano. Estos “obreros sobrantes”, que forman la categoría que Marx llamó “ejército industrial de reserva”, constituyen una condición propia y normal del modo de producción capitalista. Están, allí, a disposición del, capitalista, para cuando el auge industrial requiera su empleo. Además, con su sola presencia y su hambre, hacen crecer desmedidamente la oferta de trabajo, mantienen bajos los salarios y boicotean la resistencia de los obreros por conseguir mejoras laborales.

Pero “el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber”, había dicho Marx al inaugurar la Asociación Internacional de Trabajadores en 1864. Y la mano de obra inglesa no estaba aún organizada sindicalmente. El movimiento sindical, aunque en crecimiento desde mediados del siglo XIX, no era un real representante de la clase obrera. Sus cuadros dirigentes habían entrado en francas componendas con los grupos de poder.

El desarrollo capitalista desde mediados del siglo XIX produjo una serie de cambios sociales: promovió la “especialización”, capacidad requerida para el manejo de las nuevas máquinas, lo cual hizo aparecer un sector de obreros especializados; permitió reunir a grandes grupos de trabajadores, hasta millares, en grandes establecimientos industriales, que participaban de experiencias y condiciones de trabajo similares; produjo el desarrollo del sector terciario, dedicado a tareas no productivas dentro de las empresas, los “trabajadores de cuello blanco”, que por la seguridad, el tipo de trabajo —intelectual— y el nivel de sus salarios se ubicó en la escala social entre la burguesía y la “aristocracia obrera”; hizo que la “aristocracia obrera” viera disminuidos sus privilegios por el surgimiento de los “especializados” y la uniformidad de las condiciones de explotación de la clase obrera; aceleró el proceso de crecimiento de la burguesía industrial y financiera y de consolidación de su poder político, a expensas de la aristocracia terrateniente. Una serie de leyes (las correspondientes a la derogación de las Leyes de granos, a la Reforma Parlamentaria, a la Reforma Agraria y a las Reformas Impositivas) disminuyeron progresivamente el peso de la aristocracia terrateniente en beneficio de la nueva burguesía industrial y financiera.

Las corrientes políticas en el movimiento obrero hasta 1890

Cuando se creó la Asociación Internacional de Trabajadores en Londres, en 1864, sólo algunos sectores de trabajadores estaban sindicalizados. No existía en Inglaterra una organización central de la clase obrera. Sólo dos décadas después se constituiría un partido obrero “independiente”. Marx había insistido en la necesidad de la organización de la clase obrera para conseguir el poder político y de la organización de un movimiento sindical nacional e internacional, así como en la necesidad de formar un partido obrero inglés separado de los partidos liberal y conservador, representantes de distintos sectores de la burguesía. Ese partido se fundó en 1903, pero sin las características revolucionarias que Marx había pretendido de él. A pesar de la dirección que Marx y Engels quisieron imprimir al movimiento obrero, los dirigentes sindicales ingleses se preocuparon fundamentalmente por la reforma parlamentaria y el logro de los derechos laborales, y dirigieron a la clase obrera desde una perspectiva liberal‑radical.

En la década del 80 se perfilan claramente varias corrientes políticas. El Partido Conservador, que representa a la aristocracia terrateniente y a la burguesía comercial y financiera tradicional, se turna en el poder con el Partido Liberal, cuyas alas más radicalizadas, los nuevos sectores de la burguesía con acceso al poder político a través de las sucesivas leyes de Reforma, forman asociaciones Lib-Lab (liberales y representantes obreros) y captan a los dirigentes sindicales.

Los sindicatos se mantenían dentro de la acción puramente reivindicativa pues no existía un partido de la clase obrera que encuadrara políticamente la acción sindical.

Hasta entonces, como vimos, los sectores bajos del proletariado, la amplia mayoría, no tenían participación política ni estaban organizados sindicalmente, mientras que los sectores calificados participaban aliados con el Partido Liberal. Engels, tal como lo había hecho Marx, propuso la organizacón de un partido político independiente de la clase obrera.

“No hay poder en el mundo —afirmaba— capaz de resistir un solo día a la clase obrera británica organizada.”

El nacimiento de la. Federación Social Demócrata en 1881 fue la respuesta de Henry Hyndman, y de algunas organizaciones burguesas, a la necesidad de crear un nuevo partido. Si bien la Federación se declaraba socialista —Hyndman era un lector asiduo de la obra de Marx— eludía uno de los puntos claves de la teoría marxista: la necesidad de una revolución que destruyera el sistema capitalista y creara la sociedad socialista. Hyndman sostenía que el capitalismo por sí solo produciría automáticamente su caída y no hacía referencia a la ruptura revolucionaria. Fue, afirman los historiadores Morton y Tate, un “propagandista más que un organizador o dirigente capaz de conducir al pueblo a través de sus necesidades y aspiraciones diarias a la lucha por el socialismo”. A pesar de las limitaciones en el plano de la acción política, la Federación, con la presidencia de Hyndman, contribuyó a la difusión de la teoría marxista. Pero el ingreso en 1883 de William Morris —artista, obrero calificado y escritor— le dio a la Federación un programa más decididamente socialista. Hacia 1884 las acusaciones de oportunismo y sectarismo contra Hyndman produjeron en el seno de la Federación un movimiento disidente. Los miembros más radicalizados de la asociación, dirigidos por Morris, se apartaron para formar la Liga Socialista. Al decir de Morton y Tate,

“Morris, el más grande de los socialistas británicos, junto con un grupo de obreros e intelectuales intentaba crear un verdadero partido socialista en Gran Bretaña”.

La Liga Socialista denunció el oportunismo de Hyndman, quien continuó siendo en el fondo un “patrono burgués”, así como su dirección dictatorial.

Si bien más leales con sus principios, los miembros de la Liga se limitaron en su acción a la propaganda del marxismo a través de conferencias públicas, libros y periódicos. Pero no debemos desconocer que esta propaganda era necesaria en las masas obreras, influidas por la tradición reformista y liberal. Los hombres de la Liga comprendían la necesidad de la revolución, pero, en lugar de encuadrar la acción sindical por las reivindicaciones económicas dentro de un contexto político, de acuerdo con la teoría que proclamaban, se apartaron de los sindicatos por considerar su acción en búsqueda de “paliativos” como perjudicial para el proceso de la revolución. En suma, no intentaron la conducción política del proletariado.

La Liga desconoció a su vez la vía parlamentaria, pues consideraba que el Parlamento, manejado por la burguesía, era una “trampa” para la clase obrera. Tanto la Federación como la Liga estuvieron constituidas por pequeños grupos de intelectuales y obreros. Solo algunos dirigentes sindicales, miembros de la Federación, tuvieron un papel preponderante en las movilizaciones obreras de fines del 80, pero esto fue por razones que no provenían de los lineamientos de la Federación. Ni ésta, ni la Liga Socialista pudieron transformarse en un partido obrero. Casi simultáneamente a la constitución de la Liga se fundó la Sociedad Fabiana “con el objeto de reconstruir la sociedad con las más altas posibilidades morales”. Compuesta por un pequeño grupo de intelectuales —nunca tuvo inserción en la clase obrera— y pretendidamente socialista, sus propuestas no fueron más que meros intentos de reforma social, paulatinos, graduales, con la creencia de que a través de dichos cambios se llegaría a alcanzar el socialismo. Sus fundadores, Sidney Webb y el escritor George Bernard Shaw, fueron sus ideólogos más importantes.

Los miembros de la Sociedad Fabiana no eran socialistas revolucionarios sino jóvenes de la clase media, conmovidos por los conflictos sociales de la época y por la deplorable situación de la clase obrera. Su ideología reformista implicaba, en última instancia, una perspectiva burguesa, en la medida en que la acción de “reformar” permitía el mantenimiento del sistema.

A pesar de su propuesta inicial de estudiar la realidad no llegaron a desentrañar los mecanismos del modo de producción capitalista. Al desconocer el análisis científico de la sociedad capitalista que Marx y Engels habían elaborado a partir de la sociedad inglesa, los fabianos propusieron exclusivamente medidas reformistas: derecho al sufragio para todos los adultos, incluyendo a las mujeres, jornadas de trabajo de ocho horas, socialización de los ferrocarriles, etc. Confiaban en el Parlamento y en la “democracia” capitalista y aceptaban y empleaban los medios “democráticos” de representación popular. En contraposición a la propuesta revolucionaria marxista esgrimían el “gradualismo”. Engels, en una carta a Sorge escrita en enero de 1893. decía de los fabianos:

“[…] son un ambicioso grupo londinense que han comprendido lo bastante como para darse cuenta de la inevitabilidad de la revolución social, pero que posiblemente no podría confiarle esta gigantesca tarea al rudo proletariado solamente, y que por ello tienen la amabilidad de ponerse a la cabeza. El principio fundamental de ellos es el temor por la revolución. Son los “cultos” por excelencia […] Su socialismo es un socialismo municipal: no es la nación sino el municipio el que ha de convertirse, al menos por el momento, en propietario de los medios de producción. Este socialismo es presentado como una consecuencia extrema pero inevitable del liberalismo burgués, a consecuencia de lo cual siguen la táctica de no oponerse resueltamente a los liberales en cuanto adversarios, sino de empujarlos hacia conclusiones socialistas, y por tanto de intrigar con ellos; de penetrar de socialismo al liberalismo, de no presentar candidatos socialistas contra los liberales, sino de imponérselos a éstos, obligándolos a aceptarlos o metiéndoselos de contrabando. Por supuesto que no se dan cuenta de que en este proceso se mienten y engañan a sí mismos o bien traicionan al socialismo […] En medio de toda clase de basura han producido algunos buenos escritos de propaganda, en realidad lo mejor en su tipo que han hecho los ingleses. Pero apenas ponen manos a su táctica específica de ocultar la lucha de clases todo se torna podrido. De aquí también su odio fanático contra Marx y todos nosotros: a causa de la lucha de clases…”

Los fabianos sostenían que, a través de los mecanismos “democráticos”, se lograría el “convencimiento general” de la necesidad de socializar los medios de producción y que con ello se lograría el “bienestar general”.

Daban por supuesta una “convicción racional e inspirada por el impulso ético para realizar la Justicia social”. Su principio de la impregnación o “penetración” del Partido Liberal por el socialismo provenía de no considerar al estado como representante de una clase social. Proponían la apropiación social de la renta de la tierra a través de un aparato financiero. Consideraban que la renta de la tierra era la forma principal de “ingreso no ganado” que debía pasar a ser propiedad pública. Proponían que los Consejos de Condado cobraran los impuestos y centralizaran así el capital necesario para inversiones más adecuadas. Sostenían que la competencia entre las empresas privadas y las estatales haría desaparecer gradualmente a las primeras, dado que las segundas trabajarían en mejores condiciones y podrían pagar mejores salarios y atraer así a los mejores obreros, desmantelando a las otras. No haría falta, según ellos, estatizar las empresas privadas ya que morirían por sí solas por la competencia de las empresas públicas, formadas por la confiscación progresiva de las rentas de la tierra.

Debemos observar que, de hecho, la práctica de estos principios significa una redistribución del ingreso: el impuesto a la renta de la tierra pasaría gradualmente a ser controlado por el estado. De este modo, la burguesía industrial y financiera que tenía el poder político recogería parte del ingreso que se extraería de la aristocracia terrateniente, la cual, aunque también estaba representada en el Parlamento, se hallaba en una posición política cada vez más desventajosa.

Hasta 1890 la Sociedad contaba con 173 miembros. Aunque luego su número aumentó no llegó a tener ninguna influencia en la clase obrera. La creación del Partido Laborista Independiente redujo su número y la relativa importancia que habían alcanzado algunas de sus filiales del interior a las cuales incorporó al crearse ofreciendo a sus miembros una perspectiva política Independiente opuesta a los principios de la Sociedad Fabiana central. La acción de la Sociedad Fabiana quedó otra vez limitada a Londres, donde sus miembros llevaron a cabo una política de colaboración con los liberales progresistas del condado. Pero, por otra parte, es innegable que la ideología fabiana pesó en el Partido Laborista Independiente y más tarde en el Partido Laborista Inglés.

Las organizaciones sindicales: del viejo al “nuevo’ sindicalismo

El “viejo” sindicalismo —primer período del sindicalismo, hasta 1890— nucleaba solamente a tos obreros calificados. Para pertenecer a los sindicatos los obreros debían pagar cuotas mensuales relativamente altas, lo cual requería tener salarios altos y trabajo. Dichas cuotas formaban parte de los fondos de ayuda a sus miembros en caso de paro, enfermedad, etc. Estos “viejos” sindicatos —llamados sindicatos de oficio— defendían exclusivamente los intereses de su oficio, no los de la clase obrera en su conjunto. Sus dirigentes participaban de la política Lib-Lab, entraban en el juego de la conciliación con la burguesía radical. Quedaban fuera de estos sindicatos las grandes masas de obreros no calificados: portuarios, transporte, gas, etc.

Hacia la década del 1880 la agitación obrera se hizo cada vez más intensa. Las huelgas prolongadas agotaron los fondos de los sindicatos y se produjo un fenómeno fundamental: entraron a participar en las luchas callejeras y en las huelgas, violentas y prolongadas, las masas de obreros no calificados, que habían quedado hasta entonces fuera del proceso sindical y político. A este nuevo movimiento se agregaron los obreros de las Industrias y de las minas, ya organizados desde tiempo atrás, que a raíz de haber sufrido las consecuencias de la gran depresión habían comenzado a tomar conciencia de la ineficacia de las viejas fórmulas sindicales.

La década de 1880 marca el hito final del “viejo” sindicalismo.

Se inicia el “nuevo”, caracterizado por la movilización de grandes masas de obreros no calificados, por la búsqueda de reivindicaciones laborales comunes a toda la clase obrera y por la promoción de una salida política Independiente que expresara sus auténticos intereses de clase. Los mecánicos Tom Mann, John Burns y Fred Hammill dirigieron este movimiento y tomaron como eje para amalgamar a millones de trabajadores dos reivindicaciones generales: la jornada de trabajo de 8 horas y el salario mínimo garantizado (hasta ese entonces el salario oscilaba según las ganancias y los intereses de los capitalistas). La reducción legal de la jornada de trabajo permitiría al obrero no solamente mejorar su situación laboral sino también participar en las actividades políticas y culturales, algo hasta entonces vedado por las largas jornadas. Las huelgas se sucedieron en Londres: desde las que realizaron en 1888 las obreras de las fábricas de fósforos —una, de las ramas industriales más insalubres— y los obreros del gas hasta el estallido en 1889 de la huelga de los portuarios, que inmovilizó a unos 60.000 obreros de distintas ramas, calificados y no calificados. Se organizaron piquetes de huelga, bonos de socorro entre los obreros hambrientos, mitines y manifestaciones callejeras que conmovieron a la opinión pública al poner en evidencia la miseria atroz de uno de los puertos más grandes del mundo.

Esta huelga logró el aumento de salarios que se proponía, hecho que sirvió para dar fuerza al movimiento obrero al ver el éxito alcanzado por los obreros no calificados.

El número de obreros organizados en sindicatos seguía en aumento: 500.000 en 1885, 860.000 en 1889 y casi dos millones en 1890.

La bandera levantada por los nuevos dirigentes —la jornada de ocho horas— siguió siendo el nexo de unión para la clase obrera. La creación de la Federación Minera de Gran Bretaña, del Sindicato de Obreros del Gas y de otros sindicatos (portuarios, marineros, fogoneros ferroviarios, etc.) dan la pauta de un movimiento cada vez más intenso hacia el nucleamiento de la clase obrera con sentido de “solidaridad” y en el que se expresaba una nueva conciencia de clase.

Estos “nuevos” sindicatos se encargan de hacer contratos colectivos; nuclean a obreros con salarios bajos y trabajos inestables que no podían pagar altas cuotas mensuales. El sindicato había dejado de ser una institución de beneficencia para convertirse en una institución de lucha sindical y política.

Pero el “nuevo” sindicalismo no aniquiló al “viejo”. Subsistieron dirigentes, sindicatos de oficio, asociaciones Lib-Lab, sobre todo entre los obreros del carbón y del algodón, que insistieron en las reivindicaciones parciales. Y a tal punto subsistieron que, hacia fin de siglo, cuando se produjo la reacción patronal ante el avance político y sindical de la clase obrera, volvieron los de la “vieja banda” a liderar el proceso.

Engels, en una carta a Sorge escrita en 1889, decía, refiriéndose al nuevo movimiento:

“Formalmente, por el momento el movimiento es sindical, pero absolutamente distinto de las “viejas” trade unions, [que representan a] los obreros calificados, la “aristocracia del trabajo […] La gente [los dirigentes] se está poniendo al trabajo en forma muy distintas: está conduciendo a la lucha a masas muchísimo más colosales, está conmoviendo mucho más profundamente a la sociedad, está planteando demandas de mucho mayor alcance: jornadas de ocho horas, federación general de todas las organizaciones, solidaridad total […] Se han formado por primera vez ramas femeninas, en el Sindicato de obreras del gas y en la Unión General Obrera…”

Pero en la misma carta observa también que “la respetabilidad burguesa se ha adentrado profundamente en los huesos de los obreros”, a tal extremo que se ve a los dirigentes J. Burns, Champion y T. Mann en contacto con la burguesía y orgullosos de su relación con los liberales y aun con los conservadores. Recordemos que en pocos años después, en 1906, J. Burns, de la Federación Social Domócrata, fue miembro del gobierno liberal, “deslizándose hacia el oportunismo, el arribismo y las alianzas sin principios con la “vieja banda” del T.U.C. (Trades Union Council), los políticos burgueses del Parlamento, y el Consejo del Condado de Londres”.

Los dirigentes obreros del nuevo sindicalismo no eran miembros de las instituciones pretendidamente socialistas, excepto J. Burns, sino dirigentes de sus respectivos sindicatos y no tenían antecedentes en la lucha política liberal.

No solo las masas de Londres se movilizaron. En todas las ciudades industriales del interior se produjeron fenómenos similares. El descontento aumentó a fines de la década del 1880: la concentración del capital incrementó la explotación de la mano de obra. El aumento de la desocupación, el rechazo de las demandas laborales obreras, los lock-out y las leyes para debilitar a los sindicatos sirvieron como marco a los movimientos obreros, cada vez más radicalizados y más violentamente reprimidos.

El Partido Laborista Independiente: ¿un partido de la clase obrera?

La experiencia sindical de fines del 80 así como la situación económica —aumento del porcentaje de desocupados, aun entre los obreros especializados, disminución del salario real, pérdida de las conquistas alcanzadas en 1889— contribuyeron a crear un clima propicio para el surgimiento de un partido político obrero.

Londres dejó de ser el único centro de movilizaciones obreras. La agitación trascendió sus límites y el norte industrial pasó a ser el centro de la acción política. Mientras las centrales londinenses de la Federación Social Demócrata, la Sociedad Fabiana y la Liga Socialista se movían con una dirección aliada con la burguesía, en componendas con los liberales, las filiales del interior adoptaron otra actitud y comenzaron a participar en las luchas populares. Por primera vez se intentó la fusión de las ideas y los grupos socialistas con el movimiento de masas. La creación de la Unión Obrera de Bradford es un hito en este proceso en que la lucha política se suma a la lucha reivindicativa, proceso estrechamente relacionado con el surgimiento del “nuevo” sindicalismo.

En 1893, K. Hardie, joven minero escocés vinculado con los socialistas de Londres, convencido de la necesidad de que la clase obrera llevara adelante la lucha política de manera independiente, fundó el Partido Laborista Escocés (Scottish Labour Party), antecedente inmediato del Partido Laborista Independiente. Ya en 1892 hubo resultados electorales favorables a los candidatos obreros en Londres y en otras ciudades industriales. Eran los que por primera vez utilizaban el derecho electoral para representar a la clase obrera. Pero todavía no se había logrado una unificación real de esta.

En 1893, en Bradford, ciudad industrial del centro de Inglaterra, en una reunión en que participaron delegados de todas las tendencias socialistas y obreras independientes (la Sociedad Fabiana, la Federación Social Demócrata y la Liga por la Jornada de ocho horas), el Partido Laborista Escocés y representantes de las organizaciones obreras de Yorkshire, se fundó el Partido Laborista Independiente. El eje de su programa fue la lucha por la jornada de ocho horas, pero a ello se agregó “la propiedad colectiva de los medios de producción, de distribución y de cambio”.

Engels recibió con alborozo la noticia de la creación del P.L.I. En una carta a Sorge, en 1893, le decía: …

“La F.S.D. por una parte y los fabianos por otra no han sido capaces, por su actitud sectaria, de absorber la presión socialista que se ejerce en las provincias, de manera que la fundación de un tercer partido es beneficiosa. Pero la presión se ha vuelto ahora tan grande, especialmente en los distritos industriales del norte, que el nuevo partido es ya, en su primer congreso, más fuerte que la F.S.D. o que los fabianos, si no más fuerte que los dos partidos juntos. Y la masa de los afiliados es muy buena, ya que su centro de gravedad está en las provincias y no en Londres, reducto de las camarillas […] El Partido Laborista Independiente puede lograr ganar la masa de la F.S.D. y también la de los fabianos de las provincias, reforzando así la unidad”.

Pero a pesar de la confianza depositada en él por Engels, el P.L.I. adoptó una política reformista. Sus dirigentes, a pesar de estar en relación directa con los teóricos marxistas como el mismo Engels, no habían desarrollado una concepción realmente revolucionaria que articulara su acción. Hardie, uno de sus más valiosos dirigentes, luchó, a partir de 1895, para lograr una organización común de los sindicatos y de los socialistas, bajo una dirección socialista, pero los casos de oportunismo y conciliaciones de sus dirigentes con la burguesía nos muestran qué lejos estuvo de alcanzar su propósito.

Aunque el P.L.I. se decía a sí mismo socialista, tal como lo hacían la F.S.D. y la Sociedad Fabiana, toda su acción se limitó al logro de reformas sociales importantes (la jornada de trabajo de ocho horas, derecho al trabajo o al sustento y un jornal mínimo legal), pero sin definir una estrategia para la toma del poder. G. D. Cole sintetiza: “Trataban de luchar en favor de los más miserables mucho más que en favor de toda la clase obrera en su conjunto”.

El Partido Laborista Independiente fue el vocero del nuevo sindicalismo y adoptó, casi desde su fundación, la ideología fabiana.

Hacia 1895 el nuevo sindicalismo había perdido terreno. La reacción de la burguesía —lock‑out, reducción de salarios, disminución del poder de los sindicatos— hizo retroceder en gran parte las conquistas alcanzadas en 1889. El golpe se asestó primero a los “nuevos” sindicatos, que eran minoría con respecto a los “viejos”. Este hecho hizo resurgir a la “vieja banda”. La corriente que intentaba una política obrera independiente comenzó a desviarse nuevamente.

Poco faltaba para que volvierana formalizarse nuevas alianzas Lib-Lab.

El Partido Laborista Independiente tampoco pudo convertirse en el partido “socialista revolucionario de los trabajadores británicos. Sus debilidades se lo impidieron: la falta de unidad política entre sus miembros; las rivalidades entre sus dirigentes; la falta de arraigo en Londres; la falta de centralización administrativa; el auge imperialista en la década del 90, que permitió sofocar en parte los descontentos sociales, y la falta de una teoría que sustentase la acción. El mismo fenómeno que se manifestó en la Liga Socialista, en la Federación Social Demócrata y en la Sociedad Fabiana debido a su desconocimiento de la lucha de clases como manifestación de las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista.

El Partido Laborista Inglés

A pesar de que los casos de conciliación de clases entre los miembros del P.L.I. y la burguesía fueron muchos, la corriente socialista siguió avanzando.

Hacia 1900, representantes desindicatos, del P.L.I., de la F.S.D. y de la S.F. participaron en una conferencia reunida a fin de planificar conjuntamente las actividades para las elecciones parlamentarias. Después de veinte años de intensa lucha laboral, los sindicatos se orientaban decididamente hacia la acción política y se aliaron con las sociedades socialistas, entre las cuales había algunos sectores marxistas —sobre todo en la F.S.D.-- cuyos delegados fueron los únicos que plantearon la lucha de clases,

“cuyo objetivo final sería la socialización de los medios de producción, de distribución y de cambio”.

Esta propuesta fue rechazada, pero se aprobó la de Hardie, que proponía constituir

“en el Parlamento un grupo laborista diferenciado, que tendrá sus propios jefes y aceptará su política: estar dispuesto a colaborar con todo partido que, por el momento, se consagre a la instauración de una legislación que sirva directamente los intereses de los trabajadores, e igualmente dispuesto a aliarse a todo partido que se oponga a medidas reaccionarias”.

De estas discusiones previas salió el Comité (Labour Representation Committee) que daría origen en 1903 al Partido Laborista Inglés. No se trataba de un partido socialista revolucionario. Como el P.L.I., el Partido Laborista estaba inmerso, sobre todo a nivel de sus dirigentes, en la ideología fabiana y no pudo desprenderse de la herencia del liberalismo, que había sido el denominador común del sindicalismo inglés durante toda su trayectoria.

El gran defensor del reformismo liberal‑fabiano en el movimiento obrero de comienzos de siglo fue Ramsay Mac Donald. En ese momento clave de la preguerra este gran partido estuvo ante la disyuntiva de marchar hacia una política de clase, guiado por el marxismo, o bien hacer que la clase obrera actuase como apoyo de la política liberal, guiada por la clase dirigente. Y otra vez el camino elegido, ahora por Mac Donald, fue el rechazo de la lucha de clases. En el seno del Comité todas las propuestas socialistas fueron rechazadas -por todos los delegados del P.L.I. y de los sindicatos, lo que motivó el retiro del Comité de la F.S.D. De este modo el movimiento obrero, fuerte en número y en capacidad combativa, quedó otra vez bajo la única dirección de los liberales reformistas.

La F.S.D., que en 1900 había concertado un acuerdo con otros sectores socialistas menos radicalizados, continuó su camino aislada y cada vez más débil. De sus filas salió en 1903 el Socialist Labour Party (Partido Socialista Obrero), el cual se opuso violentamente a todo compromiso político y a toda alianza con los otros grupos socialistas. En 1920 se separó de él un grupo que formó el Partido Comunista Inglés.

El Partido Laborista no mantuvo durante mucho tiempo la unidad. Los sindicatos mandaban sus propios miembros al Parlamento. Hardie, a pesar de que defendía con elocuencia el sentido del P.L. aconsejando que “se guarden de capitular ante el Liberalismo, que les encadenaría, les amordazaría y los convertiría en una masa sin defensa, desacreditada e impotente …” y exigiendo que “acaben con el liberalismo, el torismo y todo ‘ismo’ que no sea el laborismo; que den a las masas una dirección justa”… porque así “las masas los sostendrán”, preparaba, en connivencia con Mac Donald, un acuerdo electoral con los jefes liberales. Durante el período de preguerra, y más aún durante la guerra, las alianzas parlamentarias Lib-Lab permitieron a la burguesía mantener controlada la situación interna. El ejemplo más claro de la política conciliadora llevada a cabo por los dirigentes del P.L. fue el acuerdo de 1915, la “tregua industrial”, por el cual se comprometieron a evitar conflictos obreros hasta que terminase la guerra.

“La patria está en peligro”

A la intensa expansión del capital inglés se agrega, hacia fines del siglo XIX, la expansión de otros estados que habían alcanzado un alto grado de desarrollo capitalista: en Europa, Alemania y, en segundo lugar, Francia, Rusia, Austria e Italia. Fuera de Europa, Japón y los Estados Unidos. La competencia en la obtención de mercados para la colocación de sus capitales llevó a estos países a reforzar su poder y a lanzarse a una carrera armamentista y militarista. La posición de monopolio internacional que había alcanzado Inglaterra debido a su desarrollo capitalista más temprano se vio afectada por el rápido desarrollo capitalista de otras potencias. El crecimiento del potencial industrial interno de los Estados Unidos no significó para Inglaterra, en primera instancia, más que la pérdida del mercado norteamericano. En cambio, el enfrentamiento con Alemania —ya unificada después de la guerra franco‑prusiana y donde se estaba produciendo una rápida, aunque relativamente tardía, concentración de capital industrial— originó graves tensiones que conmovieron a toda Europa. La expansión alemana no significaba sólo la pérdida del mercado alemán para los productos ingleses. Alemania empezaba a dominar otros mercados europeos y de ultramar. Como no quedaban “espacios libres” y “el mundo ya estaba repartido” los capitales y productos industriales alemanes no podían ser colocados libremente. Inglaterra comienza entonces a ser desplazada por Alemania en el ranking mundial de la producción y las exportaciones.

El problema de la redistribución de los mercados constituye el telón de fondo de la política mundial desde los últimos años del siglo XIX y no se resuelve con el estallido de la Gran Guerra.

Veinte años después volverán los estados capitalistas a enfrentarse por el mismo motivo.

Durante la “paz armada” los estados comenzaron a medir sus fuerzas y a preparar el terreno para la guerra que se avecinaba y que se veía como inevitable. La burguesía inglesa, ante la posibilidad de la guerra interimperialista y en busca de la tranquilidad interna, inició una política de concesiones ante las demandas obreras. Tanto liberales como conservadores, que se alternan en el poder, desarrollan esta política. Los conservadores, con respecto a la cuestión irlandesa y los asuntos coloniales; los liberales, en el plano económico-social de la misma Inglaterra.

En 1903 el gabinete conservador llevó a cabo una reforma agraria radical en Irlanda con el fin de convertir al arrendatario irlandés en pequeño propietario y disolver de ese modo el fermento revolucionario que se mantenía en el proletariado rural. Esta política agraria también se aplicó con Inglaterra, fortaleciendo así a una clase de pequeños propietarios que fue ganada por la burguesía.

El gobierno liberal, a través de su emergente, el ministro de comercio David Lloyd George, miembro de la pequeña burguesía de Gales, respondió a las exigencias obreras con un plan de concesiones sin precedentes en Inglaterra. El objetivo manifiesto era lograr la justicia social, porque esa era una manera de evitar el surgimiento de un partido obrero revolucionario; pero, además, en la coyuntura histórica por la que atravesaba Inglaterra en el plano mundial se necesitaba evitar la crisis interna.

L. George estaba convencido de que o bien se realizaban reformas sociales contra la “despiadada explotación por los grandes terratenientes” y contra la “vergonzante pobreza” de los barrios obreros o surgiría un partido revolucionario. Esto hizo que impulsara una serie de leyes laborales: jornada de trabajo, indemnización por accidentes de trabajo, seguros por desocupación, enfermedad, vejez, etc. No habían bastado todas las luchas obreras de fin de siglo para conseguir reivindicaciones tales. En esa época, en que la guerra se presentaba como inminente, la clase dominante necesitaba más que nunca controlar el orden interno para contar a la clase obrera como aliada. La legislación laboral acentuó la alianza parlamentaria liberal‑laborista. Si bien cada vez eran más los representantes laboristas en el Parlamento, todos actuaron junto a la burguesía y respondieron abiertamente a sus intereses de clase. Apenas durante unos pocos años se dieron las condiciones históricas para que la clase obrera bosquejara una participación política independiente.

La clase dominante mostró toda su capacidad para comprender el proceso histórico y, dueña del poder, operó con sagacidad para dirigir el proceso en el sentido deseado: mantener el modo de producción capitalista y las relaciones sociales que generan sus privilegios. Pero no fue solo la eficacia de la política burguesa sino también la ineficacia de las instituciones socialistas en la conducción del movimiento obrero lo que impidió la eclosión del movimiento revolucionario: Lloyd George pretendió desentenderse de los problemas internos. Sin embargo, la serie de huelgas de 1907 a 1909 reflejan el deterioro de la situación de la clase obrera y el aumento de su conciencia de clase. Paran cientos de miles de obreros. Los diarios de la época dan cuenta de “millones de jornadas de trabajo perdidas”. Estos enormes movimientos de masas no estaban dirigidos por los viejos sindicatos, sino por comités que se organizan para tal fin. Más peligrosos para la burguesía resultaban estos movimientos de masas, relativamente espontáneos, que el propio partido obrero, La huelga de portuarios de 1911, con la dirección de Ben Tillet, actualizó la de 1889. Se adhirieron los obreros del transporte, del litoral y del interior, siguiendo la propuesta de Tom Mann según la cual los transportistas (marítimos, fluviales, ferroviarios, tranviarios y automotores) serían impotentes si no se nucleaban. Luego se agregaron los trabajadores de la electricidad, agua, gas, red cloacal y los mineros.

El Daily Mail, el periódico más leído de Londres, decía en 1911:

“Los huelguistas son dueños de la situación. La capital se encuentra en la situación de una ciudad sitiada, en la que la guerra civil —por fortuna acompañada solo de violencias insignificantes— está en su culminación.”

La huelga de los transportistas terminó con grandes concesiones por parte de los empresarios. La huelga de los mineros, que duró cinco semanas, consiguió que se aprobase una ley por la cual el gobierno fijaba el salario mínimo cuando dicho mínimo no hubiera sido aprobado por una comisión mixta.

En 1912 y 1913 las huelgas se sucedieron en todos los centros industriales y mineros de Inglaterra, especialmente en Londres y Liverpool. Los viejos sindicatos ya no eran fuertes para frenar los paros, frecuentes y prolongados. La policía y el ejército reprimían severamente, pero la resistencia obrera continuaba y se realizaban manifestaciones donde participaban hasta 100.000 personas. Los patronos debieron acceder a las demandas presionados por la fuerza creciente que mostraba la clase obrera. En 1911 la Federación de Mineros logró llevar a cabo una huelga a nivel nacional para exigir el salario mínimo legal que todavía no se había concedido. Participaron entonces en la lucha sindical sectores que todavía no estaban sindicalizados, así como las obreras, los obreros agrícolas y los empleados de oficina, cuyo número había crecido considerablemente durante esta etapa de desarrollo capitalista. Mientras los dirigentes obreros se comprometen cada vez más con la burguesía durante la etapa de la preguerra, las masas obreras se manifiestan, espontáneamente o con dirigentes circunstanciales, contra la desocupación, el aumento de precios, la disminución real de sus salarios, el aumento de los alquileres, y la guerra. El P.L. y P.L.I. continúan ostensiblemente como aliados de la política liberal. Con todo, el P.L. fue aceptado en la Segunda Internacional. Lenin subrayó la necesidad de incorporarlo, pero teniendo en cuenta que era

“el primer paso de las organizaciones realmente proletarias en Inglaterra hacia una política consciente de clase y hacia el Partido Laborista Socialista”.

El Partido Social-Demócrata (nombre que toma la Federación a partir de 1908) no había logrado, ni antes ni en ese momento, concretar una vinculación operativa con el P.L. ni con el P.L.J.

“La F.S.D. —dicen Morton y Tate— cometía un error al no saber distinguir en la práctica entre la masa desorientada y los dirigentes oportunistas de los sindicatos, precisamente cuando los sindicatos —como destaca Lenin— se aproximan al socialismo: torpemente, con vacilaciones, en zigzag, pero a pesar de todo se aproximan. Pues semejante actitud equivalía a empujar a la masa de los sindicatos, entonces dispuestos a la rebelión, en los brazos de los dirigentes oportunistas. Al mismo tiempo daba un impulso al desarrollo del anarcosindicalismo, que en Gran Bretaña fue una tentativa de resolver el problema de la liquidación del capitalismo sin la dirección de un partido socialista revolucionario.”

Un congreso que organizó el Partido Social Demócrata en Manchester, en 1912, con el objeto de unir a las diversas corrientes socialistas, concluyó con la creación del Partido Socialista Inglés. En este nuevo partido estuvieron los sectores verdaderamente revolucionarios, capaces de hacer una clara evaluación de la situación mundial. Pero la inminencia de la guerra provocó en el Partido Socialista Inglés disenciones internas entre los dirigentes, en su mayoría embarcados en la posición nacionalista, arrastrados por la ola de chauvinismo que la burguesía derramó sobre el país, y la gran masa de sus miembros, que adoptaban una posición internacionalista. De allí saldría un ala marxista revolucionaria.

No bastarán las recomendaciones del Congreso de Stuttgart de 1907 de la Segunda Internacional ni todas las publicaciones del P.S.I. en contra de la guerra, no por pacifismo sino por considerarla un conflicto interimperialista. La propaganda en favor de la guerra, por la defensa de la patria, “porque la Patria está en peligro” prende con vigor. Sin embargo el P.S.I. se esfuerza por explicar que… “en lo que concierne a los trabajadores no hay ninguna diferencia entre el imperialismo y la agresión alemana o británica”. Pero esto no logra empañar el brillo del aparato burgués montado para la defensa de la “patria”, aparato que cuenta con el apoyo incondicional del P.L.

La carrera armamentista continuaba ya decididamente hacia la guerra, por lo cual los reclamos obreros no pudieron satisfacerse con tanta soltura como en el 1910 y 1911. Las manifestaciones de desocupados en Londres y en otras ciudades se repiten. Se sumaba a este malestar interno el problema de Irlanda, una bomba de tiempo para Inglaterra. La situación internacional también era difícil. Pero no era la “Patria” la que estaba en peligro sino el “orden” capitalista y la burguesía.

Con el estallido de la guerra la ola de huelgas declinó. Las organizaciones obreras, después de una leve protesta contra la guerra, terminaron apoyándola. Una conferencia celebrada en Londres, en 1915, con representantes del P.S.I., P.L.I., de la S.F., del P.L. y organizaciones socialistas de las potencias aliadas, aprobaron una declaración en la cual se pronunciaban por la guerra —aun reconociendo su carácter interimperialista— para evitar el “derrumbe de la democracia en Europa”. En Congreso de los Sindicatos (T.U.C.) firmó en 1915 una “tregua industrial” por la cual se comprometía a renunciar al derecho de huelga mientras durase el conflicto bélico. ¿Era posible acaso apoyar más efectivamente a la clase dominante en ese difícil momento? Pero —a pesar de ese acuerdo— poco duró la “paz” interna. La guerra aumentó la miseria de los trabajadores y la agitación que le siguió rebasó los límites colaboracionistas impuestos por los dirigentes sindicales.

Los encarcelamientos, multas, requisas policiales de domicilios, el cierre de periódicos, los secuestros de libros y folletos contra la guerra y las movilizaciones forzosas, dan la tónica de la represión de la época. Sin embargo, la agitación continuó más violentamente aún. Hubo un intento de consolidación de la clase obrera a través de la formación del Movimiento Nacional de Delegados Sindicales y de Comités de Trabajadores.

La Revolución Socialista en Rusia fue una inyección de ánimo para la clase obrera inglesa. El Partido Socialista inglés fue el único de los partidos obreros de Europa que se pronunció a favor de los sóviets. Pero la ofensiva alemana debilitó la posición de los internacionalistas y dividió otra vez a los trabajadores en el momento en que se estaba organizando para una huelga general. El movimiento obrero inglés había ido ganando posiciones desde mediados del siglo XIX. La lucha emprendida había sido ardua. Su desarrollo no fue lineal. Estuvo signado por épocas de agitación y conquistas sindicales y políticas, pero sus dirigentes llevaron una política conciliadora de clases. Hacia fines de la guerra estaba fuertemente organizado, como nunca antes lo había estado. Las masas obreras habían desarrollado la conciencia de clase y rebasaban a sus direcciones sindicales, que actuaban como apéndices de las clases dominantes. Hasta 1910 el contar con el apoyo de los dirigentes sindicales significó una tranquilidad para la política burguesa. Además, el desarrollo Imperialista y la necesidad de paz Interna permitían hacer concesiones. Pero desde entonces, y más aún durante la guerra, las masas fueron más allá de los límites institucionalizados. Huelgas, agitaciones, fueron severamente reprimidas por el brazo armado de la clase dominante: matanzas, persecuciones, encarcelamientos, bombardeos (como el caso de Irlanda), censura de la prensa, eran los recursos que empleaba la burguesía para mantenerse. La cantidad de obreros sindicalizados había llegado, al terminar la guerra, a ocho millones. Pero otra vez la ausencia de un partido revolucionario con autoridad real sobre las masas impidió canalizar toda la fuerza en potencia que significan las masas obreras conscientes de su situación de clase.

El triunfo del reformismo no sólo se dio en Inglaterra. Toda Europa, con la única excepción de Rusia, vivió procesos similares. En Inglaterra, donde el temprano desarrollo capitalista permitió llegar antes a la etapa monopolista e imperialista, el movimiento obrero, aunque con los matices que señalamos, fue absorbido, a través del reformismo, por la ideología burguesa. Toda acción acorde con la ideología del proletariado fue violentamente reprimida.

Bibliografía

G. D. H. Cole. Historia del pensamiento socialista. México, F.C.E., 1959. Tomos II y III.

L. H. Farías. Historia General del Trabajo. Grijalbo. 1965. Tomo III, La era de las revoluciones (1760-1914). Morton y Tate. Historia del movimiento obrero Inglés. Editorial Fundamentos, 1971.

Correspondencia Marx-Engels. Buenos Aires, Editorial Cartago, 1972.

F. Engels. La situación de la clase obrera en Inglaterra, “Prefacio” a la edición de 1892. Buenos Aires, Editorial Futuro, 1946.

D. Cante. Las Izquierdas europeas desde 1789. Madrid, Guadarrama, 1965.

La misión nacional de Inglaterra según Chamberlain

”Para llevar adelante esta tarea de civilización estamos realizando lo que creo es nuestra misión nacional, y estamos encontrando un enfoque más ajustado para el ejercicio de aquellas facultades y cualidades que han hecho de nosotros una raza gobernante. No digo que nuestro éxito ha sido completo en todos los casos, no digo que todos nuestros métodos han sido irreprochables; pero sí digo que en casi todas las instancias en las que se estableció el dominio de la Reina y donde se ha hecho cumplir la gran ‘pax Britannica´ ha sobrevivido con ella mayor seguridad para la vida y la propiedad y un mejoramiento material para la mayoría de la población […]. Sin duda, en el momento en que se realizaron las conquistas ha habido derramamiento de sangre, ha habido pérdida de vidas entre las poblaciones nativas, pérdida de vidas aún más preciosas que aquellos que fueron enviados para llevar a esos países un tipo de orden disciplinado; debemos recordar que esta es la condición de la misión que debemos cumplir […] no se pueden destruir las prácticas de barbarie sin el uso de la fuerza; pero si honestamente se compara lo que se gana para la humanidad con el precio que estamos obligados a pagar, pienso que bien podemos alegrarnos por el resultado de tales expediciones […] que pueden costar y que ciertamente han costado valiosas vidas, pero podemos estar seguros de que por vida perdida habrá cien ganadas, y habrá avanzado así la causa de la prosperidad y la civilización del pueblo […].”

J. Chamberlain, discurso pronunciado en la cena anual del Instituto Real de Colonias, el 31 de marzo de 1897.

La cuestión de Irlanda

Engels, después de recorrer Irlanda, en 1856, expresaba:

“Hay una ausencia total de toda industria, de modo que sería difícil entender cómo pueden vivir todas esas excrecencias parásitas (gendarmes, curas, abogados, burócratas) si no fuera por la miseria de los campesinos, que constituye la otra mitad del cuadro. […] Irlanda puede ser considerada como la primera colonia inglesa, gobernada al viejo estilo […] pudiéndose observar ya que la llamada libertad de los ciudadanos ingleses se funda en la opresión de las colonias […]. Las guerras inglesas de conquista (de 1100 a 1850) han arruinado al país. Gracias a una opresión sistemática han sido convertidos en forma artificial en una nación espantosamente desmoralizada, y ahora cumple la notoria función de proveer a Inglaterra, Norte América, Australia, etc., de prostitutas, trabajadores ocasionales, rufianes, ladrones, estafadores, mendigos y demás canallas.”

Irlanda fue colonizada por los ingleses definitivamente en los siglos XVI v XVII. Hacia el siglo XVIII empieza la emigración de campesinos despojados de sus tierras y la conversión de campesinos independientes en dependientes, la formación del proletariado rural. Irlanda proveía de cereales a Inglaterra, lo que beneficiaba a los nobles que formaban la aristocracia terrateniente inglesa, a quienes se habían donado las tierras conquistadas. Pero la derogación de las Leyes de Granos, en 1846, privó a Irlanda del monopolio del abastecimiento del cereal al mercado inglés y dejó a la producción agrícola irlandesa a merced de la competencia extranjera. La nueva consigna, “lana y carne”, provocó una nueva emigración de campesinos, esta vez hacia los Estados Unidos.

Hacia 1867 un movimiento en pro de la república y de la reforma agraria, el de los Fenianos, fue severamente reprimido. Marx, entonces en Inglaterra, logró promover la agitación de los obreros ingleses en favor de los presos fenianos, aunque sin compartir totalmente su planteo político. La revuelta terminó con el juicio y la ejecución de los “mártires de Manchester”.

El problema de los presos políticos irlandeses y la cuestión de Irlanda es un tema tratado con asiduidad en los reuniones de la Asociación Internacional de Trabajadores. Marx dice:

“La clase obrera inglesa nunca hará nada mientras no se libre de Irlanda. […] La palanca debe aplicarse en Irlanda […]. El golpe decisivo contra las clases dominantes inglesas (y será decisivo para el movimiento obrero de todo el mundo) no puede ejecutarse en Inglaterra sino en Irlanda. […] Es el baluarte de la aristocracia terrateniente inglesa. […] Irlanda es […] el gran medio por el cual la aristocracia inglesa mantiene su dominación en la propia Inglaterra”.

Derrocando a la aristocracia inglesa, se llenaría “el requisito previo de la revolución proletaria en Inglaterra”. Marx señala que la burguesía inglesa participa del interés de la aristocracia en tener a Irlanda como una “simple tierra de pastoreo que provea al mercado inglés de carne y lana a los precios más baratos posibles”. Y agrega:

“Por ello están interesados en reducir la población irlandesa, mediante la expropiación y la emigración forzosa, a un número tan pequeño que el capital inglés invertido en la tierra arrendada para la agricultura pueda funcionar con seguridad”.

Pero la burguesía, además de beneficiarse con la obtención de productos, agrícolas baratos (para poder así bajar los salarios que paga a sus obreros), se beneficia también con la afluencia constante de trabajadores que se agregan al mercado inglés del trabajo, “obligando a bajar los salarios y a degradar la situación moral y material de la clase obrera inglesa”. Este hecho crea tensiones ficticias entre los trabajadores irlandeses e ingleses, porque la competencia por el trabajo los aleja de la comprensión de que ambos son parte del proletariado, de que deben combatir a un enemigo común, la burguesía. Así el obrero inglés “odia” al irlandés y por eso se apoya en los aristócratas y capitalistas ingleses, sin advertir que de esa forma está consolidando la dominación que se ejerce sobre él mismo. La distorsión, agravada por prejuicios religiosos y étnicos, se da tanto entre los obreros ingleses como entre los irlandeses. Estos ven a los primeros como “partícipes del pecado de la dominación inglesa sobre Irlanda”.

A principios del siglo XX, en 1903, cuando las tensiones internacionales se agudizaban, el gabinete conservador, que necesitaba contar con la tranquilidad interior, aplicó en Irlanda un programa de reforma agraria. La entrega de tierra en pequeña propiedad a los arrendatarios sin tierras, mediante la expropiación de los ‘landlords’ (grandes terratenientes), modificó la estructura social y el equilibrio de fuerzas; disminuyendo el foco de tensiones generado por el problema agrario. Pero el conflicto continuó entre los que defendían la unión con Inglaterra, los que aceptaban la autonomía y los republicanos. Para apaciguar los ánimos se llevó al Parlamento en 1912 el proyecto de la Home Rule (autogobierno). Irlanda tendría un parlamento, aunque el senado y el Lord Gobernador, representante del rey, serían elegidos en Inglaterra. El parlamento irlandés se ocuparía de los asuntos internos, mientras que el ejército, flota, diplomacia, etc., dependerían del gobierno británico. El proyecto fue rechazado. Recién en 1914, ante la guerra inminente, se aprueba el Home Rule.

Los grupos más radicalizados de Irlanda, como el partido Sinn Feín, que se declaraba socialista, encabezan la lucha. Inglaterra dejó hacer mientras la corriente separatista no se mostró amenazante. El punto culminante del proceso se dio en 1916, durante la guerra. La revolución estalló en Dublin, donde un grupo pequeño y con pocas armas, el Ejército de Ciudadanos Irlandeses, constituyó el Gobierno Provisional de la República de Irlanda. Inglaterra mandó 60.000 hombres para reprimir el movimiento, que no contó con el apoyo activo de la mayoría de la población ni con la ayuda alemana, como esperaba el Sinn Fein. Después de una cruenta lucha los revolucionarios fueron vencidos. A la rendición incondicional que se les exigió siguieron los fusilamientos de todos los cabecillas. La tentativa del Ejército de Ciudadanos Irlandeses, que luchaba por instaurar una “república de los trabajadores”, fue así aplastada.

Viejo y nuevo unionismo

… “El East-End (barrio bajo de Londres) ha sacudido su inerte desesperanza; ha vuelto a la vida convirtiéndose en la patria del ‘Nuevo Unionismo’, esto es, de la organización de la gran masa de los obreros ‘no técnicos’ (unskilled). Esta organización puede, en algún sentido, adoptar la forma de las viejas uniones de los obreros ‘técnicos’ (skilled) ; es, con todo, de carácter esencialmente distinto. Las viejas uniones conservan las tradiciones del tiempo en que fueron fundadas; consideran el sistema del salario, dado una vez por todas, como un hecho definitivo que, en el mejor de los casos, pueden modificar un poco, en interés de sus asociados… Las nuevas uniones, por el contrario, fueron fundadas en una época en que la confianza en la eternidad del sistema del salario era violentamente alterada. Los fundadores y los protectores de estas nuevas uniones eran socialistas conscientes o de sentimiento; las masas que afluyeron a ellas, y en las que reposa su fuerza, eran incultas, descuidadas, no tenidas en cuenta por la aristocracia de la clase trabajadora. Pero ellas tienen esta inmensa ventaja: sus espíritus son todavía puros, completamente libres de la herencia de los ‘respetables´ prejuicios burgueses, que confunden las cabezas de los ‘viejos unionistas’ mejor ubicados. Y así vemos ahora cómo estas nuevas uniones toman la dirección del movimiento obrero y cómo, cada vez más, llevan a remolque a las ricas y orgullosas ‘viejas uniones’…”

(Engels, “Prefacio” a la edición de 1892 de La situación de la clase obrera en Inglaterra.)

William Morris, fundador de la Liga Socialista

“La canción de los trabajadores”, 1885 (Fragmento)

‘‘¡Oh vosotros, hombres ricos, escuchad y temblad! pues con el aire viene la canción.

Hemos trabajado para vosotros y para la muerte; ahora la lucha es diferente.

Somos hombres y nos batiremos por el mundo de los hombres y de la vida;

Y nuestro ejército está en marcha.

Así marcharemos nosotros, los trabajadores, y el rumor que escucháis es él ruido donde se mezclan la batalla y la liberación próxima;

Pues la esperanza de todo ser humano está en la bandera que llevamos, Y el mundo está en marcha.”

Su conversión al socialismo, 1894

[…] Yo estaba destinado a tener una idea pesimista sobre el objetivo de la existencia si no se hubiera abierto en mí la idea de que en medio de esta mugre de la civilización empezaba a germinar la semilla de un profundo cambio, lo que nosotros llamamos la Revolución Social. Este descubrimiento cambió en mí el aspecto de las cosas, y todo lo que faltaba para convertirme en socialista era ligarme al movimiento práctico, lo que he tratado de hacer al máximo de mis posibilidades […].”

(Textos citados por Morton y Tate.)

Un ex combatiente de la guerra contra los Böers

“En un hospital de la ciudad del Cabo el soldado Jorge Fewkoomey sufrió la amputación de una pierna, a consecuencia del impacto de una bala, durante la Guerra de los Böers.

Regresó a Londres. Le fueron pagadas setenta y cinco libras esterlinas, a cambio de lo cual le hicieron firmar un papel en que renunciaba a toda reivindicación contra el estado.

Invirtió las setenta y cinco libras en una pequeña taberna de Newgate, que por aquel entonces rendía sus holgados cuarenta chelines… Eso fue al menos lo que él creyó comprender que decían los ‘libros’, pequeños cuadernos manchados de cerveza, anotados a lápiz. Ayudado por una vieja, y después de haberse instalado en el cuartucho de la trastienda, empezó a dedicarse al oficio de cantinero. Pocas semanas hubieron de transcurrir para quedar convencido de que la pérdida de su pierna no había sido una buena inversión: las entradas resultaron inferiores a los cuarenta chelines previstos. Y eso a pesar del empeño que el soldado puso en tratar con gran amabilidad a la clientela.

Al fin se enteró de que en los últimos tiempos había estado en construcción un edificio en el barrio, de tal suerte que los albañiles habían contribuido a la prosperidad del fonducho; pero una vez terminada la obra la clientela disminuyó sensiblemente. El nuevo propietario pudo haberse dado cuenta de aquel estado de cosas sólo con una buena interpretación de los ‘libros’, según solían explicarle. Y era que las entradas, en contraste con la experiencia del gremio, habían sido más elevadas en los días de trabajo que en los feriados. Pero, hasta aquel momento, nuestro hombre no había conocido tal género de establecimientos más que como cliente, nunca como empresario. No pudo sostener su taberna más que cuatro meses […]. Luego fue descendiendo cada vez más hondo en la escala de la miseria hasta perderse en la interminable caravana de los infelices que el hambre arrastra, día y noche, a lo largo de las calles de la metrópoli del mundo.

Una mañana vagaba a lo largo de un puente sobre el Támesis. Llevaba el estómago vacío, ya que durante dos días no había probado nada que humanamente pudiera llamarse comida. Las gentes a quienes hasta entonces acudió en bares y cantinas solían convidarlo a tomar copas, pero nunca a comer. Es decir que sin el uniforme que con este fin dispuso ponerse no le hubieran dado ni las copas.

Volvió a usar el traje que había vestido de tabernero, pues se proponía mendigar y tenía vergüenza. Mas no vergüenza por el balazo recibido en la pierna ni por haber comprado un bar improductivo; no. Tenía vergüenza de verse reducido a pedir limosna a gentes que jamás había visto ni oído nombrar. En su opinión, nadie le debía nada a nadie…”

(Fragmentos de La novela de dos centavos, de Bertold Brecht.)

Porcentaje de territorio perteneciente a las potencias coloniales europeas y a los Estados Unidos

 

1876

1900

Aumento

Africa

10,8%

90,4%

79,6%

Polinesia

56,8%

98,9%

42,1%

Asia

51,5%

56,8%

5,1%

Australia

100,0%

100,0%

-

América

27,5%

27,2%

-0,3%

“El rasgo característico del periodo que nos ocupa es el reparto definitivo del planeta, definitivo no en el sentido de que sea imposible repartirlo de nuevo —al contrario, nuevos repartos son posibles e inevitables—, sino en el de que la política colonial de los países capitalistas ha terminado ya la conquista de todas las tierras no ocupadas que había en nuestro planeta. Por vez primera, el mundo se encuentra ya repartido, de modo que lo que en adelante puede efectuarse son únicamente nuevos repartos, es decir, el paso de territorios de un propietario a otro, y no el paso de un territorio sin propietario a un dueño […].”

(Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo.)

La declaración sobre la guerra de la Segunda Internacional

A comienzos del siglo XX toda Europa estaba conmovida por tensiones internas y por conflictos externos provocados por la búsqueda de nuevos mercados. El VII Congreso de la Segunda Internacional, reunido en Stuttgart en 1907, después de fogosos debates entre los representantes de las dos líneas principales del movimiento obrero internacional, la reformista y la revolucionaria, aprobó las siguientes declaraciones con respecto al militarismo y a la guerra:

“Las guerras entre estados capitalistas son, en general, la consecuencia de su competencia sobre el mercado del mundo, porque cada estado no tiende solamente a asegurar mercados, sino a adquirir otros nuevos, principalmente por la dominación de los pueblos extranjeros y la conquista de sus tierras. Estas guerras resultan de la incesante competencia provocada por los armamentos del militarismo, que es uno de los instrumentos principales de la dominación de la burguesía y de la esclavización económica y política de la clase obrera. Las guerras se ven favorecidas por los prejuicios nacionales, que han sido cultivados sistemáticamente en interés de las clases dominantes a fin de desviar a la masa proletaria de los deberes de clase y de sus deberes de solidaridad internacional. Las guerras son, por lo tanto, la esencia del capitalismo y no cesarán más que por la supresión del sistema capitalista o bien cuando la amplitud de los sacrificios en hombres y en dinero exigidos por el desarrollo de la técnica militar y las revueltas provocadas por los armamentistas empujen a los pueblos a renunciar a este sistema. La clase obrera, entre la cual se reclutan de preferencia los combatientes y que debe soportar los mayores sacrificios materiales, es adversaria natural de las guerras, porque éstas están en contradicción con el fin que aquélla persigue: la creación de un nuevo orden económico basado en la concepción socialista, destinada a traducir en realidad la solidaridad de los pueblos.

Por eso el Congreso considera que es un deber de todos los trabajadores y de sus representantes en los parlamentos combatir con todas sus fuerzas a los ejércitos de tierra y mar, señalando el carácter de clase de la sociedad burguesa y los móviles que imponen el mantenimiento de antagonismos nacionales; de rechazar todo apoyo pecuniario a la política de guerra, así como esforzarse porque la juventud proletaria sea educada en las ideas socialistas de la fraternidad entre los pueblos, despertando sistemáticamente su conciencia de clase.”

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